La casa del Compás de Oro

Begoña Valero

Fragmento

cap-1

 

Estimado lector:

Os ofrezco este manuscrito en el año del Señor de 1590, cuando el siglo llega a su ocaso y las inflamadas creencias religiosas han sembrado la geografía europea de cadáveres de herejes.

Lejos quedan los tiempos en que los cristianos luchábamos a una contra los infieles que llegaban de Oriente dispuestos a conquistar nuestras almas. Ahora batallamos entre nosotros. ¿De qué ha servido que el Santo Padre extendiera la palabra de Dios hasta los confines del mundo si su largo brazo no ha conseguido mantener unidos en un solo credo a los habitantes del Imperio? Este se ha convertido en un hervidero de sectarios que confabulan para destruir los cimientos de la Iglesia católica.

¿Y a qué se achaca esta infamia? Sin duda, a los libros, pues no es difícil en estos días imprimir un libelo para difamar nuestra sagrada religión. Ya mi amadísimo rey don Carlos lo suscribía cuando, poco antes de abdicar, promulgó este edicto: «Cualquiera que fuese hallado culpable de imprimir, reproducir o distribuir en cualquier forma libros o escritos considerados como heréticos por la Iglesia católica, así como quien se hallase en posesión de ellos, a sabiendas, será reo de muerte. Si se retracta, en caso de ser hombre será decapitado y si es mujer, enterrada viva. Si no llegara a retractarse la muerte será en la hoguera».

Tantos han terminado consumidos por las llamas, y hoy dudo que hubiera razón.

Mi deseo es dar a conocer la historia de un hombre llamado Christophe, un maestro en esquivar tanto a los reformadores como a la Inquisición, cuya vida estuvo enlazada a la mía durante los muchos años que permanecí en Flandes. Persiguió aquello en lo que creía con tesón y navegando con cuidado en medio de la tempestad. Ahora que ha fallecido, Dios lo tenga en su gloria, mi admiración y mi afecto por él me obligan a dar testimonio de sus andanzas.

Mas como no tengo alma de mártir y valoro la vida antes que la gloria póstuma, he adoptado un seudónimo: Luis de Osuna, un nombre español como mis orígenes. No debería extrañarse el lector, puesto que no soy el primer mortal que oculta su identidad. Tomo ejemplo del autor de La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, a quien la prudencia le llevó a no desvelar su nombre ya que, al igual que yo, temía que la Inquisición fijara la mirada en su obra.

Os fío pues, mi benevolente lector, este relato.

cap-2

I

Christophe

Christophe vino al mundo en Saint-Avertin una plomiza tarde del año del Señor de 1520 entre las piernas de una madre exhausta a la que, meses después, sentenció la peste negra. No pocos pensaron que era un mal presagio para la criatura, débil y enfermiza desde su nacimiento. Mas Jean, su padre, creyó ver la sombra de la fortuna escondida bajo la perseverancia de su vástago por sobrevivir.

—Este hijo me tiene que sostener en la vejez. No va a morir —les decía convencido, y sus rezos y desvelos dieron fruto.

El muchacho creció entre los religiosos a quienes Jean servía, ya que su exacerbado espíritu cristiano le hacía sentirse cómodo bajo la protección del clero y, aunque la remuneración fuera escasa, al menos le permitía comer a diario. Además, cuando el fraile de turno era complaciente, su hijo lograba ejercitarse en las letras. Así aprendió a leer, escribir y realizar cálculos sencillos al tiempo que se interesaba por los libros, donde descubría otras vidas menos miserables.

La búsqueda constante de un empleo mejor retribuido acabó llevando a Jean hasta Lyon. Allí, en la iglesia de San Justo, encontró acomodo atendiendo las demandas de un canónigo entrado en carnes y bonachón llamado Antoine Porret. No tardó en congeniar con él, pues a ambos les unía la misma convicción: eran inflexibles en la defensa del catolicismo.

La villa gozaba entonces de gran prestigio por reunir a más de un centenar de maestros impresores, cuyas prensas habían lanzado los primeros libros publicados en lengua francesa. Se había transformado en un centro de atracción intelectual donde alternaban importantes imprentas, que contaban con renombrados traductores y correctores, con otras de menor relevancia que exponían en sus ventanas las pruebas. De esa manera, el impresor podía subsanar los errores cometidos al componer el texto por unas pocas monedas, que pagaba al primer viandante que detectara el gazapo.

Ese era el pasatiempo preferido de Christophe, quien junto a Pierre Porret, sobrino del canónigo, a la salida de la escuela parroquial se entretenía buscando desde la calle algún desliz de los componedores. Y el taller de François Goulart era el que visitaban con más asiduidad, ávidos no solo por reunir calderilla con la que comprarse un dulce, sino sobre todo por ver a Marie.

La primogénita del señor Goulart, con quince abriles cumplidos, era una joven de brillantes cabellos rojos y rostro angelical a quien tanto Pierre como Christophe le parecían unos críos. Eso no le impedía, con espíritu travieso, divertirse con ellos, sobre todo con Christophe. En cuanto advertía su presencia, salía a la puerta y dirigía un saludo afable al muchacho. Este, desmadejado por completo, se ruborizaba al instante y sus orejas adquirían un color cárdeno tan intenso que parecían a punto de inflamarse. Algo que se repetía cuando Marie, con picardía, le ofrecía agua para refrescarse. El señor Goulart, desde el interior del taller, sonreía comprensivo ante el azoramiento del mozalbete y meneaba la cabeza, como pensando: «Mujeres, si quieren nos vuelven locos».

Desde una ventana justo enfrente un par de ojos violáceos y aviesos también observaban esas escenas. Con mayor acrimonia.

Régine aborrecía a Marie. Habría deseado ser como ella: tener muchos más años y un cuerpo moldeado para atraer las miradas de aquellos bobalicones… Aunque el más alto y de pelo castaño, el que siempre se ponía colorado, le alteraba la respiración. Se había cruzado con él y su amigo alguna tarde, de camino a la iglesia junto a su madre. Hablaban, bromeaban y soltaban carcajadas como si la vida fuera hermosa. Habría dado todo por acompañarlos. Por conocerle.

Pero él solo tenía ojos para Marie. Como todos los hombres, jóvenes y mayores, que se detenían ante la pequeña imprenta cuando la veían barrer el umbral e intercambiaban saludos con ella. Incluso alguno acababa entrando para comprar un libro. Entonces Marie, si se percataba de que la niña la estaba espiando tras la cortinilla, alzaba la mano en un saludo burlón.

—¡Insolente! Pero ¿quién se cree que es? —musitaba Régine encolerizada, repitiendo lo que otras veces había oído a las criadas—. ¿Acaso no sabe quién es mi padre? Ni con cien talleruchos como ese podrían permitirse nue

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