Ocho millones de dioses

David B. Gil

Fragmento

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Índice de personajes y lealtades

-  Oda Nobunaga: el señor de la guerra más poderoso de su tiempo, llamado a ser el primero en lograr el hito de unificar todo Japón bajo su mando. Controlaba las principales provincias del centro del país e instaló su corte en la ciudad de Gifu.

•  Akechi Mitsuhide: vasallo de Oda Nobunaga, quien le entregó los dominios de Sakamoto, en la provincia de Omi, y de Anotsu, en la bahía de Owari.

■  Kudō Kenjirō: hijo de Kudō Masashige, un humilde samurái rural del dominio de Anotsu.

■  Igarashi Bokuden: maestro shinobi expulsado de la provincia de Iga. Tras su destierro se instaló en Anotsu, donde sirvió como espía al clan Kajikawa, primero, y a Akechi Mitsuhide después.

■  Tsumaki Kenshin: hermano político y vasallo de Akechi Mitsuhide, y uno de sus principales generales en el campo de batalla.

•  Fuwa Torayasu: daimio cristiano y señor del feudo de Takatsuki, en la provincia de Settsu. Vasallo de Oda Nobunaga.

■  Nozomi: oficial de los clanes shinobi de Shinano y jefa de espionaje de Fuwa Torayasu.

•  Toyotomi Hideyoshi: samurái de muy bajo rango que escaló en la cadena de mando hasta convertirse en la mano derecha de Oda Nobunaga. Célebre por su astucia política y su eficacia en el campo de batalla.

-  Tokugawa Ieyasu: daimio de la provincia de Mikawa y principal aliado de Oda Nobunaga al este del país.

•  Hanzō el Tejedor: jefe de los servicios secretos de Tokugawa Ieyasu. Natural de la provincia de Iga, terminó por convertirse en la mano derecha del señor de Mikawa.

-  Tribunal de las Máscaras: consejo gobernante de la provincia libre de Iga, formado por un representante de cada uno de los clanes shinobi de dicho territorio. Entre otras cuestiones, decidía a qué señores samuráis se debía prestar servicio. De lealtades cambiantes, Iga siempre fue considerada por Oda Nobunaga una amenaza potencial demasiado próxima a su núcleo de poder.

•  Chie del clan Kido: primera entre los iguales del Tribunal de las Máscaras.

•  Ibaraki «Ojos de Demonio»: jefe militar de los clanes libres de Iga.

•  Masamune del clan Hidari: guerrero de Iga versado en las artes de la infiltración y el asesinato.

-  Secta Tendai: una de las sectas budistas más beligerantes durante el periodo Sengoku (siglos XV a XVI). Disponía de un nutrido ejército de sohei (monjes guerreros), cuyo principal bastión se encontraba en el monte Hiei. Su creciente poder político y militar pronto los convirtió en uno de los principales obstáculos para Oda Nobunaga en su afán por unificar todo el país bajo su mando.

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El sistema horario en el Japón antiguo

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Sobre el contexto histórico

Durante siglos Japón fue un mito para los europeos, la isla dorada de Cipango que los chinos referían a Marco Polo, pero de la que nunca se tuvo constancia en carta náutica alguna. Y así continuó hasta que, en 1543, un junco chino con varios mercaderes portugueses a bordo naufragó en la isla de Tanegashima, lo que condujo a un descubrimiento mutuo: los europeos ponían por fin en el mapa aquel archipiélago de leyenda al tiempo que los japoneses entraban en contacto directo, por primera vez en su historia, con los occidentales.

A estos primeros encuentros fortuitos de índole comercial les siguió otro cuidadosamente planificado durante seis años: la llegada de la misión jesuita a Japón en 1549, auspiciada por el rey de Portugal y encabezada por el misionero navarro Francisco de Jasso y Azpilicueta (a la postre, san Francisco Javier). Debe tenerse en cuenta que, merced al Tratado de Tordesillas, que repartía las rutas marítimas entre España y Portugal, Japón se hallaba en latitudes portuguesas, por lo que correspondía a dicho reino la explotación mercantil y cristianización del nuevo territorio.

La corona lusa decidió encomendar la labor evangelizadora a la Compañía de Jesús, una élite intelectual y científica dentro de la Iglesia católica, muy diferente a los frailes franciscanos y dominicos que solían acompañar a los españoles en sus conquistas y descubrimientos. Ya fuera por su deseo de evitar a estas congregaciones de ascendencia más «castellana», o porque Juan III de Portugal comprendió que la conversión de Japón era un reto muy diferente a la evangelización de las Américas, la elección de los jesuitas resultó providencial.

Francisco Javier supo ver en Japón un país de gran complejidad social y cultural: «el pueblo más elevado moralmente de cuantos se han hallado», por lo que aleccionó a sus misioneros para que se empaparan de los usos locales, aprendieran el idioma en la medida de lo posible e incluso acostumbraran a vestir, comer y conducirse al modo de aquel extraño pueblo. El objetivo último era desprender el discurso evangelizador del etnocentrismo europeo y adaptarlo a la mentalidad y protocolos japoneses, de modo que fuera más fácil de asimilar por las clases altas y, de ahí, permeara a los estratos más bajos de la sociedad.

Los jesuitas llegaron al país en pleno Sengoku jidai («Era de los Estados en Guerra», que se prolongó desde la segunda mitad del siglo XV hasta finales del XVI), por lo que hallaron una nación dividida en cientos de feudos enfrentados entre sí, cada uno gobernado por un señor samurái con sus propios ejércitos e intereses, sin un poder central capaz de apaciguarlos. Entre estos señores de la guerra destacaba la figura de Oda Nobunaga[1], considerado primer unificador de Japón, que había conseguido someter bajo su mando a gran parte del centro del país, incluida la capital imperial: Kioto.

Oda, no obstante, estaba lejos de una victoria completa, pues aún contaba con la oposición de poderosas familias samuráis, como los clanes Takeda y Hojo, además de sufrir el constante hostigamiento de las beligerantes sectas budistas (muchas de las cuales disponían de sus propios ejércitos). No es de extrañar, por tanto, que Nobunaga viera en los sacerdotes extranjeros una baza que podía jugar a su favor: por una parte, los «barcos negros» portugueses, con sus armas de fuego y sus valiosas mercancías de ultramar, solo atracaban en aquellos puertos que contaran con el beneplácito de los misioneros. Por otra, allí donde prosperaba el cristianismo, los bonzos budistas perdían influencia entre la población.

No solo Oda Nobunaga se convirtió en un inesperado aliado de la misión jesuita, otros daimios (señores feudales) abrieron sus puertas a los extranjeros en su afán de entablar relaciones comerciales con ellos, llegando incluso a convertirse al cristianismo. Pero la protección de Oda y de los daimios conversos no llegaba a todos los rincones de Japón, y los «padres cristianos» debieron enfrentarse a no pocas penurias en su afán evangelizador, sufriendo a menudo desprecio, persecución y muerte.

Es en esta época de encuentros y desencuentros cuando tiene lugar la siguiente historia.

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Prólogo

Marchas y regresos

15 de febrero de 1579

El joven Celso bajaba por la cuesta de Santo Tomé con la vista clavada en el suelo, pisando con fuerza sobre los adoquines, como si quisiera hundirlos aún más en la tierra. Había dejado atrás el adarve del Ciruelo y ahora serpenteaba por calles casi vacías, flanqueadas por las tenderas que recogían ya sus puestos. Las mujeres lo llamaban a gritos, intentando endilgarle con desvergüenza la última mercancía del día, aquella que nadie con buen ojo había querido. Quizás por verle tímido y aseado, lo confundían con el mozo de los recados de algún comunero, y si bien las tareas domésticas suponían una de sus ocupaciones habituales, la encomienda que lo había lanzado a la calle esa tarde era de muy distinta naturaleza.

Atosigado por las voces que lo reclamaban con zalamería, se escabulló por un angosto pasaje que bajaba hacia la plaza de la catedral. Toledo, de alma cristiana pero tortuoso trazado moro, era abundante en callejones y pasadizos. Al menos aquel no olía a estiércol y orines, quizás por encontrarse cerca del corazón santo de la ciudad; eso no significaba que estuviera exento de otras inmundicias, como el ciego mendicante que se sentaba en el escalón de un soportal. Meneó su escudilla con monedas al paso del muchacho y este lo evitó pegándose a la pared opuesta, lo que pareció ofender al menesteroso en grado sumo, pues, con un tino que desmentía su ceguera, le cruzó el bastón para hacerlo tropezar. Celso trastabilló y a punto estuvo de rodar por el suelo; quiso volverse y lanzarle un puntapié a la escudilla, pero recordó el énfasis de su maestro en que no se distrajera, así que maldijo por lo bajo y recuperó el paso.

La sombra gótica de Santa María anegaba ya la plaza, y pese a emerger de la bocacalle con un improperio enredado en la lengua, no olvidó persignarse al cruzar frente a la Puerta del Perdón. Solo aminoró el paso cuando se encontró cara a cara con su destino: la sede del palacio episcopal.

Intimidado, contempló los dos escudos de armas del cardenal Tavera, imponentes a cada lado del pórtico. Le habían dicho que debía avanzar sin titubeos y entrar en la casa como si del propio arzobispo primado se tratara, pero a cada paso sentía flaquear las piernas. Tragó saliva y palpó la carta bajo la saya. El papel pareció infundirle confianza, así que volvió a persignarse y se encaminó hacia la entrada.

Apenas hubo cruzado el umbral, comenzó a llegarle desde las profundidades del corredor un murmullo de voces ininteligibles. Le sudaban las manos mientras caminaba entre retratos de arzobispos y cardenales que lo contemplaban con rostro severo, sabedores de su intrusión. Finalmente, el pasillo se abrió al patio interior y allí, a la oblicua luz del atardecer, se halló rodeado de hombres que hablaban entre ellos en un sinfín de lenguas tan extrañas y exóticas como los países de los que procedían. Celso solo pudo reconocer con certeza el castellano y el latín, pero creyó identificar entre la concurrencia a caballeros moriscos que se expresaban en su propia habla, discutiendo con padres teólogos que citaban a Aristóteles en lo que parecía griego antiguo. Otros declamaban en hebreo o catalán, y aun otros en toscano, portugués, occitano u otomano… Y cada lengua encajaba como un ladrillo en aquella confusa y babélica torre.

El muchacho se detuvo abrumado, convencido de que alguno de los hidalgos repararía en su presencia y mandaría expulsarlo. Pero no parecía tener para ellos más interés que un insecto, así que se deslizó furtivamente hacia el claustro en busca de las escaleras que debían conducirlo hasta el ala oeste del palacio, la menos santa por ser la más alejada de la catedral. Allí se hallaban los talleres y bibliotecas que, desde hacía cinco siglos, eran el corazón de la Escuela de Traductores de Toledo.

Encontró la escalinata que le habían indicado y subió los peldaños de dos en dos. Al coronar el último, se encontró frente al rostro marmóreo de Raimundo de Sauvetat, que escudriñaba el vacío con expresión solemne. Se persignó por tercera vez aquella tarde y se internó por un pasillo que iba a desembocar en una biblioteca de altos estantes y amplios corredores.

Volúmenes y pliegos de papel se amontonaban en los anaqueles y se desparramaban sobre las mesas. No estaba solo, pues repartidos aquí y allá había traductores y bachilleres que se inclinaban sobre los escritorios, o que escrutaban con el ceño fruncido las hileras de tomos polvorientos que cubrían las paredes. De tanto en tanto, alguno levantaba la vista de su lectura y lo observaba por encima de los anteojos, pero el muchacho se limitaba a carraspear y seguir adelante. Y así continuó hasta que escuchó cómo una silla se arrastraba y alguien lo llamaba chistando. Le bastó un vistazo por encima del hombro para encontrarse con la feroz mirada de uno de los bibliotecarios: un benedictino de expresión agria que le seguía con intención de poner fin a su incursión. Viéndose perdido, Celso echó a correr; el monje lo llamó en voz alta, lo que provocó las protestas indignadas de la mayoría de los presentes.

El chico atravesó a la carrera otras dos bibliotecas antes de perderse en un enjambre de cámaras y pasillos. Todo aquel con el que se cruzaba lo miraba con extrañeza, pero nadie atinaba a detenerlo mientras él seguía buscando una segunda escalera: esa que, según su maestro, conducía a las celdas que alojaban a los estudiosos llegados de toda la península y más allá, incluso del norte de Europa y África.

Al doblar una esquina se topó con un novicio que arrastraba un cubo lleno de agua sucia.

—¿Y las residencias? —le espetó.

El muchacho, sorprendido por la brusquedad de aquel extraño, solo acertó a señalar uno de los pasillos con el dedo. Por allí se precipitó Celso, al que tantas galerías de piedra le parecían idénticas, hasta que finalmente dio con las ansiadas escaleras. La premura le hizo tropezar un par de veces en los escalones, pero alcanzó sin mayores percances la planta que acogía a los residentes. Recorrió el pasillo contando las puertas de la derecha: tres, cuatro, cinco… Allí, la sexta.

Tocó tímidamente con los nudillos. Al no recibir respuesta, insistió con más contundencia y aguzó el oído. Nada se escuchaba al otro lado de la espesa plancha de roble. Como el resto de las celdas, por toda cerradura solo tenía una argolla de hierro. Se retorció los dedos durante un rato, dubitativo, hasta que finalmente asió la anilla y tiró; la madera produjo un quejido ronco al rascar el suelo de piedra. Al otro lado no había más que densa oscuridad.

—¿Padre Ayala? —preguntó con timidez.

No obtuvo respuesta, así que se adentró en la cámara. Poco a poco, sus ojos se fueron adaptando a la luz procedente de una ventana enrejada que apuraba los últimos rayos de sol. En aquella penumbra rosácea, Celso contempló los humildes dominios de Martín Ayala, lingüista y traductor de la Compañía de Jesús, retirado a una piadosa vida de estudios tras servir al Señor y a la cristiandad en misiones allende los mares. Lo que más atrapó su atención no fueron los torcidos estantes que vomitaban pergaminos sobre el suelo, ni el miserable catre en el que apenas podía encogerse un hombre adulto, sino las extrañas sábanas de papel que cubrían las paredes, sin apenas dejar un resquicio de piedra a la vista.

Cautivado, Celso olvidó el motivo que lo había llevado hasta allí y se aproximó para intentar descifrar la maraña de tinta vertida sobre unos pliegos que, incluso en la oscuridad, se adivinaban de un blanco más puro que cualquiera que hubiera visto antes. Las formas parecían trazadas a pincel, no a pluma: intrincadas, arcanas… Algunas se sucedían en hileras verticales; otras, sumamente elaboradas, extrañamente hermosas, ocupaban un lienzo entero. No se parecía a nada que hubiera visto antes, pues carecía de la sinuosa fluidez del árabe o de la pulcra simetría del hebreo. Incluso creyó distinguir figuras en los trazos: árboles apuntados, formas humanas quizás… ¿Y aquello? ¿Una casa de extraño tejado? A medida que la luz decaía pegaba aún más la nariz al papel, vislumbrando extraños paisajes, sombras de una tierra lejana…

—¿Qué haces aquí? —retumbó una voz a su espalda.

Sobresaltado, Celso se apartó bruscamente, tropezó con el único taburete de la estancia, cayó de espaldas y se golpeó la cabeza con el jergón.

La voz, que en su ensimismamiento le había parecido profunda como la de un coloso, pertenecía en realidad a un hombre enjuto, de tez huesuda pero espalda firme. Una barba bien recortada ocultaba sus rasgos, aunque permitía intuir que pasaba ya de los cuarenta. Sus ojos, flamígeros en la penumbra, clavaban a Celso contra el suelo.

El jovenzuelo abrió la boca para explicarse, pero solo logró balbucir algo que ni él mismo llegó a entender; entonces recordó la carta y descubrió que la aplastaba entre los dedos. La estiró contra el pecho y se la entregó al recién llegado. Este prendió un pequeño candil y aproximó el sobre a la luz; estaba sellado con un sol llameante que envolvía los caracteres IHS. El destinatario frunció el ceño y rompió el lacre.

Cuando terminó de leer la nota, se dirigió al mensajero:

—Te he visto antes, eres novicio en la escuela de Santo Tomé.

—Soy Celso de Gálvez, maestro —respondió el muchacho.

—Y dime, Celso, ¿por qué me traes a hurtadillas una misiva del provincial de Castilla y Toledo? ¿Qué asuntos son estos que el padre Castro o el padre Aurteneche no pueden despachar conmigo a la luz del día?

—No sé nada, señor. Pero me han dicho que os insista en que esta noche estéis en las casas de Orgaz antes de que los cistercienses canten completas. Y que debéis ser prudente y, en la medida de lo posible, evitar que nadie repare en vuestra persona.

Ayala meneó la cabeza con expresión desaprobatoria, pero el gesto no iba dirigido al muchacho.

—Dile a los padres —señaló al fin— que no puedo desatender las diligencias de nuestro provincial, pero que son estos tejemanejes los que alimentan muchas desconfianzas hacia la Compañía, y que no hace tanto que el cardenal Silíceo nos impedía entrar en esta ciudad.

Celso asintió, aunque bien sabían ambos que no iba a decir nada a sus maestros. Bastante tenía con haber logrado cumplir sus instrucciones.

Martín Ayala abandonó la residencia episcopal por la puerta de servicio y se cubrió el rostro con la capucha. El relente le recordó que el invierno no había quedado del todo atrás y, mientras miraba a su alrededor, se echó el aliento en las manos. Hacía años que intentaba apartarse de los asuntos de la Compañía; algunos toledanos ni siquiera sabían de su condición de jesuita, tan vinculado estaba a la vida seglar de la comunidad académica. Pero una carta del prepósito provincial no podía ser ignorada, y por más que tales asuntos le colmaran la paciencia —sobre todo cuando se presentaban con aquel secretismo tan del gusto de los suyos—, debía admitir que habían logrado suscitar en él cierta curiosidad.

Dispuesto a que la noche concluyera cuanto antes, se dirigió a las antiguas residencias del conde de Orgaz, un complejo de decrépitos caserones no muy apartados de la catedral, comprados por la Compañía a los pocos años de su implantación en Toledo con la intención de construir un colegio o una iglesia, aún estaba por ver. Las viviendas se hallaban en los límites de la judería, así que Ayala encaminó sus pasos hacia la plaza del Salvador en pos de los vericuetos del barrio de Caleros.

Dejó atrás todo tipo de negocios cerrados a cal y canto: traperías, joyerías y herrerías, casas de empeño y casas de préstamos, locales que aún conservaban algún cartel en hebreo a pesar del edicto de expulsión. Finalmente llegó al recinto comercial del Alcaná, que en la soledad de la noche aparecía poblado solo por sombras y gatos. Aquel vacío en el mismo corazón de la ciudad le provocó una inexplicable desazón. Si hubiera creído en los malos presentimientos, Ayala habría dicho que uno le embargaba, así que se ciñó el embozo y prosiguió la marcha.

La calzada se fue despoblando de adoquines hasta tornarse un camino de grava que iba a morir junto a un puñado de casas destartaladas. De la muralla que otrora rodeara el lugar, ya solo quedaba una hilera de piedras que no levantaba una vara del suelo; la vieja residencia toledana de los condes de Orgaz había sido engullida por la ciudad y ahora apenas se mantenía en pie, constreñida entre los adarves de la judería y los nuevos barrios comerciales.

Se internó en el fantasmagórico enclave hasta llegar al patio central, construido alrededor de un pozo que exhalaba un aliento nauseabundo. Miró a su alrededor, a las techumbres derruidas y las fachadas abombadas por el peso, y no pudo evitar preguntarse qué estaba haciendo en ese lugar. La carta del padre provincial abundaba en la necesidad de que fuera discreto, pero obviaba cualquier explicación sobre lo que se esperaba de él. Antes de que sus pensamientos se volvieran más aciagos, reparó en la tímida luz que se filtraba entre las contraventanas de uno de los caserones. Dejó a un lado sus reparos y se aproximó a la única puerta practicable. No se escuchaban voces, así que, harto de tantas precauciones, empujó la madera y cruzó el umbral.

Dos hombres lo aguardaban en el caserón, ambos ataviados con el manto negro de los jesuitas. Conocía bien al que se hallaba de pie, con las manos a la espalda en actitud de haber estado caminando en círculos: se trataba del padre Aurteneche, el más anciano de cuantos jesuitas residían en Toledo. El otro, sin embargo, sentado junto a la linterna que iluminaba la estancia, era un absoluto misterio para él.

—Padre Ayala —lo saludó Aurteneche al verle entrar—, gracias por acudir. Sabemos que la situación es inusual, pero pronto comprenderéis que no había más remedio.

—Buenas noches, padre Aurteneche —respondió el recién llegado, bajándose la capucha para escrutar al desconocido.

—Este es el padre Escrivá, coadjutor en Roma del padre Mercuriano. —El anciano lo presentó con gran reverencia, pese a tratarse de un hombre unos veinte años más joven.

Un asistente ad providentiam del superior general de la Compañía, se dijo Ayala, desplazado desde Roma para despachar con él a la luz de una vela. ¿Qué sentido tenía aquello?

—Por favor, tomen asiento —los invitó Escrivá, extendiendo una mano grande y nervuda.

Se acomodaron en las dos sillas que quedaban por ocupar, frente a frente con el enviado de Roma, que deslizó la lámpara hasta el centro de la mesa. Al apoyar las manos sobre la madera, Ayala se percató de cuán podrida se hallaba; no le hubiera sorprendido que en cualquier momento se desmoronara como ceniza entre sus dedos.

—Dígame, padre Ayala —comenzó el enviado—, ¿cuáles son vuestras ocupaciones en la escuela de traductores?

Ayala dudó un instante, intentando averiguar por qué aquello podía ser relevante.

—Enseño a algunos, traduzco manuscritos, enmiendo otras traducciones…

—¿Y con qué lenguas soléis trabajar?

El traductor ladeó la cabeza, desconfiado.

—Portugués, toscano… Latín y griego, por supuesto…

—Y japonés.

Ayala afiló la mirada.

—Lo cierto es que hace años que no traduzco ese idioma…

—Pero hay quien dice que no lo habéis olvidado. Que, de hecho, seguís escribiéndolo y leyéndolo; en vuestra celda, preferiblemente, para evitar a los curiosos y para ahorraros explicaciones.

—Explicaciones como esta, queréis decir. —El tono de Ayala sonó un tanto desafiante, lo que provocó un breve sobresalto en el anciano Aurteneche.

El emisario sonrió.

—¿Es cierto que formasteis parte de la primera misión de Francisco Xavier a Japón?

—Así es.

—Eso fue hace casi treinta años. Debíais de ser muy joven entonces.

—Tenía dieciocho años cuando llegué a Malaca para unirme a la expedición del padre Xavier —confirmó Ayala—, y diecinueve cuando desembarcamos en Kagoshima, el día de la Asunción de 1549.

—Una tierra inhóspita, aún por explorar… ¿Por qué querría Francisco Xavier a alguien tan joven en su misión? ¿Os lo llegó a explicar alguna vez?

—El padre Xavier pidió al colegio de Burgos que le enviaran a un novicio con maña para las letras… Y por algún motivo se me eligió a mí. Tenía la convicción de que, cuanto más joven se es, más abiertos están los sentidos y con más facilidad se aprende, sobre todo en asuntos de lenguas y dialectos.

—Y no debía andar desencaminado —afirmó Escrivá—, pues creasteis el primer diccionario de la lengua japonesa y establecisteis la primera gramática.

—Yo y el padre Da Silva —puntualizó Ayala—, posteriormente el padre Juan Fernández la corrigió y amplió.

—¿Cuántos años misionasteis allí?

El interrogado se reclinó en su asiento, distanciándose de la luz que bailaba en su rostro.

—Casi veinte años. Toda una vida. —Una sombra pareció nublar su voz—. En Japón fui ordenado sacerdote por el propio Xavier.

—Sin embargo, me han asegurado que vuestra principal misión no fue evangelizar. ¿Es eso cierto?

Ayala desvió la mirada hacia Aurteneche:

—¿Me podéis explicar a qué viene este interrogatorio?

—Por favor, responded a las preguntas del coadjutor —le rogó el anciano.

El traductor volvió la vista al frente y extendió las manos sobre la mesa para disimular la crispación que le envaraba los hombros. Contestó al cabo de un instante:

—Xavier, y después el padre Cosme de Torres cuando le sucedió al frente de la misión, me encomendaron que centrara todos mis esfuerzos en aprender el idioma y en conocer a aquellas gentes, y que pusiera por escrito todo lo que averiguara, todo lo que pudiera ayudar a la Compañía a hacer buenos cristianos. Así que quizás no recorriera los caminos ni predicara en las aldeas, pero mi labor sí fue evangelizadora.

—Evangelizar desde una biblioteca es una forma cómoda de hacerlo —sonrió el padre Escrivá—. Pero no os ofendáis. Es precisamente eso lo que os convierte en alguien tan valioso en estos momentos.

—¿Qué queréis decir?

—Según Luís Fróis, más que sacerdote, vos fuisteis un científico, alguien que estudió al detalle aquella tierra impía. Se podría decir que no existe en la Compañía nadie que entienda mejor a esos bárbaros.

—No son bárbaros —lo contradijo Ayala—. Al menos, no más bárbaros de lo que nosotros podemos parecer a sus ojos.

—Cualquiera que no viva en la fe de Cristo, padre Ayala, es un bárbaro. —El enviado de Roma buscó algo bajo su manto—. Y si no me creéis, leed esta carta.

Escrivá deslizó sobre la mesa una cuartilla plegada que Ayala recogió con cierta suspicacia. Estaba redactada en toscano y firmada por Francisco Cabral, principal de la misión en Japón:

Al Padre Everardo Mercuriano, Prepósito General de la Compañía de Jesús por la Gracia de Nuestro Señor, en Roma.

1ª. Vía. Por las Filipinas.

Del Viceprovincial de Japón.

Bien sé que el Padre General no está a atender los asuntos internos de cada misión, como también sé que en pocos meses ha de desembarcar en estas costas el Padre Visitador Alessandro Valignano, enviado por vuestra merced a contribuir en cuanto séale posible en la santa labor de hacer muchos cristianos. Pero dada la urgencia de lo que aquí acontece, y en la espera de que el Padre Valignano no tenga a mal el que me dirija directamente a vos, he de advertiros de que grandes tragedias asuélanos a los hermanos de la Compañía en estas islas del Demonio, pues aunque muchos de mis hermanos háblense allá en Roma de ver cosas aquí que honran mucho a maravilla, lo cierto es que esta gente no gusta de Dios y desprecian su Ley, y así ha sido desde que Francisco Xavier puso pie aquí. Pero ni él, que fue corrido a piedras por los caminos, y que aun así tuvo fe en este pueblo que huelga de Dios, debió afrontar los trágicos desastres que ahora acontecen nos.

Habéis de saber que el pasado X de julio, en la casa que nuestro Instituto posee en la ciudad de Osaka, apareció muerto el Hermano Luís Mendes, y tal ensañamiento hicieron con su cuerpo que los de la Compañía solo pudieron reconocerlo al ver quién faltaba. Esto provocó gran pesar y miedo en la comunidad, pero en la creencia de que nada peor pudiera acontecer, ocho jornadas después fue hallado en igual situación el Padre Pomba de Osaka, junto al ayudante japonés que atendía sus aposentos.

Sin saber a quién atribuir estas maldades, acudimos a los hidalgos que regentan esa tierra de Osaka, al tiempo que el Padre Fróis pedía la mediación del Rey Nobunaga. Pero como os he dicho, esta gente tiene en poco a toda gente extranjera, y aunque obtuvimos buenas palabras, poco hicieron por evitar más desgracias, pues el mismo día de la Asunción, cuando todo estaba dispuesto para conmemorar la llegada de la palabra de Cristo a estas tierras, el padre granadino Gonzalo Sánchez apareció muerto en la casa de Tanabe, en la misma costa pero varias leguas al este, y la forma en que fue matado recordaba por todo a la de los pobres Mendes y Pomba. Y si bien ambos lugares están distantes, los que los vieron dijéronse seguros de que era obra de la misma mano.

Viendo entonces nuestro desamparo, pedimos permiso a los hidalgos de esas costas para mandar pedir guardias de Manila y Nueva España, pero el Rey Nobunaga se negó a que ningún extranjero armado pusiera pie en el Japón. Es por eso la desesperación que sufrimos estos días, y en virtud de la santa obediencia, os ruego que tengáis a bien auxiliarnos desde Roma, y que enviéis un cuerpo de no menos de dos inquisidores y los acompañéis de alguien que conozca bien a estas gentes y estas tierras, y dice el Padre Fróis que ninguno habría para esta labor como el Padre Martín Ayala, que a su juicio es quien queda vivo que mejor habla japonés y es capaz de comprender la razón de estas gentes. Quizás estos hombres, con la ayuda de la Santa Providencia, fueran capaces de arrojar luz sobre tales tragedias y, así expuestas, fueran los propios hidalgos japoneses los que hicieran justicia según sus leyes.

Ayala levantó la vista de la misiva, un tanto anonadado por los acontecimientos que allí se relataban.

—Esta carta se envió desde Nagasaki hace seis meses —dijo Escrivá, mientras volvía a guardarse la cuartilla—. Llegó a Roma hace dos semanas. Por supuesto, no sabemos qué más ha podido acaecer en este tiempo.

—¿Atenderán su petición? —preguntó Ayala con gravedad.

—El padre Cabral es un buen hombre que se enfrenta a unas circunstancias terribles —respondió el emisario—, sin duda pide con sensatez, pero desconoce la situación de la Compañía en Roma.

—¿Qué queréis decir?

—Nuestra situación en las Indias Orientales es precaria. Los frailes, sobre todo franciscanos y dominicos, presionan al Papa para permitirles predicar en Malaca, China y Japón. Al parecer, no se conforman con las desgracias que han llevado a las Indias Occidentales.

—¿Entonces? —inquirió Ayala, que volvía a toparse de bruces con las miserias políticas que carcomían a la Iglesia.

—Entonces, no podemos dar señales de debilidad ante el Santo Padre —sentenció Escrivá, inclinándose sobre la mesa—. Si en Roma se tuvieran noticias de estos sucesos, muchos concluirían que la situación se nos ha escapado de las manos. Enviarían inquisidores, sí, franciscanos principalmente, que no dudarían en utilizar esta tragedia para proclamar que la labor de la Compañía ha sido nefasta. Seríamos expulsados de allí para ser reemplazados por legiones franciscanas, y vos sabéis bien que los frailes no deben desembarcar en Japón. El propio Francisco Xavier lo repitió en multitud de ocasiones: no se puede evangelizar aquellas tierras como se evangeliza a los indígenas. No harían sino arrasar lo que muchos buenos hombres han sembrado.

«En efecto —pensó Ayala—, el trabajo de décadas se echaría a perder». Del mismo modo que los jesuitas perderían el control sobre el lucrativo comercio de la seda entre China y Japón.

—¿Estáis diciendo que el padre general no atenderá la llamada de la misión japonesa?

—No han sido esas mis palabras. Lo que digo es que partiréis vos solo, y en ningún caso esto se sabrá fuera de la Compañía. Viajaréis como enviado personal del padre general, con un salvoconducto extendido por la congregación y sellado por el propio Mercuriano.

—Tal documento de poco me servirá allí, no me abrirá las puertas de ningún castillo o palacio.

—Pero os dará autoridad real ante los hermanos de la Compañía, y autoridad moral ante los bárbaros. Seréis un emisario de Roma, y eso debería ser más que suficiente para que aquellos reyezuelos se pongan a vuestros pies.

Ayala suspiró. Aquella vida sencilla y enclaustrada que había apaciguado sus recuerdos tocaba a su fin; debía asumirlo como el marinero que ve llegar la tormenta en alta mar, seguro de que no hay refugio posible. Quedaba, no obstante, una última cosa por decir:

—¿Sabéis que fui expulsado de la misión?

El padre Aurteneche lo miró de reojo, disimulando su sorpresa, al tiempo que Escrivá negaba con la cabeza.

—No seáis tan duro con vos mismo, padre Ayala. Tengo entendido que se os propuso abandonar la misión, pues erais uno de los que más años llevaba allí, y aceptasteis con gran sensatez. Con la misma sensatez que, espero, ahora asumáis vuestro regreso.

Y así todo quedaba olvidado, todo estaba perdonado. Ayala asintió quedamente.

—Muy bien —constató el enviado, satisfecho—. Partiréis dentro de dos semanas desde Sevilla. Os sumaréis a la Flota de Indias, la ruta castellana os permitirá alcanzar aquellas costas mucho antes. Y que Dios os asista, pues está en vuestras manos que nadie más muera en su nombre en esas islas impías.

Año 2 de la Era Eiroku[2], noche de O-Bon

Las hogueras hacían reverberar el cielo de Mino como ninguna otra noche del año. En cada templo, en cada casa, el fuego guiaba los pasos de los muertos de regreso al hogar, y allí permanecerían durante tres días hasta la culminación del O-Bon, momento en el que iniciarían el camino de vuelta al otro mundo, en la noche de Okuribi.

Sin embargo, el fuego que ardía en el jardín de Igarashi Bokuden no era un fuego de bienvenida, aunque estaba seguro de que el visitante no tardaría en llegar.

Aguardaba con las llamas a su espalda y la oscuridad en el rostro. En su mano izquierda sujetaba la de su hijo de siete años, que aferraba sus dedos hasta el punto de hacerle daño. Ambos esperaban solos, sin dirigirse la palabra, pues ya estaba todo dicho. Había preparado al niño para aquel momento desde que tuviera uso de razón.

La puerta de madera que daba acceso al jardín batió lentamente, herrumbrosos los goznes, y cruzó el umbral una mujer que ocultaba el rostro bajo un sombrero sugegasa[3]. Se envolvía en una capa negra como las alas de un grajo, y un golpe de cayado subrayaba cada uno de sus pasos.

Se detuvo frente al padre y al hijo.

—Mi querido discípulo, después de todo volvemos a vernos —saludó la visitante—. ¿Cuánto hace que nos despedimos?

—Cuando concluya el verano, hará trece años —dijo Igarashi.

—Y dime, ¿sigues pensando que merece la pena el precio que has de pagar por dejar tu vida atrás?

No respondió, se limitó a arrodillarse frente a su hijo y a ponerle las manos sobre los hombros. Lo obligó a mirarle:

—No habrá palabras de despedida entre nosotros, no son necesarias, porque desde este momento ya no somos padre e hijo.

El muchacho asintió. Apretaba las mandíbulas y las lágrimas le quemaban las mejillas. El rostro del padre, sin embargo, permanecía inexpresivo; su mirada sostenía la del hijo impidiéndole bajar la cabeza. Por fin, quizás cediendo a una última debilidad, abrazó al chiquillo y apoyó una mano sobre su nuca.

—Llegará el día en que nos reencontremos —le dijo al oído—. A partir de ahora viviré esperando ese día, y tú has de hacer lo mismo, Goichi, porque quien camina con un anhelo en el pecho es capaz de cruzar los valles del infierno. —Lo apartó de sí.

La mujer alargó la mano hacia el niño, que se volvió despacio hacia ella. Observó primero los dedos largos y encallecidos; después, el rostro satisfecho de aquella que sería su familia desde esa noche. Finalmente, aceptó la mano que le ofrecían. Fue conducido al exterior con el corazón desbordado de miedos y tristezas, añorando ya la vida que dejaba atrás. Antes de cruzar el umbral, miró una última vez sobre el hombro. Allí permanecía, aún de rodillas, el hombre que había sido su padre, que asintió como último gesto de despedida. Entonces la puerta se cerró, separando sus vidas definitivamente.

Cuando se supo a solas, Igarashi se permitió llorar con los puños crispados sobre las rodillas y los hombros convulsionados por el llanto. Se sentía abrumado por lo que acababa de hacer. Inspiró hondo antes de ponerse en pie y se aproximó a la hoguera; se arrancó las últimas lágrimas con el dorso de la mano y mantuvo la mirada firme en las llamas, hasta que el fuego de la noche de difuntos le secó los ojos y el alma. Solo entonces se sintió preparado para afrontar lo que restaba por hacer.

Con más determinación de la que realmente sentía, se dirigió a la terraza, se descalzó y subió a la tarima. Sin más titubeos, hizo la puerta a un lado. Dentro, arrodillada sobre el tatami y envuelta en el fino yukata[4] que solía vestir las noches de verano, lo aguardaba su mujer. Su rostro era sereno, pero él sabía que las aguas más turbulentas corren profundas. Solo esperaba que, con el tiempo, su esposa llegara a perdonarlo.

El yukata de Hikaru susurró con suavidad cuando se incorporó, e Igarashi la contempló con tristeza mientras cruzaba la estancia hacia él. Necesitaba su consuelo, se dijo, mientras ella se retiraba el alfiler que le sujetaba el pelo y la melena caía sobre sus hombros.

Igarashi abrió los brazos, ansioso por recibirla, por perderse en el refugio de sus cabellos, pero ella lo apuñaló con rabia en el pecho y, al retirar el punzón, dejó a la vista una herida que rezumaba sangre e incomprensión. El hombre se entregó a la frustración: la golpeó en el rostro y le retorció la muñeca, obligándola a soltar el alfiler. Hikaru, lejos de acobardarse, respondió no con la bofetada de una amante despechada, sino con un puñetazo en el cuello que lo dejó sin aliento. A continuación, hundió el pulgar en el agujero que acababa de abrirle en el pecho.

Igarashi cayó de rodillas, a punto de desvanecerse por el dolor, y ella no cejó hasta que lo tuvo de espaldas contra el suelo. Entonces, con las lágrimas por fin desbordando sus ojos, se colocó sobre su marido y empuñó el cuchillo que escondía entre las ropas. Mientras Hikaru alzaba el kaiken sobre su cabeza, él se dijo que merecía acabar así sus días, que ella merecía esa satisfacción. Sin embargo, no sobrevino la mortífera puñalada. Su esposa dudó, su rostro debatiéndose entre la ira y el tormento, y en el último instante volvió la daga hacia su cuello.

—¡No! —gritó Igarashi, que alargó la mano a tiempo de arrebatarle el puñal.

Tiró de ella y la obligó a caer junto a él. Y allí quedó, tendida sobre su pecho, vencida por el llanto, sus lágrimas mezclándose con la sangre de su marido.

Conmovido por el dolor de Hikaru, no pudo sino acariciarle el cabello revuelto, susurrarle palabras de consuelo, llorar junto a ella. Y mientras lo hacía, reparó en que su hija los observaba desde las escaleras; los observaba y también lloraba. Lloraba por el dolor de sus padres, lloraba por su hermano perdido.

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Capítulo 1

Entre mundos

La humedad del Guadalquivir cubría la ciudad con un fino sudario, presto a evaporarse con los primeros rayos de sol de aquella mañana de marzo. Poco a poco, Sevilla comenzaba a despertar, y ya desde el primer aliento se apreciaba que su pulso era firme, que por sus calles corría la riqueza bombeada desde un corazón más allá del Atlántico. Nunca antes había conocido Ayala una ciudad tan viva, tan ávida de dinero y belleza, y al contemplarla comprendió cuán decadente se había vuelto su querida Toledo, cuán ensimismada en sus debates y rencillas mientras la vida pasaba muy lejos de sus fronteras.

Embarcó en el Santa Marta apenas el sol se hubo levantado, y una vez instalado en el único camarote de invitados con el que contaba la carraca, se dirigió a cubierta para presenciar cómo la nave abandonaba el muelle de la Aduana. Lo recibió una brisa ribereña que le impregnó la tez y le agitó los cabellos. Las voces de los marineros llenaron sus oídos mientras se apresuraban a recoger las jarcias y empuñar las pértigas para separarse del puerto. El capitán dio orden de soltar la mayor y Martín Ayala, asomado por la borda, observó cómo Sevilla comenzaba a deslizarse sobre los márgenes del río.

A babor, la Torre del Oro, con su perfil moro reflejado sobre el canal; la Casa de la Moneda, donde se acuñaban el oro y la plata procedentes de las Indias; y despuntando sobre los muros del Arenal —última defensa contra piratas ingleses y holandeses—, la aguja de la Giralda, altiva y orgullosa como los musulmanes que la erigieron. A estribor, sin embargo, la Sevilla más ominosa: la de los imponentes muros del castillo de San Jorge, sede del Santo Oficio inquisitorial.

Poco a poco el buque se sumó al tráfico fluvial, alejándose de las orillas para buscar las zonas de más calado. Ayala miró al cielo y encomendó su alma al Altísimo. Dejaba atrás la vieja Europa para retornar a aquellas costas lejanas que solo le deparaban desdichas. Se consoló pensando que, al menos, el cielo que contemplaba sería el mismo allá donde fuera. Como la verdad de Dios, única e ineludible donde quiera que uno ponga el pie.

A medida que navegaban río abajo, nuevas embarcaciones fueron sumándose a las que ya habían partido de Sevilla, y aún lo hicieron después de la desembocadura en Sanlúcar de Barrameda, hasta que la Flota de Indias, a la que los marineros llamaban «La Española», estuvo reunida en alta mar. La columna era tan larga que los buques más lejanos parecían remontar el horizonte. Desde allí, con África aún en lontananza, soltaron el último trapo al viento y pusieron proa hacia las Canarias.

La expedición llegó a La Gomera nueve jornadas después, donde hicieron aguada y aprovisionaron durante un par de días. Al salir de nuevo a la mar, Ayala comprobó con alivio que su estómago parecía haberse adaptado por fin al perpetuo balanceo de la carraca. Fue entonces cuando decidió retomar sus estudios de japonés: sobre el escritorio y el catre de su cabina extendió volúmenes, cartas y pliegos, y se le podía escuchar durante horas murmurando en una extraña lengua. Los marineros, a los que la retahíla llegaba desde el ventanuco del camarote, creían que el buen hombre rezaba en latín o griego, pero el capitán, que alguna que otra vez había asistido a misa antes de embarcar, opinaba que aquello debía ser hebreo o arameo.

En cualquier caso, nadie se atrevió a preguntarle, ni cuando subía a cubierta a tomar el aire ni en las ocasiones en que cenaba con el capitán. A todos les parecía un hombre afable, pero no era extraño verlo con la mirada perdida y el rostro sombrío, como si pesara sobre él un destino aciago, lo que provocaba no poco resquemor entre la tripulación.

Pasado el vigésimo día desde que partieran de las Canarias, a menos de una semana de recalar en la Martinica, el capitán Juan Cortés interrogó a su invitado sobre el motivo de su viaje. Fue durante una cena temprana, con pescado y queso sobre la mesa. Ayala contestó removiendo con calma su copa de vino: «Cumplir con la voluntad de Nuestro Señor, ¿qué otro motivo puede ocupar a las criaturas de este mundo?», y la cuestión no volvió a plantearse.

No obstante, Ayala sabía que sus intenciones no eran tan abnegadas y piadosas como daba a entender, pues desde el mismo momento en que se le propuso aquella misión, en su interior se habían despertado ascuas que creía extintas. Estaba por ver si el viento que las había reavivado y que ahora lo impulsaba sobre el océano era la caridad hacia sus hermanos o, como mucho se temía, la posibilidad de hallar respuestas a sus propias preguntas. Unas que había intentado enterrar bajo el tiempo y la distancia.

Desembarcó a principios de abril en Veracruz, en la costa atlántica de Nueva España, donde se unió a una expedición de mercaderes genoveses que tenían permiso del rey para comerciar con Filipinas. Su objetivo era alcanzar antes de doce días el puerto de Acapulco, en la costa pacífica del virreinato, para embarcar en el galeón de Manila que partiría a mediados de mes hacia Asia, aprovechando los vientos tardíos arrastrados por el monzón de invierno.

Merced al buen tiempo y a una ruta sin incidentes, llegaron a Acapulco en menos de diez días, y en dicho puerto Ayala comenzó a reencontrarse con aquella tierra lejana a la que ahora regresaba: en el aire flotaba la misma fragancia especiada que en los puertos de Osaka o Nagasaki, y los sacos estaban marcados con los mismos símbolos que los japoneses empleaban para indicar el peso de sus fardos. De algunos barcos se descargaban paneles de papel de arroz, paraguas y acero japonés —el sacerdote sabía que aquellas espadas no tenían valor, pues apenas eran baratijas para engañar a los extranjeros que buscaban presumir de exotismo—. La nostalgia le rondó por un instante, hasta que contempló cómo de una de las naos desembarcaba una hilera de esclavos encadenados. Coreanos arrancados de su tierra, japonesas vendidas por sus propias familias, de complexión menuda y ojos asustados, probablemente destinadas a alimentar los burdeles de la ciudad. Una vieja tristeza le quemó las entrañas y le obligó a retirar la mirada, impotente ante un pecado que, no por cotidiano, resultaba menos cruel.

Dos días después embarcó en «el galeón de Manila», que contra todo pronóstico resultó no ser un único galeón, sino una expedición de cinco barcos que navegaban juntos rumbo a las Filipinas. Aquella nueva travesía se hizo eterna para Ayala, un hombre acostumbrado a navegar entre libros y documentos, no entre océanos. Fueron tres meses hasta alcanzar el puerto de Manila previa escala en la isla de Guaján. A su arribada, entre el pasaje y la tripulación reinaba la euforia del que se sabe por fin en destino, pero para él era solo un alto más en el camino.

Martín Ayala llegó finalmente al puerto de Nagasaki el 2 de septiembre de 1579, ocho meses después de su encuentro en Toledo con el enviado de Roma, y más de un año después de que los jesuitas japoneses pidieran socorro. No sabía qué nuevos acontecimientos habrían podido suceder desde entonces, ni siquiera si su presencia allí seguía siendo necesaria, y mientras la nao avanzaba entre la bruma matutina, con las carracas portuguesas y los pesqueros japoneses meciéndose contra la playa en tinieblas, se descubrió rezando por que todo su viaje hubiera sido en vano, pues solo él parecía percatarse de que era imposible que un simple traductor pudiera enmendar mal alguno.

Mientras los marinos tiraban de las jarcias para aproximar el casco al muelle, los estibadores japoneses se acercaban a la nave para asegurar la pasarela que ya les tendían desde estribor. El único pasajero de la nao, envuelto en un manto negro ceñido por el viento, permanecía apostado en cubierta como un vigía. No observaba las maniobras de atraque, sino que recorría con ojos admirados el puerto de Nagasaki: apenas una aldea de pescadores la última vez que la visitara, la villa había prosperado al abrigo de los jesuitas hasta convertirse en el principal enlace con las colonias ibéricas de Macao y Manila.

No menos de treinta embarcaciones fondeaban en las dársenas de un puerto bien dragado y con largas escolleras que lo protegían de los temporales. Y por los atracaderos discurrían cientos de personas, entre las que parecía haber tantos japoneses como extranjeros, elevándose risas y voces en distintos idiomas; sin duda japonés y portugués eran los predominantes, pero también llegaron a sus oídos ráfagas de castellano, chino y coreano. Y todos parecían desenvolverse en una armonía que dejó maravillado al jesuita.

¿Qué podía ser aquello, sino un milagro?, quizás no obrado por la beatífica mediación de los sacerdotes cristianos, sino por la más antigua religión conocida: el comercio… Pero milagro, al fin y al cabo.

—Padre —dijo una voz a su espalda—, ¿desea que enviemos recado a la misión para que vengan a buscarle? —preguntó el contramaestre de la nao.

—No será necesario, desde aquí veo a Nuestra Señora de la Asunción. Ella guiará mis pasos.

Se refería a la iglesia de la Asunción, de la que había escuchado hablar incluso en Castilla. Algunos habían dado en describirla como la catedral de Nagasaki, mientras que los locales la llamaban, simplemente, Misaki no Kyokai, «la Iglesia del Cabo», pues se había levantado en el extremo de la alargada lengua de tierra que ahora era el puerto de Nagasaki. Desde aquella posición, elevada sobre un pequeño acantilado que se asomaba directamente al mar, la iglesia daba la bienvenida a todos los navegantes al tiempo que les recordaba que, por insólito que pareciera, se hallaban en territorio cristiano.

Reconfortado por comprobar que lo que Xavier sembrara tantos años atrás había germinado, Ayala desembarcó y encaminó sus pasos con la cruz de la Asunción como guía. Recorrió el laberinto de madera que formaban los embarcaderos, sorteando a los estibadores que desalojaban la mercancía, a los pescadores que clasificaban la primera captura antes de llevarla a la lonja, y a los carpinteros que calafateaban barcas en dique seco, con sus panzas de madera vueltas hacia el sol de la mañana. Un trasiego con olor a sal y madera húmeda que desentumeció sus sentidos y sus pies, algo torpes tras tantos meses de balanceo en alta mar.

Comenzó a reencontrarse con viejos recuerdos en cuanto alcanzó el malecón: las casas bajas de madera y paneles deslizantes, el tranquilo discurrir de la vida por las calles de tierra prensada, los faroles de papel, los puestos de soba flanqueando el paso… Un mundo que creía haber dejado atrás, pero al que ahora regresaba con una mezcla de placer y melancolía, descubriendo cuánto lo había echado de menos.

Aunque ya en ese primer reencuentro se percató de que algo había cambiado: los niños que corrían por las calles no le señalaban entre bisbiseos, nadie se apartaba a su paso, nadie evitaba su mirada. Una anciana, que barría frente a la puerta de su jardín, unió las manos al verle pasar e inclinó la cabeza. Instintivamente, Ayala se detuvo y le devolvió el saludo; su primera reverencia desde su regreso, y encontró idóneo que fuera ante una humilde vecina de Nagasaki, no ante un samurái o un gran señor. El viento había cambiado, se dijo el jesuita, al menos lo había hecho en aquella ciudad, donde los padres cristianos ya no eran extranjeros.

Continuó por el paseo hasta que la senda comenzó a remontar el breve promontorio sobre el que se erigía la Asunción. Habían asfaltado el camino con piedras planas, como las veredas que conducían a los templos de montaña, y, a medida que la iglesia asomaba tras el repecho, descubrió que aún no estaba concluida.

Se detuvo junto a la entrada: un arco sin puertas que daba acceso a la finca. Al otro lado había un patio con un pozo flanqueado por un par de pinos que habían crecido doblados por el viento. En torno a este se distribuían dos pequeños edificios auxiliares y, al fondo, con nada a su espalda más que el cielo del alba, la iglesia en construcción.

Tanto por sus formas como por su enclave, recordaba poderosamente a un templo budista: se hallaba elevada sobre una tarima de madera a la que se accedía por una escalinata de largos peldaños, y toda la estructura aparecía rodeada por una galería descubierta, tan del uso japonés, que convertía la tarima en una gran terraza. La fachada inferior alternaba los tabiques de madera con puertas shoji[5] que, una vez descorridas, permitirían el paso de una gran cantidad de luz.

El conjunto, cubierto por un tejado de pizarra a dos aguas y coronado con una cruz de hierro forjado, parecía estar en proceso de ampliación, pues unos listones clavados en el suelo apuntaban el esqueleto de dos naves laterales.

Ascendió por los escalones de madera pulida y, antes de pisar la tarima, se descalzó. Nunca lo había hecho al entrar en una iglesia, pero aquella era diferente a cualquier otra que hubiera visitado.

Se asomó al interior y comprobó que se hallaba sumido en un silencio capaz de apaciguar el alma. Era un buen lugar para celebrar a Dios, se dijo, mientras recorría la amplia estancia con la vista. Por su arquitectura y el aroma a incienso, podría haberse confundido con una capilla sintoísta, de no ser porque el altar estaba preceptivamente situado al fondo de la nave. Tampoco había bancos ni asientos; en su lugar, el suelo estaba cubierto con cojines y esterillas goza, sin duda para permitir a los feligreses asistir a misa de rodillas. Jamás había visto una iglesia tan japonesa, y aquello lo complació al tiempo que desmentía todo lo que había oído del actual superior de la misión, Francisco Cabral.

Al avanzar hacia el ábside en penumbras, reparó en que alguien rezaba sobre un reclinatorio situado frente al altar. Se trataba de un hombre menudo, tan absorto en su oración que no se había percatado de la presencia que ahora lo acompañaba.

Ayala se arrodilló a cierta distancia, se persignó mirando el retablo de Cristo crucificado y aguardó a que concluyera. Solo cuando el otro levantó la cabeza tras susurrar «amén», el recién llegado se permitió hablar:

—Lamento presentarme de esta forma —se disculpó en portugués, el idioma empleado en la misión tanto por portugueses como por españoles e italianos.

No sin cierto sobresalto, el capellán se volvió hacia quien le había hablado y descubrió a un hombre ataviado con negros ropajes jesuíticos, como los suyos, pero con una barba espesa y un pelo desaliñado que le cubría la frente y las orejas. Se diría que había atravesado siete desiertos para llegar hasta allí.

—Soy el padre Martín Ayala —prosiguió, tras dar un momento a su interlocutor—. Si no me equivoco, esperaban mi llegada.

—Nadie nos había anunciado la inminencia de esta —acertó a decir el otro.

—Dado lo urgente de la situación, no he creído conveniente enviarles correspondencia desde Manila; he preferido venir directamente en la primera nao que partió hacia estas costas.

—Por supuesto, lamento mi torpe bienvenida —dijo el capellán, que se aproximó para abrazarlo—. Nos consuela que por fin estéis aquí. Yo soy Gaspar Coello, coadjutor del padre Cabral. Supongo que querréis hablar con él.

—Me gustaría hablar con ambos, y con cualquier otro hermano que haya en la casa. Quiero comenzar mi labor cuanto antes.

—Aquí vivimos el padre Cabral y yo, y otros dos hermanos que ahora no encontraréis, pues visitan el castillo del gobernador, Jinzaemon-sama —explicó Coello, mientras le indicaba que lo siguiera a través de una de las puertas shoji junto al altar—. En Nagasaki somos treinta y cuatro de nuestro instituto, padre Ayala, pero ninguno podrá ayudarle. Los acontecimientos que os han traído hasta aquí han sucedido al otro lado del mar interior, en la isla central. Nosotros sabemos poco de esta desgracia.

—¿Treinta y cuatro para una sola villa? —preguntó sin disimular su sorpresa. Por lo que sabía, en el país habría poco más de cien jesuitas.

—La comunidad de Nagasaki ha crecido mucho desde vuestra marcha; debemos repartirnos entre este templo, la iglesia de Todos los Santos, la de la Misericordia, la ermita de Santa María del Monte, que ahora ocupa el padre Mezquita, y un pequeño hospital, San Lázaro de Urakami, regentado por el padre Roque Santos con ayuda de un médico local, el maestro Hasegawa.

—Cuatro templos y un hospital —contó Ayala, mientras enfilaban un pasillo iluminado por la luz filtrada desde los tabiques de papel de arroz. A su juicio, seguían siendo muchos hermanos. ¿Cuántos de ellos se dedicaban realmente a la comunidad y cuántos a administrar la provechosa actividad comercial del puerto? Pero prefirió callar sus elucubraciones—: ¿Y cómo es que se ha obrado tal milagro?

—Después de que Omura-sama nos cediera la aldea de Nagasaki tras la muerte del padre Cosme de Torre, las cosas han cambiado mucho.

—Me apenó saber del fallecimiento del padre Cosme —comentó Ayala—. Aunque mi última plaza estuvo en Shima, pude coincidir con él varias veces en Firando[6], y a fe que era un hombre excepcional.

—Pocos como él ha tenido la Iglesia de Roma; fue una gran pérdida, pero su tesón ha dado sus frutos. Diez años después de que el Altísimo lo reclamara, la cristiandad en Japón es más fuerte que nunca.

Ayala asintió, pero sabía que otros no compartirían semejante entusiasmo. No en todas las provincias del país los hijos de Dios estaban al amparo de un daimio cristiano como Omura Sumitada; así lo atestiguaban los trágicos sucesos que le habían traído de vuelta. Acontecimientos que ambos sacerdotes obviaban de manera deliberada, a la espera de reunirse con el viceprovincial de la misión.

El encuentro no se demoró mucho, pues tras conducirlo por una sucesión de pasillos y atravesar la cocina, donde dos ayudantes japoneses los saludaron con discreción, llegaron a un pequeño jardín interior en el que alguien había cultivado plantas aromáticas y verduras.

—El padre Cabral trabaja en su despacho a esta hora —le informó su guía mientras recorrían la galería que rodeaba el jardín—, sin duda se sorprenderá de su llegada, pero la situación no admite demora.

Se detuvo junto a la que debía ser la puerta del despacho, pero antes de abrirla, le aconsejó:

—Comprended que es mucho el dolor y la responsabilidad que lo embargan, espero que sepáis perdonar su brusquedad. —Y sin darle tiempo a interpretar la advertencia, deslizó el panel.

Al otro lado, un hombre de aspecto robusto, incluso tosco, se inclinaba sobre un escritorio de roble que aplastaba el delicado tatami de caña trenzada. Poseía manos de soldado, pese a lo cual hacía danzar vertiginosamente una pluma en la diestra. Al escuchar que la puerta se abría, ladeó la cabeza, cubierta de un pelo crespo y blanco.

—Padre Cabral, tenemos novedades de Roma —saludó Coello.

El viceprovincial continuó trabajando sin levantar la vista del escritorio.

—¡Al fin! —gruñó—. ¿Cuáles son esas noticias?

—Me temo que yo soy las noticias, padre.

Cabral dejó de rascar la vitela para mirar al extraño que le había respondido.

—¿Y quién sois vos?

—Me llamo Martín Ayala, vos mismo solicitasteis mi presencia en la carta que remitisteis al padre general.

El máximo responsable de la misión lo escrutó durante un instante, como quien sopesa a la bestia de carga que le acaban de traer del mercado.

—Martín Ayala, por supuesto —repitió, poniéndose en pie para saludarlo. Ayala no pudo evitar cierto disgusto al ver que aquel hombre calzaba sandalias sobre un suelo de tatami—. ¿Y los inquisidores que os debían acompañar?

—Lamento informaros de que no hay tales inquisidores. Soy el único visitador que ha enviado la congregación.

—¿Vos? Pero según Fróis no sois más que un traductor —dijo Cabral, a quien su comedimiento había durado poco.

—Mejor un solo hombre que hable el idioma que dos que no lo hablen, ¿no lo creéis así?

El interpelado torció los labios, la sensación de que Roma no se tomaba en serio lo que sucedía le amargueó en la boca.

—Entonces, decidme, ¿cuántas investigaciones habéis acometido antes?

—Ya sabéis que ninguna —respondió Ayala—; pero el padre general ha decidido confiarme a mí este asunto, por más que vuestras preferencias, o incluso las mías, pudieran ser otras. Y en cualquier caso, mucho me temo que los métodos de unos inquisidores de poco hubieran servido, pues aquí no los inviste autoridad alguna. No pueden conducir interrogatorios ni convocar autos de fe. No olvidemos que en esta tierra somos invitados, no conquistadores.

—Buen empeño puso en ello vuestro mentor —apuntilló Cabral, en referencia a las múltiples cartas de Francisco Xavier desaconsejando a la Corona española cualquier intento de ocupación.

—¿Y qué otra cosa podía esperarse de un hombre de Dios, sino que abogara por la paz? —repuso Ayala—. A tenor de lo que he podido observar en Nagasaki, parece que no iba errado.

—Vosotros, los de Xavier, siempre habéis tenido en muy alta consideración a este pueblo; pero no solo hay decoro y boato en estas islas, también hay muerte y depravación, como pronto descubriréis. —Y, colocando sobre el escritorio un gran pliego enrollado, le indicó a su invitado que tomara una silla y se sentara frente a él—. ¿Cuáles han sido vuestras últimas noticias? ¿Os han puesto al corriente en Manila de la situación?

—En Manila nadie aludió a este asunto y yo me abstuve de preguntar, pues se me indicó que la investigación debía llevarse con discreción. Lo último que sé es lo que relatabais en vuestra carta. Tenía la esperanza de que, en el transcurso de mi viaje, los hidalgos de estas tierras hubieran capturado al responsable de las cuatro muertes.

—¿Cuatro muertes? —preguntó el padre Coello, que permanecía de pie a su espalda.

—Así es, tres hermanos de la Compañía y un ayudante japonés —dijo Ayala—. ¿Acaso la situación ha empeorado? —preguntó, dirigiéndose ahora a Francisco Cabral.

—Desde que enviara esa carta, padre Ayala, hemos debido enterrar a seis hermanos más, todos asesinados de forma impía. Nueve mártires que no habían hecho ningún mal a esta gente, y que no deseaban más que procurarles la salvación a través de la palabra de Cristo.

«Seis muertes más», musitó Ayala, tomando súbita conciencia de la magnitud de aquella maldad. ¿Cómo había podido suceder algo así?

—Ahora comprendéis a lo que nos enfrentamos —apostilló Cabral, reclinándose en su asiento. Un atisbo de inapropiada satisfacción tiñó su voz al comprobar la consternación del «investigador».

—Cuatro ya era algo atroz. —Ayala sacudió la cabeza—. Pero esto…

Se hallaba abrumado, tanto por la dimensión del crimen como por la creciente responsabilidad que recaía sobre sus hombros, pues debía hacer justicia a diez almas inocentes.

—¿Se ha averiguado algo? ¿Algún tipo de pesquisa por parte de los señores locales?

Coello se situó a su lado y extendió el rollo de papel que el padre Cabral había colocado sobre la mesa: era un mapa detallado de las islas, con los nombres de las principales provincias y ciudades de aquel país de fronteras cambiantes.

—Como bien sabéis —comenzó el menudo sacerdote—, en estas tierras todo es demasiado complicado. A diferencia de lo que sucede en China, la corte del mikado[7] no posee ningún poder de facto, no tiene jueces ni delegaciones en las distintas provincias, por lo que es inútil implorar su ayuda. Y los daimios, sin un poder central que los controle, solo tienen tiempo para sus rencillas. Para nuestra desesperación, esta iniquidad se ha extendido a lo largo de toda la costa. —Recorrió con el dedo el litoral meridional de Honshū , la gran isla central del país—: En Osaka, además del hermano Mendes y el padre Pomba y su ayudante, de cuyas muertes ya tenéis constancia, debimos enterrar el pasado año al hermano Cardim. En Tanabe fue hallado muerto el padre Barreto, apenas dos semanas después del asesinato del padre Gonzalo Sánchez. En Shima, el hermano Nuño. En Hamamatsu, el pasado mes de marzo, el hermano Velasco Samper. Más tarde, en abril, los hermanos de la casa de Odawara debieron enterrar al padre Guillermo de Coímbra. Finalmente, hace apenas un mes, se encontró muerto en su dormitorio al padre Lorenzo López, que regentaba un pequeño hospital de leprosos en Sakai.

—Conocí a muchos de esos hombres —dijo Ayala, con el pecho atravesado por una punzada de dolor—, especialmente al hermano Nuño, de Shima, donde misioné varios años. —Tomó aliento antes de continuar—. No atisbo las razones de alguien capaz de cometer tanto mal, pero no podremos detenerlo sin la ayuda de los señores que gobiernan estas tierras.

—Los asesinatos se han producido en feudos controlados por distintos clanes, casi todos vasallos de Oda o Tokugawa. —Coello señaló las provincias costeras que iban desde Izumi hasta Sagami—. Ambas familias nos han recibido para mostrarnos su apoyo, pero nadie moverá un dedo por evitar una nueva tragedia.

—Para ellos somos unos invitados indeseados —masculló Cabral—, nuestras vidas no valen nada.

—¿Es posible que alguno de los clanes menores pudiera ser el responsable?

—No lo creo —respondió el padre Coello—. Les interesa tenernos en sus tierras, saben que los mercantes portugueses solo comerciarán allí donde nosotros estemos asentados; pero son reacios a implicarse, lo consideran un problema que solo afecta a los extranjeros.

—No lo manifiestan abiertamente, pero creen que es una disputa interna, que los nanban[8] estamos matándonos entre nosotros —apuntilló Cabral—. Nos ponen al nivel de esos bonzos[9] del demonio.

—Algunas casas de la Compañía ya han cerrado sus puertas —explicó su coadjutor, tratando de aportar algo más que resentimiento—. Se han trasladado a la bahía de Owari, donde el daimio de Omi, Akechi Mitsuhide, ha ofrecido refugio a los cristianos. Nuestra intención es que, al cerrar las casas y hacer que las naos no fondeen en sus puertos, los demás señores decidan investigar lo acaecido en sus provincias.

Ayala devolvió la vista al mapa. Los ataques se habían producido a lo largo de toda la costa meridional. Aunque el señor de Omi mantuviera su protección, la bahía de Owari no podía convertirse en el único refugio para los cristianos de la región; sabía que sus hermanos no abandonarían por mucho tiempo a sus comunidades.

—La mayoría de los crímenes se han cometido en territorios del clan Oda —observó el traductor—. Nobunaga simpatiza con nuestra misión, ¿cómo es que se ha desentendido?

—Oda Nobunaga no es leal más que a sí mismo —intervino el viceprovincial—. Es un sátrapa despiadado al que sus propios hombres llaman «el Rey Demonio». Si ese hombre está cerca de someter al país, es porque no tiene escrúpulos en deshacerse de aquellos que ya no le sirven. No me sorprendería que hubiera dejado de considerarnos útiles y sea él quien haya desatado esta calamidad que se abate sobre nosotros.

—Si Oda Nobunaga quisiera acabar con la cristiandad, no se andaría con tales sutilezas —dijo Ayala—. Además, Akechi Mitsuhide es vasallo de Oda; no nos ofrecería refugio si eso fuera contra la voluntad de su señor.

—Diría que la mano que Akechi nos tiende es la manera que tiene Oda de congraciarse con nosotros —observó Coello—. Su forma de decirnos que no podemos esperar nada más de él.

—O su manera de mentir —insistió Cabral—. Nos tiende una vaga ayuda con la izquierda mientras que, con la derecha, nos aplasta con puño de hierro. Oda sabe que un ataque directo contra la Iglesia podría hacer que las armadas de Macao y Nueva España amanecieran frente a sus costas.

Ayala se reservó su opinión, pero dudaba mucho que la misión jesuita fuera tan importante para las coronas española y portuguesa, que ya incurrían en suficientes gastos manteniendo a los piratas lejos de Manila y Macao.

—En cualquier caso —terció Coello—, en primer lugar deberéis presentaros en el castillo de Anotsu, en la bahía de Owari. Akechi Mitsuhide es el señor de dicho dominio, y debe ser él quien os dé permiso para atravesar los puestos de paso y para interrogar a los súbditos de Oda-sama.

El enviado de Roma asintió, pero su mirada seguía perdida en los trazos cartográficos, en las sinuosas líneas de la costa del mar Interior. La tarea se le antojaba inabarcable.

—¿Cuándo podré partir hacia Anotsu? —se limitó a preguntar.

—Hoy mismo enviaremos correspondencia avisando de vuestra llegada —respondió Gaspar Coello—. La corte de Oda ha dado el visto bueno a vuestra investigación y el clan Akechi está advertido de que llegaréis a su feudo a lo largo del año.

—No habéis respondido a mi pregunta.

—Pasado mañana sabrán en Anotsu que ya estáis en Nagasaki —concretó el superior de la misión—, partiréis entonces. En cuatro días estaréis sobre el terreno y podréis comenzar con vuestras indagaciones. Mientras tanto, descansad y rezad por la guía del cielo. Bien sabe Dios que la necesitaréis.

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Capítulo 2

Un viento cortante

Martín Ayala desembarcó en Anotsu, principal puerto de la bahía de Owari, tres días después de dejar Nagasaki. El viaje había sido más largo de lo esperado; circunnavegaron la isla de Kyūshū por la costa del Pacífico, con escala en Kochi, la gran capital del clan Chosokabe en la isla de Shikoku, hasta recalar finalmente en Owari.

Podría haber llegado a su destino mucho antes de haber consentido en utilizar la pequeña embarcación de dos tripulantes, engalanada con cruces y cañones ornamentales, que la misión utilizaba en sus visitas diplomáticas a los grandes daimios. Ayala rechazó la oferta, pues lo último que deseaba era que su llegada suscitara rumores, principal producto de mercadeo en los puertos tras la seda y las especias. Se había impuesto la más absoluta discreción, por lo que decidió viajar como cualquier peregrino o mercader local: utilizando la red de transbordadores que conectaban las principales localidades costeras.

De este modo, había pasado la última noche durmiendo a la intemperie, en una gabarra que transportaba arroz y algodón en las bodegas y pasajeros sobre la cubierta. Rodeado de familias, bonzos y algún ronin[10], en un primer momento su presencia había despertado curiosidad, pero cuando se cobijó en un rincón y se cubrió con el sugegasa, terminó por ser uno más entre el resto.

El amanecer le sorprendió encogido bajo una manta. Tras frotarse las extremidades ateridas por el relente, se aproximó a la proa, donde ya se concentraba gran parte del pasaje a la espera de que bajaran la portezuela de desembarque. Ignoró las miradas de soslayo y se concentró en escrutar la ciudad que se abría ante él, amontonada a la sombra del castillo de Anotsu. Este se encaramaba sobre un acantilado costero, y desde aquella altura se derramaba una abigarrada sucesión de viviendas y callejuelas que venía a verter al mar.

El enclave carecía de la peculiar organización y el carácter multicultural de Nagasaki, pero no era ajeno a la presencia de extranjeros, como demostraba el inconfundible velamen de media docena de naos portuguesas fondeadas junto al último espigón.

Era precisamente a un portugués a quien debía encontrar en aquella ciudad: Luís Almeida, un comerciante que, según le habían explicado los jesuitas de Nagasaki, llevaba más de quince años en la región, y que había llegado a convertirse en el hombre de confianza del clan Akechi para cualquier asunto que precisara del trato con extranjeros.

Al parecer, la actividad comercial de Almeida se centralizaba en una pequeña casa de contratación que poseía en aquel mismo puerto, por cuyo registro debía pasar cualquier extranjero que quisiera desembarcar su mercancía en Anotsu. Como resultado, todas las transacciones con los mercaderes locales sufrían de la intermediación de Almeida, quien, por supuesto, se llevaba un bocado de las mismas. A cambio, el feudo controlaba puntualmente todo el tráfico con los nanban sin que ninguna mercancía escapara a su diezmo, y poseía un mediador capaz de entenderse perfectamente con los poderosos mercaderes portugueses.

Ayala desembarcó entre el resto del pasaje y recorrió los atracaderos hasta dar con la casa que le habían descrito: un gran cobertizo bajo el que se apilaban cientos de fardos marcados en portugués y japonés. En la parte frontal, como si de una barricada se tratara, se apiñaban unas cuantas mesas frente a las que hacían cola decenas de mercaderes, tanto locales como de ultramar. Ayala observó que en uno de los postes que sustentaban el techo se había clavado un tablón: «Puesto comercial de Amaru-san», rezaba en japonés. Extrañado, se abrió paso entre el gentío hasta una de las mesas. En ella, un escriba japonés registraba en un largo rollo la mercancía que declaraban los barcos llegados a puerto.

—Disculpe —llamó su atención el jesuita—, ¿Almeida-san?

El escribano levantó la cabeza de su labor y, tras disculparse con el hombre que encabezaba la fila, preguntó a Ayala:

—Você kirishitan bateren[11]? —Mezclaba portugués y japonés.

—Así es —respondió Ayala.

—Espere aquí…, aquí —indicó su interlocutor en un japonés lento, mientras le señalaba un banco apartado de las mesas.

Ayala siguió sus instrucciones y se distrajo observando a la variopinta parroquia del local, donde unos pocos negociantes portugueses se mezclaban con mercaderes y emisarios enviados desde feudos sin salida al mar, probablemente intermediarios con la misión de vender a los extranjeros el oro extraído de las regiones montañosas de Kai, o la seda producida en las llanuras de Kanto.

La espera se prolongó durante gran parte de la mañana, pero Ayala se obligó a recordar que para tratar con la farragosa burocracia de los daimios debía cultivar el don de la paciencia. Así que se consoló con el hecho de que, al menos, podía esperar bajo la húmeda sombra del cobertizo. Fuera, el trasiego portuario continuaba bajo un sol cada vez más cenital.

—Padre Ayala —lo saludó al cabo de

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