Las lágrimas de Isis

Antonio Cabanas

Fragmento

Introducción

Introducción

Fui hermana de leche de la mujer que dominó el mundo. Mi madre, Sat Ra, nodriza real, nos dio la vida de nuevo con la misma generosidad con que los campos hacen germinar las cosechas durante la estación de Shemu. Ella nos alimentó durante casi seis años, como si fuese tierra labrada por campesinos a quienes Min, el dios de la fertilidad, el eterno erecto, hubiera colmado de trigales. Ambas mamamos del mismo pecho para crear un vínculo tan poderoso como el de la sangre. Ese fue mi privilegio, el de criarme junto a la hija de un dios a quien nunca abandonaría, que gobernaría Kemet[1] enfrentándose a todo y contra todos. Mi madre le dio el coraje y los dioses su favor, para que no desfalleciera en la lucha. El duro granito forjó su voluntad para que se impusiera en un mundo de hombres. Ella se alzó cual una estrella rutilante para mostrar a la Tierra Negra[2] un brillo diferente, desconocido hasta entonces, quizá surgido de la esencia divina de la que aseguraba hallarse impregnada. Había nacido para ser faraón, independientemente del carácter de su naturaleza, aunque ello cubriera su camino de piedras, alguna tan ciclópea como las que se alzan en los templos. Mas los impedimentos no eran obstáculo ante su determinación, la misma que le transmitiera su abuela, la de unos ancestros que habían liberado Egipto del yugo de los reyes extranjeros, tras grandes padecimientos.

Durante los últimos años me he preguntado cómo hubiese sido su vida de haberse limitado a ostentar sus derechos como Gran Esposa Real, tal y como le correspondía, aunque la respuesta termine por perderse por los recovecos de las ilusiones. En la vida de mi hermana no había lugar para las entelequias; daba igual el precio que tuviera que pagar por ello. Siempre existe un coste, pero a ella no le importó, aunque esto le ocasionaría un gran sufrimiento y la renuncia a la felicidad junto al hombre al que entregaría su amor. La Tierra Negra era lo primero, y ella estaba dispuesta a gobernarla al precio que fuera. ¿Acaso no estaba legitimada para hacerlo?

Sobre esta cuestión nunca albergaría dudas. Desde la niñez ella sabía cuál era la senda que le pertenecía y lo que debía hacer para recorrerla. Yo la acompañé en cada tramo, quizá para cuidar de la parte mortal que toda diosa reencarnada pudiera poseer. Horus nunca tuvo mayores motivos para hacerlo, ni Egipto mejor oportunidad para sentar en su trono a quien correspondía. Mi hermana le dio lustre, como a todo aquello que pasó por sus manos, hasta engrandecer el país de las Dos Tierras[3] con los más fastuosos templos jamás erigidos junto a las orillas del Nilo. Así fue como Kemet cobró una nueva dimensión, en tanto las gentes cantaban alabanzas a quien había hecho posible tanta prosperidad. Años de paz y abundancia en los que no hubo lugar para el corazón atribulado. Pero ¿cómo fue posible aquel milagro?, ¿cómo pudo mi hermana acometer aquella obra; emprender semejante aventura?

Muchos han sido los que se han atrevido a ofrecer sus respuestas, casi todas pregonadas al abrigo de las sombras, sin superar los susurros, como corresponde al teatro de las maquinaciones. Mi hermana las conocía todas, como también sabía que en los siglos venideros los hombres escribirían acerca de ella, de su memoria casi siempre incomprendida, cuando no tergiversada, con la osadía que da el desconocimiento, y la ligereza que proporciona el paso del tiempo. Poco le importaba, pues estaba convencida que su recuerdo saldría triunfante sobre el implacable olvido con el que las gentes del Nilo intentarían sepultar su historia. Mas todo resultaría en vano, pues tal era su grandeza. Quienes la conocimos sabíamos lo que se ocultaba detrás del escenario de tanta insidia: el temor.

Mi hermana llegaba a la Tierra Negra con un mensaje demasiado peligroso para los poderes establecidos. Era portadora de un nuevo orden que apuntaba directamente al trono de Horus por voluntad divina, y representaba una gran amenaza para los defensores de lo inmutable.

Alguno de los que se cruzaron en su camino fueron víctimas de su propia mediocridad, otros, en cambio, mostraron su genio, del que ella se valió para engrandecer Kemet y también a sí misma. Acrecentó su poder cuanto pudo y se reveló maestra en el juego de las ambiciones. Fueron muchos los que entablaron partida con ella y yo los conocí a todos. La leche que compartimos sirvió para que comprendiera cada uno de sus movimientos y también para saber el gran corazón que ella atesoraba. Sat Ra, mi madre, nos crio bien, y fue tan grande el amor que sentimos por ella, que cuando Osiris la llamó ante su presencia, su hija adoptiva ordenó que Egipto entero se cubriera de luto, al tiempo que permitía su entierro en la necrópolis real; de este modo Sat Ra sería la primera persona no perteneciente a la realeza en tener una sepultura en el Valle de los Reyes.

La vida de mi hermana supuso un interludio en el entrechocar de las armas, un paréntesis entre dos guerreros, los más grandes que diera Egipto, para quienes el mundo se quedaba sin fronteras. Durante dicho tiempo la Tierra Negra detuvo su carrera para tomar aliento, aunque más tarde la reiniciara con mayor ahínco; así es la guerra cuando dicta su condena; incapaz de escuchar razones. Mi hermana no tuvo necesidad de dárselas, pues nunca abrió la puerta ante su llamada; el Egipto que ella soñaba se dibujaba en los mapas de la prudencia, con cálamos cuyos trazos quizá resultaran demasiado sutiles para todo aquel ajeno a la espiritualidad que ella poseía. ¿Fue todo un espejismo?

Es posible que los milenios venideros escriban sobre mi tiempo desde una perspectiva que invite así a creerlo. Sin embargo, todo fue real, demasiado quizá para quienes veían peligrar sus ambiciones; hombres y mujeres.

Con coraje y determinación, mi real hermana alteró el pulso del país de las Dos Tierras con el beneplácito del rey de los dioses. Amón siempre le sonrió, como haría un padre con su hija bienamada. Ella fue tocada por la gracia divina y así quedó inscrito en los muros de su gran templo, el Djeser Djeseru, para pasmo de los siglos venideros. El Oculto fue su valedor, aunque a la postre presenciara con pesar el alcance de las maquinaciones humanas.

Todo lo que se cuenta en este libro ocurrió tal y como yo lo vi y, al comenzar mi historia, la emoción me embarga el corazón al recordar los nombres de aquellos que tomaron parte activa en ella. Sus rostros se me presentan de nuevo, algunos sonrientes, otros taciturnos, impenetrables, o incluso siniestros. Son muchos los que conforman este relato, todos con sus intereses, pues la sombra del poder es como el agua en la crecida, capaz de hacer germinar los campos de la ambición. Personajes de la talla de Senenmut o Ahmés Nefertary surgen como gigantes en la tierra del pigmeo, montañas que se me antojan inaccesibles para el resto de los mortales. Sin ellos esta historia hubiera sido imposible, pues ambos escribieron su argumento, de una u otra forma, con la sabiduría de los elegidos. Quizá por tal motivo haya decidido respetar el papel de cuant

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