Nunca serás inocente

Xavi Barroso

Fragmento

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Oirás que maté a mi mujer porque fui un pistolero despiadado, porque soy un traidor deleznable. No hay palabra cierta en esa afirmación. En una ciudad regida por las balas y por ensoñaciones perversas disparadas por plutócratas, arribistas y correveidiles, la verdad es un molinillo que gira según convenga a las élites. Barcelona da vueltas sobre sus pecados como una peonza, consciente de que acabará derrumbándose. No ha sido una decisión fácil, pero Montserrat tenía que desaparecer por el bien de nuestra familia. ¿Qué alternativa nos quedaba? Por ella volví a la luz y por ella casi perdí el nor­te en innumerables ocasiones. Qué sencillo fue amarla y qué complejo convencerla de que permaneciera a mi lado. Ahora me pregunto: ¿podía un anarquista ser feliz? ¿Podía serlo un patrón?

Hace tres días pusimos rumbo a las Américas y todavía no había disfrutado de la tranquilidad que la cubierta brinda a primera hora de la mañana. El pasaje y parte de la tripulación descansan en los camarotes del barco, que se mece al son de un mar sereno. El sol ilumina cuanto alcanzan a ver los ojos y la brisa acaricia mi cara recordándome que, aunque parezca un milagro, sigo con vida. Estoy sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una pared de la cubierta superior, con el cuaderno en el que escribo sobre las rodillas y la seguridad de haber tomado la decisión acertada. Ojalá el destino me deparara únicamente instantes como este.

Observo a un marinero mayor y somnoliento que, arro­di­lla­do, limpia el suelo sin apenas brío. Su camiseta blanca y entallada delinea un cuerpo sorprendentemente vigoroso para pertenecer a un anciano. Algo más alejada, y con los brazos apo­yados en la barandilla de proa, una mujer observa el horizonte con la minuciosidad de una artista. Luce un vestido azul que com­pite en intensidad con el color del océano. Me pregunto cómo habrán sido sus vidas. ¿Y sus errores?, ¿podrían contarse con los dedos de las manos?

Supongo que la lista de mis pecados comenzó con mi primer asesinato. Sucedió una mañana de julio de 1919. Yo tenía veintiséis años y habían transcurrido tres meses desde el fin de la huelga de La Canadiense, aquel gran parón que detuvo la producción de la ciudad durante más de cuarenta días y que se saldó con la conquista de las ocho horas laborales establecidas por ley en todo el país. Un joven pelirrojo, pecoso y taciturno se presentó en casa para comunicarme que el barón Hans Kohen me había convocado en un piso de la calle Reina Amàlia, situada en pleno Distrito V de Barcelona, uno de los barrios de la parte antigua de la ciudad. Cuando llegué al lugar indicado, subí los seis pisos por una escalera estrecha y poco iluminada que no se limpiaba desde tiempos inmemoriales. Llamé al ático y me recibió una mujer de sonrisa generosa, sobrada de picardía y de confianza.

—Los que llegáis con cara de cordero degollado sois mis favoritos —dijo divertida—. Anda, pasa.

Accedí a un pasillo corto. La mujer escondía un corsé rojo con rebordes negros bajo una bata mal colocada a conciencia y, al tiempo que hablaba, enrollaba los tirabuzones de su rubio pelo en el dedo índice. Me señaló la puerta que abrió mi destino y desapareció por otra.

Kohen me esperaba en un lujoso salón cuyo esplendor contrastaba con el estado de la entrada y la escalera del inmueble. En pocas ocasiones he visto una estancia tan abarrocada. Detrás de una cantidad innumerable de cuadros de animales y paisajes, la mayoría con marcos dorados, se intuía la pared, de color verde. Había, además, dos vitrinas que exponían una va­jilla ostentosa y, frente a la chimenea, varias butacas isabelinas de madera maciza tapizadas en rojo. El Barón estaba sentado en una de ellas y se reía a carcajadas leyendo Solidaridad Obrera, el diario cenetista. Dio un sorbo a la taza que sostenía con la mano derecha y me pidió que me sentara mientras se relamía los restos de café acumulados en el bigote. Luego dejó la taza encima de la mesilla, se levantó y me despedazó con una mi­rada que atravesó los cristales de sus gafas redondas de montura fina.

Tenía el cabello liso, moreno, peinado hacia atrás, y vestía un elegante traje marrón. Robusto pero no en exceso, bajito pero no enano, su aspecto se alejaba del perfil caballeresco que se le suponía a un hombre de su estatus social. Kohen no destacaba por un físico recio, sin embargo mostraba su fuerza con cada gesto, con cada palabra y a través de un semblante que reaccionaba con contundencia ante la adversidad. Transmitía un poderío que se deducía concedido por su linaje y que se otorgaba a sí mismo por la gracia de su carisma. Si preguntabas por el Barón, recogías palabras como bondadoso, cruel, sociable, huraño, humilde, altivo, respetuoso y un sinfín de contradicciones más. A veces pienso que llegué a conocerlo como nadie, y otras, que me engatusó como al resto de los mortales que en un momento u otro entraron en contacto con su lengua viperina.

Mi carrera delictiva, o de justiciero, según se mire, se estrenó con un nombre y un apellido, una sentencia que salió de los labios de Kohen.

—Joan Mas —dijo tajante y con acento alemán—. Así saldará su deuda.

—Disculpe, pero no voy a hacerlo —respondí atemorizado.

—No esperaba oír esas palabras. Sabe qué sucederá si no hace lo que le digo.

—Creí que a cambio del préstamo me pediría otro tipo de favor. No pienso matar a un anarquista; ni a un anarquista ni a nadie.

—Querido Mateu, el dinero acaba con más vidas que los ejércitos. ¿Aún no se ha dado cuenta? —Ante mi silencio, el Barón prosiguió—: Ha entrado en una espiral de la que es imposible escapar —afirmó mientras dibujaba una espiral en el aire con el dedo índice—. Si alguna vez averigua cómo hacerlo, por favor, cuéntemelo al oído mientras me clava un cuchillo en el corazón.

—No sabe qué está haciendo. Están declarando la guerra a los sindicatos.

—Llega tarde, esa guerra comenzó hace mucho, por eso yo debo asegurar mis trincheras y usted debe pagar sus deudas. Si no se creía preparado para devolverlas, no haber aceptado los términos del préstamo que le concedí. —Su semblante se tornó severo—. Mate a Joan Mas y estaremos en paz. Le proporcionaremos ayuda y una pistola. No hay nada más que hablar.

—Pue… puedo hacer cualquier cosa, le devolveré el dinero con intereses. No me pida que lo asesine.

—Le ofrecí trabajar para mí, podría haber ganado treinta veces el dinero que le presté… Esa estricta moral de la que alardea no le traerá nada bueno. Acabará con una bala en la cabeza.

Sus palabras me enervaron por diversas razones, pero sobre todo porque se convirtieron en el preludio del poder que aquel hombre iba a ejercer sobre mi vida.

—Aunque lo haga, me matarán de todos modos.

—Ni el anarquista Joan Mas será el único que desaparezca este mes, ni usted será el único asesino. —El acento alemán de Kohen endurecía su pronunciación y, por ende, su discurso—. No me gustaría tener que cobrarme el aval del préstamo, así que no me obligue a hacerlo. Será coser y cantar, lo tenemos todo planeado.

Lo tenían todo planeado, hasta el último detalle.

Como muchos de los miembros relevantes de la Confederación Nacional del Trabajo, también llamada CNT, el sindicato anarquista con más afiliados de Barcelon

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