I
La profecía
La tierra tembló bajo sus pies y ella ahogó un grito de pánico, al tiempo que un destello bestial rasgaba el cielo, cuya respuesta fue un aullido ronco. Era como si los dioses, furibundos, hubieran entrado en combate y entrechocaran sus hierros, descargando golpes capaces de aniquilar de un tajo a todo un ejército de mortales. El aire olía al humo de algún incendio cercano. La luz parecía haber huido en pleno día. Resultaba difícil adivinar la causa de semejante cólera, pero algo grave debían de haber hecho los hombres para despertar tamaña ira. Mal presagio...
Obligándose a demostrar una calma que estaba lejos de sentir, Naya, Hija del Río, se detuvo bajo las ramas de un fresno, musitó una oración a la Madre rogándole que intercediera por ellas ante Tárano y buscó los ojos de la criatura que se agarraba a su mano como el dolor se agarra a los huesos de los ancianos.
—¿Falta mucho?
Más que una pregunta, era una súplica, formulada con la extraordinaria serenidad que caracterizaba a la niña desde que llegara al mundo, dos años atrás, en aquella noche extraña en que un manto oscuro cubrió a la Diosa hasta velar su resplandor, precisamente cuando Naya empezaba a sentir los primeros dolores del parto. Ella nunca había contemplado un prodigio semejante. En realidad, únicamente el Guardián, a cuya morada secreta se dirigían madre e hija en ese momento, había sido capaz de tranquilizar a los habitantes del castro después del aterrador fenómeno, asegurándoles que la luna saldría airosa del trance y volvería a reinar en el firmamento nocturno. Pero para entonces el miedo ya había hecho presa en todos los corazones.
La Madre se había mostrado hasta ese momento singularmente propicia. Los primeros síntomas del alumbramiento habían llegado con la luna nueva, señal inequívoca de abundancia y buena fortuna para la pequeña que estaba a punto de nacer. No en vano su pueblo había reverenciado desde antiguo al astro de la noche en su fase primera, renovada y pura, como máximo exponente del infinito poder de la vida para perpetuarse a través de las generaciones y abrirse paso hasta el mañana entre las trampas de la muerte.
La criatura que pugnaba en esas horas por salir del vientre que le servía de hogar, a fin de comenzar su andadura por el mundo, venía bendecida por un destino favorable. Esa era la opinión común entre las mujeres de la aldea mientras ayudaban a Naya a calmar sus jadeos y su respiración, para entonces ya quebrantada por la enfermedad, soportar el suplicio de las embestidas del bebé y hacerlo pasar a través de sus caderas primerizas, sin quejarse, como mandaba la tradición. Ellas parían en silencio, por pundonor y dignidad, en medio del sembrado o con la guadaña en la mano, si así se presentaban las cosas. Eran mujeres fuertes, recias, valerosas, justa contrapartida a la autoridad que habían ejercido siempre en sus familias. Mujeres de una pieza, tanto a la hora de luchar como en el trance de dar la vida, fuente y origen de ese respeto sagrado que habían sentido por ellas los hombres... hasta que los dioses venidos de lejos empezaron a cambiar las cosas.
No fue aquel un parto laborioso, sino todo lo contrario, especialmente considerando que era el primero de Naya. La Diosa lo rodeó desde el comienzo con su abrazo protector e iluminó con su luz tenue a la niña mientras se asomaba al mundo, hasta que de pronto empezó a palidecer. No la niña, sino la Diosa. Fue poco antes del alba, tras una noche estrellada y limpia como pocas veces se veían por allí. No se divisaba una sola nube en el cielo, pero sin previo aviso la luna se fue cubriendo con una capa oscura, ominosa y densa, que pronto apagó su brillo. Y un murmullo de estupor se elevó desde todas las gargantas, rogando a Lug que tuviese piedad con ella y se la devolviese a sus hijas.
Dos de ellas, una recién nacida y otra aturdida aún por la emoción de tenerla en sus brazos, eran las escogidas de la fortuna para protagonizar el acontecimiento, pero estaban demasiado absortas la una en la otra como para darse cuenta de ello. Tampoco las gentes de su alrededor les prestaron mucha atención. Nadie se fijó en la pequeña desde el momento en que la luna comenzó a desaparecer tras ese manto de niebla negra que parecía anunciar el fin de los tiempos. Todas las miradas se desviaron hacia el cielo y todas las palabras se hicieron oraciones. Únicamente la Hija del Río siguió contemplando ese minúsculo pedazo de carne surgido de sus entrañas, musitando ternuras nunca antes imaginadas, completamente ajena a la agitación desatada por el eclipse.
Al despuntar el día, un emisario partió a caballo hacia la morada oculta del Anciano, único capaz de descifrar el misterio, para pedirle una explicación sobre lo sucedido. Tras consultar a los espíritus y buscar su respuesta en las cenizas de la hoguera, aquel a quien los cristianos llamaban despectivamente «mago» y la mayoría consideraba sabio en sus vaticinios emitió su veredicto:
—Así como ha de morir una vez consumado su ciclo, para renacer al cuarto día y reconquistar su poder, así también recobrará la fuerza y regresará a su trono. Reinará redonda y plena sobre el amor y la guerra, se oscurecerá ante la muerte negra, territorio de las hechiceras del mal, y lucirá carmesí, cual sangre de virgen, sobre la pasión que solo algunas mujeres saben encender en los hombres. Ha perdido una batalla en la pugna feroz que libra contra el Padre Sol, pero aún conserva el vigor, si bien mermado. Su tiempo se acaba, al igual que el nuestro, aunque lo que tenga que suceder no sucederá hoy, ni tampoco mañana.
Dos otoños, dos inviernos, dos cosechas más tarde había llegado el momento de buscar una forma de llamar a la pequeña nacida en medio de aquel espanto, pues había crecido sana y robusta como pocas, inmune a las dentelladas de la enfermedad. Ni demasiado hermosa, lo que habría suscitado la inquina de las criaturas que habitan en la oscuridad, envidiosas de la belleza femenina, ni tampoco desagradable a la vista. Una más entre las rapaces de la aldea, capaz de pasar desapercibida pero poseedora de luz propia. Silenciosa, sosegada y extraordinariamente fácil de criar. Una niña como cualquier otra en apariencia, aunque escogida por la Diosa para un destino especial. A los dos años de su nacimiento, sin embargo, únicamente su cabellera, negra como la noche en la que fue alumbrada, recordaba las dramáticas circunstancias de su llegada a la aldea.
Era costumbre antigua entre aquellas gentes esperar al vencimiento de ese plazo para dar un nombre a sus hijos, con quienes intentaban en vano no encariñarse en exceso, pues la muerte exigía un elevado tributo en vidas inocentes que ni los dioses ni las pócimas eran capaces de aplacar. Sacrificados a la voracidad de la Dama de las Sombras, muchos pequeños no llegaban siquiera a dar sus primeros pasos, y los que lo lograban tras haber superado calenturas, flujos de vientre y, lo peor de todo, el temible mal de ojo lanzado por algún vecino resentido en busca de venganza, perecían a menudo víctimas de un accidente: quemados, ahogados en el río, atropellados por un carro o devorados por los cerdos.
Ella no. Ella había recibido de la Madre unos ojos color de helecho cuando lo baña el sol del atardecer, una piel casi translúcida, piernas sólidas para sostenerse, una intuición especial ante cualquier peligro y toda la salud que le faltaba a Naya. Con dos veranos recién cumplidos ya era capaz de hacerse entender, se comportaba como una niña crecida y estaba preparada para el encuentro que estaba a punto de celebrarse... siempre y cuando la furia de los amos del cielo concediera una tregua a los mortales atrapados bajo su bóveda.
Habían partido las dos viajeras con las primeras luces de un alba despejada, hacia un destino que un hombre adulto habría alcanzado en poco más de media jornada de marcha. Ellas eran, empero, caminantes mucho más lentas: una criatura que apenas un año antes aún no sabía andar y una joven gravemente enferma que había olvidado tiempo atrás lo que significa poder llenar el pecho de aire y sentir cómo alcanza todos los rincones del cuerpo, transmitiéndole vigor. Cada repecho le provocaba unos ataques de tos que parecían arrancarle las entrañas para hacérselas escupir entre lágrimas de impotencia. Cada paso le imponía un esfuerzo superior incluso al que debía realizar la niña para aguantar sin emitir una protesta. Por si no bastara, a medida que avanzaban el cielo se iba cargando de nubes cada vez más feas, hasta reventar en la tormenta seca, y como tal feroz, que tenían encima en ese momento. De ahí que se vieran obligadas a descansar a intervalos cada vez más breves, prolongando con ello hasta el hastío la duración de su aventura.
—¿Falta mucho?
—No, pequeña, ya vamos llegando. Un poco más y estaremos allí, junto al Anciano que habita entre las piedras sagradas y conoce el lenguaje de los pájaros. Un esfuerzo más y tendrás por fin tu nombre.
El corazón de la Hija del Río era para entonces un hervidero de emociones que a duras penas conseguía dominar. El miedo embestía contra el muro levantado por el orgullo. La fatiga pugnaba por vencer a la voluntad. La soledad alimentaba corrientes de aire gélido, que se colaban por sus miembros cansados con el propósito de paralizarlos. Las dudas se abrían paso a través de la determinación, amenazando con adueñarse de su alma. Todas las voces de su interior hacían coro para empujarla a dar marcha atrás, a medida que se alejaban de la aldea y se adentraban en un bosque viejo, tupido y oscuro, habitado no ya por fieras salvajes, sino por los vigilantes de esos secretos que nos están vedados. Seres misteriosos de los que solo se habla en voz baja en las noches sin luna, no sea que acudan a la llamada de quien se atreve a invocarlos.
Azotada por dos tormentas a cual más fiera, la que retumbaba a su alrededor y la que llevaba dentro, únicamente la mirada de su pequeña daba a Naya el valor necesario para seguir adelante. Sus ojos mansos, profundos como las aguas de un lago. En ellos no había miedo, ni fatiga, ni soledad, ni mucho menos dudas. Estaban llenos de fe, de confianza ciega, de un abandono incondicional basado en la certeza de que sucediera lo que sucediese, fueran a donde fuesen, llegaran a donde llegasen, nada podría ocurrirle mientras aquella mano la tuviera bien sujeta.
Una mirada como aquella encerraba mucha más luz que un cargamento de candelas hechas de la mejor cera.
Inundada de gratitud, Naya se agachó, estrechó a su hija entre sus brazos con toda la fuerza que le quedaba y utilizando la lengua antigua, como hacía siempre que se permitía un arrebato de cariño ajeno a la severidad propia de su rango, le dijo al oído:
—¡Dulce regalo de la mañana!
Apenas fue un instante. Un paréntesis de paz bajo un cielo en llamas que bramaba con cada dardo incendiario lanzado sobre los campos azotados por el viento. Un alto fugaz tras el cual era menester seguir avanzando, pues de lo contrario la noche les caería encima y, con ella, las bestias que cazan a esa hora, ya sean de este mundo o del otro.
La niña esperaba un gesto para ponerse en marcha. Su madre le arregló el cinturón que ceñía su túnica de lana fina, comprobó que seguía en su sitio el amuleto que había prendido en ella antes de salir de casa: una luna creciente de plata destinada a protegerla de los azares del camino, y ató los cordones de sus abarcas, que se habían aflojado hasta caer a los tobillos. Pese al cansancio y la preocupación, esbozó una sonrisa de satisfacción al recordar cómo ella misma había cortado y cosido esos zapatos, utilizando el pellejo de un cordero recién parido, con el fin de que el cuero tierno no dañara con su roce la delicada piel de la pequeña. Una consideración que jamás tenía para consigo misma... Luego se levantó con dificultad, procurando ahorrar aliento, le dio una vuelta más al manto que la envolvía y reanudó la marcha, bien agarrada a la manita de su hija.
Habían partido de Coaña poco antes del amanecer, sin el consentimiento de su hombre, Aravo, sumamente reacio a respaldar los planes de Naya, temeroso de las consecuencias que pudiera acarrearles una transgresión tan grave a las normas establecidas. Lo que su esposa e hija se proponían hacer estaba considerado por la ley como un delito de los más graves, susceptible de llevarlos a la hoguera a los tres si es que llegaba a oídos de la autoridad real. Siendo como era de naturaleza pusilánime, el mero pensamiento de que tal cosa pudiera ocurrir, por más improbable que fuera una denuncia, le ponía los pelos de punta. Morir asado como un cochino, después de padecer tortura, no entraba en sus planes de futuro. Compartía a grandes rasgos las creencias de su esposa, aunque no su fervor, pero no estaba dispuesto a arriesgar el pellejo para cumplir con sus ritos. El dios de los cristianos había vencido a los suyos mucho antes de que nacieran los abuelos de ambos, y si los dioses no eran capaces de defenderse a sí mismos, ¿qué podían hacer ellos? Era una locura empeñarse en desafiar al rey para seguir una tradición moribunda.
Allá lejos, en la corte cristiana de Cánicas, los augures como el viejo asceta a cuyo encuentro se dirigían Naya y la niña eran considerados siervos del diablo, idólatras, abominaciones de un pasado pagano que era menester extirpar de la faz de la tierra mediante el hierro y el fuego, sin mostrar piedad ni vacilar en el celo. Allá los llamaban «brujos» o «encantadores», enemigos de la verdadera fe, aborrecibles a los ojos de Dios y merecedores de los más duros tormentos para el alma, empezando por la excomunión que la expulsaría de la morada eterna. Tampoco debía escapar de ellos el cuerpo pecador, más sensible al dolor infligido con fines purificadores. Allá nadie se acercaba ya hasta las cuevas antaño sagradas, porque todos abrazaban la cruz o temían afrontar el castigo reservado a quienes consultaran a los vates o practicaran ritos prohibidos, sin consideración de sexo o edad. Pero Cánicas estaba lejos, muy lejos de Coaña.
En el castro la antigua religión aún se mantenía viva, si bien muchos evitaban dar muestras visibles de su fe por miedo a las consecuencias. La Madre era venerada por los dones de su abundancia, pero se le rezaba en silencio. El agua recibía su culto a escondidas, al igual que la sagrada luna, y era frecuente ver velas ardiendo junto a las fuentes, las cuevas o los cruces de los caminos. Rara vez se olvidaba dar un pedazo de pan al fuego o desgranar una espiga de centeno sobre un determinado tronco, dejándolos caer con aparente descuido, como sin intención. En el poblado los espíritus de los antepasados seguían estando presentes, transmitiendo su legado a las nuevas generaciones, como siempre había sucedido, aunque con mayor prudencia.
Los ancianos pasaban el testigo de su saber y memoria de mano en mano, las madres a las hijas y los padres a sus hijos, de acuerdo con códigos establecidos mucho antes de que hubiera reyes o conquistadores ajenos a la tierra de los astures. Las mujeres llevaban a sus vástagos al venerable Guardián del bosque, con el fin de que este desvelara su destino observando los astros o escuchando el canto de las aves. En Coaña el tiempo se había detenido, creía Naya, o más bien soñaba, mientras se estremecía imaginando lo que habría de oír de labios de su marido cuando la pequeña y ella regresaran a casa.
Aravo no compartía esta visión de su esposa, tributaria de una tradición antigua que él ni comprendía ni respetaba. Él era un hombre de acción, práctico, poco dado a espiritualidades y más preocupado por encontrar la forma de arrebatar a su compañera los últimos vestigios de poder que atesoraba ella, en virtud de la autoridad moral que ejercía entre los habitantes del castro. Suya era la fuerza verdadera, la derivada de la reverencia que su pueblo profesaba a su linaje de sacerdotisas sanadoras, custodias de la vida y servidoras de la Madre. Su rango era muy superior al que podría alcanzar nunca el hombre con el que había cometido la imprudencia de casarse, pensaba ella cuando podía liberarse del temor que le inspiraba, por mucho que levantara él la voz en las asambleas o amenazara con el puño a quienes se le enfrentaban. Era un ser rudo, brutal hasta en la manera de divertirse, aunque de físico atractivo; dotado de la ambición necesaria para alzarse hasta la jefatura militar del grupo y bendecido con una gran fortaleza. Esas eran las cualidades que la habían cautivado a ella, probablemente por situarse en el polo opuesto de lo que era su naturaleza frágil, de salud quebradiza, carente de belleza exterior, con tendencia a la melancolía y siempre perdida en el mundo de sus ensoñaciones.
Naya no mostraba ninguno de los rasgos que suelen adornar a una jefa de clan, favorita de la diosa Luna, aparte de su habilidad para aliviar el sufrimiento de su gente. Parecía carecer del vigor que infunden en nosotros el deseo, el odio, el miedo o la esperanza, como si nada deseara, temiera o esperara, y como si fuera incapaz de odiar o amar profundamente... Hasta que tuvo a su hija. Ella le abrió las puertas de la emoción y borró de su rostro la tristeza que hasta entonces lo tatuaba. Pero el amor no es suficiente para enfrentarse a la vida.
Cuando regresaran, si es que regresaban, Aravo demostraría su enfado con violencia, como era costumbre en él. No se atrevería a levantar la mano a su mujer, por temor a matarla de un golpe más que por respeto, pero se las arreglaría para hacerla sufrir. Y si no lo hacía él, ya se encargaría su madre, Clouta, miembro destacado de la familia y enemiga declarada de su nuera. Entre ambos casi habían anulado a la muchacha, todavía adolescente cuando se entregó a él, y pronto la enfermedad había acudido en su ayuda privando a Naya de resuello y debilitándola a ojos vistas. El mal avanzaba deprisa, no le restaba mucho tiempo y no quería marcharse sin cumplir con su deber. Lo que tuviese que ser, sería. Con la ayuda de la Luna.
A esas alturas del viaje, madre e hija caminaban bajo un aguacero que había empezado a caer sin que por ello amainara el temporal de rayos y truenos. Naya intentaba cargar con la niña para abrigarla bajo su ropa, pero no tardaba en ahogarse por el esfuerzo, con lo que la pequeña regresaba al suelo y arrastraba los pies por el barro, intentando no resbalar, siguiendo las huellas de la mujer que ya estaba a punto de desesperarse.
El sendero serpenteaba colina abajo, entre troncos milenarios, helechos frescos y mimosas. Desde lo alto de la montaña, en la braña más elevada de cuantas habían dejado atrás, las dos viajeras se habían detenido un buen rato a contemplar el paisaje, cautivadas por su magnificencia. Entonces la tormenta apenas era una amenaza oscura avanzando desde el mar y la vista se abría a un horizonte de cumbres inexpugnables, bajo un cielo azul intenso salpicado de manchas blancas. Nubes esparcidas por los dioses de manera caprichosa, jugando con sus sombras a crear aquí un árbol hecho a su escala, allí una seta descomunal, y más allá un animal gigantesco, pastando tranquilo junto a las vacas en la ladera jugosa.
Desde aquella atalaya privilegiada podían verse también los restos de algunos castros abandonados, testigos mudos del esplendor perdido, hoy esqueletos de piedra poblados solo de fantasmas. Las mismas gentes que los levantaron fueron obligadas a prenderles fuego, o eso era lo que contaba la Guardiana de la Memoria, cuyas historias escuchaba Naya con deleite siendo aún una niña. Gentes bravas, orgullosas y valientes, pero sometidas por el poder de Roma. Los antepasados de la pequeña sin nombre que iba en busca de su destino en un atardecer sombrío de finales de verano.
El desánimo, unido al agotamiento, parecía proclamarse ganador del desafío emprendido al alba, cuando una piedra de poder colocada al borde del sendero, blanca, brillante y con señales evidentes de haber sido tallada en un tiempo remoto, les hizo saber que ya estaban cerca del santuario. No era muy alta, pero su visión produjo el efecto del mejor bálsamo. Como si la Madre hubiese concentrado allí toda su fuerza, un bienestar tan extraño como repentino se adueñó de las dos caminantes, que se miraron en silencio, sonriendo conscientes de su complicidad.
—Ya estamos cerca, pajarillo, ya puedo sentir la presencia del espíritu que habita en la cueva sagrada, casi comparto su aliento.
La pequeña no dijo nada, no respondió más que con los ojos, pero algo en el interior de Naya le dijo que también ella percibía el magnetismo especial que aquel lugar desprendía. Que captaba a la perfección esa corriente invisible para el común de los mortales que se colaba en ellas a través de la piel hasta penetrar en su interior e inundarlas de paz.
En ese instante supo con certeza que su hija tenía el don.
Aún avanzaron un buen trecho entre fresnos, castaños cuyas ramas parecían cerrarse en un abrazo sobre ellas y algún manzano descuidado, siguiendo el curso del Esva que corría por el valle. Nada indicaba el punto en el que debían desviarse de la senda para adentrarse en el bosque, pero ellas no necesitaban marcas. Aunque no hubiera sabido Naya que aquel arbusto y no otro era el lugar exacto en el que girar a la izquierda y subir monte a través, sobre un suelo blando de musgo y hojas caídas, el instinto se lo habría indicado. De modo que doblaron donde debían, treparon con dificultad hasta la cima, sorteando colmenas de abejas instaladas en las grietas de la pared, al abrigo de los vendavales, y llegaron a una especie de saliente cortado a pico sobre el río, que remansaba en ese punto sus aguas para proyectar reflejos plateados entre las copas de los árboles.
Justo allí, asomándose al precipicio, otro conjunto de rocas sagradas colocadas en forma de mesa, la de mayor tamaño reposando sobre las otras dos, a modo de patas, señalaba la proximidad de la gruta, que tenía que estar muy cerca, escondida por la maleza para proteger al servidor del culto a quien habían venido a consultar. Un hombre maldito por la Iglesia y perseguido por el rey en su condición de «adorador de las piedras», quien, según decían los más viejos del castro, había sido incapaz de encontrar discípulos dispuestos a aprender sus saberes para continuar su labor. El último de una vieja saga de augures que moriría con él cuando la Madre le llamara a su regazo.
Lo habían logrado al fin. El sol estaba a punto de ponerse bajo el espeso manto de lluvia, cuando Naya y la pequeña sin nombre llegaron a la boca de la cueva, guiándose por el oído, ya que antes de ver al Anciano oyeron su letanía.
Yo os conjuro, dioses protectores, Bodus, Nimmedo, Evedutonio, Cossua, Mandica, Lug, padre celeste, Decanto, madre eterna, que domináis el poder del fuego, para que alejéis la devastación del rayo y enmudezcáis el bramido aterrador del trueno. Os suplico que aplaquéis la cólera de Tárano. Os exhorto a que enjuguéis la catarata de lágrimas amargas que derrama sobre nuestros campos...
La estampa resultaba estremecedora. De pie, a unos cien pasos de la entrada de la gruta, con la larga cabellera gris empapada por la lluvia y la túnica pegada a un cuerpo de asceta viejo, puro pellejo y huesos retorcidos, el venerable augur alzaba los brazos al cielo con el rostro vuelto hacia el norte, donde se concentraba en ese momento la oleada de flechas flamígeras que atormentaba a los hombres. Una hoguera de rescoldos mojados humeaba junto a él, ajeno a todo lo que no fuera la plegaria que desgranaba. A juzgar por su aspecto agotado, llevaba largo tiempo intentando ablandar el corazón de los dioses, a los que apelaba en vano, pues Naya podía dar fe de la saña con la que la tormenta se había cebado ese día en la comarca.
El Anciano, inasequible al desaliento, persistía en su empeño de acallar la furia divina y recurría para ello a todo su arsenal de exorcismos, consciente de su responsabilidad ante la comunidad que le alimentaba y vestía. Los campesinos de la región se aseguraban de que no le faltara nada de lo imprescindible, y él debía velar a cambio por que las divinidades invocadas desde antiguo, las introducidas por los conquistadores romanos y también el dios de los cristianos, sus patriarcas, ángeles, arcángeles y santos, garantizaran cosechas abundantes. Cualquier ayuda celestial era bienvenida a la hora de conseguir que el granizo no arruinara los frutos jóvenes, las vacas parieran terneros sanos y el rayo, más temido que cualquier otro flagelo, pasara de largo por allí en su devastador deambular por la tierra.
Los hombres somos tan pequeños, tan impotentes e indefensos ante la inmensidad de todo aquello que escapa a nuestra comprensión...
Os conjuro a vosotros, todos los patriarcas, Miguel, Gabriel, Ceciteil, Oriel, Rafael, Ananiel, Harmoniel, que tenéis las nubes cogidas con vuestras manos: esté exenta de ellas la villa con nombre de Coaña, donde habita su fámulo Turaio, con su cementerio y sus piedras sagradas, con los vecinos que la habitan y todas sus posesiones. Sean expulsadas de la villa y de sus campos, de sus bosques y sus costas. Libres de ellas queden sus habitantes y ganados. Por montes vayan y vuelvan, donde ni el gallo canta ni la gallina cacarea, donde ni el arador aró ni el sembrado obtuvo semilla, ni nada es de nombrar. Aléjense de los que os invocan.
A medida que avanzaba en la oración, pronunciada a retazos en la lengua antigua y en su mayor parte en el romance que ya todos hablaban habitualmente, la voz del arúspice iba subiendo de tono y quebrándose, hasta convertirse en un grito desgarrado.
Naya y su hija estaban tan fascinadas por el espectáculo desarrollado ante sus ojos, que casi habían llegado a olvidar el motivo que las había llevado hasta allí. Aunque la niña, en realidad, ignoraba que hubiese un motivo. Ella se limitaba a cogerse con fuerza de la mano que la sujetaba y hacer lo que su madre hacía. Por nada del mundo habrían interrumpido la ceremonia a la que asistían por pura casualidad y que muy pocos no iniciados habían tenido ocasión de presenciar. Se limitaban a callar y esperar pacientemente a que aquello terminara, cosa natural en la mujer, pero excepcional en una niña tan pequeña, que había heredado, a juzgar por su comportamiento, un talento singular por lo precoz y ciertamente superior al de su madre. Su recompensa fue constatar cómo el rugido de los cielos iba alejándose poco a poco, señal inequívoca de que el conjuro producía el efecto deseado.
Semejante poder resultaba tanto más espeluznante cuanto que sería igualmente efectivo en sentido contrario. Era cosa fácil de deducir con solo ver lo sucedido. En el mismo momento en que el tempestiario invocara al relámpago y al trueno para que azotaran un determinado lugar, derrumbándolo todo a su paso, uno y otro le obedecerían dócilmente, llevando la destrucción allá donde el dedo de su amo hubiera marcado la señal fatídica. ¿Quién podía resistirse a semejante dominio? La ley, escrita en algún rincón abrigado del palacio real, lo había intentado, imponiendo duros castigos a quienes practicaran esa clase de magia, si bien era poco lo conseguido hasta entonces.
Los aldeanos temían mucho más a la furia del cielo que al Fuero Juzgo. Este mandaba perseguir a los hacedores de tempestades, capturarlos y ponerlos a buen recaudo. Una vez apresados, jueces y funcionarios debían velar por que recibieran doscientos azotes bien contados, fueran señalados a fuego en la frente y se los obligara a caminar diez millas alrededor de su ciudad o poblado, a fin de que todo el mundo los viera y quedara espantado por la severidad de la pena infligida. Tras el tormento, les aguardaba el encierro de por vida, destinado a darles tiempo para arrepentirse de sus actos. Pero nadie se arrepentía de saber apaciguar el rayo, conducirlo del ronzal y hacerlo caer aquí o allá, dependiendo de su voluntad.
En el nombre del gran dios vivo Adonai, Eloim, Jeovah y Mitratón, te ordeno que te disuelvas como la sal en el agua y te retires a las selvas inhabitadas, en donde no puedas causar daño. Yo te vuelvo a conjurar por las seis palabras que Dios habló a Moisés: Uriel, Seraph, Josefá, Ablati, Agla, Caila. Que ceda tu fomento. Te conjuro a que te disuelvas por Adonai Jesús, Lagarot, Alphonidas, Paatia, Urat, Condion, Lamacrón, Yodon, Arpagon, Atamat, Lenyon, Veniat y Serabany. Te mando que te disuelvas por el poder de este signo y lleves las tinieblas y el pedrisco a los abismos del mar, de donde proceden.
Cuando el Anciano, aparentemente exhausto tras realizar con grandes gestos el signo de la cruz empuñando un cuchillo de mango blanco, como para cortar en pedazos las nubes apuntando al horizonte por donde huía la tormenta, cayó al suelo de rodillas y empezó a hablar en un tono inaudible, sus visitantes temieron que fuera a quedarse allí mismo dormido, o incluso muerto por el esfuerzo que acababa de realizar. Pero no sucedió ni una cosa ni la otra. Tras unos minutos de abandono, se levantó recuperado, volvió sus ojos hacia la cueva y las vio ante sí: madre muy joven e hija recién destetada, quietas, muy juntas, cogidas de la mano, mojadas y probablemente asustadas, pero revestidas de dignidad.
Sin decir nada, Naya se le acercó con la cabeza ligeramente inclinada, sacó de un zurrón que llevaba colgado bajo el manto un queso de buen tamaño, curado con esmero para que se mantuviera fresco largo tiempo, y se lo entregó con la mayor naturalidad posible, esbozando una sonrisa tímida. Ambos sabían que con eso y la miel de las colmenas que abundaban e