Las dos vidas del capitán

Mari Pau Domínguez

Fragmento

1

10 de noviembre de 1774

A bordo de la nave Rosalía, el joven alférez de fragata Diego de Alvear arribaba a Montevideo, uno de los dos puertos más importantes de las Indias. El otro, el de Buenos Aires, ya tendría tiempo de conocerlo cuando llegara el momento, sin prisa. Mucho había corrido en la vida para avanzar en su carrera militar y para beber a tragos largos experiencias que hicieron de él el hombre aventurero que era al llegar a ese nuevo destino. Con sólo veinticinco años, ésta era su tercera gran expedición. Muy pocos podían presumir a su edad de haberse formado junto a los mejores marinos, astrónomos y matemáticos de la época. Sus primeras observaciones en el mar las practicó, a los veintidós años, acompañado por José de Mazarredo y Sebastián de Apodaca. Nunca estaría lo suficientemente agradecido de haber participado en la expedición científica ordenada por el rey y comandada por Juan de Lángara, en la que Mazarredo, Apodaca y también José Varela, a quien debía buena parte de sus elevados conocimientos de astronomía, tenían la misión de mejorar las observaciones de longitud utilizando todos los métodos hasta entonces conocidos a fin de convertirlos en útiles instrumentos al servicio de la Marina. Aún recordaba aquella madrugada en la que sorprendió a Mazarredo riendo solo en cubierta.

—Lo hemos conseguido… ¡Lo hemos conseguido! —gritó pletórico al tiempo que comenzaba a zarandearlo por los hombros emocionado.

—Debe de ser mucha la importancia para que se justifique tamaña alegría en usted.

—Lo es, Diego, lo es. Venga, siéntese aquí.

Le señaló un lugar en el suelo, en el que había desplegado varios mapas mezclados con dos cuadernos repletos de anotaciones. No era un comportamiento propio de Mazarredo, siempre tan ordenado y escrupuloso.

—¿Recuerda lo que aprendió en mi curso de matemáticas? Pues he aquí un compendio de lo más importante. —Fue señalando con una especie de puntero varias operaciones complicadas para cualquier neófito en la materia, pero desde luego no para Alvear—. Todo esto que ve me ha servido para descubrir una técnica revolucionaria: practicar las observaciones de longitud marítima por medio de las distancias lunares.

—Por todos los santos… ¿Es eso posible? —Su sorpresa era enorme—. La luna… ¿Lo ha averiguado durante esta travesía? —Su mirada se tornó como la de un niño ante la visión de un caramelo inalcanzable.

—Así es. Por primera vez, la luna es nuestra guía. En ella está la clave.

—¿Qué va a ser ahora de las pobres estrellas? —bromeó Diego, contento y todavía impresionado.

Permanecieron callados unos minutos mientras el sol, en el horizonte, desconsiderado con el gran descubrimiento que se acababa de producir, emergía poderoso de entre las aguas. De pronto, Diego de Alvear dio un salto y desapareció para regresar de inmediato sosteniendo entre las manos un pequeño astrolabio dorado.

—Es bonito, ¿verdad? —Le daba vueltas, cuidadoso, como si se tratara de un preciado tesoro—. Fue el primero que tuve, y con él aprendí a disfrutar aún más de sus clases, don José.

—No imaginé que fuera usted un sentimental. —Mazarredo se sintió halagado. Tomó el instrumento y lo miró con detenimiento—. ¿Qué le pasó a la argolla?

—Eso me gustaría a mí saber. Debí de perderla en el trasiego de alguna travesía. Me molesta no haberme dado cuenta porque lo guardo con gran estima y como recuerdo de sus enseñanzas sobre matemáticas que tan útiles me han sido para entender la astronomía.

—Sin duda que es usted un buen astrónomo, y con el tiempo lo será aún más, ya entonces se vislumbraba.

A pesar de haber sido su alumno, apenas existía diferencia de edad entre ellos. Es más, Mazarredo era cuatro años más joven que Alvear.

—¿Cómo no ha de gustarme la astronomía y observar el cielo si en las estrellas hallamos respuesta a tantos interrogantes? —Diego hablaba con entusiasmo.

—Pues ya ve que a partir de ahora también hemos de escuchar lo que nos diga la luna.

—Quizá nos haya estado hablando antes, durante años, incluso siglos, pero no ha sido hasta ahora cuando alguien, usted, ha atendido a lo que tuviera que decirnos. Disfrute de la gloria de haber sido el primero. Se lo merece.

Mazarredo se quedó pensando en lo que acababa de decir su antiguo alumno. Le dio unas palmadas cariñosas en la espalda y concluyó:

—Es usted bueno, Alvear, es usted bueno… y generoso. —Seguramente sentía una honda satisfacción por haber contribuido a ello—. Quizá la luna nos haya estado hablando antes…, qué interesante lo que dice, realmente interesante…

El resultado fue extraordinario. Nunca hasta entonces se habían fijado posiciones más exactas y comprobadas como las que hizo posible aquella expedición. Islas como la de Trinidad o Ascensión, «a los 20º 31’ de latitud, y 24º 12’ de longitud occidental de Cádiz, en la mar del Sur, cuya posición hasta entonces era dudosa», anotó Mazarredo en su diario. No se equivocó. La luna, el astro de luz y plata, pasó a convertirse en el faro que alumbraba una verdadera revolución.

Aunque había transcurrido poco más de un año de aquello, Diego conservaba en la memoria el detalle de lo sucedido y hasta la caligrafía de las anotaciones de puño y letra de su mentor, como si hiciera lustros que se hubieran producido y llevaran desde entonces formando parte de él, de su manera de ser. Así de importantes habían sido, y así de intensas, sus vivencias en un corto espacio de tiempo.

Aquel día de noviembre de 1774, la fragata Rosalía lo llevaba a tierras americanas. Había viajado como segundo comandante del navío bajo las órdenes del teniente Diego de Cañas. Le acompañaba el mejor de los equipajes: la fama de hombre valeroso y prudente, de firme carácter y sólida formación. Y unas ganas infinitas de descubrir un mundo nuevo.

Nada más bajar del barco le sorprendió el trasiego de mercaderías en el puerto y el latente bullicio de personas que pululaban como ríos serpenteantes por las calles de la ciudad. Costaba caminar. Diego lo hacía con la sonrisa condescendiente que suele delatar al recién llegado.

Una hermosa joven, de larga cabellera oscura y rizada, se le acercó con notable desparpajo y, sin darle tiempo a reaccionar, le echó mano a la entrepierna, lo que le hizo perder el equilibrio. La bolsa de viaje, que llevaba al hombro, y el maletín con el instrumental de trabajo cayeron al suelo.

—Discúlpeme, señor —le dijo la mujer con una sonrisa descarada al disponerse a ayudarle.

—No, no, déjelo, ya lo hago yo. No se preocupe.

La joven se le acercó al oído, estando Diego agachado, y le susurró:

—Vamos, señor, ¿no le gustaría que yo le ayudara… en lo que sea que necesite…?

Diego carraspeó. La actitud provocadora de la mujer le intimidaba.

—No, gracias. No necesito ayuda —contestó seco y cortante.

Al incorporarse, ella se aproximó tanto que se podía masticar su olor a hembra. Al tiempo que le cortaba el paso con su cuerpo, que lucía, por cierto, un más que generoso escote, le habló exhalando las palabras en su cuello:

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