Las catedrales del cielo

Michel Moutot

Fragmento

cap-1

1

Nueva York

12 de septiembre de 2001

El sudor me abrasa los ojos. Ya no aguanto las gafas de soldador, la mascarilla, me ahogo. Lo malo es que si me las quito, solo Dios sabe qué voy tragar. Este polvo y este humo son tóxicos. Las torres estaban hasta arriba de porquería. Mi tío me contó que la estructura de acero traía un revestimiento de amianto proyectado y pintura con plomo. Además, en muchas plantas del World Trade Center había consultas de dentista, y en los sótanos se almacenaban productos químicos. Luego está el gas freón de los climatizadores gigantes, por no mencionar el queroseno de los aviones. Estamos respirando veneno.

Si hay supervivientes en este magma, en este juego de mikado infernal, esta es la única forma de encontrarlos. Cortar acero, partir vigas, despejar pasos, abrir caminos, túneles por los que avanzar, explorar huecos, puede que encontrar refugios. Cinco minutos más. Cinco minutos más y habré terminado de quemar esta sección metálica. Podré fijarla al cable para que la grúa se la lleve por los aires. Cuidado con los desprendimientos. ¿Dónde está el gancho?

El humo se espesa, el olor es insoportable, casi ni me veo las manos. De las rampas de iluminación sale un halo de luz polvorienta. Estoy en una viga temblorosa y tan caliente que quema; el calor me atraviesa los zapatos, noto que se me funden las suelas. Tengo que cambiarme de sitio. Se supone que Andy está a mi derecha, pero no lo veo. Lo oigo. El ruido del soplete, ahí detrás, las chispas… tiene que ser él. ¡Mierda! La llama de la antorcha de plasma se está debilitando, necesito más oxígeno. Venga, me quito la mascarilla. Bebo agua. El cielo palidece sobre el Hudson, pronto amanecerá.

Ayer por la mañana llegué temprano a la obra, la construcción de un hotel en la punta sur de Manhattan. Para nosotros, los ironworkers —en Quebec nos llaman «montadores de acero»—, encargados de conectar las estructuras de los rascacielos, el trabajo estaba casi concluido. Quedaban unas vigas por enclavijar y soldar, las últimas, arriba del todo. Estaba previsto celebrar la terminación del esqueleto del edificio, el topping-out, una semana después. Otro rascacielos para el horizonte de Manhattan.

En ese rascacielos, como en todos los de la ciudad, estábamos nosotros, los indios mohawk: de Canadá o de Estados Unidos. Venimos de reservas cercanas a Montreal o a la frontera. Nueva York escaló el cielo con el sudor y la sangre de nuestros padres. No hay obra de altura, puente metálico o rascacielos donde no se oigan, en todo lo alto, órdenes, indicaciones o tacos en nuestro idioma. Los carpinteros del hierro mohawk son famosos por su valor, experiencia y fiabilidad, en Norteamérica y en el resto del mundo.

A mis cuarenta y tres años, soy la sexta generación de montadores de acero. Me llamo John LaLiberté, pero todos me llaman Cat. Mi verdadero nombre es O-ron-iake-te, «Lleva el cielo».

Hasta donde me alcanza la memoria, siempre he querido seguir los pasos de mis antepasados, haciendo equilibrismo por vigas de treinta centímetros de ancho con la ciudad a nuestros pies. Por eso nos llaman también skywalkers, «caminantes del cielo». Mi padre era Jack LaLiberté, apodado Tool. Murió en noviembre de 1970. Fue el único carpintero del hierro que perdió la vida en la construcción de las Torres Gemelas del World Trade Center. Debo de estar a escasos metros del lugar donde cayó.

A las 8.45, Andy y yo estábamos sentados en una plataforma de madera del piso 35. Andy tenía los pies colgando en el vacío y yo estaba apoyado en una caja, un poco más atrás. Se dice que no tenemos vértigo pero, para mí, es más complicado. El aprendiz había bajado a buscar los cafés del primer descanso de la mañana. El sol brillaba, corría una brisa ligera, no había ni una nube. Era un día de finales de verano. Si me inclinaba a la derecha veía el puerto hasta New Jersey, la estatua de la Libertad y las torres del puente de Verrazano, donde mi tío Joe perdió dos dedos de la mano izquierda.

A nuestra espalda, a lo lejos, oímos un zumbido que se acercaba muy deprisa. Un Boeing, atronador, nos pasó por encima. Estaba tan cerca, tan bajo, que pude leer su matrícula, distinguir los remaches de las alas, ver las ventanillas, si me apuras vislumbré las caras de los pasajeros, e identifiqué también el logotipo de American Airlines.

Nos miramos, atónitos, y nos volvimos justo a tiempo de ver cómo el avión se empotraba en la torre Norte del World Trade Center. De golpe. La fachada de cristal lo engulló, desapareció dentro. Como si fuera una escena de película, un efecto especial. Casi no había llamas. Se veía solo la silueta del avión recortada en lo alto del rascacielos, ladeada hacia la izquierda y con las alas bien perfiladas, como en los dibujos animados.

—Andy, nos vamos —dije yo—. Tú, deja los cafés. Andando.

En los ascensores de obra colocados en el exterior del edificio no cabía un alfiler. Los obreros, desconcertados, soltaron las herramientas. Nadie sabía por qué, pero ese accidente era tan raro, de tal magnitud, que no era cuestión de quedarse mirando cómo salía humo de la torre, a quinientos metros, ni de seguir trabajando como si nada. Empujones en las escaleras, palabrotas, gritos, veinticinco pisos. Ya estábamos en la acera.

Dos coches de bomberos pasaron a toda velocidad por la calle Greenwich; se oían más sirenas bajando por la vía rápida del Hudson. El jefe de obra, Eddie Falcone, gritó:

—¡Quitaos de en medio! ¡Dejad paso! La mitad de los bomberos de Nueva York se va a plantar aquí. Venga, una hora de descanso. Pero ¡que a nadie se le ocurra largarse! En cuanto lo apaguen, volvemos al tajo. Y más vale que recuperéis el tiempo perdido. El acero que había que soldar hoy tendrá que estar terminado antes de que acabe el día.

Nos quitamos los cascos y los fijamos al cinturón con el mosquetón. En grupos, con los brazos en jarras, nos quedamos mirando al cielo.

—No puede ser que haya chocado, por más que el piloto haya tenido una indisposición o le haya dado un infarto. Además, siempre van dos en cabina, ¿no? ¿Cómo puede haberse empotrado en plena torre con todo el espacio que hay alrededor? ¿Será que no la ha visto? —dije yo.

Conté los pisos que había entre el punto de impacto y el tejado. Unos diez. Para entonces, el incendio se veía con toda claridad. El queroseno en llamas tenía que haberse expandido como el napalm por mesas de despacho, muebles y remesas de papel. De la cicatriz gigante subía un penacho de humo. Entonces lo vi:

—¡Joder! Esas cositas moviéndose al borde del abismo ¡son personas! ¡Veo a un hombre con camisa blanca y a una mujer con un vestido oscuro! ¿Cómo van a salir de ahí?

Se oían las sirenas por todas partes. Los bomberos llegaron y aparcaron los camiones en la explanada, a la sombra de las torres. ¿Cómo se apaga un incendio en lo alto de un rascacielos? El avión tuvo que arrasar con todo a su paso, era imposible que el sistema automático contraincendios aguantara. Pensé: «¿Dónde habrá agua? No creo que tuvieran depósitos arriba. Mi tío me lo habría dicho, se pasó años construyéndolas». Como todos los mohawk de mi edad, crecí acunado por la historia de la construcción de las Torres Gemelas, seña de identidad y orgullo de una generación entera de ir

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