Las páginas del mar

Sergio Martínez

Fragmento

cap-1

1

Vi la primera luz un 3 de abril, en el año del Señor de 1500, al igual que lo hicieron dos, cuatro, seis y nueve años antes mis hermanos, y me bautizaron en la ermita de Santa Olalla con un nombre que ahora no viene al caso. En aquel primer contacto con el agua, elemento que luego marcaría el rumbo de mi vida, dijeron que lloré sin consuelo, y no me extraña; tiempo habrá de contar el porqué.

La coincidencia en el día del nacimiento de sus hijos siempre le pareció a mi padre, hombre algo supersticioso, un augurio de buena suerte y de fortuna. Por eso, cuando mi hermano Nicolás dio señales de querer venir al mundo el 2 de abril de 1504, se inquietó profundamente. Contaban que, en cuanto a mi madre le entraron los dolores del parto, se sentó junto a ella pidiéndole que aguantara y lo retrasase. A pesar de sus denuedos, el alumbramiento tuvo lugar. Entonces, frunció el ceño y dijo:

—Una desdicha. Este chico nos traerá mala suerte.

Esa tarde, ni siquiera las bromas de los vecinos sobre cuál pudo ser el incidente que esa vez distrajera a mis padres en el momento de la concepción, y que en otra ocasión le habrían arrancado una carcajada, lograron levantarle el ánimo.

Dudo mucho que el nacimiento de mi hermano fuera en sí mismo culpable de nada, y mi padre habría de darse cuenta de lo injusto de su comentario, pero sí es cierto que desde entonces las cosas comenzarían, lenta e inexorablemente, a torcerse.

Vivíamos mis padres, mis cinco hermanos y yo en una aldea de apenas treinta hogares en Liébana, rodeados de montañas tan altas y escarpadas, tan fragosas e inaccesibles, que uno se sentía, en cierto modo, como un prisionero en su cautiverio. Los horizontes despejados que yo luego hube de descubrir en los páramos amarillentos de Castilla, en los verdes campos de Andalucía y en las largas travesías por el mar no existían en nuestra tierra norteña. De pequeño, caminando agarrado a la mano de mi hermana María o pegado a las faldas de mi madre, pensaba, ingenuamente, que no podría haber en el mundo montañas más altas que aquéllas. Luego la vida me demostró que las cumbres más elevadas y más difíciles de superar las tenemos en nuestro interior.

Nuestra casa se levantaba en la parte más alta del pueblo, aunque mejor debiera decir que se sostenía, porque su endeblez nos hacía temer casi de continuo que alguna de las vigas, si no todas, se desplomase y nos aplastara. Mi madre sufría por ello y algunas noches de invierno, cuando la techumbre crujía azotada por el viento y la lluvia, nos dejaba a los más pequeños aovillarnos en su cama, lo que tanto a nosotros como a ella nos brindaba seguridad y nos llenaba de paz, y a mi padre, de enojo. Incluso ahora recuerdo el olor de mi madre y el calor de su pecho, junto al cual me acurrucaba. A pesar de la oscuridad, yo notaba que sonreía, y el sosiego que transmitía su cuerpo era lo que me hacía conciliar el sueño, sin importarme ya los ruidos o las tormentas.

Dormíamos todos en el primer piso, al que se accedía por una angosta y maltrecha escalera de madera; una ligera cortina de lienzo separaba la cama de mis padres de la que compartíamos los seis hermanos. Todavía recuerdo con cariño las peleas y las patadas que nos dábamos por conseguir un hueco y que, a veces, Nicolás y yo terminábamos durmiendo sobre el heno que tapizaba el suelo, arrebujados con una manta de lana áspera y tiesa como no creo que hubiera otra. Y recuerdo también los suspiros y gemidos al otro lado de la cortina, que me intrigaban y divertían de niño y que me hacían sonrojar cuando ya empecé a saber qué era aquello del amor.

En la estancia sólo quedaba sitio para un arcón, donde mi madre guardaba la ropa de la casa y nuestras pocas prendas de vestir, pues lo que llevábamos puesto a diario era casi todo lo que poseíamos. Era una gran costurera, remendaba con delicadeza jirones y rotos, y ajustaba las ropas de los mayores para los más pequeños. Recuerdo que mi hermano Joaquín se reía al verme enfurruñado cuando mi madre me probaba la camisa y el calzón que a él ya no le servían, y que primero habían sido de Pedro.

—Haber nacido antes —me dijo en una ocasión con malicia—. Ya estrenarás ropa el día que te cases.

Encima del dormitorio estaba el sobrado, en el que almacenábamos el grano, la paja, las manzanas, las castañas, las nueces, los garbanzos. Era un lugar misterioso al que Nicolás y yo rara vez nos atrevíamos a subir si no era en compañía, y aun así con buenas dosis de arrojo. Por la noche se oían ruidos: crujidos fruto del viento o el correteo de los ratones que diezmaban nuestras escasas provisiones. Cuando sucedía eso, mi padre se levantaba, agarraba un palo y, a la vez que golpeaba el techo, juraba bien alto contra todos los santos, empezando por santo Toribio y siguiendo por otros cuyos nombres ni conocíamos. Mi madre le rogaba que acabase con aquellos reniegos, más por miedo a los vecinos que por el castigo que pudiera llegar del cielo, aunque tenía una fe sincera. Mi padre, por su parte, era más blasfemador que descreído: aprendió los mandamientos, preceptos y plegarias a varazos del cura, y a obedecer a éste a base de bofetones de su propio padre. Nosotros, como mi madre, creíamos firmemente en nuestro Padre Creador, en su hijo Jesucristo y, especialmente, en la Virgen María, a quien profesábamos gran devoción. Siempre nos resultó más sencillo rogar a una madre cariñosa y cálida que a un padre adusto y autoritario.

He empezado mis recuerdos por el tejado, pero era en la planta baja donde pasábamos más tiempo. Un portón de madera, que se abría en dos alturas, permitía a mi madre conversar con las vecinas que pasaban por la calle sin necesidad de tener la puerta entera siempre abierta. En lo más duro del invierno, cuando hasta el portillo de arriba se cerraba para que la nieve no entrara, sólo podíamos ver el mundo exterior por un ventanuco con rejas de hierro y papel encerado, y por un agujero siempre pendiente de reparar en la pared del poniente. Por él, decía mi madre, se colaba el frío y se escapaban los disgustos.

En la pared opuesta se encontraba el hogar: un suelo de barro y un gancho de hierro del que pendía un caldero de cobre siempre humeante. Alrededor de la lumbre pasábamos las tardes más frías y oscuras los hermanos: María e Isabel cuidando de Nicolás, hilando, tejiendo o desgranando las legumbres, y Pedro, Joaquín y yo riñendo por ver cuál sería el siguiente leño en arder o por cualquier otro asunto sin importancia. Aunque yo no tuviera razón, María, la mayor de todos nosotros, siempre estaba presta a defenderme, y en ella encontraba yo la complicidad de una hermana y el cariño de una segunda madre. Pedro, que la seguía en edad, le recriminaba que me estaba convirtiendo en un mimado y que haría mejor en no consentirme continuamente, pero ella, sin contestarle y dedicándome una dulce sonrisa de soslayo, volvía a sus quehaceres. Recordar ahora esa sonrisa me devuelve emociones tan queridas como pesarosas, pues sólo en la pérdida somos capaces de apreciar el verdadero valor de aquello que alguna vez nos hizo felices.

Por entonces, la vida en la aldea, cuyo curioso nombre no tiene mayor importancia en esta historia, discurría aún sin sobresaltos. Cada tiempo tenía su faena a la que toda la familia se dedicaba, cada uno dentro de sus posibilidades. Trabajábamos nuestras tierras de cereal, en la mies del concejo, con un viejo arado tirado por un

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