A orillas del mar. Premio Nobel de Literatura 2021

Abdulrazak Gurnah

Fragmento

Reliquias

Reliquias

1

Rachel dijo que vendría más tarde, y a veces, cuando lo dice, lo hace. Me mandó una tarjeta —no tengo teléfono en el piso, me niego a tenerlo— en la que me pedía que la llamara si me venía mal la visita, pero no la he llamado; no veo necesidad de hacerlo. Ya es tarde, así que no creo que venga, al menos hoy.

Pero es verdad que en la tarjeta ponía «después de las seis». A lo mejor no era más que un gesto amable, una manera de hacerme saber que ha pensado en mí con el convencimiento de que me serviría de consuelo, y así es. No importa, a estas alturas me basta con que no aparezca a altas horas de la noche, rompiendo el elocuente silencio nocturno con una batería de explicaciones y disculpas, desgranando un plan tras otro hasta consumir el tiempo de oscuridad restante.

Me maravilla lo valiosas que han llegado a ser para mí esas horas de oscuridad, cómo los silencios de la noche se han ido colmando de murmullos y bisbiseos cuando antes eran tan espantosamente inertes, tan agarrotados por el extraño sigilo que planeaba sobre las palabras. Es como si, al venir a vivir aquí, hubiera cerrado una puerta estrecha y abierto otra que da a una amplia explanada. En la oscuridad pierdo la noción del espacio, y en esa nada adquiero una mayor conciencia de mí mismo y distingo las voces con más claridad, como si las oyera por primera vez. A veces me llega, como un susurro acallado, una música que suena en la distancia, al aire libre. Anhelo la noche que pone fin a cada árido día, aunque me atemoricen la oscuridad, sus infinitos recovecos y sus sombras cambiantes. A veces pienso que mi destino es vivir entre los escombros y el caos de casas ruinosas.

No es fácil determinar con precisión cómo he llegado a este punto, afirmar con cierta seguridad que aquello dio lugar a esto y luego a lo otro... de modo que aquí estamos. Los recuerdos se me escurren entre los dedos, e incluso mientras los evoco para mis adentros me llegan ecos de algo que estoy reprimiendo, algo que he olvidado recordar, lo que complica el relato, mal que me pese. No obstante, puedo contar algunas cosas y siento el impulso de hacerlo, de dar cuenta de los dramas menores que he presenciado y de los que he formado parte, aunque los finales y los principios se hayan difuminado. No creo que sea un impulso noble; quiero decir que no conozco una gran verdad que me muera por divulgar, ni he vivido una experiencia ejemplar capaz de arrojar luz sobre nuestras circunstancias y el tiempo que nos ha tocado vivir. Aunque he vivido lo mío. Aquí todo es tan distinto que me parece como si una existencia hubiese llegado a su fin y estuviese empezando otra, por lo que quizá debería decir que he vivido otra vida en otro lugar, pero ha quedado atrás. Sin embargo, sé que esa existencia anterior bulle, palpita y goza de buena salud en mi pasado y en mi futuro. No tengo sino tiempo en las manos y estoy en manos del tiempo, conque más me vale rendir cuentas. Al fin y al cabo, todos tenemos que hacerlo tarde o temprano.

Vivo en una pequeña ciudad a orillas del mar, como he hecho siempre, aunque la mayor parte de mi vida haya transcurrido muy lejos de aquí, junto a un gran océano de cálidas aguas esmeralda. Ahora llevo la semivida de un forastero, atisbando interiores a través de la pantalla del televisor e imaginando las infinitas cuitas que afligen a quienes veo durante mis caminatas. No tengo la menor idea de qué les inquieta, pese a que los observo con atención y me fijo en todo lo que puedo, pero me temo que reconozco poco de lo que veo. No es que sean misteriosos, sino que su extrañeza me desarma. Apenas entiendo el esfuerzo que parece acompañar sus acciones más cotidianas. Parecen agotados y distraídos, se frotan los ojos como si les escocieran mientras se enfrentan a calamidades incomprensibles para mí. A lo mejor exagero o simplemente no puedo evitar recrearme en aquello que nos distingue, en subrayar los contrastes; puede que simplemente resistan el embate del viento frío que sopla desde el tenebroso océano aunque yo me emperre en encontrarle sentido a lo que veo, pero a estas alturas de la vida es difícil aprender a no ver, aprender a callar el significado de lo que creo ver. Me fascinan sus rostros. Se burlan de mí, o al menos eso creo.

Las calles me ponen tenso y nervioso, y a veces ni siquiera estando encerrado en mi piso soy capaz de dormir o de sentarme cómodamente a descansar por culpa de los crujidos y murmullos que agitan la parte baja del aire. La parte superior siempre está agitada porque es allí donde habitan Dios y sus ángeles, que acostumbran a debatir sobre las altas esferas políticas, además de purgar traiciones y revueltas. No les gustan los oyentes fortuitos, ni los que andan buscando información para otros o para sí mismos; bastante tienen ya con decidir el destino del universo. Por precaución, de tanto en tanto los ángeles desatan un chaparrón corrosivo para disuadir a los curiosos con la amenaza de infligirles lesiones deformantes. La parte central del aire es la zona de contención donde los funcionarios, los ifrits que hacen antesala, los locuaces yins y las ondulantes serpientes se retuercen, agitan y enfurecen mientras aguardan los consejos de sus superiores: «¡Eh, eh!, ¿has oído eso? ¿Qué habrá querido decir?» En el turbio aire inferior se encuentran los oportunistas sin mala fe y las almas cándidas que se creen cualquier cosa y se prestan a todo, los ingenuos y apocados que, como son legión, abarrotan y contaminan los estrechos espacios donde se hacinan. Allí me encontraréis a mí: en ningún lugar encajo mejor. O tal vez debería decir que en ningún lugar encajaba mejor. Allí me habríais encontrado cuando estaba en la flor de la vida, pues desde que he llegado a esta ciudad no puedo dejar de percibir los recelos e inquietudes que agitan el aire y las calles. Pero no en todas partes. Me refiero a que no siento esta agitación allá donde vaya, ni en todo momento. Por las mañanas, las tiendas de muebles son lugares silenciosos y despejados por los que paseo a mis anchas sin más motivo de preocupación que las diminutas partículas de fibras sintéticas que flotan en el aire y me corroen las fosas nasales y los bronquios, por lo que acaban obligándome a marcharme y me disuaden de volver durante un tiempo.

Encontré las tiendas de muebles por casualidad, al poco de llegar, cuando me trasladaron aquí, aunque siempre me han interesado los muebles. Cuando menos, son lastres que nos mantienen con los pies en el suelo, evitando así que trepemos desnudos a los árboles y nos pongamos a aullar, abrumados por el espanto de nuestras vanas existencias. Impiden que vaguemos sin rumbo por junglas inexpugnables, urdiendo actos de canibalismo en los claros y las cuevas húmedas. Hablo por mí, aunque me atrevería a incluir en mi banal sabiduría a quienes callan. Sea como fuere, la gente que se ocupa de los refugiados me buscó este piso, que me permitió dejar el bed and breakfast de Celia. El viaje desde allí fue breve, pero hubo que dar muchas vueltas por calles cortas flanqueadas por hileras de casas similares entre sí. Tenía la sensación de que me estaban llevando a un escondrijo, si no fuera porque las calles eran tan rectas y s

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