Prometeo

Luis García Montero

Fragmento

libro-3

 

Pensar de una manera honesta la propia vida, tarea a la que se dedica la escritura poética, supone una laboriosa meditación sobre las relaciones que se establecen entre la historia y el yo. Más que de no mentir, se trata de no mentirse, de no recurrir a una coartada para dejar de ser sincero con uno mismo cuando el yo abre su abanico y se pone en movimiento buscando aire en los espacios de lo público, lo privado y la intimidad. Son muy distintas las situaciones del yo cuando pronuncia discursos en una plaza pública, cuando se toma un café en una sala de estar o cuando baraja sus deseos y sus miedos en la penumbra de un dormitorio. Creo que la verdad es el mejor secreto de la poesía.

Durante años he procurado pensar de qué modo la historia ha modelado mi educación sentimental y ha cruzado la intimidad que se hace pública en mis poemas. Como nos advirtió Antonio Machado cuando se enfrentó a la necesidad de superar el simbolismo y de dar respuesta al fracaso de la realidad española —dos extremos del diálogo con el interior y el exterior asumidos a la vez por el poeta de Sevilla—, la historia no sólo pasa por las batallas, los programas políticos o las invenciones tecnológicas, sino que anida también en nuestros sentimientos. Por eso las renovaciones poéticas van más allá de las innovaciones lingüísticas y formales. Las palabras responden a un cambio en los sentidos de pertenencia de una educación sentimental. ¿Qué decimos al decir soy yo, soy hombre, soy mujer, te quiero o estoy desamparado?

Cuando se llevan muchos años escribiendo, una tarea fundamental es el esfuerzo por no repetirse. El poeta no actúa como un saltimbanqui si es que se toma en serio su propio mundo, así que tampoco puede engañarse con novedades parecidas a los aspavientos, las cabriolas y los trucos de magia. Las grandes originalidades resisten mal el paso del tiempo porque suelen nacer con fecha de caducidad. La personalidad es una aspiración más profunda que la originalidad. Y es que la política puede hacer juegos malabares, saltos acrobáticos, pero la historia no, y la poesía tiene más que ver con la historia que con la política. Para no repetirse, un mundo poético suele profundizar en viejos asuntos, retomar un cabo suelto, dejar constancia del paso de la vida y la historia por las propias convicciones o cambiar de perspectiva para abordar las cuestiones que nos acompañan desde siempre.

En 2016 empecé a escribir poemas en los que procuraba no ir de la historia a mi intimidad, sino de mi intimidad a la historia. Al cambiar de rumbo en un camino de dos direcciones, pensé que esta especie de viaje de vuelta me permitiría matizar, fragmentar, ampliar mi horizonte, o al menos tomar conciencia de la insistente compañía de mis obsesiones. También buscaba un modo de reconocerme en una historia compartida al situar esas obsesiones en un inventario de acontecimientos canonizados. El deseo de poner en duda las permanencias de mi intimidad podía cuestionar también algunas perspectivas consagradas de la historia.

El resultado de esa decisión de escritura fue el libro No puedes ser así (Breve historia del mundo), publicado en 2021. Desde Adán y Eva hasta Donald Trump, pasando por las relaciones familiares y las preocupaciones por mi propio envejecimiento, dejé que los vínculos sentimentales y las razones se mezclaran —en busca de una verdad escrita con minúsculas— con la mitología, las fechas solemnes y los nombres de escritores, sabios, descubridores, políticos y personajes literarios, hombres y mujeres con lugar propio en la memoria colectiva. A día de hoy, la necesidad de mantener mis convicciones junto a mi escepticismo y de sustituir la falta de fe con una endiablada voluntad de resistencia hace que se apodere de mí una melancolía optimista, dispuesta a conservar la esperanza a costa de no caer en las trampas de la ingenuidad. El valor de las ilusiones precavidas es un buen equipaje para evitar la santificación dogmática que imponen las mayúsculas, sobre todo cuando uno procura darles otra oportunidad a las aspiraciones que constituyeron el mundo moderno.

¿Después de la posmodernidad? ¿Es que no tiene usted recelos? ¿Atreverse a recordar con añoranza la Ilustración, el año 1789 y las palabras defensoras, orgullosas, enlazadas a la fraternidad de un mundo que buscaba la libertad en un marco de igualdades? Sí, es necesario atreverse, con una conciencia decidida, en especial después de que las puestas en duda del poder, la deconstrucción de las instituciones y las sospechas sobre la razón y la verdad hayan derivado en la santificación neoliberal de que todo es relativo, nada importa, cualquier institución es una estafa y estamos condenados a vivir en la ley de la selva y de las falsas noticias. Sospechas, pues, no al servicio de la conciencia crítica, sino de la ley del más fuerte. Hay discursos de apariencia rebelde que han supuesto una alianza con las manos libres de los saqueadores. En el vacío no habita la libertad, sino la impunidad.

Tardé poco en llegar a la figura de Prometeo y seguí con las preguntas. ¿Había merecido la pena aceptar la furia de Zeus para otorgarles el fuego a los seres humanos? En realidad, ¿no tenía motivos para arrepentirse? La apuesta por la palabra todavía —también de origen machadiano, «Hoy es siempre todavía»— me hizo dedicarle un poema, «Prometeo»:

Cuando rayaba el sol en este amanecer

repleto de algodones y de escarcha,

repitió Prometeo sus preguntas,

asomado al abismo de la Tierra.

¿Se anuncia algún amor?

¿Hay alguna hecatombe prevista para hoy?

Como todos los días,

después de recibir noticias de las fábricas,

del frente de batalla,

de los laboratorios, las siestas clandestinas

y las llamadas telefónicas,

se acercó hasta la hoguera,

sostuvo la mirada contra el fuego

y afirmó lentamente, una vez más:

esperemos aún, sigamos todavía.

En ésas estaba cuando José Carlos Plaza, con el que ya había trabajado en una versión de la Orestíada, me pidió que preparase con mucha libertad un Prometeo encadenado para el Festival de Teatro Clásico de Mérida que debía estrenarse en el verano de 2019. Tengo muchos motivos para no decirle nunca que no a José Carlos, pero en este caso su propuesta caía de manera oportuna en una mesa de trabajo poética llena de mitos, dioses, referencias históricas y preguntas, un interrogatorio lanzado hacia las nubes de la memoria desde la realidad del presente. Con una melancolía optimista a cuestas, la vulnerabilidad de un semidiós encadenado es un buen recurso para sofocar el narcisismo propio de un mundo que tiende a confundir deseos con derechos, y poderes con ofertas de consumo. Una forma de apostar por el todavía y aprender a perder para no darse por vencido.

A la hora de convertir mi poema sobre Prometeo en un espectáculo teatral recordé unas famosas declaraciones de Federico García Lorca a La Voz de Madrid, realizadas el 7 de abril de 1936. Las águilas devoraron al poeta muy poco después, pero sus palabras vuelven a levantarse con un vitalismo resistente y disciplinado:

El teatro es la poesía que se levanta del libro y se hace humana, y, al hacerse humana, habla, grita, llora y se desespera. El teatro necesita que los personajes que aparezcan en la escena lleven un traje de poesía y al mismo tiempo que se les vean los huesos, la sangre. Han de ser tan humanos, tan horrorosamente trágicos y ligados a la vida y al día con una fuerza tal, que muestren sus traiciones, que se aprecien sus olores y que salga a los labios toda la valentía de sus palabras llena de amores o de ascos.

La poesía se levanta y se hace humana, se convierte en un acontecimiento público sin dejar de ser poesía para que los personajes queden al descubierto, enseñen hasta los huesos, encarnen sus intuiciones y hagan notar sus olores, traiciones, miedos, amores o ascos. Aunque siempre conviene tener en cuenta las particularidades y los códigos diferentes, existen vasos comunicantes entre los géneros literarios. Darles cuerpo a ideas y estados de ánimo es un buen recurso intelectual en un mundo que se ha acostumbrado a sustituir los cuerpos de la realidad por deseos virtuales. Se trata de una poesía con ganas de tocarse la piel.

Muchos poemas parecen responder a una confesión, pero una de las primeras lecciones que aprende la voz lírica es que no se pueden confundir el yo biográfico y el personaje poético. Desde que Eliot puso en duda las tentaciones del esencialismo subjetivo y Jaime Gil de Biedma difundió sus lecciones en la cultura española, sabemos que buena parte de los avisos que Diderot dio para la escena en su Paradoja del comediante pueden aplicarse también a la escritura poética.

El filósofo ilustrado sabía que para conmover al público no bastaba, por ejemplo, con dejar que apareciese en escena un avaro real con sus anécdotas y sus curiosidades personales. La verosimilitud y la identificación estética se conseguían conformando un modelo de avaro, un personaje que transcendiese la anécdota para convertirse en un foco de identificación común. Se trataba de elaborar como ficción la realidad en busca de su sentido social, no de confundirla con un caso particular o de sustituirla por una superstición que santificara sentidos al margen de la realidad. La industria cervantina frente a los milagros.

Algo muy semejante es necesario para que el poema facilite el paso al hecho poético en el acontecimiento de una lectura. Ya no es el amor que siente quien escribe, sino un espacio público habitado por alguien que se identifica con lo leído y que siente o piensa su propio amor. El hecho poético o teatral es inseparable de la hospitalidad.

Pero no es igual la hospitalidad en una cita poética que teatral, ni tampoco el diálogo que se da entre un autor convertido en personaje poético y su lector y el que se establece entre un escenario, en el que viven en carne y hueso los personajes, y el público, por mucho que cada asiento mire desde una historia personal. Asiento, patio de butacas y escenario son una geografía que recuerda a la intimidad, lo privado y lo público.

De esa geografía habló el autor de La casa de Bernarda Alba al contarnos una historia de poder que cruzaba la plaza de un pueblo, el salón de estar de una casa y las alcobas de las hijas. Viene bien recordarlo para situar las declaraciones del poeta, ya que toda escritura supone también una reflexión sobre la escritura, sobre su posibilidad histórica, un proceso que en algunas ocasiones pasa desapercibido, pero en otras se ve iluminado por las palabras del autor.

En 1936 García Lorca habla de personajes humanos y horrorosamente trágicos porque en su itinerario teatral necesitó enfrentarse a la vez con una cartelera comercial que daba poco espacio a la creatividad poética y con unos procedimientos esteticistas o de vanguardia que dificultaban la comunicación con el público. Había que buscar caminos para mantener la conexión con él sin renunciar a la dignidad estética. Y uno de los que mejor le funcionaron fue la tragedia, apartándose así del acta de defunción del género trágico que Valle-Inclán había firmado en Luces de bohemia en nombre del esperpento, una senda que García Lorca transitó también en Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín.

Sus grandes éxitos teatrales llegaron por el camino de la renovación de la tragedia con Bodas de sangre y Yerma, obras que llevaron el drama rural benaventiano a la simbología poética de la tragedia clásica. Historias de calado social y político encarnadas en experiencias humanas en las que los protagonistas mostraban sus amores y sus ascos. La necesaria búsqueda en la España de la época de un diálogo con el público para que la escena cumpliese su función social se consolidó en su experiencia como director del teatro universitario La Barraca, apoyado por su profesor y amigo socialista Fernando de los Ríos.

El éxito le permitió ganarse la vida con buenos ingresos económicos, pero hay mucho más que interés financiero en la apuesta por un teatro de dignidad estética que llegue y conmueva a la gente. García Lorca, aunque carga con la leyenda de escritor espontáneo y natural, pensaba muy bien sus movimientos. Junto a la conmoción trágica, por ejemplo, supo jugar dos cartas en la escena de la época: utilizó el drama rural, que ya había puesto de moda el teatro de éxito, y además hizo que sus protagonistas fuesen mujeres, porque eran ellas las protagonistas de las grandes compañías teatrales del momento. La figura femenina, importante en la estirpe romántica del ser oprimido por la sociedad, permitía jugar al mismo tiempo la carta de las posibilidades teatrales más eficaces con actrices de mucho renombre en aquel entonces. Lo rural y lo femenino en Lorca son dos ejemplos de cómo utilizar los códigos estéticos existentes para profundizar en apuestas ideológicas más profundas. La reforma agraria, las injusticias sociales, las reivindicaciones feministas y la lucha contra las represiones sexuales eran ejes políticos decisivos en los debates de la Segunda República. A eso apostaba al levantar sus poemas del libro para hacerlos teatro.

Si queremos terminar de contextualizar las declaraciones de García Lorca citadas más arriba, recordemos que en 1936 el poeta había dado un paso hacia una nueva opción en la estética realista con personajes capaces de hacernos sentir sus olores, cuerpos vestidos con trajes de poesía que permitieran ver sus huesos. Usó entonces una notable capacidad retórica para unir la intensidad con las palabras más sencillas, la poesía con el realismo, un envidiable conocimiento de la tradición dramática para hablar de la verdad de una familia cuando se le arrebataba una máscara que podía ser tan teatral como social.

Me he detenido en estos asuntos para dejar testimonio de todo lo que hay detrás de las decisiones estéticas en el trabajo creativo. Como decía el propio Lorca, recordando a Baudelaire, la inspiración existe, pero sólo nos llega en horas de trabajo. Frivolizar la cultura creativa es despreciar la memoria, la capacidad de pensamiento y de sentimiento; es decir, despreciar los vínculos de una nación, los motivos que reúnen a una sociedad en torno al fuego.

Estas lecciones de García Lorca habitaron mi escritorio cuando me puse manos a la obra y comencé a preparar el Prometeo que me había encargado José Carlos Plaza. Se trataba de llevar hacia lo común mi diálogo con Prometeo, pasar a lo público la lectura de mi poema. Sobre el papel, y en el interior de mis inquietudes, empezó a depurarse la necesidad de un diálogo con Esquilo o con quien fuese el autor verdadero de Prometeo encadenado. La resistencia de nuestro héroe castigado me permitía plantear mi mirada sobre lo común en un momento en el que la capacidad de resistencia es necesaria para seguir defendiendo valores que se consideran fracasados, traicionados, inservibles. Son valores que han quedado fuera de moda por mandato de un vértigo histórico que borra cualquier tipo de pudor a la hora de separar la libertad de la igualdad y que rompe los vínculos de la comunidad que se sienta a contarse su propio pasado y a discutir sobre el futuro. La reunión de soledades conforma una multitud, no una tribu. En cualquier caso, un primer compromiso: cuando se maquilla con reflexiones sociales el regreso a la ley del más fuerte es oportuno buscar un modo de resistencia en la vulnerabilidad. Y como segundo compromiso inevitable: es necesario darle a la resistencia y a la vulnerabilidad un sentido de pertenencia, un carácter propio que tenga que ver con lo común. La sectorialización de las víctimas suele dar malos resultados en la defensa de los derechos humanos.

Quizá parezca un modo demasiado solemne de plantear las cosas, pero es que siento que estamos viviendo una situación de crisis profunda en el interior de las ilusiones sociales, muy parecida al momento en el que los deseos más dignos de justicia social derivaron, en manos del estalinismo, hacia formas de opresión criminales, como si el fin justificara los medios. Era desesperante, sobrecogidos por la represión y la crueldad real, ver cómo se utilizaban sin pudor bellas palabras como camarada, comunismo o socialismo. Ahora la sociedad occidental sufre el extremo contrario y el neoliberalismo ha legitimado en nombre de la libertad una dinámica de avaricias e impudor, y genera miseria, y rompe las reglas de fraternidad e igualdad que hacen posible la convivencia. Hay una rebelión en la granja de la libertad, y no conviene fiarse de los cerdos. Las crueldades vuelven a ser extremas, como si los medios más productivos justificaran ahora la despreocupación por los fines (o por el final deteriorado de la democracia y el planeta). Los neoliberales hablan de la libertad con el mismo impudor insoportable de los estalinistas al hablar de comunismo. Abundan las complicidades, los Hefestos, los Océanos, los Hermes.

Un prólogo es un buen lugar para contarse la vida, se parece mucho a tomarse una copa junto a un libro. Cuento preocupaciones biográficas de alguien que vivió en su vida universitaria el vuelo de la posmodernidad, el cuestionamiento de todo tipo de poder y de discurso institucionalizado, incluso la condición de los propios discursos. Se barajaban mil razones teóricas que invitaban a la sospecha, ampliando el horizonte de los conflictos señalados por Nietzsche, Marx y Freud. No se trataba ya de analizar con perspectiva crítica los procesos abiertos por la Ilustración, sino de ponerlos en duda desde las propias raíces de la modernidad. La perspectiva favoreció una conciencia crítica interesante, pero el curso del río se vio desbordado hasta el punto de que la posmodernidad pasó a convertirse en la mejor aliada de la desigualdad y la prepotencia económica a la hora de desacreditar cualquier poder o institución orientada a regular los marcos de convivencia. La desautorización política del Estado fue la consecuencia última de muchos horizontes de rebeldía sincera, alimentados con intención contraria por la economía especulativa del capitalismo.

Las grandes fortunas que no quieren pagar impuestos, los grandes oligopolios que no aceptan moderar sus beneficios, ya sea con las facturas de la luz o con los precios de las viviendas, y las tramas de inversiones dispuestas a aprovecharse de la precariedad laboral de los países pobres perdieron el sentido de la vergüenza ante una política desacreditada por la opinión pública. Tenían permiso para no tomarse en serio la civilización ilustrada. Y el vacío de las instituciones no otorgó libertad, sino manos libres para la cólera de los dioses. Las falsas noticias, las mentiras programadas, los instintos populares manipulados y la sustitución de la historia de carne y hueso por realidades virtuales están relacionadas en su raíz con eso que se dio en llamar el fin de los grandes relatos.

Pensar en lo común y en las hogueras que dan calor a las palabras de la tribu me hizo plantearme una broma en la ambición de mi trabajo sobre Prometeo. Quizá la posmodernidad acabe con los grandes relatos, pero no va a poder ni con el teatro ni con la poesía.

El populismo de Donald Trump llegó a mentir afirmando con seguridad que sus asertos no eran mentiras, sino realidades alternativas. Muchas teorías filosóficas y literarias aplicadas al análisis de los textos me parecieron hermanas de las realidades alternativas de Trump en su firme reivindicación de la libertad de interpretación frente al sentido. La confusión de los deseos con los derechos, de los fluidos con la palabra escrita, de las nubes con los cuerpos, es la mayor conquista de las culturas del capitalismo contemporáneo. Sólo él sale ganando con la negación indiscriminada de las realidades del cuerpo y el poder. El mundo de debate cultural del que fui sintiéndome despegado a lo largo del siglo XXI lo resume muy bien Darío Villanueva en el ensayo Morderse la lengua (2021), un libro aconsejable porque está escrito con valentía y precaución. No siente miedo a la hora de criticar el desprecio al conocimiento, la verdad y las instituciones de la cultura alimentado por los estudios culturales de la posmodernidad; se niega también a caer en las diversas formas de censura que se esconden bajo la consigna de lo «políticamente correcto», pero no descuida tampoco los peligros de algunas descalificaciones de dicha consigna y de la conciencia crítica que nos devuelven a las estrategias del pensamiento más reaccionario. ¿Es posible mantener las dudas legítimas sobre la razón ilustrada sin caer en manos del «todo vale» o de los irracionalismos y los fanatismos de las identidades cerradas? Intentar una búsqueda exige como primer paso apartarse de la cultura neoliberal y del narcisismo consumista de lo propio.

A ese malestar ante las implicaciones de la posmodernidad y la quiebra ética de lo común dediqué otro poema de No puedes ser así titulado «Presidente»:

Experto en mercancías, miró y supo

qué se puede vender en la política.

Conocía a su gente.

Desamparados con derecho a voto

rondaban el suburbio de las dudas

en busca de algún líder para la incertidumbre.

Debilidad y odio

formaron un buen cóctel con el miedo.

Hizo así su trabajo. Consiguió

la ayuda inestimable

de los más ricos y los ignorantes

que fueron de la mano en nombre de la patria.

Nos falta por saber en dónde estábamos

los sabios y los justos.

Quizás en Harvard o tal vez en Princeton,

rama de estudios culturales.

Las futuras camadas del dinero

jugaban con Foucault y Derrida

a ser antisistema.

                        Rebeldías

propias para salir por la culata.

Quemar instituciones de la literatura

y perder la memoria

fue darles la razón a los que opinan

que un izquierdista es un payaso

y un rifle vale más que mil palabras.

Como soy poeta, nunca me ha importado que se me vea venir en mis sentimientos. Reconozco que el deseo de buscar una segunda oportunidad para la Ilustración y la modernidad es inseparable en mi caso de la experiencia de haber vivido por dentro una primera oportunidad para la democracia española después de la muerte de Francisco Franco en 1975. Cuando al año siguiente de su fallecimiento comencé a estudiar Filología en la Universidad de Granada, no sólo me sumergí en Garcilaso o Lope de Vega, sino en las teorías de pensamiento llegadas de Francia. Así que Foucault, Barthes, Althusser, Derrida, Lacan, Sollers y Kristeva formaron parte de un modo de pensar la literatura que si bien ayudaba a construir un pensamiento crítico, no evitaba algunas consecuencias contradictorias a la hora de plantearme mis relaciones con el lenguaje y con mi vocación literaria.

Empezar a escribir entre los años setenta y ochenta en España suponía habitar un mundo en el que se enfrentaban las secuelas de la dictadura y los compromisos con la democracia y las transformaciones sociales, así como recibir al mismo tiempo unas dinámicas sobre las ideas de poder y libertad capaces de sugerir vientos contradictorios y a veces mezclados en sus derivas est

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