Tiempo de tinta y ceniza

Lidia Herbada

Fragmento

Capítulo 1

1

Y tantas manos que han encerrado besos,
y tantas cosas que quiero olvidar

PABLO NERUDA

En la madrugada del 19 de enero de 1935, un gran estruendo reventaba los oídos de quienes vivían próximos al acueducto. El Viaducto de Madrid, tan sólido, se había hundido y tambaleaba los cimientos de las vidas de las hermanas Galiana.

Uno no entiende la vida de los adultos hasta que se hace mayor. De pequeños no comprendemos los actos de nuestros mayores, que aprendemos a interpretar a medida que crecemos y, entonces, llega el día en que los aborrecemos. Y en ese instante, solo en ese instante, uno repite los mismos movimientos, cayendo en los mismos errores. No somos más que una fila de botones parejos expuestos en el mostrador de la calle Carretas. La familia en la que naces, el tiempo, el lugar pueden marcar la vida de una persona. Dicen que la felicidad está hecha de un solo instante, y nosotros lo que más tememos es saltarnos ese preciso momento en el que podemos ser felices.

El griterío en el colegio al llegar al barrio de Argüelles la devolvía a los años de infancia, cuando jugaba a las muñecas con su hermana en la calle Sagasta. Ambas se tiraban del pelo, y no había dolor. Ahora el juguete y la golosina no servían de nada. Su madre las había protegido de todo mal con los abriguitos, lazos, sombreros, guantes, pero un día las niñas crecieron y decidieron su propio destino. A Carmen ya no le valía pasar las horas en el balcón tejiendo, con agujas largas, un punto del derecho y un punto del revés. La madeja se desmadejaba y parecía que quisiera escapar. Y vaya si lo hacía. Escapaba a un mundo nuevo en el que las letras se juntaban para dar forma a la poesía. Escapaba a conferencias en el Lyceum Femenino, donde escuchaba a Victoria Ocampo, la escritora argentina que impartía charlas sobre Harlem; mujeres así le demostraban que había otra vida al cruzar el charco. Escapaba a la Residencia de Señoritas y conocía a María de Maeztu, que con su cuerpo menudo podía levantar a todo un salón. Gracias a ellas, las mujeres no se vieron obligadas a alojarse en pensiones de mala muerte para poder estudiar, por fin contaban con un lugar decente en el que subsistir.

Tuvo también la gran suerte de ver por primera vez en escena Yerma, el drama lorquiano, con una de sus grandes actrices, Margarita Xirgu, de quien recordaba aquel texto que invitaba a «dejar el ramo de azucenas y meterse en el fango hasta la cintura para ayudar a los que buscaban [buscan] las azucenas». Aprendió que a la mujer le importaba mucho más el mundo de fuera que estar pendiente de perfilarse las cejas cuidadosamente depiladas, o de ladearse el sombrero. Escapaba por una ventana abierta y entonces encontraba un jardín repleto de azucenas.

Había nacido en una familia muy diferente a ella, o quizá ella era la diferente. Lo que sabía es que desde muy joven no encajaba en la sociedad que le había tocado vivir. Se percató de ello el día en que leyó el Romancero gitano en uno de los bancos de la Cuesta de Moyano y una corriente de emociones nuevas recorrieron su cuerpo. Desde ese momento supo que había alguien que podía explicar su mundo con versos. Alguien desconocido era capaz de poner nombre a todo lo que callaba su corazón. Le sorprendía que una persona ajena a su entorno supiera más de ella que su propia familia, lo que le provocaba un inmenso dolor. Pero, en lugar de quedarse cosiendo en la máquina Singer, optó por huir y unirse a una nueva familia. Una elegida por ella. Una alianza de intelectuales se había formado en torno a su corazón.

Aquella noche no pegó ojo, la habían invitado a pasar una velada en un sitio muy especial, la Casa de las Flores. Todo el mundo hablaba de ese edificio y de las manos prodigiosas del arquitecto Zuazo, que había construido algo muy diferente en el centro de Madrid. Estaba a medio camino entre la modernidad y la tradición. Se dirigió hacia ella, con el corazón en vilo, consciente de que iba a ser una de las tardes más importantes de su vida. Su amiga Aurora Casas no podía acompañarla, y eso la divertía aún más. Se sentía una chica rebelde rompiendo con lo que los demás esperaban de ella. Por fin descorría las cortinas de la vida sin el dolor de lo perdido. Ya no se veía forzada a medir las palabras o a cruzar las piernas como ellos querían que las cruzase. A veces, no nos salvaban las personas, nos salvaban los lugares, pero es verdad que, en esos mismos lugares, había personas que también nos salvaban.

Llegó a la calle Princesa con un aire de chica pizpireta, adorablemente bella y graciosa, con su larga melena rubia recogida con una horquilla de concha que dejaba caer unos mechones por el lateral de los hombros. Esta vez no la recorría para coger el tranvía y acudir a Parisiana a patinar con su gorro de lana hasta las orejas. De hecho, no lo había vuelto a pisar desde aquel momento en el que la vida había dejado de tener sentido. Ahora vislumbraba otro mundo bajo sus pies. El destino le daba otra oportunidad. Quería zambullirse en otras charlas, en otros cafés y olvidar esos ojos chispeantes que le perseguían desde hacía algún tiempo.

Madrid estaba tan vivo que invitaba a ello. Carmen observaba cómo cambiaba su ciudad, le gustaba formar parte de ello: hablar con el vendedor ambulante, con el perro que la miraba embelesado e incluso con el transeúnte que pasaba por su lado.

La calle estaba llena de señoras con sus cabritillas sobre los hombros, y señores con sombreros de ala paseaban periódico en mano por alguna de las anchas avenidas, sorteando la locura del tráfico de viandantes. Parecía que nadie quería quedarse ni un solo día en casa, y mira que la situación no invitaba al chato, pero aquí en Madrid la gente era jacarandosa, le gustaba salir y deambular por las calles. Carmen miró de soslayo la esquina, cuántas tardes tomó café en esos soportales, entrelazando sus manos con otras manos que sostenían miradas furtivas. Un deseo que sabía que tenía que apagar, y qué mejor que sofocarlo con la excitación de gente nueva.

Cruzar la calle se convertía en una odisea; ese mismo año el ayuntamiento había tenido la brillante idea de quitar los semáforos, pretendían que los ciudadanos se rigieran por las normas tradicionales de tránsito y estacionamiento. Carmen se deslizó entre los coches y estos se detuvieron a su paso bajando la ventanilla. Era una mujer diferente al resto, no llevaba sombrero de rafia ni chales de batik, no solo era bonita, sino que dejaba escapar una impronta de seguridad, y eso resultaba cautivador para el género masculino. Transmitía una alegría sincera, nunca mostraba sus tristezas más profundas, era sin duda una mujer bella y natural con un mundo interior rico. Con las esposas hablaban, pero con ella las conversaciones subían a un estadio superior: se podía dialogar sobre el último estreno en el Teatro Calderón, el quinto gabinete Lerroux o la nueva sala del Museo del Prado. Todo en ella era fascinante; una mujer ilustrada que volvía locos a los hombres sin el menor

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos