Los mil nombres de la libertad

María Reig

Fragmento

Capitulo I
I

Cuando el céfiro sople
y te encuentre la libertad,
pregunta cuál es su nombre…

Los labios de Blanca se movían, sin saber, tratando de averiguar cómo terminaba aquella cancioncilla que en la infancia su madre había convertido en nana para ella y sus hermanos. La llegada a una edad adulta que no admitía prórrogas había ensombrecido los versos de un final que ahora se le resistía. Sin dejar de admirar el paisaje dorado, intentaba no cejar en aquella búsqueda melódica. El mar, que siempre la había acompañado, incluso cuando no era capaz de verlo, se perdía en una calidez robada a golpe de pincel. El piar de unas gaviotas, que surcaban cielos infinitos de nubes hechiceras que borraban su silueta, se escuchaba más allá de la ventana. Empapó la brocha más fina en aquella combinación de verdes que, en un par de segundos, mutaría en frescas hojas de un frutal.

La algarabía de la calle, en disminución a esas alturas de la jornada, se colaba en su tarea y limitaba su inspiración. De tanto en tanto, también sus hermanos pequeños, Alejandra y Lorenzo, entraban en el gabinete donde estaba instalado el caballete en busca de divertimentos. Frunció el ceño, olvidando todo lo demás, y permitió que la pintura hiciera magia y cumpliera los deseos de su mente. De pronto, la puerta se abrió con un ímpetu mayor al de las ocasiones anteriores. Blanca se rindió entonces y soltó su instrumento creativo sobre la tabla en la que, con mimo, había creado un arcoíris de mezclas exquisitas y grotescas.

—Blanca, hija mía, debes comenzar a prepararte para la fiesta de esta noche. Llegaremos tarde.

—Sí, madre. Ya mismo voy. ¿Ha visto a Inés?

—No, no la he visto. Esta niña acabará con mis nervios. Salió hace un par de horas con una de las doncellas a dar un paseo y todavía no ha regresado.

No hizo falta que madre e hija aguardaran mucho más. Mientras cada una en sus aposentos y con ayuda del servicio se preparaban para asistir al baile, Inés, la hija mediana, apareció. Con energía, mientras mordisqueaba un trozo de pan que había cogido de la cocina, empezó a opinar sobre el vestido que había elegido su hermana para el evento. Las dos compartían habitación junto con la más pequeña, Alejandra. Obviando sus comentarios, la empleada que la había acompañado comenzó a desvestirla para que ella también se compusiera. En lo que esta alcanzó el vestido que reposaba sobre la cama, Inés se recolocó la camisa, el corsé y las enaguas a su modo.

—¿Dónde has estado? Estábamos preocupadas —le preguntó Blanca.

—Paseando por la Alameda. Necesito que me dé el aire, ejercitarme. No sé cómo eres capaz de estar tantas horas metida en el gabinete. ¿Terminaste ya el paisaje que quieres regalar al general el día de vuestra boda?

—No, todavía no. Pero falta poco. Quiero esmerarme en los detalles para que sea lo más realista posible. No soportaría que no le gustara mi primer obsequio como su esposa.

—Seguro que le encantará. Es un buen hombre. Si no se maravilla, disimulará —bromeó la más joven de las dos al tiempo que se abrochaba uno de los pendientes de coral.

—¡Inés! —No pudo evitar reírse, pero pronto recuperó la seriedad y reflexionó—. No me creo que en una semana vayamos a unirnos en matrimonio.

—Yo tampoco. Te echaré en falta aquí —confesó Inés.

—Pronto tendrás tu momento también, hermana.

Inés sonrió ilusionada. El anuncio de que sus padres ya estaban dispuestos a partir sirvió de acicate para que ambas remataran su atildamiento y bajaran al zaguán, donde los señores esperaban pacientes. De fondo, las vanas quejas de los pequeños de la casa, demasiado jóvenes para alternar en sociedad, y el ruido incesante del funcionamiento de un hogar burgués. Las puertas de madera de la casa de los De Villalta, coronadas con escudo, balcón y mirador, se cerraron con delicadeza. Las muchachas, pertrechadas con capotas, chales, guantes y abanicos, se unieron a sus padres y juntos marcharon por la calle del Castillo hacia la plaza de la Pila, donde se hallaba el palacio de Carta, la fastuosa residencia de los Rodríguez Carta. Durante el trayecto, las señoritas jugaron a adivinar, entre susurros, qué personalidades asistirían a aquel festejo. Los nombres del mariscal O’Reilly, nombrado segundo cabo y comandante general de las islas Canarias casi dos meses atrás; del marqués de Villanueva del Prado, que había sido presidente de la Junta Suprema de las islas al inicio de la guerra, y de las familias Murphy o Guezala se colaron entre las suposiciones de las hijas de Lorenzo de Villalta.

Cuando por fin cruzaron el umbral de aquel bello palacete construido en el siglo XVIII, observados desde lo alto por el inmaculado reloj que decoraba la fachada junto a una coqueta balconada, las hermanas examinaron con sus ojos castaños cada rincón del patio. Ya en el salón, rodeadas de los vestidos de muselina y de los fracs de las más mayúsculas fortunas del Santa Cruz de Tenerife de 1815, pudieron disipar sus dudas. Blanca de Villalta enseguida se reunió con su prometido, el general don Julio Gutiérrez del Peral, no sin que antes su futuro esposo saludase al resto de la familia. Don Lorenzo intercambió un par de frases sobre negocios con el que pronto sería su yerno, procedente de una familia hidalga de origen castellano dedicada al comercio de barrilla. Al despedirse, Inés observó con ternura la sonrisa complaciente de su hermana, ya del brazo de su prometido, mientras seguía a sus padres hacia el sinfín de cortesías que se exigían de ella en aquellos eventos —máxime si deseaba causar buena impresión en posibles pretendientes—.

La joven apretó la cuerda del ridículo. Durante las últimas semanas, en previsión de la celebración de aquella velada, fuera de la temporada oficial de bailes, había aceptado tres peticiones de caballeros que deseaban convertirse, por unos minutos, en sus compañeros de danza. La apertura no tardaría en producirse y debía asegurarse de estar visible para el primer acompañante. Sin embargo, hasta ese instante, su lugar estaba al lado de sus padres, quienes no parecían precisar un momento de calma para tomar aire entre charla y charla. Ella, inquieta en casa pero tímida en sociedad, trataba de seguir el ritmo de cumplidos y saludos con diligencia. Los parloteos de aquellos encuentros siempre se nutrían de las noticias, más o menos ciertas, que se escapaban imprudentes de los barcos que atracaban en el puerto, exordio y fin de las más excitantes expediciones. También de chismes y medias verdades. Justo en esos momentos, Inés buscaba eludir cualquier chascarrillo o pregunta malintencionada, ser dueña de su temple. Y es que en el aire festivo de cualquier evento social se colaba, desde hacía un tiempo, el aroma azufroso de los bisbiseos sobre las recientes desventuras de la familia De Villalta.

Después del segundo baile de Inés, don Lorenzo, de salud frágil desde hacía décadas, se sentó en una butaca próxima. Ella, que había divisado a lo l

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