El sol bajo la seda

Éric Marchal

Fragmento

1

Ducado de Lorena, enero de 1694

La casucha le mantenía al resguardo como un abrigo de paño español. La divisó, a la salida del bosque de Nomeny, cuando el cielo plomizo dejó caer sobre él una tromba de copos de nieve. Tironeó hasta el agotamiento de las riendas de su mula, que se negaba a entrar, y se tumbó con el animal frente a la chimenea, en la que solo quedaba un manto de ceniza fría. Al despertar constató con alivio que alguien había dejado un haz de leña seca y se apresuró a encender un fuego. Ya tendría ocasión al día siguiente de ir a por unas ramas secas para dejarlo tal cual lo había encontrado. La vivienda, toda ella de adobe, estaba deshabitada. Tal vez perteneciera a una familia que había huido cuando llegaron las tropas francesas. O de la hambruna, que rondaba por aquellas tierras.

Lorena no pasaba por su momento más glorioso en aquel fin de siglo, martirizada por treinta años de guerra y de ocupación francesa, con un clan ducal exiliado en Austria, en campaña abierta contra Luis XIV. Abandonados a su suerte, los habitantes pagaban un gravoso tributo debido al conflicto con el alistamiento de los suyos en la milicia y los impuestos exigidos en todas las circunscripciones para el mantenimiento de las tropas.

Nicolas se frotó las manos antes de acercarlas a las generosas llamas. Temía sobre todo los sabañones y las grietas, que en esa época del año aparecían aunque viajara siempre con las manos arrebujadas en unos mitones de lana. Eran su más preciada herramienta, más incluso que sus lancetas y tenacillas.

La mula también se había aproximado a la fuente de calor y le mostraba los costados. Nicolas había descargado sus cosas, que cabían en dos sacos de lona y un maletín, y las había depositado en el ángulo opuesto a la chimenea, junto a la puerta por la que el viento se colaba aullando a cada ráfaga. Su último paciente, un granjero del pueblo de Solgne, le había dado víveres para resistir tres o cuatro días. Le había eliminado un bulto en la base del cuello mediante un emplasto que el médico Pierre Alliot había aplicado con éxito al hijo del duque de Lorena. Ese detalle había tranquilizado al hombre, al igual que la perspectiva de evitar una dolorosa cauterización.

Nicolas abrió su maletín y sacó el tratado de Govert Bidloo. Aunque la obra estaba en latín, cosa que le impedía leerlo, las láminas de anatomía que la ilustraban lo fascinaban. Habían sido creadas por el pintor Gérard de Lairesse. Cada dibujo, a lápiz, aportaba un realismo pasmoso a las realizaciones del cirujano holandés. Había comprado el libro en la feria de Metz el verano anterior, y desde entonces no había pasado un día ni una noche sin que ojeara un pasaje o contemplara un dibujo para grabar en su memoria cada detalle.

La única ventana de la casucha permanecía cubierta por un vaho perlado de gotas de agua. Nicolas se percató en ese instante de que no estaba cerrada con tablas de madera, y eso le intrigó. Aquel lugar, aunque estuviera impregnado de humedad, no olía a moho como era habitual en las estancias en las que solía alojarse. La mula se había acercado al vidrio y lamía a lengüetazos la condensación, y el aire exhalado por sus ollares la cubría de nuevo. Cuando se detuvo y volvió a su lugar junto al fuego, Nicolas vio claramente una sombra que se deslizaba por el exterior. Alguien lo observaba. Abrió la puerta sin brusquedad y vio a un niño harapiento que corría por el sendero. Iba descalzo. Cuando Nicolas le gritó que se detuviera, el chiquillo redobló sus esfuerzos. Al llegar a la linde del bosque se volvió, sin aliento.

—¡Ven aquí, no tengas miedo!

El niño desapareció entre las sombras del sotobosque. Un aullido resonó en la profundidad de la masa verde, y otros le respondieron a su vez. Un grito animal que conocía bien. Lobos. Había numerosas manadas, a las que el invierno y la rabia habían vuelto agresivas. Rondaban incluso cerca de los pueblos. Nicolas titubeó ante la posibilidad de ir tras el niño, pero finalmente dio media vuelta, persuadido de que no había nada que temer, pues sin duda el chiquillo ya estaría junto a sus padres, que debían de haber hallado un hogar en el bosque, como cientos de otros. Los franceses habían bautizado schenapans a aquellos que se habían negado a alistarse en las tropas del rey y los perseguían por los caminos loreneses. Los schenapans eran una peste. Cogió la hogaza de pan más grande que tenía, la envolvió en un paño limpio y la metió en el hueco de uno de los muros exteriores, a una altura suficiente para quedar fuera del alcance de los animales hambrientos. La cosecha había dado aquel año trigo abundante y de calidad, y las reservas eran más copiosas que de costumbre. Nicolas podía beneficiarse de ello gracias a la generosidad de sus pacientes. Los cirujanos barberos y los cirujanos ambulantes eran los únicos practicantes que pasaban por pueblos y aldeas, abandonados por los médicos y los boticarios, que preferían ejercer en poblaciones más grandes.

Tras una jornada de camino fría y ventosa, se sintió fatigado. Cerró el libro y lo dejó con cuidado en el maletín, y luego se tumbó sobre una manta en el suelo. Fuera, los copos de nieve ahogaban silenciosamente los ruidos nocturnos. No le gustaba dormir, no le gustaba la idea de abandonarse sin defensa a un estado en el que no era amo y señor de nada, ni siquiera de sus pensamientos. Sus sueños siempre estaban habitados por pesadillas. Luchó contra el agotamiento que trataba de adueñarse de él, antes de ceder y dejarse sumir en la negrura.

La primera pesadilla lo devolvió a la realidad tres horas más tarde. Al no conseguir disipar las imágenes que lo obsesionaban, se puso el abrigo, se cubrió con la manta y salió. El cielo estaba despejado y las estrellas resplandecían al albedo óptimo. El frío era soportable y permaneció largo rato contemplando el espectáculo de la noche, que lo calmaba y lo llenaba de algo de certidumbre frente a la perpetua cavilación de su mente. Cuando se disponía a entrar de nuevo, alargó la mano hacia la oquedad: el pan había desaparecido.

***

El látigo de cuero restalló en el aire sobre las cabezas de los caballos. El cochero refunfuñaba. A uno de los animales, por la noche, se le había inflamado el tendón de la rodilla anterior derecha. Le había sido imposible reemplazarlo y la yegua ralentizaba el avance del tiro. Habían salido de Metz por la mañana y habían recorrido en cuatro horas los veintiocho kilómetros que los separaban de Pont-à-Mousson. Allí se habían detenido, en la posada del Point du Jour. El hombre había constatado con inquietud que el estado de su percherona había empeorado, a pesar de la cataplasma que le había aplicado la víspera. No había osado hablarle de ello a su señor, el conde Charles de Montigny, que lo había sermoneado por el retraso acumulado a mitad de camino. A buen seguro, no tendría derecho a la recompensa habitual de dos francos que recibía tras cada viaje. El conde podía mostrarse tan dispuesto al castigo como a la generosidad. Y ese día no era cuestión de dar media vuelta ni de llegar tarde a destino: Charles de Montigny acompañaba a su sobrina a casa del marqués de Corn

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