La ciudad enfurecida

Sergio Martínez

Fragmento

En una ocasión, siendo yo todavía un niño, me eché a dormir sobre las piernas de mi madre, después de haber estado ayudándola durante toda la tarde en el horno en el que cocíamos el pan. Al apoyar la cabeza en sus muslos oí un sonido acompasado, como el chasquido de unos pies caminando sobre la tierra. Intrigado, levanté la cabeza y avisé a mi madre de que alguien se acercaba. Ella me miró extrañada.

—No viene nadie; estamos solos.

Dudé de sus palabras y, terco como siempre, miré alrededor tratando de hallar el origen de aquel sonido, pero este había desaparecido. Me tumbé de nuevo y, al poco, oí otra vez aquellos pasos.

—Viene alguien, madre.

Mi madre, al comprender lo que me ocurría, me acarició el cabello y sonrió.

—No es nadie, Guilhem, es solo el sonido de tu corazón.

Apoyé de nuevo la cabeza y descubrí que mi madre no mentía: el sonido se repetía interminablemente en mi oído, pero sin que nadie llegase.

—¿Y por qué suena el corazón como unos pasos? —le pregunté.

La sonrisa se borró de sus labios y su mirada se perdió por unos instantes, como si retrocediese a un pasado muy lejano.

—¡Quién sabe! —exclamó por fin—. Mi madre decía que esos chasquidos en el oído son los pasos de nuestra vida, huyendo de la muerte; mientras estamos vivos los oímos y el día en que dejemos de hacerlo es que la muerte nos habrá alcanzado.

Sus palabras me estremecieron y ella se dio cuenta. Me miró con dulzura y añadió:

—No me hagas caso, hijo, no son más que cuentos de vieja. Solo Dios sabe lo larga o corta que será nuestra vida y no creo que tenga nada que ver con que escuchemos o no esos pasos. ¿No te parece?

Me encogí de hombros y apoyé de nuevo la cabeza, sintiendo el calor de su cuerpo y oyendo una vez más aquellos pasos sin fin hasta que, en un momento dado, desaparecieron. Mi abuela se había equivocado; y yo respiré tranquilo.

Recuerdo aquel día como mi primer triunfo sobre la muerte, al que habrían de seguir luego muchos más, no siempre en circunstancias tan placenteras como aquella. Con pasos o sin ellos todo camino tiene su punto final y hoy sé que mi tiempo se acaba. Ignoro si será hoy o dentro de una semana, pero sé que mis días en este mundo no se cuentan ya en meses, ni en años. Yo, Guilhem Anelier, que durante tanto tiempo esquivé con pericia o fortuna toda suerte de peligros, que caminé tantas veces por el filo de la espada, que empuñé la lanza y la ballesta, que burlé a maridos confiados y engatusé con mis dulces canciones a damas de alta y baja cuna…, caí al final por el más estúpido de los delitos. Arruinado, hambriento y mal aconsejado, acepté tomar en mis manos metal de baja ralea y hacerlo pasar por buenas monedas de plata. No maté a nadie con ello, pero ya sabía cuando acepté la proposición que aquello podría acabar con mis huesos en prisión o, como me ocurrió, con una condena a muerte. No hay perdón posible para quien trata de engañar a un rey en lo que más daño puede hacerle: su dinero.

¿Cómo llegué a esta situación? Si retrocediese hasta el día de mi nacimiento buscando respuestas, quizá las encontrase todas, pero su abundancia me abrumaría y no creo que fuera capaz de hallar una coherente. En cambio, si desanduviera solo mis últimos pasos, encontraría un camino más sencillo, pero lleno de contradicciones. No, ni tan lejos ni tan cerca… Hoy, con la muerte por fin a punto de alcanzarme, sé con certeza que el día que lo cambió todo fue aquel en el que también estuve a punto de morir, lejos de este pútrido calabozo en Navarra y cerca de mi cuna. Aquel día salvé la vida, pero contraje una deuda perpetua. ¿De qué otro modo se puede compensar a quien te libra de morir? Pero me estoy adelantando… De eso hablaré más adelante pues, más importante que mi propia suerte, fue que, al unirme a mi señor, me encaminé a uno de los episodios más crueles que la historia haya conocido. Porque si en Toulouse reinaba la paz y las gentes se dedicaban a sus ocupaciones sin mayor miedo que el lógico temor a Dios, en Pamplona sus habitantes tenían motivos para temer no a Dios, sino a sus propios vecinos. Mi madre siempre lo decía, cuando mi hermano y yo nos enfadábamos por cualquier nimiedad y terminábamos a puñetazos: «Pelea de hermanos, pelea de diablos». ¡Qué razón tenía y cuántas veces hube de recordarlo durante aquellos años que pasé en una ciudad enfurecida, envenenada por el odio y la inquina entre sus propios pobladores! Sus nombres perviven en mi cabeza todavía: la bella y desdichada Anaïs; Blanca, la reina en la sombra; Monteagudo, el atormentado; Íñigo, el carpintero con corazón de fuego; Armengol, el obispo de alma frágil; Almoravid, el de mirada de acero… Estoy seguro de que ellos contarían lo que ocurrió de un modo diferente, pues rara vez coinciden las visiones que dos personas tienen sobre un mismo hecho, de igual manera que ante el juez nunca se ponen de acuerdo el tendero asaltado y el ladrón detenido. Pero esta es, en definitiva, mi historia. Si algún otro tiene necesidad de contar la suya, que lo haga.

¿Cambiaría mi suerte, si estuviese en mi mano? Me cuesta contestar… Por supuesto, no quiero morir. Mi juventud voló, pero aún siento curiosidad por lo que ha de venir y me gustaría disfrutar un poco más de los placeres de esta vida: la comida abundante después de haber pasado hambre, un trago de vino fresco para saciar la sed y nublar la mente, y los dulces labios de una mujer para calmar la ansiedad del espíritu. También sé que si hoy me encuentro aquí es porque mi corazón se ató a esta ciudad como lo hacen esos nudos que se aprietan más cuanto más se tira de los extremos. En uno de ellos estaba mi egoísmo, mi vanidad, mis ganas de ser lo que no me correspondía; en el otro, mi alma, mi pasión, mis ganas de amar y de ser amado. Y entre ellos la mujer por la que lo abandoné todo, por la que lo arriesgué todo…, por la que volvería a hacerlo mil veces si fuera necesario. Hoy mi amada es ya solo un recuerdo, pero su llama quema tanto como el primer día en que la vi, saliendo de la penumbra de un soportal a la claridad de la calle e iluminando para siempre mi vida con su luz.

En cualquier otro lugar nuestro romance hubiese sido muy distinto. Quizá hubiese abandonado la pluma y la espada para tomar un oficio, quizá nos hubiéramos casado o quizá hubiésemos tenido hijos. ¡Quién sabe!, quizá incluso nuestro amor se hubiese apagado en la quietud de una vida sin sobresaltos, sin temores, sin preocupaciones. Pero nuestro amor se forjó en unos momentos en los que sabíamos que cada instante podía ser el último, y nuestra ansia de amar sin pensar en un mañana nos unió para siempre.

Nadie va a salvarme de la muerte, de eso estoy seguro. Mis amigos, o eso decían que eran, me dieron la espalda; el juez se cansó muy pronto de mis torpes excusas y nadie está dispuesto ya a arriesgar nada por mí. Yo tampoco lo haría. Con

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos