El alfabeto de los dioses

Almudena Torrego

Fragmento

Alonso

Alonso

¡Yo lo vi, vive Dios que lo vi! ¡Lo juro! Tan cierto como que en esta noche hay luna. ¿No es verdad? Y decidme: ¿acaso podéis verla? No, me diréis, porque las nubes y esta espesa niebla la esconden. Pero sabemos que sigue ahí. Y del mismo modo lo vi todo porque estaba, y sé que aún está ahí, entre las rocas. Y aunque no pueda verse, yo sí puedo sentirlo, como así me ha sucedido todos los días de mi vida desde que apareció. Y ni el paso del tiempo ni mi vieja sesera, que todos creen en delirio por los muchos años que tiene, me mienten. Y si estoy en demencia, y no me sostenéis, aquí tenéis la prueba. Podéis cualquiera cogerla de mi mano. Aún tengo que ponerla a su recaudo.

¡Que alguien me lleve hasta allí!

Ya lo he relatado cien veces, y cien veces más lo haré, hasta que alguien se apiade de mí y me llegue hasta la playa. Hoy sería un buen día, pues a las doce es bajamar y estas mareas de septiembre son vivas. Lo repetiré hasta saciar, y entonces algún alma me llevará. Es lo último que pido. Así, ya podré reunirme en paz con el Señor. Ya no me queda mucho tiempo.

Recuerdo aquel aroma..., aquel denso olor llegado, traído por el viento en forma de humareda. Un intenso deseo de dejarme acunar por el sueño me invadió.

Era tal su belleza, y tan hermosas sus manos como su sonrisa. Apareció ante mí, descalza, cubriendo su ser con una capa y una túnica del color de las estrellas, como la que llevaba en su frente. El mar batía sobre la roca en que ella se sentaba, salpicándola, pero ni se inmutaba. Me miraba, me sonreía con su boca, sí, pero también lo hacía con su pálido rostro, con sus ojos y con su dorada melena, cimbreante como las olas. En una mano llevaba una madeja dorada de la que colgaba suelta una hebra y, en la otra, me mostraba una piedra, esta que ahora sujeto en mi mano. Quería dármela, pero yo no osaba a menearme ni a decir palabra. Permanecía quieto, varado, como una roca más de aquella cavidad de la playa que llaman de Fuentes, como si me hubiese transformado en una parte más de aquellos acantilados.

Y entonces ella me habló, mas no vi movimiento alguno en sus labios, que seguían sonriéndome. Sus palabras no sé de dónde salieron, pero sin embargo yo las escuchaba. Y eran dulces, como una música que yo jamás había sentido, ni he conseguido volver a escuchar, pues creo imposible que ni voz ni instrumento alguno puedan nunca entonar o tañer de aquel modo. Las palabras entraron en mi cabeza, y no sé decir de qué manera. Sin duda sería cosa de magia. Su sonido era melodioso y sus verbos antiguos, como viejos. Y aunque ella se asemejaba joven, no debía de serlo, pues, al mirarme, sus ojos parecían encerrar cientos de años de historias y saberes. Dejó su roca, se acercó y, extendiendo su mano, soltó en la mía esta piedrecilla. Y al cogerla yo comenzaron a brillar en el canto unas líneas que, poco a poco, fueron apagándose hasta quedar grabadas. Estas que se ven son. Y yo seguía petrificado, pero también jubiloso como nunca lo había estado ni he vuelto a estarlo. Porque sentí una alegría inmensa recorriendo toda mi fisonomía: osamenta, vísceras, sesera, cuero y alma, la que me otorgó Dios Nuestro Señor. Igualmente, nunca volví a sentir aquella música, tampoco a percibir esa complacencia, ni cuando años después estuve entre los mejores músicos de la corte, ni cuando en mi mocedad caí en ardorosos e impetuosos amores. Y que nadie me mire escandalizado porque hable de magias o sienta miedo de que Inquisiciones ni Santos Oficios vengan a prenderme, que ya se sabe lo bien que los conozco en sus adentros. Porque aquella criatura era antigua, muy antigua, inmemorial, más que el tiempo que dicen de los druidas de nuestra tierra, más que nosotros los hombres. Pero os juro que, como vos y yo, era una criatura del Señor, como también lo son los ángeles del cielo y los demonios del averno. Y al entregarme el guijarro, me habló. Y sus palabras quedaron grabadas en mi mollera, al igual que estas marcas que veis quedaron estampadas en la piedruca. Habló, y me dijo: «Habéis de llegar hasta aquello que solo pertenece al Creador. Cuando lo halléis, sabréis qué es. Si es así, estaré aquí esperándoos, y entonces lo recuperaré y lo tornaré al lugar al que pertenece». Estos verbos me dijo. Y, alzando sus brazos, marchó ligera entre las rocas con su madeja dorada entre las manos, dejando arrastrar aquella hebra por el agua de las pozas.

Entonces, solo entonces, pude empezar a recobrar el movimiento y despertar de mi sueño. Aquí comienza mi historia.

1. El Cuervo. Del arado, sembrado y primeros regados

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El Cuervo

Pisaban mis pies un campo de batalla, cuya tierra sorbía la sangre de los muertos. Uno de tantos que nacieron y crecieron en aquella ya casi octogenaria e interminable guerra que llamaban de Flandes.

Caminaba entre despojos. El lodo, mezclado con la sangre y las vísceras, iba pegándose a mis botas. Mas nada de ello me conmovía; si acaso, que aquella mixtura pudiera menoscabar su pellejo. De pronto sentí que algo me asía de la pernera. Bajé los ojos y vi a un soldado moribundo que, entre los estertores de la muerte, me suplicaba con la mirada que le procurase auxilio. Sus ruegos los demandaba con la mirada, pues imposible de toda guisa hubiese sido que los implorase con la voz, ya que una lanza atravesaba su gaznate de parte a parte. Era de los nuestros, seguramente un mercenario de los tercios. Aquello me molestó, pues me perturbaba el hedor de sus heridas y el que interrumpiesen mi camino. Le propiné dos patadas en la cabeza: una por conveniencia, para lograr desembarazarme de aquel indeseado abrazo; y otra por rabia, pues, fastidiado, vi como un chorro de sangre, que surgió de su boca con el golpe de la primera, terminó de ensuciarme el jubón hasta las rodillas.

Seguí adelante, sin pararme, pensando en cómo la suerte me sonreiría si lograba llegar hasta el fuerte. Una fortuna que, en aquel momento, solo me interesaba para aliviar mi hambre, mi cansancio y mis ganas de tumbarme para sanar el dolor que trepaba por todo mi cuerpo. Solo deseaba eso. Bueno, eso y poder limpiar mi espada, de la que buen uso había hecho en la jornada. Aquel armero no me había engañado en su compra. ¡Buen acero la recubría para su cometido: otorgar la muerte! Aquello me recordó la sangrienta batalla a la que, una vez más, había logrado sobrevivir. Mis largas piernas y mis jóvenes brazos habíanse imbuido de aquella febril violencia a la que siempre despertaba mi cuerpo, lo que contrastaba con el cálculo y el sosiego en los que en esos mismos momentos discurría mi

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