
1
Agosto del año 997 de Nuestro Señor
–¡Ya están aquí, los tenemos encima, tratad de escapar mientras podáis y que Dios se apiade de nosotros!
La alerta del jinete lanzado al galope calle arriba vibró unos instantes en el aire, pesado de humedad, junto al repicar frenético de las campanas. Compostela, la ciudad del santo Apóstol, se preparaba para sufrir el flagelo de Almanzor, cuya crueldad era conocida en toda la Cristiandad hispana hasta el punto de inspirar terror con la mera mención de su nombre.
Eran días tenebrosos. Días de llanto y tribulación llamados a perdurar largo tiempo en la memoria.
Gobernaba a la sazón Bermudo II, educado por los monjes de Santiago y coronado en la grandiosa basílica elevada sobre sus sagradas reliquias, a la que había donado valiosos presentes de plata y oro. Un tesoro codiciado por el caudillo sarraceno, cuya ansia de botín no colmaban veinte interminables años de rapiña en el territorio fiel a la Cruz.
En ese verano aciago, el Reino de León se enfrentaba a una nueva devastación semejante a las anteriores, o acaso peor, toda vez que la hueste musulmana jamás había llegado en sus incursiones hasta el sepulcro del Hijo del Trueno. La ira del Victorioso de Alá alcanzaba cotas nunca vistas, narradas con espanto en los alrededores del templo por supervivientes de la aceifa imbuidos del horror vivido.
Ante el arribo a la ciudad de los primeros prófugos, algunos mandos de la guardia local, confiados en poder resistir tras sus sólidas defensas, se habían apresurado a interrogarlos.
—¿Cuántos combatientes vienen? ¿Cuántos jinetes, cuántos infantes?
—¿Cuántas gotas de agua tiene el océano? ¿Cuántas langostas trae una plaga? —había respondido un fraile joven, herido en el pecho y dado por muerto, con la mirada perdida en la pesadilla vivida—. Son incontables. Millares, decenas de millares. Acaso más. Llegaron en naos hasta Oporto y desde allí avanzaron hacia Galicia para encontrarse con los que venían marchando. Van en perfecta formación, armados hasta los dientes, a pie y a caballo, arrastrando sus catapultas y demás ingenios de guerra. Se los oye llegar antes incluso de divisar la inmensa polvareda que levantan. El estruendo de sus pasos cubre el de los tambores que los preceden y hace temblar el suelo. No hay esperanza. No hay salvación…
Decenas de refugiados contaban la misma historia.
Habían venido huyendo desde Tuy, Coria y Viseu, desde el castillo de San Balayo y el monasterio de San Cosme y San Damián, desde los pequeños cenobios y granjas dispersos por todo el valle de San Benito, saqueados y luego arrasados por esa tropa ávida de sangre. Eran las víctimas de una acometida brutal, iniciada a principios del verano en Córdoba por mar y tierra a la vez, que después de atravesar Portugal había hecho alarde de su poderío cruzando el caudaloso río Miño, para adentrarse por la vía de las rías con una ferocidad despiadada.
Pocos habían logrado escapar a la muerte o la esclavitud en esas comarcas prósperas, densamente pobladas. Ni siquiera quienes habían buscado refugio en la isla de San Simón, asolada con idéntica furia por el ejército agareno, los mercenarios cristianos y las mesnadas de los condes traidores, leoneses y gallegos, aliados del invasor.
Los afortunados acogidos a la hospitalidad de Compostela relataban, entre sollozos, cómo los guerreros del califato violentaban a las doncellas, degollaban a los soldados, levantaban pirámides de cabezas cortadas en los cruces de las calzadas, prendían fuego a poblados, granjas, campos sembrados e iglesias, sin temor alguno de Dios, e iban arrastrando cuerdas de cautivos cada vez más nutridas, cuyos lamentos lastimeros se oían a mucha distancia.
Bajo el empuje de esa hueste invencible e insaciable los atribulados hijos de Eva habían sido acosados, perseguidos hasta el último rincón de la aldea más remota, expoliados, masacrados o reducidos a un cautiverio infinitamente peor que la muerte. Y la máquina infernal proseguía su aterradora campaña, empeñada en redoblar su cosecha de despojos cristianos antes de aniquilar el santuario más sagrado de Hispania.
Por eso en el corazón de Galicia, no lejos de la Mar Océana donde terminaba la Tierra, hombres, mujeres y niños huían en riadas hacia el levante y la protección de los montes astures, pidiendo misericordia al cielo mientras el Azote de Dios avanzaba implacablemente hacia ellos.
* * *
En ese mediodía pesado de estío, Compostela era prácticamente una ciudad fantasma que la guarnición militar, apenas un centenar de hombres, se disponía a evacuar en cuanto los últimos civiles rezagados hubiesen acatado la orden de partir sin más demora.
Los hermanos de San Pedro de Antealtares, dedicados a custodiar las sagradas reliquias, habían abandonado su cenobio unos días atrás, entre la impotencia y la desolación, dada la proximidad de los ismaelitas. El monasterio debería haber estado por tanto desierto, pero conservaba un hilo de vida. Una presencia callada, apenas perceptible en su menudez.
Tiago lanzó una mirada suplicante al viejo monje sentado frente a él en la huerta, sobre un escabel colocado a la sombra de una higuera. Su rostro, surcado de profundas arrugas, esbozaba la media sonrisa bondadosa de siempre. Sus ojos, cegados por las cataratas, se mantenían abiertos, mostrando el azul blanquecino característico de ese mal. Una barba de varios días le cubría las mejillas, a falta de la ayuda indispensable para poder cumplir con el rito cotidiano de afeitarse. Vestía un hábito inusualmente pulcro de lana basta y se apoyaba con las dos manos cruzadas en un tosco bastón clavado en el suelo, como si su espalda ya no tuviese la fuerza necesaria para sostener el peso de sus huesos.
Por su aspecto, pensó el herrero, enternecido y a la vez furioso, debía de rondar la edad de Matusalén y atesorar una templanza semejante a la del patriarca, capaz de hacerle mantener la calma a pesar del terror imperante. En semejantes circunstancias, esa tranquilidad imperturbable se antojaba obstinación, más propia de un chiquillo inconsciente que de un presbítero sabio.
—Os lo suplico, padre Martín —imploró—, venid con Mencía y conmigo. Debemos marcharnos de inmediato. Ya habéis oído al soldado. Esos diablos están muy cerca. Si no nos ponemos en camino ahora mismo, no tendremos escapatoria.
—Ve tú, hijo mío —respondió el anciano con voz serena—, y llévate contigo a tu esposa y a ese novicio que no deja de repicar las campanas —añadió con cierta ironía teñida de amargura—. Dile de mi parte que ya no es necesario su valeroso gesto. Supongo que las gentes de la villa ya se habrán ido, como hicieron anteayer mis hermanos. ¿O fue el lunes? ¿La semana pasada acaso? Tanto da. En cuanto a lo demás… A menos que el santo Apóstol obre un milagro, la iglesia levantada sobre su sepulcro, el monasterio, todo será pasto de las llamas y en ellas arderé yo también. Mi vida entera está aquí y soy demasiado viejo para huir. No llegaría muy lejos.
De pie frente a ese hombre al que llamaba «padre» con el corazón, y no porque luciera tonsura, Tiago maldijo su suerte. Hacía apenas un año había alcanzado el sueño de la libertad, ansiada como el más preciado don desde que despertó en él la conciencia, y ahora el caudillo moro, aliado a la cabezonería del fraile, venía a robarle esa dicha que apenas empezaba a catar.
Nacido siervo, hijo de siervos propiedad de ese monasterio de Antealtares mandado levantar en tiempos del segundo rey llamado Alfonso, Tiago había venido a este mundo con un destino labrado en piedra: servir a sus amos en todo aquello que le ordenaran, obedecer, callar y trabajar hasta reventar, a semejanza de las bestias de labranza. Idéntico porvenir habría aguardado a su esposa, Mencía, de la misma condición, educada por su madre para hilar, tejer, coser, lavar, guisar y realizar otras labores propias de manos femeninas en una comunidad de monjes. Ambos habrían debido seguir al servicio del cenobio hasta morir en él o bien pagar, tras largos años de privaciones, el alto precio de su manumisión, de no haber sido porque el hermano Martín les hizo el más valioso de los regalos con motivo de su boda, a costa de emplearse a fondo con el abad a fin de obtener su beneplácito.
Tiago debía a ese ser bondadoso todo lo que poseía y buena parte de lo que sabía, exceptuando el oficio de herrero, aprendido de su padre antes de que un incendio en la forja se lo arrebatara prematuramente cuando ya era huérfano de madre. A partir de ese momento, el hermano Martín había sido para él padre, madre, maestro y benefactor. Y justo ahora, cuando se disponía a saborear el fruto de su generosidad, el mundo se desmoronaba bajo sus pies con el ataque brutal de ese emisario del infierno.
—¡Haréis que nos maten! —rugió.
—¿Nos? —inquirió el monje sin alterarse, aunque imprimiendo firmeza a su tono—. Te lo repito; coge a tu mujer y a ese novicio y vete. Ya te he dado mi respuesta.
Como si la orden del fraile hubiese sido acatada en virtud de algún extraño encantamiento, las campanas callaron súbitamente, sumiendo al vasto recinto del monasterio en un silencio ominoso.
Ese lugar habitualmente tan lleno de vida, tan rico, tan pródigo en labores así espirituales como mundanas, anticipaba lo que estaba por venir apagando las múltiples voces que solían poblar sus campos y sus dependencias. A pesar de estar el sol en su cénit, no se oían los cánticos de la hora sexta. De los establos vacíos no llegaban mugidos, ni relinchos o graznidos, ni ningún otro sonido animal. Nadie se afanaba en recoger las ciruelas maduras de la huerta, que se pudrían en el suelo, y lo mismo podía decirse del resto de ese microcosmos. Por el claustro y los dormitorios yacían abandonados cestos, prendas de ropa, algún pergamino suelto y otros objetos testigos de la precipitación con la que habían salido los hermanos.
Hasta las últimas luces de la víspera, Tiago había estado forjando puntas de flecha para los arqueros desplegados en las murallas, a costa de fundir todo el hierro acopiado a la desesperada entre viejos aperos de labranza y cacharros de cocina. Ahora el horno de la herrería debía de estar apagándose, consumido el carbón vegetal con que se alimentaba. La guarnición militar de Compostela aceptaba su derrota y se retiraba, no sin antes asegurar la evacuación de la ciudad. ¿Qué hacían todavía allí ese viejo cabezota y él?
* * *
El calor apretaba de lo lindo, desatando en su cuerpo ríos de sudor que le corrían por la espalda causándole un cosquilleo agradable. Tiago se llevó una mano a la frente empapada para apartarse el pelo de la cara y, sin pretenderlo, sonrió al recordar que era Mencía quien le cortaba habitualmente el cabello, a gusto de ella, desde que, siendo chiquillos, correteaban por la huerta de los frailes o se sentaban bajo un peral a comer fruta hasta que les dolía la barriga. A ella le complacía que lo llevara largo y él se dejaba hacer, por amor a esa muchacha preciosa cuya risa lo volvía loco y porque su aspecto nunca había sido materia que le preocupara lo más mínimo.
A sus veinticinco años recién cumplidos gozaba de excelente salud y le sobraban las fuerzas. De mediana estatura, piernas pequeñas, pecho ancho, brazos fornidos y manos callosas, mostraba bajo la túnica corta de lino una piel curtida por el duro trabajo junto al fuego, casi siempre a la intemperie. En su rostro, apenas visible bajo la poblada barba, destacaban dos ojos enormes, de un color grisáceo, peculiar, cambiante entre el azul del mar profundo y el negro oscuro del humo que tenían en ese instante.
—Sabéis que no me iré sin vos —espetó a su interlocutor con determinación—. Si persistís en vuestra negativa, habréis de cargar con varias muertes.
El herrero contaba con un último argumento irrebatible. Una razón definitiva, esperaba, para vencer la terquedad de su padre adoptivo. Precisamente se disponía a recurrir a esa carta, cuando su conversación fue interrumpida por el jefe de la guarnición, que venía corriendo, muy azorado, dando gritos desde la distancia.
—¡Al fin os encuentro, por los clavos de Cristo! —exclamó, dirigiéndose a Martín tras esbozar un saludo a Tiago—. Llevo un buen rato buscándoos por todas partes. Menos mal que el campanero me ha dicho que estabais en el monasterio, porque en caso contrario os habríamos dejado atrás. Daba por hecho que ya estaríais lejos, junto a los demás monjes. ¿Cómo se os ocurre quedaros? ¿Habéis perdido el juicio?
—Eso mismo estaba diciéndole yo —remachó el herrero, satisfecho de hallar en ese gigante a un partidario inesperado de su causa.
Con sus más de seis pies de altura y su formidable corpulencia, Golo resultaba inconfundible. Enfundado en una loriga metálica que a juzgar por sus vigorosas zancadas no parecía pesarle, llevaba el yelmo en la mano y portaba al cinto una espada descomunal, que el propio Tiago le había forjado tiempo atrás, a la medida de su envergadura. Cuando estuvo cerca de ellos, el herrero se fijó en su mirada torva, en las verrugas que cubrían buena parte de su rostro de rasgos toscos y en la cicatriz que le demediaba la barbilla, preguntándose si el propio Almanzor, en su ferocidad, no tendría una apariencia semejante a la de ese hombre.
—¿De verdad los tenemos encima, tal como anunciaba el jinete que hemos oído pasar hace un rato? —inquirió con voz teñida de angustia.
—Ese soldado ha exagerado un poco. En realidad los sarracenos se encuentran a una jornada de camino, aunque podrían forzar la marcha. Debéis iros de inmediato, como ha hecho ya todo el mundo.
Desde su humilde asiento, apoyado en su vara de pastor y cada vez más encorvado, Martín se sorprendió a sí mismo tratando de aferrarse a un hilo de esperanza que creía haber perdido y trocando la resignación por ira.
—Pero ¿qué hay de nuestras fortificaciones? —preguntó rabioso—. La muralla que mandó construir el obispo Sisnando para proteger las tres millas que donó a nuestra comunidad el bendito rey Alfonso es sólida. Nos ha mantenido a salvo de los temibles guerreros normandos y hasta ahora ha demostrado ser infranqueable.
—Esa muralla ahuyentó a los hombres del norte —repuso Golo impacientándose—, pero no frenará a los agarenos. Su artillería la derribará como si fuera de mantequilla.
—Antes deberían atravesar la empalizada y el foso que custodian el recinto exterior del monasterio y la ciudad —rebatió sin convicción el anciano.
—Y lo harán —zanjó enérgico el guerrero—. El foso será drenado o rellenado y la empalizada arderá o bien caerá, arrollada por las bestias que trae consigo el caudillo moro. A lo sumo, esos obstáculos lo retrasarán un poco, pero no lo detendrán. Ni Salamanca, ni Zamora, ni siquiera León han podido aguantar en el pasado sus embestidas. Lo sucedido allí hace tres años se repetirá inexorablemente aquí si encuentran la menor resistencia.
Nadie dijo nada, pues tenían bien presente en la memoria el martirio de la capital, donde Almanzor había pasado por las armas no solo a los defensores de la plaza, sino a la hija del conde Rodrigo, doña Elvira, capturada, entregada como premio a la soldadesca y arrojada luego a un pozo mientras aún alentaba. Esa había sido la recompensa de dos bravos nobles gallegos, don Guillén González y su hermano, el citado Rodrigo, por ofrecerse a defender a la desesperada León, junto a un puñado de valientes, después de que la mayoría de sus habitantes, encabezados por el rey Bermudo, se marchara hacia el norte, buscando el amparo de las montañas, llevándose consigo todo objeto de valor que pudiera acarrearse, empezando por las reliquias de sus santos y sus reyes.
—Creedme cuando os digo que el ejército de ese diablo no tiene parangón con nada conocido hasta ahora —remachó el jefe de la guardia—. Y además, tal como nos adelantaron los refugiados llegados a la ciudad hace semanas, en esta ocasión se han unido a él más tropas cristianas que nunca. Yo mismo las he visto. Esos renegados marchan en vanguardia y sirven de guías a sus amos ismaelitas. Dicen que son mesnadas de los hermanos Gonzalo y Rudesino Menéndez, así como del conde Suero Gundemáriz.
—¡Traidores a su Dios y a su Iglesia! —porfió el fraile alzando el tono, con un dolor tan sentido que le quebró la garganta.
—Son las consecuencias de la guerra civil y del miedo —constató Golo sin emoción—. Esos magnates escogieron el bando perdedor cuando nuestro rey Bermudo se enfrentó al difunto Ramiro y fueron castigados por ello con la pérdida de sus posesiones y privilegios. No es de extrañar que ahora se rebelen a su autoridad y se venguen jurando vasallaje a su principal enemigo. A lo que parece, además, el sarraceno les ha prometido no solo respetar sus tierras y a sus gentes, sino mostrarse generoso en el reparto del botín que obtenga en la campaña.
Tiago escuchó atento, más por respeto que por interés, mientras su benefactor contestaba a esa explicación desgranando un relato amargo de enfrentamientos fratricidas entre monarcas y magnates más preocupados por su ambición y su codicia que por la salvaguarda de su fe; divisiones letales para la Cristiandad; soberanos hincados de hinojos ante el poder musulmán, rindiendo pleitesía en Córdoba, dispuestos a pagar onerosos tributos de vasallaje con tal de salvarse a sí mismos comprando fugaces períodos de paz.
—Y lo peor es que no aprendemos… —repetía una y otra vez el anciano, en tono sombrío—. En vano entregaron el rey de Pamplona a su hija y el conde de Castilla a su hermana como esposas o concubinas del caudillo que nos ataca. No hay humillación capaz de apaciguarlo ni sacrificio que colme su sed de sangre. Triste destino el de esas princesas convertidas en piezas inútiles de un siniestro juego político.
—¡Cobardes! —exclamó Tiago, asqueado ante lo que acababa de oír. Las intrigas de los poderosos nunca habían afectado a las gentes como él, nacido siervo y destinado a una vida de arduo trabajo, fuera quien fuese su dueño, pero el honor mancillado de esas doncellas le dolía como al que más. Máxime ahora, cuando tenía motivos sobrados para proteger con redoblado ahínco a la mujer cuya vida le resultaba más valiosa que la suya propia. De ahí que preguntara, indignado—: ¿Y dónde está el Rey? ¿Por qué no ha venido a auxiliarnos?
—Dicen algunos que en Oviedo y otros que más al norte, al amparo del Auseva —contestó Golo con desgana, apremiado por las prisas—. En todo caso, lejos de la capital, donde al parecer solo ha dejado a un puñado de leales. Os repito una vez más que cualquier resistencia es inútil y solo conduciría a la aniquilación. Los sarracenos robarán todo lo que puedan y quemarán lo que no consigan llevarse. No hay más esperanza que la huida. Debéis poneros a salvo si no queréis perecer.
El tiempo se agotaba sin que el monje diera muestras de moverse. Exhausto por el esfuerzo realizado al exaltarse con su perorata, cerró los ojos y se sumió en un sopor parecido al sueño, que terminó de sacar de sus casillas a Tiago.
—¡Padre, por favor, os ruego que me escuchéis!
—¿Todavía estás aquí?
El herrero no habría sabido decir si la frase encerraba una gran inocencia, un sarcasmo impropio de quien la pronunciaba o la pretensión de retarle, pero le llevó a replicar con tristeza:
—Aquí sigo y no he de irme, a pesar de que en casa me espera una mujer encinta. Si persistís en quedaros, sabed que con ella y conmigo condenáis también a nuestro hijo.

2
Mencía lanzó una última ojeada teñida de nostalgia al que había sido su hogar: una pobre construcción de adobe y techo de pizarra asomada al camino por el que llegaban los peregrinos, entre la muralla de piedra y la empalizada exterior, justo en el punto en el que esa senda había sido ensanchada y empedrada hasta su desembocadura en la explanada abierta ante la basílica del santo patrón.
Al rebufo de esos visitantes, a menudo gentes ilustres acompañadas de un nutrido séquito, la urbe llevaba décadas creciendo y prosperando a ojos vistas. Antes de vaciarse de golpe ante el ataque del caudillo musulmán, exhibía orgullosa al mundo sus millares de habitantes, atraídos por la riqueza que generaba el santuario. Curtidores, vinateros, posaderos, tejedores, pañeros, cambiadores, cereros, artesanos y comerciantes de toda índole… una abigarrada multitud de hombres y mujeres libres medraba bajo la protección del Apóstol, si bien a ojos de Mencía nadie era comparable a Tiago.
Su esposo poseía manos mágicas, hábiles en la caricia a pesar de su apariencia callosa, pero a la vez capaces de dar vida al metal como ningún otro sabía hacerlo. Por eso, desde su manumisión, acumulaba más encargos de los que podía realizar trabajando incansablemente. Su nombre corría de boca en boca como sinónimo de buen hacer, lo que con seguridad le abriría oportunidades allá donde les llevara el exilio. Eso al menos pensaba ella, sonriendo a la adversidad, mientras anudaba los bordes de un hatillo en el que había dispuesto un par de mudas, sus calzas de lana de invierno, su vestido de novia y alguna ropa de Tiago. En un zurrón colgado a la espalda llevaría pan, queso, tocino, nueces, avellanas y miel. Desde el arranque de su preñez devoraba sin medida, presa de un apetito voraz, agradeciendo a su hombre y al cielo que no le faltara comida. Así había sido siempre y así sería también a partir de entonces. ¿Por qué temer otra cosa?
Antes de cerrar la puerta de la casa con llave, se preguntó si tendría algún sentido ese gesto, toda vez que nadie confiaba en que Almanzor mostrara la menor clemencia. Si todo iba a ser pasto de las llamas ¿para qué molestarse y cargar con el peso de ese hierro recién forjado que nada tendría que abrir si es que por ventura regresaban?
En el establo contiguo al zaguán, justo debajo de la alcoba, rumiaba tranquila Lucero, la vaca que les daba leche y calor en las noches de invierno. Al decirle adiós, no pudo evitar estremecerse recordando lo sucedido esa misma mañana, cuando esa alcoba se había convertido durante un tiempo breve y a la vez infinito en una antesala del paraíso. Allí, sobre un humilde colchón de heno, se habían amado Tiago y ella con un fuego desconocido hasta entonces, nacido de la desesperación y el miedo. Allí habían fundido sus cuerpos sin recato ni pudor, exhibiendo la belleza de su desnudez a plena luz y devorándose mutuamente con fiereza, como para aferrarse al aliento vital del otro, hasta el punto de olvidar al niño que crecía en sus entrañas. Allí, en ese jergón que pronto ardería junto al resto de sus posesiones, ella se había elevado por encima de sí misma hasta alcanzar universos de placer insospechados, compartidos con su hombre en una comunión íntima del alma además de la piel.
Semejante felicidad tardaba en desvanecerse.
Tiago la hacía sentir bien. Le daba seguridad, protección, certezas. Desde que tenía memoria, él había estado ahí, a su lado, cuidándola, queriéndola, velando por ella, colmándola de cariño y de palabras de aliento. Siempre había contado con él y siempre podría hacerlo. Tiago era su fuerza y su inspiración. Su estrella. Tal vez por eso, aunque debería haber estado desolada por dejar atrás su pasado y afrontar un futuro incierto, cerró tras de sí el portón, sin echar la llave, sonriendo a la vida henchida de confianza.
Lucero pasaría a engrosar el botín de los sarracenos. Mencía había propuesto llevársela, siguiendo el ejemplo de la mayoría de sus vecinos, pero su esposo se había cerrado en banda. La vaca no haría sino retrasarlos en su huida y delatar su presencia si es que se veían obligados a esconderse. A ellos el tiempo se les había echado encima ante la negativa del padre Martín a acompañarlos, y ni siquiera ahora era seguro que al final accediera a hacerlo. Precisamente con el propósito de llevar a cabo un último intento de convencerlo se había acercado Tiago al monasterio. Solo quedaba esperar a que volviera, sabiendo sin lugar a dudas que lo haría. Si en alguien confiaba Mencía, era en Tiago. Más que en el mismísimo Dios.
—Una buena vaca como tú encontrará un dueño que la cuide —se despidió del animal, tratando de creerse sus palabras—. Con nosotros, en cambio, no tendrían piedad. Que el Señor te guarde, Lucero.
No hubo lágrimas en su adiós ni excesiva nostalgia por el ayer. Sentía que dejaba atrás una existencia mullida, previsible y segura, pero se afanaba en pensar que el destino les depararía otra mejor. Todo sería para bien mientras estuvieran juntos. El hijo que alentaba en su seno le daba fuerza. Tanta fuerza como apetito y tanto apetito como optimismo.
* * *
Aunque había quedado con Tiago en que el padre Martín y él la recogerían en casa, puesto que pillaba de camino, Mencía decidió acercarse al cenobio por ver de ayudar a su marido en la difícil tarea causante de su insensato retraso. Tal vez ella triunfara con zalamerías, se dijo, allá donde él fracasaba en razón de su carácter hosco.
Embocó decidida la calle de los francos, cuesta abajo, en dirección a la muralla. ¡Qué extraño resultaba caminar por esa vía en solitario, sin el trajín habitual de carros, mulas, caballerías y gentes de a pie yendo y viniendo a sus labores! La ciudad desierta se antojaba el escenario de una pesadilla.
A izquierda y derecha se abrían huertas de frutales a reventar de abundancia, sembrados recién recogidos y algún prado amarillento con la hierba inusualmente crecida, donde se echaba en falta al ganado que debería haber estado allí. Esa bendición del cielo pertenecía en su mayor parte al cenobio, pues Antealtares era un monasterio en extremo rico, el más próspero del Reino a decir de los monjes, merced a las cuantiosas donaciones hechas a lo largo del tiempo por los devotos del Apóstol.
Desde los reyes de Asturias o León hasta el más humilde campesino, sin olvidar a los altos dignatarios de la Iglesia hispana acudidos a postrarse ante sus reliquias o a los próceres venidos en peregrinación desde tierras lejanas, todo el que solicitaba la intercesión del santo agradecía después su favor con un óbolo mayor o menor, a la medida de sus posibilidades. Por eso en Compostela nunca se había pasado hambre. Ni siquiera los siervos. Si existía un jardín del Edén en este mundo, se encontraba justo allí, en el corazón de Galicia.
Sumida en sus pensamientos, la sorprendió de pronto un hedor tal que le provocó un ataque de arcadas y la obligó a detenerse a vomitar hasta las entrañas, entre espasmos, reflujos amargos y lágrimas. Cuando se repuso lo suficiente como para levantar la mirada, vio ante sí, junto a la puerta principal de la ciudad, la causa de esa convulsión: dos despojos humanos colgaban de sendas horcas, pudriéndose al calor del verano, bajo un enjambre de moscas cuyo zumbido resultaba ensordecedor.
La población había sido advertida: cualquier cristiano que aprovechara la aceifa de los sarracenos para darse al pillaje sufriría el correspondiente castigo. Aquellos dos desdichados debían de haber desoído el aviso y allí estaban sus cadáveres, bien a la vista, con la finalidad de disuadir tentaciones. Los pájaros se habían dado un festín, dejando cuencas vacías y sanguinolentas en el lugar de los ojos. Los pies, amarrados por una cuerda, se movían en el aire lentamente, con un bamboleo siniestro.
Mencía reprimió a duras penas otra arcada violenta, se cubrió el rostro con un pañuelo y atravesó la puerta corriendo, deseando olvidar cuanto antes esa visión horrible y sacarse de la nariz un olor que parecía habérsele quedado incrustado. En dirección contraria venían en ese momento cuatro miembros de la guarnición local, de retirada, que le dijeron alguna obscenidad al pasar. Por lo demás, Compostela era una ciudad tan muerta como los ladrones con los que acababa de cruzarse. Solo cabía esperar que pudiese renacer de sus cenizas algún día y acoger de nuevo a sus hijos desterrados, en lugar de corromperse definitivamente en el olvido, a semejanza de esos truhanes.
* * *
A la altura de la iglesia de San Benito del Campo, terminada de construir precisamente el año de su nacimiento, 980 de Nuestro Señor, los vio venir de lejos, Tiago andando a buen paso y Martín sentado en un borrico.
—¡Gracias, san Benito! —exclamó persignándose—. Tú no podías fallarme.
Asomada a la plaza principal, la nueva parroquia daba servicio a la población ajena al cenobio, como refuerzo de la catedral que se había quedado pequeña para atender a tantas almas. Todo esto lo sabía Mencía porque en el monasterio oía hablar a los frailes sin que ellos repararan siquiera en su presencia. Se había criado entre gentes cuyos conocimientos producían en ella una fascinación creciente a medida que iba haciéndose mujer. No había sentido la llamada de la fe para profesar como novicia en un convento, lo que habría conseguido seguro con la ayuda del padre Martín, pero habría dado cualquier cosa por aprender todo el saber que atesoraban esos clérigos y poder adentrarse en los misterios carentes de secretos para ellos.
—¡Sácate esos pájaros de la cabeza! —solía regañarla su madre cuando ella se atrevía a expresar tales fantasías en voz alta—. Aprende a bordar como Dios manda y podrás ganarte el pan.
Y Mencía había aprendido. A bordar y también a hilar el lino como pocas. Además, tenía a Tiago a su lado. Y la libertad. Pedir más a la Providencia habría sido escupir al cielo.
Su madre y su padre habían partido hacia el norte varios días atrás, en la primera oleada de prófugos, junto a la mayoría de los hermanos y sus posesiones más valiosas: buena parte del tesoro perteneciente al Apóstol, el resto de los siervos y por último las caballerías, ganado, aves de corral y reservas de grano. Ella en cambio se había quedado en esa villa que ahora le parecía hostil, amenazadora, como si la recorriera por primera vez.
Pasada la iglesia, a mano izquierda, se alzaba majestuosa una de las cuatro torres de la muralla, desde la cual el pregonero solía lanzar sus avisos aprovechando los días de mercado semanal, cuando los compostelanos se congregaban alrededor de los puestos y afluían a la ciudad campesinos de toda la comarca.
Mencía guardaba un recuerdo vívido de su último pregón, ordenando la evacuación ante la matanza que se avecinaba. La noticia había caído como un jarro de agua helada, hasta el punto de sembrar el desconcierto, pues no cabía concebir que el santo Apóstol desamparara a las gentes que velaban por su sepulcro. ¿Cómo iban a atreverse los mahometanos a provocar la ira de Cristo atacando la última morada de su discípulo predilecto? Y este, el Hijo del Trueno, quien después de ser decapitado seguía asiendo su cabeza entre las manos antes de rendirla al verdugo, ¿qué represalias no tomaría contra quien osara profanar sus reliquias?
Los vecinos de Compostela solo habían conocido paz. Ellos, sus abuelos y los padres de sus abuelos. Paz y prosperidad bajo el manto protector de Santiago. Galicia entera vivía desde hacía más de un siglo alejada de la guerra contra el infiel, a resguardo de las fortificaciones levantadas con ingente esfuerzo por los reyes de Asturias y León en las riberas del Duero. Sabían que en otros lugares el Victorioso de Alá hacía estragos. Habían dado refugio a un buen número de clérigos milagrosamente escapados de las feroces incursiones realizadas por ese demonio en el Reino de Pamplona o Aragón, en Castilla y en tierras del soberano leonés, cada vez más cerca y cada verano, con puntualidad aterradora. Conocían relatos capaces de helar la sangre, pero se creían a salvo de sufrir algo parecido, hasta que el pregonero los sacó de su engaño.
El ejército de Almanzor avanzaba implacablemente hacia ellos por la antigua vía romana que venía de Iria Flavia, destruyéndolo todo a su paso. Era preciso escapar.
—Así lo hace saber y manda el ilustrísimo cabildo en el día de hoy —había proclamado el hombre con voz inusualmente trémula, subrayando sus palabras con un redoble de tambor semejante al estertor de un agonizante.
* * *
El sol empezaba ya a declinar cuando al fin Mencía pudo abrazarse a Tiago, entre exclamaciones de alegría.
—Pero ¿dónde te habías metido, esposo? —saludó jovial—. Ya empezaba a preocuparme.
—Es culpa mía, hija —terció Martín—. Me ha costado un poco decidirme a acompañaros y he retrasado vuestra marcha.
—El padre Martín se ha ofrecido a bautizar al niño cuando nazca —dijo Tiago a guisa de explicación, dejando para otro momento el detalle de lo sucedido en el monasterio.
Ese ruego era el arma secreta a la que había recurrido para vencer la obstinación del clérigo, después de anunciarle el estado de buena esperanza de su mujer. Ante la insistencia de su pupilo, el monje se había rendido, incapaz de negar semejante petición al muchacho a quien él mismo había unido poco antes en santo matrimonio.
—¿Ya estáis entonces al tanto de la feliz noticia? —repuso ella, dirigiéndose al fraile con una sonrisa a medio camino entre el orgullo y el pudor que el anciano, ciego, no pudo apreciar—. Pues bendecidnos, por favor. Sois el primero en saberlo.
Mencía se acercó al borrico, tomó suavemente la mano derecha del clérigo entre las suyas y la guio hasta su vientre, para que pudiera trazar el signo de la cruz justo allá donde crecía, abrigada, esa criatura tan pequeña y sin embargo tan fuerte a la hora de infundir ánimo a sus padres. Martín bendijo a ese niño cuidando de no rozar la túnica holgada con la que se cubría la mujer, y pronunció unas palabras en latín que únicamente él comprendió. Pedían a Dios salud para el bebé y para su madre y les deseaban a ambos una vida dichosa bajo la protección del Apóstol.
Sin más dilación, reanudaron la marcha por la empinada cuesta empedrada, hacia arriba, dejando a sus espaldas el cenobio, la plaza, la torre fortificada donde Golo impartía las últimas órdenes a los soldados encargados de quemar todo aquello que pudiera servir de algo a la hueste agarena, y un laberinto de callejuelas estrechas, polvorientas, pobladas de casas vacías.
—Seguiremos el antiguo camino de la costa, hacia el Navia y más allá, a levante, donde las murallas que Dios dispuso en torno al Auseva siempre han ofrecido protección a los cristianos —propuso el clérigo, con la voz impregnada de tristeza—. Por esa ruta han llegado miles de peregrinos a Santiago, lo que significa que ha de haber posadas, hospitales y monasterios que nos den cobijo. Nuestros hermanos brindarán hospitalidad a tres pobres fugitivos.
—Cuanto más al norte, mejor —convino Tiago, que en ese momento tenía la mirada azul, iluminada por la esperanza—. Iremos hacia el mar y, una vez allí, ya veremos. Lo importante es alejarse de aquí lo antes posible.
* * *
—¡Oh, verdadero y digno santísimo Apóstol…! —sonó de pronto la voz de Martín, recitando el conocido himno a Santiago escrito por un monje liebanés—. ¡Cabeza refulgente y áurea de Hispania, defensor poderoso y patrono nuestro, apiádate de nosotros en esta hora trágica!
El anciano desgranaba su letanía con una cadencia desgarradora, acompañando las palabras de sollozos.
—¡Sé con nosotros piadoso, sé pastor amable de esta grey puesta a tu custodia, líbranos de los infiernos!
Rompía el corazón oírle rezar de ese modo, invocando al santo a cuyo servicio había dedicado su vida entera. No parecía dirigirse a un ser celestial, lejano en su pedestal de mármol, sino al amigo cuyo socorro suplicaba con profunda fe, esperando verlo aparecer aureolado de gloria, empuñando una espada flamígera y montado en un corcel brioso, dispuesto a derrotar, él solo, a esa tropa impía y feroz que venía a destruir su santuario.