El elefante de marfil

Nerea Riesco

Fragmento

Prologo

Prólogo

Llevaban mucho tiempo jugando al ajedrez. El toque de las campanas y el olor a leche hervida y pan recién tostado les recordó que era la hora prima y que no habían probado bocado desde que comenzaron la partida. Aquel lugar tenía el aire clandestino de las antiguas catacumbas romanas. Sobre las largas mesas que rodeaban la estancia se mezclaban, sin orden aparente, legajos, libros, mapas, anotaciones y tableros de ajedrez alineados que esperaban con impaciencia convertirse de nuevo en un campo de batalla. Los gruesos muros de piedra estaban decorados con frescos que reflejaban escenas profanas: diversas representaciones de la Giralda evolucionando a través del tiempo, barcos luchando contra tempestades, paladines atacando al enemigo espada en mano, almenas asediadas… quizá por eso los hermanos de la Orden llamaban a ese lugar el «Krak de los Caballeros».

Los dos contrincantes se miraron con recelo. El rey blanco estaba en peligro. La amenaza de la intrépida reina negra lo mantenía inmovilizado tras dos peones y un caballo, pero el ataque era abrumador y no tenía ni idea de cuánto tiempo podría continuar así. El jugador más joven suspiró, apaciguando su ansiedad. Levantó su alfil negro con la mayor delicadeza, atrapándolo con el índice y el pulgar, arrastrándolo hasta el escaque preciso. Una imperceptible sonrisa iluminó su rostro juvenil. Ya era seguro: su adversario no tenía escapatoria.

—Jaque mate —anunció despacio, intentando que la satisfacción no le empujase a pecar de orgullo.

—No hay duda, hermano —le dijo el comendador de la Orden—. Habéis ganado todas las partidas. Sois el mejor.

—Os agradezco el cumplido —respondió el muchacho.

—No, no se trata de un cumplido: es justicia. Contáis con un talento innato para el ajedrez. Os he venido observando desde que erais un niño. Mi misión consiste en encontrar al mejor, y vos sois el mejor. Necesitamos al mejor para poder ganar… y yo os elijo a vos.

—¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Quién será mi rival?

—Tened calma —musitó el comendador colocando su mano sobre el hombro del joven—. Aún no hay respuestas para esas preguntas. Sólo una cosa es segura: algún día habrá que jugar esa partida… y tendremos que ganarla.

APERTURA

APERTURA

1 El dia del terremoto

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El día del terremoto

Alfil es cada labio que se toca;

caballo es todo beso perpetrado;

los dientes torres son que el tiempo enroca;

la lengua es dulce jaque inesperado.

ENRIQUE GONZÁLEZ

El terremoto fue el día de Todos los Santos. Como cada año, los sevillanos aprovechaban la fecha para desempolvar casacas de terciopelo y mantillas de blonda y se ataviaban de negro desde el sombrero hasta lo más profundo del alma, de modo que su desazón por lo efímero de la vida humana quedase reflejado en el ambiente de la calle. El ritual de la jornada consistía en acercarse a visitar a los difuntos flores en mano, parlamentar con ellos para ponerlos al tanto de los últimos acontecimientos familiares y sociales y dirigirse a misa de doce mostrando actitud devota. Después sólo quedaba esperar la hora de la merienda, en la que los mortales se entregaban a devorar esponjosos buñuelos de viento y almendrados huesos de santo que en su aspecto recordaban a lo que les daba nombre, aunque su porosidad tuviese la textura azucarada del dulce de yema.

La mañana había despertado con una ligera niebla. La gente surgía de improviso, como sombras de las brumosas esquinas, caminando en silencio para que el frío del otoño no les entrase en la boca. Parecían seguir un itinerario organizado con tiempo, una estudiada coreografía que los dividía en grupos: unos hacia el cementerio del Prado de San Sebastián, otros al de los Pobres, ésos al de los Canónigos, aquéllos al Eclesiástico, los demás al de de San José en Triana…

Doña Julia, la joven viuda de Haro, no podía ser menos. A eso de las nueve y media de la mañana salió de su casa-imprenta de la calle Génova asida al apretado brazo de mamita Lula, la criada negra que recordaba al servicio de su familia desde que tuvo uso de razón. Lula, ese día, se había levantado con el corazón alborotado.

—Hoy se acaba el mundo —advirtió bien temprano lanzando un suspiro resignado mientras acercaba la bandeja con el desayuno a la cama de la señora, meneando su enorme trasero.

—Por decir este tipo de cosas es por lo que la gente te evita —le respondió doña Julia antes de mordisquear con desgana la tostada.

El chismorreo popular aseguraba que mamita Lula llegó al puerto de Sevilla en un navío de esclavos que olía a marfil y tiranía procedente de un pueblo africano llamado Yoruba, cuna del vudú. Decían que venía escuálida, que en su cabello enredado como cuerda hacían nido los piojos, que traía pústulas supurantes en los ojos y en los labios y que emitía chirridos de criatura salvaje. Al parecer el padre de doña Julia, el respetado boticario Juan Nepomuceno Gil de la Sierpe, la descubrió cuando daba uno de sus habituales paseos por el puerto de Mulas esperando a que algún barco llegado de Nueva España trajese un remedio milagroso que pudiera curar, de una vez por siempre, las fiebres palúdicas que ya comenzaban a convertirse en un mal endémico en la ciudad. Juan Nepomuceno era estudioso de las plantas y estaba convencido de que en ultramar había arbustos medicinales capaces de acabar con las enfermedades del continente europeo.

—Si no fuese porque tengo una familia que depende de mí, allá que me embarcaba yo y volvía c

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