Las catedrales del cielo

Fragmento

cap-1

1

Nueva York

12 de septiembre de 2001

El sudor me abrasa los ojos. Ya no aguanto las gafas de soldador, la mascarilla, me ahogo. Lo malo es que si me las quito, solo Dios sabe qué voy tragar. Este polvo y este humo son tóxicos. Las torres estaban hasta arriba de porquería. Mi tío me contó que la estructura de acero traía un revestimiento de amianto proyectado y pintura con plomo. Además, en muchas plantas del World Trade Center había consultas de dentista, y en los sótanos se almacenaban productos químicos. Luego está el gas freón de los climatizadores gigantes, por no mencionar el queroseno de los aviones. Estamos respirando veneno.

Si hay supervivientes en este magma, en este juego de mikado infernal, esta es la única forma de encontrarlos. Cortar acero, partir vigas, despejar pasos, abrir caminos, túneles por los que avanzar, explorar huecos, puede que encontrar refugios. Cinco minutos más. Cinco minutos más y habré terminado de quemar esta sección metálica. Podré fijarla al cable para que la grúa se la lleve por los aires. Cuidado con los desprendimientos. ¿Dónde está el gancho?

El humo se espesa, el olor es insoportable, casi ni me veo las manos. De las rampas de iluminación sale un halo de luz polvorienta. Estoy en una viga temblorosa y tan caliente que quema; el calor me atraviesa los zapatos, noto que se me funden las suelas. Tengo que cambiarme de sitio. Se supone que Andy está a mi derecha, pero no lo veo. Lo oigo. El ruido del soplete, ahí detrás, las chispas… tiene que ser él. ¡Mierda! La llama de la antorcha de plasma se está debilitando, necesito más oxígeno. Venga, me quito la mascarilla. Bebo agua. El cielo palidece sobre el Hudson, pronto amanecerá.

Ayer por la mañana llegué temprano a la obra, la construcción de un hotel en la punta sur de Manhattan. Para nosotros, los ironworkers —en Quebec nos llaman «montadores de acero»—, encargados de conectar las estructuras de los rascacielos, el trabajo estaba casi concluido. Quedaban unas vigas por enclavijar y soldar, las últimas, arriba del todo. Estaba previsto celebrar la terminación del esqueleto del edificio, el topping-out, una semana después. Otro rascacielos para el horizonte de Manhattan.

En ese rascacielos, como en todos los de la ciudad, estábamos nosotros, los indios mohawk: de Canadá o de Estados Unidos. Venimos de reservas cercanas a Montreal o a la frontera. Nueva York escaló el cielo con el sudor y la sangre de nuestros padres. No hay obra de altura, puente metálico o rascacielos donde no se oigan, en todo lo alto, órdenes, indicaciones o tacos en nuestro idioma. Los carpinteros del hierro mohawk son famosos por su valor, experiencia y fiabilidad, en Norteamérica y en el resto del mundo.

A mis cuarenta y tres años, soy la sexta generación de montadores de acero. Me llamo John LaLiberté, pero todos me llaman Cat. Mi verdadero nombre es O-ron-iake-te, «Lleva el cielo».

Hasta donde me alcanza la memoria, siempre he querido seguir los pasos de mis antepasados, haciendo equilibrismo por vigas de treinta centímetros de ancho con la ciudad a nuestros pies. Por eso nos llaman también skywalkers, «caminantes del cielo». Mi padre era Jack LaLiberté, apodado Tool. Murió en noviembre de 1970. Fue el único carpintero del hierro que perdió la vida en la construcción de las Torres Gemelas del World Trade Center. Debo de estar a escasos metros del lugar donde cayó.

A las 8.45, Andy y yo estábamos sentados en una plataforma de madera del piso 35. Andy tenía los pies colgando en el vacío y yo estaba apoyado en una caja, un poco más atrás. Se dice que no tenemos vértigo pero, para mí, es más complicado. El aprendiz había bajado a buscar los cafés del primer descanso de la mañana. El sol brillaba, corría una brisa ligera, no había ni una nube. Era un día de finales de verano. Si me inclinaba a la derecha veía el puerto hasta New Jersey, la estatua de la Libertad y las torres del puente de Verrazano, donde mi tío Joe perdió dos dedos de la mano izquierda.

A nuestra espalda, a lo lejos, oímos un zumbido que se acercaba muy deprisa. Un Boeing, atronador, nos pasó por encima. Estaba tan cerca, tan bajo, que pude leer su matrícula, distinguir los remaches de las alas, ver las ventanillas, si me apuras vislumbré las caras de los pasajeros, e identifiqué también el logotipo de American Airlines.

Nos miramos, atónitos, y nos volvimos justo a tiempo de ver cómo el avión se empotraba en la torre Norte del World Trade Center. De golpe. La fachada de cristal lo engulló, desapareció dentro. Como si fuera una escena de película, un efecto especial. Casi no había llamas. Se veía solo la silueta del avión recortada en lo alto del rascacielos, ladeada hacia la izquierda y con las alas bien perfiladas, como en los dibujos animados.

—Andy, nos vamos —dije yo—. Tú, deja los cafés. Andando.

En los ascensores de obra colocados en el exterior del edificio no cabía un alfiler. Los obreros, desconcertados, soltaron las herramientas. Nadie sabía por qué, pero ese accidente era tan raro, de tal magnitud, que no era cuestión de quedarse mirando cómo salía humo de la torre, a quinientos metros, ni de seguir trabajando como si nada. Empujones en las escaleras, palabrotas, gritos, veinticinco pisos. Ya estábamos en la acera.

Dos coches de bomberos pasaron a toda velocidad por la calle Greenwich; se oían más sirenas bajando por la vía rápida del Hudson. El jefe de obra, Eddie Falcone, gritó:

—¡Quitaos de en medio! ¡Dejad paso! La mitad de los bomberos de Nueva York se va a plantar aquí. Venga, una hora de descanso. Pero ¡que a nadie se le ocurra largarse! En cuanto lo apaguen, volvemos al tajo. Y más vale que recuperéis el tiempo perdido. El acero que había que soldar hoy tendrá que estar terminado antes de que acabe el día.

Nos quitamos los cascos y los fijamos al cinturón con el mosquetón. En grupos, con los brazos en jarras, nos quedamos mirando al cielo.

—No puede ser que haya chocado, por más que el piloto haya tenido una indisposición o le haya dado un infarto. Además, siempre van dos en cabina, ¿no? ¿Cómo puede haberse empotrado en plena torre con todo el espacio que hay alrededor? ¿Será que no la ha visto? —dije yo.

Conté los pisos que había entre el punto de impacto y el tejado. Unos diez. Para entonces, el incendio se veía con toda claridad. El queroseno en llamas tenía que haberse expandido como el napalm por mesas de despacho, muebles y remesas de papel. De la cicatriz gigante subía un penacho de humo. Entonces lo vi:

—¡Joder! Esas cositas moviéndose al borde del abismo ¡son personas! ¡Veo a un hombre con camisa blanca y a una mujer con un vestido oscuro! ¿Cómo van a salir de ahí?

Se oían las sirenas por todas partes. Los bomberos llegaron y aparcaron los camiones en la explanada, a la sombra de las torres. ¿Cómo se apaga un incendio en lo alto de un rascacielos? El avión tuvo que arrasar con todo a su paso, era imposible que el sistema automático contraincendios aguantara. Pensé: «¿Dónde habrá agua? No creo que tuvieran depósitos arriba. Mi tío me lo habría dicho, se pasó años construyéndolas». Como todos los mohawk de mi edad, crecí acunado por la historia de la construcción de las Torres Gemelas, seña de identidad y orgullo de una generación entera de ironworkers.

Fui andando, sin apartar los ojos del cielo, hasta el food truck de Afzal, mi amigo paquistaní. Hace tres meses que, durante las diez horas que se pasa de pie en su remolque de acero inoxidable, nos sirve su café recalentado en vasitos de papel de color azul decorados con motivos griegos. Él también miraba a la torre, casi sin prestar atención a los clientes, con la vista igualmente fija en lo alto. «No puede ser», musitaba. Yo me eché la leche y el azúcar casi sin percatarme. Estaba removiendo el café con la cucharilla de plástico cuando, de pronto, la torre Sur explotó.

La bola de fuego se agrandó, engulló varios pisos, escupió nubes de papel y trozos de metal del tamaño de un coche. A mi alrededor la gente lloraba, gritaba, vociferaba, echaba a correr. ¿Qué había pasado? ¿Lo habrían provocado las llamas de la torre Norte? ¿Cómo era posible?

Desde donde yo estaba no pude ver el otro Boeing, pero un hombre gritó:

—¡Es un avión, otro avión! ¡Dios! ¡Nos atacan, es la guerra! ¡Huid, huid!

Yo tiré el vasito de café y me fui a buscar a Andy. Estaba en mitad de la calle; había cogido por los hombros al aprendiz y caminaba con él hacia atrás, en dirección a la entrada de la obra, al tiempo que miraba a lo alto con la boca abierta. De las dos torres salían catedrales de humo. Un montón de ironworkers, obreros y carpinteros estaban pegados a la valla, muy juntos, como para tranquilizarse. Llamaban a casa:

—Pon la tele, rápido. Vuelve a llamarme si dicen qué pasa.

Eddie Falcone colgó el teléfono e hizo bocina con las manos:

—¡Todo el mundo a casa, se acabó! En estas condiciones no se puede currar. Todos a casa, ya volveremos mañana por la mañana… Si es que se puede. Vete a saber lo que tardarán en apagar ese desastre.

Dejamos en el vestuario herramientas y cascos, y nos cambiamos de zapatos. La calle estaba llena de gente, grupitos de personas inmóviles en la calzada que no se apartaban más que para dejar pasar a bomberos, policía o ambulancias. Ya no se veían coches; debían de haber cortado los accesos.

Ni se me pasó por la cabeza volver a Brooklyn. Quería saber cómo se las iban a apañar para apagar semejantes incendios. A lo mejor con helicópteros… Llegaron coches de policía haciendo chirriar los neumáticos cuando frenaron, atravesados en los cruces; luego colocaron barreras de madera y pidieron a la gente que evacuara la zona.

Nosotros y otro equipo mohawk caminamos dos manzanas, hacia el ayuntamiento, y nos metimos en el Highlands Sports Bar, donde solemos quedar por la tarde, después del trabajo, para tomar unas cervezas y charlar un rato antes de volver a Brooklyn. Cuando empezamos la obra, el dueño se dio cuenta de que haría negocio si tenía cerveza de barril Boréale de Montreal. En la barra no había nadie, ni tampoco en la sala; ocho pantallas de televisión emitían CNN y New York One. Planos fijos de las torres ardiendo, imágenes aéreas y travelling de camiones de bomberos. Se hablaba de un ataque al Pentágono, de otro avión secuestrado, de que se había dado orden de aterrizar inmediatamente a todos los aviones que sobrevolaban Estados Unidos. ¿Cuántos aviones habrían secuestrado, convertidos en misiles en potencia? ¿Cuáles eran los objetivos? ¿La Casa Blanca? ¿El Capitolio? ¿La CIA? ¿La sede de la ONU?

Incluso filmados desde lejos se distinguían puntos negros que se arrojaban al vacío. ¿Estaban saltando? El aprendiz, que había vuelto a la obra a buscar las llaves porque se las había olvidado en la taquilla, entró corriendo en el bar, lívido.

—¡Están saltando! ¡La gente salta de las torres, lo he visto, es tremendo! Uno estaba en llamas. Cuando caen al suelo hacen un ruido horroroso.

El presentador confirmó que mucha gente se tiraba por la ventana para escapar de las llamas, pero añadió que la cadena no iba a difundir esas imágenes en primer plano. Rick, el dueño del bar, no sabía si cerrar o dejarlo abierto. Era incapaz, como nosotros, de apartar los ojos de la tele.

—En un rascacielos no hay nada peor que el fuego —dijo Andy, que cuando era joven se había pasado meses recubriendo estructuras metálicas con material ignífugo—. A cierta temperatura, nada aguanta. El acero se funde. Además, por encima de determinada altura, sin agua, los bomberos no pueden actuar. Si las vigas maestras se reblandecen, con el peso que soportan, ceden y todo se viene abajo. Se van a caer, os lo digo yo.

—¡No puede ser! Los ingenieros tuvieron que prever el fuego cuando construyeron las torres, ¿no?

—Yo te digo que se van a caer.

Unos cuantos decidieron volverse a Brooklyn, pero yo no. El World Trade Center era un poco mío, de mi familia. Mi padre murió allí. Un tío mío y varios primos construyeron esas torres. Montones de mohawk se pasaron años en ellas. Fue la mejor obra de los años setenta, y la más grande. Como decía un hermano de mi madre, que fue representante del sindicato de montadores de acero en su reserva de la frontera, «aquí todos vivimos a la sombra de las Torres Gemelas». Siempre que salía su silueta alargada en una película o un programa de la tele, mi madre afirmaba: «Esas son las torres de tu padre».

Cuando yo era pequeño y veníamos a Nueva York me llevaban a desayunar al Windows on the World, el restaurante panorámico del piso 106. Con la nariz pegada a los cristales, yo miraba el tráfico del puerto, los transbordadores de Staten Island, el sol sobre Jersey City y los coches, que parecían hormigas por la West Side Highway. Me imaginaba que yo era un piloto al timón de un buque inmenso: la isla de Manhattan. Cuando el viento soplaba fuerte se notaba que las torres se movían, oscilaban suavemente.

Pero en ese momento no podía regresar a mi casa en Bay Ridge, poner la tele y quedarme tan tranquilo, así que me fui a la calle Greenwich. Andy, que de camino a la parada del metro había cambiado de idea y se había dado la vuelta, se vino conmigo.

Al llegar a la barrera policial sacamos las tarjetas del sindicato y dijimos que teníamos que volver a la obra.

—Bueno, pero tengan cuidado.

Desde los jardines, en una esquina de la calle que da a Broadway, vi las torres rodeadas de luces giratorias. El humo era más denso, más negro. Había llamaradas ardientes, rojas, intensas; del mismo color que la llama de nuestros sopletes cuando está lo bastante caliente como para empezar a cortar.

De pronto, la parte de arriba de la torre Sur tembló, osciló y luego, como un boxeador que se derrumba atontado, se vino abajo. Empezó por las plantas de arriba, que se apilaron unas sobre otras; el peso de veinticinco pisos por encima de la zona en combustión lo arrasó todo, en cascada, como un acordeón cerrándose. Bastaron diez segundos para que del edificio no quedara más que su fantasma de polvo en el cielo. Al momento se nos echó encima un nubarrón, unas volutas grises gigantes que sembraron el pánico. Yo no me podía creer lo que estaba viendo. Parecía una película. La gente chillaba y huía a la carrera. Algunos se paraban, se volvían y se ponían en marcha otra vez con la cara desencajada. Aunque estaba a una distancia prudencial, me dejé llevar y retrocedí hacia el norte con la multitud, sin saber adónde me arrastraría.

Media hora después, la otra torre se desplomó con el mismo estrépito. Otra explosión de cenizas que ennegreció el cielo, se tragó la punta de la isla, hizo que temblara el agua del puerto, lo cubrió todo a su paso, devoró aceras y aterrorizó a los peatones. Al darme la vuelta vi cómo la avenida desaparecía en la nube. Perdí a Andy. Aferrada a una farola, como para evitar resbalar y caer al suelo, una joven temblaba como un pajarito. Dos mujeres con traje sastre la agarraban por los hombros y le hablaban, pero ella, que sollozaba con la boca abierta, no dijo palabra y cayó de rodillas. Las lágrimas trazaron surcos en la capa gris que le cubría las mejillas. En un semáforo, el conductor de una camioneta pick-up intentaba evitar que cuatro jóvenes se le subieran detrás. Al final renunció, les preguntó adónde iban y arrancó. Una mujer salió corriendo del metro y gritó: «¡Han encontrado tres bombas en un colegio del Bronx! ¡Bombas!», a lo que un hombre respondió: «¡Dios mío, mis hijos!», y se marchó corriendo, zigzagueando entre los coches.

Yo me encaminé hacia el este, hacia el puente de Brooklyn. Éramos miles, aturdidos, silenciosos, apresurados, avanzando por las aceras y la calzada. Algunos, cubiertos de polvo, parecían espectros blancos. Había gente que les ofrecía botellas de agua para que bebieran y se limpiaran los ojos. La pasarela desaparecía bajo una marea humana, pero yo dejé de seguirlos. Sabía adónde tenía que ir: al sindicato de montadores de acero, el New York City Ironworkers, Local 40. Lo tuve claro cuando se derrumbó la torre Sur. Cientos de carpinteros del hierro de la ciudad lo tuvimos claro.

En ese momento, el World Trade Center era un esqueleto de miles de toneladas de metal. No sabía qué quedaría en pie, pero sí que los bomberos y el personal de rescate nos iban a necesitar para moverse entre los escombros y buscar supervivientes. Hace más de un siglo que elevamos puentes y rascacielos en Estados Unidos, pero también los desmontamos, los cortamos. Cuando tienen que desaparecer para dejar sitio a otra cosa en una ciudad, en un país que se reinventa constantemente, la normativa obliga a que lo hagamos nosotros. En las ciudades estadounidenses o canadienses no se vuelan las torres con explosivos, sino que se trocea el acero con sopletes y antorchas de plasma, y las grúas cargan los trozos en camiones. Es un trabajo difícil y peligroso. Más difícil y más duro que ensamblar vigas nuevas, por los escombros y la suciedad. Somos montadores de acero, pero también desmontadores.

Intenté llamar al sindicato, pero no había línea. Supuse que la red telefónica estaría saturada. En una esquina, a la entrada de Chinatown, un taxista se había parado para comprar algo de beber y estaba paralizado, anonadado ante la tele de la tienda. Le pregunté si podía llevarme a la calle Quince.

Fuimos en silencio por calles inundadas de peatones que se apartaban a nuestro paso. En algunos cruces, como los que llevan al edificio de Naciones Unidas, había volquetes cargados de arena que nos obligaban a dar un rodeo. En todas las esquinas se veían transeúntes agolpados alrededor de un transistor colocado sobre el capó de algún coche. Incluso había televisores en la calle, y los habían puesto encima de los expendedores de periódicos.

El taxista me dejó en la esquina de la Sexta Avenida; se negó a que le pagara. Ya había muchos compañeros delante del local del sindicato con su traje de faena, el casco a la cintura y los guantes en el bolsillo de atrás. Por la puerta pasaban coches con mujeres al volante, que se paraban para dejar que bajaran más compañeros. El vestíbulo estaba tan lleno que no había forma de acercarse a los televisores. Nos saludamos con palmadas en el hombro. No hacía falta hablar. Andy había tenido la misma idea que yo y estaba ahí, me saludó con un gesto. Había algunos mohawk, muchos eran amigos, y también vi a un primo lejano al que llevaba años evitando; nuestras familias están enfrentadas por una vieja rencilla sobre terrenos, allá arriba, en la reserva. En esta ocasión, le saludé.

El delegado del sindicato, responsable local, había recibido una llamada de los bomberos: le pidieron que formara equipos y que estuviéramos disponibles. Fue escribiendo nombres en una libreta de papel amarillo. A la puerta había tres pick-ups cargadas de botellas de oxiacetileno, sopletes, antorchas de plasma y cajas de herramientas. Ya había voluntarios de sobra; a los últimos en llegar les pidieron que volvieran al día siguiente: «No os preocupéis, con semejante panorama esto va para largo».

Ya era de noche cuando llegaron dos camiones de la Guardia Nacional.

—Os llevamos a la Treinta y ocho con la West Side Highway. El material está de camino. De ahí iréis al World Trade Center —nos explicaron.

Nos subimos a la parte trasera y bajamos a toda velocidad por avenidas desiertas. La Policía de Nueva York y el FBI estaban montando oficinas provisionales en remolques en los antiguos muelles del Hudson. Cinco kilómetros al norte de lo que no tardaría en llamarse «Zona Cero», cientos de coches y camiones con la insignia de todos los organismos de seguridad locales y federales habían estacionado en terraplenes, aceras y aparcamientos. Se trajeron a remolque montones de proyectores gigantescos, de los que se usan en los estadios y las grandes obras. Soldados con casco y traje de combate, con un fusil automático al hombro, colocaban barreras. Cientos de personas de uniforme o vestidas de calle se cruzaban en todos los sentidos. Algunos estaban atareados. Otros, los más, andaban en círculo comentando el cataclismo, se agolpaban frente a las pantallas, hacían correr rumores, contaban por teléfono cómo habían vivido ese día. Discutían, gritaban órdenes contradictorias, había momentos en los que por poco se hubieran echado a reír pero se contenían, iban en busca de material que nadie sabía para qué serviría y volvían con las manos vacías.

El temblor ronco de los aviones a reacción rasgó el aire de la tarde. Dos puntos luminosos surcaron el cielo; eran jets del ejército.

—Joder, espero que sean de los nuestros —masculló un policía.

Nosotros aguardamos haciendo cola delante de un remolque del FBI donde anotaron nuestros nombres y nos dieron una identificación en la que ponía: «City of New York. World Trade Center Emergency». Tuvimos que seguir esperando, sentados en el suelo o en cajas. Nos trajeron sándwiches y botellas. Yo me aparté del grupo y fui caminando por la orilla, hacia el sur, en dirección a la nube. Enseñé la identificación y el casco a los primeros policías que me detuvieron:

—Soy ironworker. Ahí nos necesitan.

—Vale. Anda con ojo.

Una pick-up se paró y yo me monté en la parte de atrás. La última barrera estaba en Canal Street. Desde allí no podíamos seguir en coche, tuvimos que continuar a pie. A partir de ese punto, calzada, aceras, coches, arbustos, farolas, carteles, papeleras, todo desaparecía bajo diez centímetros de ceniza gris, fina como el talco. Un paisaje de invierno nuclear, una película de ciencia ficción. Una Pompeya moderna. Como sucede cuando nieva en Nueva York, el rumor de la ciudad se había acallado. El silencio era tan profundo que me zumbaban los oídos. No oía mis pasos. La mezcla de polvo, cenizas, hojas de papel y cemento pulverizado lo ahogaba todo. En los parabrisas alguien había escrito con el dedo: «Bombardead Oriente Próximo», y un poco más allá: «¡Venganza!», «Matad a todos los musulmanes» y «No tenemos miedo».

Éramos cuatro caminando codo con codo, en silencio. Yo me aferraba a la idea de que iba a poder hacer algo, de que el material, los sopletes, iban a llegar. De que tal vez pudiera salvar vidas. En todo caso, tenía claro que quería ser actor, no espectador de ese cataclismo incomprensible. ¿Quién podía odiarnos tanto? Me acordé de la bomba que habían puesto en 1993 en un aparcamiento subterráneo del World Trade Center, que causó varios muertos y cientos de heridos por los cristales que salieron volando. Nunca entendí quién hizo eso ni por qué. ¿Serían los mismos?

En una boca de incendio había un hombre sentado. Era un bombero. Estaba sollozando y temblaba como una hoja. El uniforme había desaparecido bajo una capa de tres centímetros de polvo y su pelo parecía un casco blanco. Uno de los que venían conmigo le tendió una botella de agua, que él cogió sin mirarnos. Se la echó por la cara y se bebió las últimas gotas. También nos cruzamos con un policía, un fantasma pálido. Iba dando pasitos como un autómata, con los brazos colgando y la mirada ausente, arrastrando los pies. No respondió a nuestras preguntas. Había zapatos por todas partes, sobre todo de mujer. Zapatos de tacón abandonados para correr más deprisa.

Un hombre bien peinado, vestido con un traje oscuro impecable, cogió uno de los miles de papeles que alfombraban el pavimento, lo leyó, lo dejó con delicadeza en el suelo y cogió otro.

Giramos a la derecha en West Broadway. Allí, al final de la avenida, de las dos torres de ciento diez pisos que se veían desde todos los rincones de Nueva York, y que servían como punto de referencia cuando uno se perdía en lo más profundo del Bronx o en una zona industrial de New Jersey, con una iluminación nocturna que hacía que parecieran dos vigías en las noches de bruma, solo quedaba un caos humeante cuyos límites me costó discernir. Nido de dragones heridos, forja monstruosa. La luz de los proyectores de emergencia llegaba a través de columnas de humo. De la maraña metálica escapaban llamaradas rojas y amarillas, vigas retorcidas, pedazos de paredes derrumbadas, estructuras machacadas, montañas de escombros. Lo único reconocible eran las columnas metálicas medio resquebrajadas, pedazos de la armadura externa del World Trade Center, de unos sesenta metros de altura, hincadas en el suelo en lo que debió de ser la base de la torre Sur. El Millenium Hilton Hotel, maravilla de acero y cristal, era una cáscara vacía y humeante.

Pasamos delante de un taxi clavado al asfalto por una flecha de metal y con la parte trasera prensada por algo enorme que parecía el motor de un camión. En una de las puertas había dos regueros de sangre. Un poco más allá los coches parecían haberse fundido en el sitio, transformados en carcasas renegridas de un grosor de sesenta centímetros. Las mangueras de largo alcance de los camiones de bomberos enviaban cortinas de agua y en algunos lugares se evaporaban antes de tocar su objetivo; en otros, transformaban el polvo blanco en un barro blancuzco que se pegaba a las suelas.

Para estimar la altura del montón conté las plantas de un edificio cercano, afectado pero en pie: siete. Siete pisos de escombros, millones de toneladas humeantes. El «montón». A falta de otra palabra, bautizamos así esa montaña monstruosa que no tenía nombre, así que, ¿por qué no el «montón»? Debajo tenía que haber cientos, tal vez miles de víctimas que no pudieron salir a tiempo. ¿Cuántas? ¿Habría supervivientes? ¿Cómo encontrarlos y acudir en su ayuda? ¿Por dónde empezar?

Las fuerzas de salvamento asaltaron el monstruo como hormigas sobre una carcasa gigante. Cavaban al azar con picos y palas encontrados en coches o camiones, con pedazos de escombros, con las manos desnudas. En algunas zonas, iluminadas como si fuera pleno día, se habían formado cadenas. Cientos de cubos de plástico blanco, salidos de vete a saber dónde, pasaban de mano en mano llenos de cascotes que vaciaban un poco más allá. Los tres hombres que me acompañaban se unieron a ellos.

Me fijé en las estructuras, vigas de acero desmayadas por todas partes. Las más grandes tendrían más de un metro de sección. Algunas quedaron retorcidas, contorsionadas, plegadas, cortadas como si fueran alambre, unidas entre sí, atadas, enredadas por kilómetros de gruesos cables de acero: los de las docenas de ascensores. Bajo diez metros de chatarra se adivinaba la carrocería de un camión. Lo único reconocible era, en una puerta, las siglas de los bomberos de Nueva York, FDNY, Fire Department New York. Estaba tan aplastado que no tendría más de ochenta centímetros de alto. A mi alrededor resonaban muchos bip-bip estridentes. Le pregunté a un policía:

—¿Qué es ese ruido?

—Las balizas del traje de los bomberos. Se encienden cuando están sepultados. Los oímos pero no los vemos. No sé cómo vamos a sacarlos de ahí. Si es que hay alguno vivo… Ya me extrañaría, con todo esto.

Recorrí lo que tenía que haber sido la explanada que estaba delante de las torres, la World Trade Center Plaza, pero no reconocía nada. Tropecé con trozos de metal, mis pasos levantaron hojas blancas, formularios, facturas e informes mezclados con cenizas y polvo de cemento. En medio de la calle, como abandonada por la mano de un gigante, enorme, había una rueda de tren de aterrizaje. Una pareja daba vueltas a su alrededor sacando fotos e intentando tocar el neumático, pero un policía los echó:

—¡Oigan! ¡Esto es la escena del crimen! ¡Váyanse!

Se había dado orden de evacuar la punta de Manhattan desde el sur de Canal Street, vecinos incluidos. Se habían ido, algunos cargados de maletas, con la indicación de no volver hasta nueva orden. Un poco más allá reconocí lo que había sido la pasarela cubierta para peatones, que atravesaba la West Side Highway. Estaba caída y obstruía las cuatro vías de la avenida, justo por donde tenían que pasar las grúas. Como tengo experiencia en demoliciones y sé que todo depende de ellas, pensé: «¿Dónde vamos a montarlas, cómo las vamos a situar, cómo vamos a usarlas con el menor riesgo posible? Para levantar todo esto harán falta muchas. Habrá que empezar por despejar huecos para ellas».

Escalé por carrocerías de coches enmarañados. En la avenida, a lo lejos, distinguí camiones plataforma y luces de emergencia: traían la primera grúa. Me acerqué un poco. Era una Manitowoc: seiscientas toneladas sobre orugas trasladadas en cuatro piezas, en remolques, desde New Jersey. Los camiones aparcaron en una explanada. Reconocí a Frank Abramo bajándose de una de las cabinas. Menudo, casi delgado, con una camiseta sin mangas manchada de aceite y un ancla tatuada en el hombro. Es uno de los mejores conductores de grúas de la costa Este. Trabajé con él hace dos años, en una obra de demolición cerca de Boston.

—Frankie, ¿te echo una mano para montarla?

—¡Cat! ¡Ya lo creo, me vienes al pelo! ¿Estás solo? ¿Y los demás? Hay que darse prisa.

—Vienen luego. Vamos a ello.

Nos pasamos tres horas ensamblando tramos de la pluma, atornillando piezas, montando el contrapeso, yendo y viniendo para colocar los seis largos cables en los cabrestantes y las poleas con una plataforma elevadora a la que llamamos cherry picker, «recolector de cerezas». Frank arrancó el motor, de una potencia como para propulsar un buque, y comprobó los mandos. El mons

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