Forjada en la tormenta

David B. Gil

Fragmento

1. Una flecha, una vida

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Una flecha, una vida

Asaemon! —le susurró alguien al oído—. Asaemon, muchacho, ¡despierta!

El aludido se limitó a gruñir, pero un leve zarandeo lo obligó a abrir un ojo y buscar al culpable de tanta desconsideración. Se encontró con el rostro grave de Kasahara, quien fuera mano derecha de su padre mientras este vivía, principal valedor de Asaemon ahora que él ostentaba el puesto de maestro rastreador.

—Es su turno, Hikura-sama —dijo Kasahara a pecho lleno, engolando la voz para que todos supieran que lo trataba con la debida consideración.

Asaemon asintió, y aquel simple gesto le contrajo el cuello y los hombros, consecuencia de haberse quedado dormido de rodillas, sentado a la manera ceremonial. A su alrededor, decenas de miradas —graves, reprobatorias— lo atravesaban con desprecio. Ignorándolas, Asaemon tomó el arco que descansaba junto a él, se puso en pie con la ayuda del veterano samurái y avanzó por el patio empedrado del santuario Izumo Taisha.

Se hallaban en el décimo mes del calendario lunar, cuando los ocho millones de dioses que pueblan el mundo se congregan en la provincia de Izumo para rendir homenaje a Okuninushi, la deidad gobernante de dichas tierras. Durante unos días, Izumo se convertía en el hogar de todos los dioses y, en agradecimiento por este alto honor, los habitantes de la provincia se volcaban en el festival de Kamiari, cuyo desenlace tenía lugar esa noche en el torneo del arco y la flecha.

Los mejores arqueros de la región se enclaustraban en el gran santuario para competir entre ellos; un representante de cada gran casa samurái y un maestro de cada escuela de arquería, todos pugnando por hacer sonar la campana que pendía a veinte ken[1] de distancia. Si la campana cantaba, los dioses se sentirían satisfechos y el nuevo año sería próspero para la gente de Izumo, especialmente para aquel clan que hubiera arrancado el tañido con la punta de su flecha.

Si nadie acertaba, por el contrario, significaba ofender a todos y cada uno de los kami de Japón y exponerse a un año aciago.

—Kasahara —musitó Asaemon al hombre que caminaba junto a él—, ¿cuántos han tirado ya?

El viejo guerrero se mesó la barba, un gesto que Asaemon le conocía desde que era un mocoso que correteaba entre sus piernas.

—Solo quedan usted y el caballero Kunitane, del clan Ishikawa.

—¿Trece arqueros y ninguno de esos inútiles ha acertado?

—El caballero Baisetsu estuvo cerca, pero su flecha perdió altura en el último instante.

En otras circunstancias, Asaemon se habría burlado de la impostada solemnidad con la que le hablaba Kasahara, cuando hacía tan solo unas horas estaban trasegando sake junto al resto de su compañía. Ahora, sin embargo, bastante tenía con llegar al puesto de tiro caminando en una digna línea recta.

Mientras se concentraba en poner un pie delante del otro, creyó recordar que el tal Kunitane que lanzaba tras él era un antiguo vasallo de los Ikeda, regentes de Izumo hasta que Sugawarasama tomó sus tierras. Aquello fue hace tiempo, cuando Asaemon apenas contaba once años y era su padre quien ostentaba el título de maestro cazador; pero el odio hacia los Ikeda se mantenía vivo entre los suyos, y permitir que uno de sus antiguos vasallos se llevara el favor de los dioses provocaría un hondo descontento a su señor.

Cuando llegaron al punto donde debía colocarse el arquero, Kasahara se plantó ante él y, con una profunda reverencia, le entregó una saeta emplumada con péndola de halcón.

—Toda tu vida en un solo tiro —murmuró el samurái antes de retirarse.

Asaemon torció el gesto mientras lo veía alejarse. Le molestó que Kasahara le recordara las palabras de su padre, como si aún fuera ese niño al que enseñaban a cazar conejos. «Pon todo tu ser en la flecha que sostienes, pues siempre será la definitiva», le susurraba al oído mientras el pequeño Asaemon tensaba el arco, esperando que algún animalillo asomara entre la espesura.

«No eran más que conejos», masculló para sí, al tiempo que sopesaba el proyectil con el que debía lanzar. Lo encontró extraño en su mano, como si fuera la primera flecha que sostenía en su vida. Su padre también solía decirle que si estaba demasiado borracho para enhebrar una aguja, también lo estaba para hilar pensamientos y palabras. «En tal caso debes cerrar la boca y mantenerte al margen». En ese momento a Asaemon le habría costado enhebrar incluso el arco torii que daba paso al santuario, cuanto más acertar al pequeño disco que colgaba al otro extremo de la explanada.

Con un suspiro de resignación, se abrió el kimono y se desnudó el brazo izquierdo. Podía sentir sobre su espalda las miradas de sus competidores, de los consejeros y oficiales del clan Sugawara, de los sacerdotes y las miko[2] del santuario, todos en silencio, alineados en escrupulosa jerarquía sobre los cojines en el suelo. Frente a él, el extenso empedrado barnizado por el resplandor de las lámparas de papel: dos hileras de luces que iluminaban el largo camino hasta la campana sagrada, suspendida de una cuerda atada a un bastidor.

Colocó la pluma en el enfleche y empujó el arco con delicadeza, hasta alcanzar la máxima tensión a la altura de la mejilla. No necesitaba pensar, era un gesto tan innato como respirar, el problema llegó a la hora de intentar ubicar el blanco. Cualquier punto donde fijara la vista se volvía turbio, esquivo, y el disco de bronce al que debía acertar no dejaba de hundirse en la oscuridad, cada vez más lejano, desdibujado, por completo inalcanzable. Un disparo difícil en plenas facultades, imposible en sus condiciones. ¿De qué preocuparse, entonces?

Allí, bajo la atenta mirada de Okuninushi, Asaemon liberó su única flecha. Esta atravesó la noche en suave parábola, recorriendo el pasillo de luz delimitado por las lámparas. Las llamas cimbrearon a su paso, su sombra se multiplicó en ángulos cruzados, pero su vuelo, grácil y silencioso como el de un ave de presa, no tardó en desvelarse demasiado alto, demasiado apresurado. No bajaría a tiempo, no daría en el blanco, pensaron todos los presentes, hasta que la punta de acero desgarró la cuerda que sostenía la campana. Y esta tañó, sí, al golpear estrepitosamente contra el suelo.

Después solo se escuchó el grito contenido de los sacerdotes, horrorizados por semejante herejía.

Asaemon aguardaba en la sala del consejo, de rodillas sobre el cojín que se había dispuesto para él frente al estrado. La estancia, delimitada por paneles shōji decorados con el blasón del clan Sugawara, era amplia y diáfana, concebida para albergar muchas voces, de ahí que la figura del samurái pareciera perdida en la gran penumbra.

Se le había citado de inmediato en la torre del homenaje, antes de que el castillo despertara y el desafortunado incidente en Izumo Taisha comenzara a saltar de boca en boca hasta llegar a oídos del daimio.

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