Árbol de humo

Denis Johnson

Fragmento

cap-1

1963

Habían matado al presidente Kennedy a las tres de la madrugada de la noche anterior. El marinero Houston y los otros dos reclutas estaban durmiendo mientras las primeras informaciones daban la vuelta al mundo. Había un pequeño local nocturno en la isla, un bar de copas ruinoso con enormes ventiladores giratorios y una máquina de millón; los dos marines que regentaban el bar pasaron a despertarlos y les contaron lo que le había pasado al presidente. Los dos marines se sentaron con los tres marineros en el barracón de acero para reclutas de paso, mirando cómo el aparato de aire acondicionado goteaba dentro de una lata de café y bebiendo cerveza. La emisora de la cadena de las Fuerzas Armadas de la bahía de Subic se pasó la noche entera funcionando, emitiendo boletines sobre aquel asesinato inconmensurable.

Ahora ya era media mañana, y el marinero en prácticas William Houston Jr. empezó a sentirse sobrio otra vez mientras merodeaba por la selva de la Isla Grande con un rifle del calibre 22 prestado en las manos. Se suponía que había jabalíes salvajes deambulando por las instalaciones militares de aquella isla, que era lo único de las Filipinas que él había visto hasta aquel momento. No sabía qué pensar de aquel país. Lo único que quería era ir de caza por la selva. Se suponía que por allí había jabalíes salvajes.

Caminó con cautela, pensando en serpientes y tratando de no hacer ruido porque si había jabalíes quería oírlos antes de que cargaran contra él. Era consciente de estar magníficamente tenso. Por todos lados lo rodeaban los diez mil sonidos de la selva, así como los chillidos de las gaviotas y de la espuma lejana, y si se quedaba quieto del todo y escuchaba un momento, también podía oír la risita sofocada del pulso en el calor de su carne y el crujido del sudor en sus oídos. Si se quedaba inmóvil únicamente otro par de segundos, los bichos lo encontraban y se ponían a berrear alrededor de su cabeza.

Apoyó el rifle sobre el tocón de un platanero y se quitó la cinta del pelo y la escurrió, después se secó la cara y se quedó allí un rato de pie, apartando los mosquitos con el trapo y rascándose la entrepierna con gesto ausente. Cerca de allí, una gaviota parecía estar teniendo una discusión consigo misma, una serie de chillidos de protesta alternados con graznidos graves de disensión que sonaban como alguien diciendo «¡Uh! ¡Uh! ¡Uh!». Y algo que se movía de árbol en árbol atrajo la mirada del marinero Houston.

Mantuvo la vista clavada en el punto donde lo había visto, entre las ramas de un árbol del caucho, y estiró el brazo para coger el rifle sin alterar la dirección de su mirada. La cosa se volvió a mover. Ahora vio que se trataba de alguna clase de mono, no más grande que un perro chihuahua. No era precisamente un jabalí salvaje, pero se presentaba a sí mismo como algo que mirar, agarrado al tronco del árbol con la mano izquierda y ambos pies y hurgando en la fina corteza con aire de prisa minuciosa y exasperada. El marinero Houston enfocó la flaca espalda del mono en la mirilla del rifle. A continuación levantó el cañón unos cuantos grados y centró la cabeza del mono en la mira. Sin pensar realmente en nada en absoluto, apretó el gatillo.

El mono pegó el cuerpo al árbol, extendió los brazos y las piernas en gesto entusiasta, y por fin, echando las dos manos hacia atrás como si tratara de rascarse la espalda, cayó al suelo dando tumbos. Al marinero Houston le aterró ver sus convulsiones allí. El animal se levantó como pudo, haciendo fuerza con un brazo contra el suelo, y se sentó con la espalda pegada al tronco del árbol y las piernas extendidas ante sí, como alguien que descansa después de una tarea laboriosa.

El marinero Houston se acercó unos cuantos pasos más con cautela y desde apenas unos metros de distancia vio que el pelaje del mono era muy brillante y que tenía un tinte como de jena a la sombra y un tinte rubio a la luz, mientras las hojas se movían sobre el mismo. Ahora el animal miraba de un lado a otro, con el aliento saliéndole a grandes y rápidas bocanadas y la barriga ensanchándose tremendamente cada vez que respiraba, como si fuera un globo. El disparo había sido bajo y le había salido por el abdomen.

El marinero Houston sintió que a él también se le partía el estómago por la mitad.

—¡Dios bendito! —le gritó al mono, como si este pudiera hacer algo para remediar su estado vergonzoso y odioso.

Pensó que le iba a explotar la cabeza si el sol de media mañana seguía inflamando toda la selva a su alrededor y las gaviotas seguían chillando y el mono no dejaba de contemplar su entorno con cautela, moviendo la cabeza y los ojos negros de un lado a otro como si estuviera siguiendo el progreso de alguna conversación, de algún debate, de alguna pugna que la selva, la mañana, el momento, estaban teniendo consigo mismos. El marinero Houston caminó hasta el mono y dejó el rifle en el suelo a su lado y levantó al animal con las dos manos, sosteniendo las nalgas con una y la cabeza con la otra. Con fascinación, y luego con repulsión, se dio cuenta de que el mono estaba llorando. La respiración le salía entrecortada y cada vez que parpadeaba se le inundaban los ojos de lágrimas. Miraba a un lado y a otro, y no parecía que estuviera más interesado en él que en todo lo demás que podía estar viendo.

—Eh —le dijo Houston, pero el mono no pareció oírlo.

El mono todavía estaba en sus manos cuando le dejó de latir el corazón. Él lo zarandeó, pero sabía que era inútil. Sintió que todo era culpa suya, y aprovechando que no había testigos, se permitió echarse a llorar como un niño. Tenía dieciocho años.

Cuando regresó al bar situado junto a la orilla, Houston vio que en la playa gris había embarrancado un banco de medusas de color violáceo, cientos de ellas, cada una del tamaño aproximado de una mano humana, traslúcidas y secándose bajo el sol. El pequeño puerto de la isla estaba vacío. La única embarcación que llegaba hasta allí era el ferry de la base naval situada al otro lado de la bahía de Subic.

A escasos metros de distancia, un par de cabañas de bambú dominaban la franja de arena bajo unos árboles palaciegos que rociaban sus tejados de una fina lluvia de pequeñas flores purpúreas. De dentro de una de las cabañas llegaban los gritos de una pareja haciendo el amor, de una puta, supuso el marinero Houston, y un marinero. Houston se puso en cuclillas a la sombra y estuvo escuchando hasta que ya no oyó más risitas, ni más jadeos, y un lagarto que había en el alero del tejado de la cabaña empezó a llamar, con un breve trino a modo de anuncio seguido de una serie de risotadas ásperas y entrecortadas: «gek-ko, gek-ko, gek-ko».

Al cabo de un momento el hombre salió, un hombre de cuarenta y tantos con el pelo al rape, una toalla blanca anudada por debajo de la barriga y un cigarrillo agarrado entre los dientes incisivos, y allí se quedó plantado con las piernas separadas, aguantándose la toalla en la cadera con una mano, observando algo cercano pero invisible, y meciéndose. Probablemente un oficial. Cogió el cigarrillo entre el pulgar y el índice, le dio una calada y soltó una nubecilla que le envolvió la cara.

—Otra misión cumplida —dijo.

Se abrió la puerta delantera de la cabaña vecina y una filipina desnuda tapándose la entrepierna con la mano dijo:

—No le gusta hacerlo.

El oficial gritó:

—¡Eh, Lucky!

Un hombre asiático y bajito salió a la puerta, completamente vestido con el uniforme militar.

—¿No se lo has hecho pasar en grande?

—Podría darme mala suerte —dijo el hombre.

—Karma —dijo el oficial.

—Podría ser —dijo el hombrecillo.

—¿Andas buscando una cerveza? —le dijo el oficial a Houston.

Houston había tenido intención de marcharse. Ahora se dio cuenta de que se había olvidado de irse y de que el hombre le estaba hablando a él. Con la mano libre el hombre tiró el cigarrillo y apartó a un lado la tela de su toalla. Luego le dijo a Houston, mientras soltaba un chorro casi recto hacia abajo que espumeó sobre la tierra, destruyendo la colilla de su cigarrillo:

—Si ves algo que valga la pena mirar, me lo dices.

Sintiéndose tonto, Houston entró en el bar. Dentro había dos jóvenes filipinas con vestidos de flores de colores vivos jugando a la máquina de millón y hablando tan deprisa, mientras los ventiladores enormes rotaban encima de ellas, que el marinero Houston sintió que perdía el equilibrio. Sam, uno de los marines, estaba de pie detrás de la barra.

—Calla, calla —dijo.

Levantó la mano, con la cual estaba sosteniendo una espátula.

—¿Qué he dicho? —preguntó Houston.

—Perdona. —Sam inclinó la cabeza hacia la radio, concentrándose en su sonido como si fuera ciego—. Han cogido al tipo.

—Eso ya lo dijeron antes del desayuno. No es nuevo.

—Hay más sobre él.

—Vale —dijo Houston.

Bebió agua con hielo y escuchó la radio, pero ahora mismo tenía tal dolor de cabeza que no podía distinguir ni una sola palabra.

Al cabo de un rato entró el oficial, vestido con una gigantesca camisa hawaiana estampada y acompañado del joven asiático.

—Coronel, lo han cogido —le dijo Sam al oficial—. Se llama Oswald.

—¿Qué clase de nombre es ese? —dijo el coronel, aparentemente tan escandalizado por el nombre del asesino como por su atrocidad.

—Cabronazo de mierda —dijo Sam.

—Cabronazo —dijo el coronel—. Espero que le vuelen las pelotas de un tiro. Espero que le metan una bala por el culo. —Secándose las lágrimas sin pudor, dijo—: ¿Oswald es el nombre de pila o el apellido?

Houston se dijo que primero había visto a aquel oficial mear en el suelo y ahora lo estaba viendo llorar.

—Señor —le dijo Sam al joven asiático—, somos de lo más hospitalario. Pero por lo general aquí no servimos a militares filipinos.

—Lucky es de Vietnam —dijo el coronel.

—Vietnam. ¿Se ha perdido?

—No, no perdido —dijo el hombre.

—Este tipo —dijo el coronel— ya es piloto de avión. Es un capitán de la Fuerza Aérea de Vietnam del Sur.

Sam le preguntó al joven capitán:

—Bueno, ¿hay guerra allí o qué? Guerra… Ratatatatatatá. —Puso las dos manos como si llevara una metralleta y las sacudió al unísono—. ¿Sí? ¿No?

El capitán apartó la mirada del americano, formó mentalmente las frases, las practicó, volvió a girarse y dijo:

—No sé si guerra. Mucha gente muerta.

—Ya es eso —asintió el coronel—. Eso cuenta.

—¿Qué estás haciendo aquí?

—Estoy aquí por formación de helicóptero.

—No parece que tengas edad ni para ir en triciclo —dijo Sam—. ¿Qué edad tienes?

—Veintidós años.

—Le voy a dar su cerveza a este pequeño chimpa. ¿Te gusta la San Miguel? ¿Te importa que te llame chimpa? Es una mala costumbre que tengo.

—Llámalo Lucky —dijo el coronel—. El hombre te invita, Lucky. ¿Qué bebes?

El chico frunció el ceño, deliberó interiormente con aire misterioso y dijo:

—Me gusta la Lucky Lager.

—¿Y qué clase de cigarrillos fumas? —preguntó el coronel.

—Me gusta el Lucky Strike —dijo, y todos se rieron.

De pronto Sam miró al joven marinero Houston como si acabara de reconocerlo y dijo:

—¿Dónde está mi rifle?

Por una fracción de segundo, Houston no tuvo ni idea de a qué se estaba refiriendo el otro. Después dijo:

—Mierda.

—¿Dónde está?

Sam no daba muestras de un gran interés, solamente curiosidad.

—Mierda —dijo el marinero Houston—. Voy a por él.

Tuvo que regresar a la selva. Hacía el mismo calor y había la misma humedad. Los mismos animales estaban haciendo los mismos ruidos y la situación era igual de terrible: estaba lejos de los escenarios de su memoria y la marina todavía lo tenía durante dos años más, y el presidente, el Presidente de su país, seguía estando muerto. Pero el mono había desaparecido. El rifle de Sam estaba tirado en la maleza, donde él lo había dejado, y el mono ya no estaba por ningún lado. Algo se lo había llevado.

Él había esperado verse forzado a verlo de nuevo. Así que le alivió echar a andar de vuelta al bar sin tener que mirar lo que había hecho. Y sin embargo entendía, sin demasiada alarma ni intranquilidad, que nunca más se libraría de aquella imagen.

El marinero Houston fue ascendido una vez y luego degradado. Tuvo ocasión de vislumbrar algunas de las grandes capitales del Sudeste Asiático, caminó por noches húmedas en las que la brisa maloliente agitaba los faroles de las calles, pero nunca pasó el suficiente tiempo en tierra firme como para acostumbrarse, solo lo bastante como para sentirse confuso, para ver parpadear las caras y oír la risa de los que sufrían. Cuando terminó el servicio se reenganchó, fascinado sobre todo por el poder para crear su destino mediante el simple acto de firmar un papel.

Houston tenía dos hermanos menores. El más cercano a él en edad, James, se alistó en la infantería y lo mandaron a Vietnam, y una noche justo antes de terminar su período de reenganche en la marina, Houston cogió un tren desde la base naval de Yokosuka, Japón, hasta la ciudad de Yokohama, donde él y James habían quedado en reunirse en el Peanut Bar. Era 1967, más de tres años después del asesinato de John F. Kennedy.

En el vagón de tren, Houston se sintió un gigante que miraba por encima de las cabezas de pelo negro. Los pequeños pasajeros japoneses se lo quedaban mirando sin alegría, sin piedad, sin vergüenza, hasta que se sintió como si le estuvieran retorciendo el pescuezo. Se bajó y mantuvo una trayectoria recta bajo la llovizna vespertina siguiendo las vías mojadas del tranvía hasta el Peanut Bar. Tenía muchas ganas de decir algo en inglés.

El Peanut Bar era grande y estaba abarrotado de marineros y de muchachos de aspecto pulcro de la marina mercante, y las voces le resonaron espesas en la cabeza y el humo le llenó los pulmones.

Encontró a James cerca del escenario y se le acercó con la mano extendida para estrechársela.

—¡Me voy de Yokosuka, tío! ¡Me vuelvo a embarcar! —fue lo primero que dijo James.

La banda ahogó su saludo: un cuarteto de imitadores japoneses de los Beatles con deslumbrantes trajes blancos de flecos. James, vestido de civil, estaba sentado frente a una mesilla mirándolos, pendiente de nada más que el espectáculo, y Bill le lanzó un cacahuete a la boca abierta.

James señaló a los músicos.

—Pero esto es una ridiculez.

Tenía que gritar para que se le oyera aunque fuera un poco.

—¿Qué puedo decir? No estamos en Phoenix.

—Casi tan ridículo como tú vestido de marinero.

—Me soltaron hace dos años y me he reenganchado. No sé… lo hice sin pensar.

—¿Estabas taja?

—Estaba bastante taja, sí.

A Bill Houston le asombró descubrir que su hermano ya no era un niño. James llevaba un corte de pelo al cepillo que hacía que su mandíbula pareciera ancha y fuerte, y estaba sentado con la espalda recta, sin parecer incómodo ni nervioso. Hasta vestido de civil parecía un soldado.

Pidieron cerveza en jarra grande y se mostraron de acuerdo en que, salvo por algunos detalles extraños como el Peanut Bar, a los dos les gustaba Japón —aunque hasta aquel momento James no había pasado más que seis horas en el país entre vuelos, y por la mañana iba a coger otro avión para Vietnam—, o por lo menos a los dos les parecían buena gente los japoneses.

—He venido a decirte —dijo Bill cuando la banda hizo una pausa y sus voces volvieron a oírse— que estos japos lo tienen todo bien atado y bajo control. En cambio, en los trópicos, tío, una puta mierda. Todo el mundo tiene el cerebro de papilla hervida.

—Eso me dicen. Supongo que lo voy a averiguar.

—¿Qué pasa con los combates?

—¿Qué pasa?

—¿Qué dicen?

—Sobre todo dicen que tú disparas a los árboles y que los árboles te devuelven los disparos.

—Pero en serio. ¿Está muy mal la cosa?

—Supongo que lo voy a averiguar.

—¿Tienes miedo?

—Cuando estaba de instrucción vi cómo un tío le pegaba a otro un tiro por accidente.

—¿Sí?

—En el culo, por increíble que parezca. Fue un accidente.

—Yo vi a un tío asesinar a otro en Honolulu —dijo Bill Houston.

—¿Cómo, en combate?

—Bueno, aquel cabrón le debía dinero al otro cabrón.

—¿Dónde fue, en un bar?

—No, en un bar no. El tío se acercó a la parte de atrás del edificio de apartamentos del otro y lo llamó para que saliera a la ventana. Pasábamos caminando por allí cerca y el tío dijo: «Un momento, tengo que hablar con ese tío sobre una deuda». Hablaron un momento y luego el tío con el que yo estaba le pegó un tiro al otro. Pegó su pistola a la mosquitera de la ventana y pum, un solo tiro, así tal cual. Una automática del cuarenta y cinco. El tío cayó hacia atrás dentro de su apartamento.

—Tienes que estar de broma.

—No. No es broma.

—¿Lo dices en serio? ¿Tú estabas allí?

—Pasábamos por allí. Yo no tenía ni idea de que iba a matar a alguien.

—¿Y qué hiciste?

—Pues cagarme en los pantalones. Él tío se dio la vuelta y se metió la pistola debajo de la camisa y dijo: «Eh, vamos a tomar unas birras». Como si el incidente quedara borrado.

—¿Y tú qué le comentaste?

—Casi no quise mencionarlo.

—Ya sé… es que, joder, ¿qué vas a decir?

—Te aseguro que me estaba preguntando si él me consideraba un testigo. Es por eso por lo que me he perdido el embarque. El tío estaba en nuestro barco. Si me hubiera embarcado con él, me habría pasado ocho semanas sin cerrar los dos ojos.

Los hermanos bebieron simultáneamente de sus jarras y luego los dos buscaron en su mente algo de que hablar.

—Cuando al tío aquel le pegaron un tiro en el culo —dijo James—, entró inmediatamente en estado de shock.

—Mierda. ¿Cuántos años tienes?

—¿Yo?

—Sí.

—Casi dieciocho —dijo James.

—¿Y el ejército te deja alistarte con diecisiete?

—No. Les mentí.

—¿Tienes miedo?

—Sí. No todo el tiempo.

—¿No todo el tiempo?

—No he visto ningún combate. Quiero verlo, el rollo real, el rollo de verdad. Simplemente quiero.

—Cabroncete chiflado.

La banda reanudó su actuación con un tema de los Kinks titulado «You Really Got Me».

You really got me…

You really got me…

You really got me…

No pasó mucho tiempo antes de que los hermanos se pusieran a discutir por cualquier tontería y Bill Houston derramara una jarra de cerveza en el regazo de alguien que estaba en la mesa de al lado: una chica japonesa, que se limitó a encorvar los hombros y a poner cara triste y humillada. Estaba sentada con una amiga suya y también con dos americanos, dos muchachos que no supieron cómo reaccionar.

La cerveza chorreaba del borde de la mesa mientras James intentaba con torpeza volver a poner de pie la jarra caída, diciendo:

—A veces se pone así. Es lo que hay.

La chica no movió ni un músculo para colocarse en otro sitio. Se estaba mirando el regazo.

—¿Qué nos pasa? —le preguntó a su hermano—. ¿Estamos mal de la cabeza o algo así? Cada vez que nos juntamos pasa algo malo.

—Ya sé.

—Algo no chuta.

—No chuta, es una mierda, ya sé. Porque somos familia.

—La misma sangre.

—Toda esa mierda ya no me importa.

—Tiene que importarte algo —insistió James—. Si no, ¿por qué ibas a darte la paliza de venir hasta Yokohama para verme?

—Sí —dijo Bill—. En el Peanut Bar.

—¡El Peanut Bar!

—¿Y por qué he perdido mi embarque?

—¿Has perdido tu embarque? —dijo James.

—Tendría que haber zarpado esta tarde a las cuatro.

—¿Y no has ido?

—El barco debe de estar ahí todavía. Pero me imagino que ya habrán salido del puerto.

Bill Houston sintió que se le inundaban los ojos de lágrimas, que lo estrangulaba una emoción repentina causada por su vida y por aquel lugar donde todo el mundo conducía por la izquierda.

—Nunca me has caído bien —dijo James.

—Ya sé. Tú a mí tampoco.

—Tú a mí tampoco.

—Siempre me has parecido un pichacorta hijoputa —dijo Bill.

—Yo siempre te he odiado —dijo su hermano.

—Joder, lo siento —le dijo Bill Houston a la chica japonesa.

Se sacó algo de dinero de la billetera y lo tiró sobre la mesa mojada, cien yenes o mil yenes, no lo podía ver bien.

—Es mi último año en la marina —le explicó a la chica. Le habría tirado más, pero tenía la billetera vacía—. Me topé con este océano y me morí. Podrían perfectamente llevar mis huesos a casa. Soy otra persona.

* * *

La tarde de aquel día de noviembre de 1963, el día después del asesinato de John F. Kennedy, el capitán Nguyen Minh, el joven piloto de la Fuerza Aérea de Vietnam, se sumergió con máscara y esnórquel frente a la orilla de la Isla Grande. Era una pasión que acababa de descubrir. La experiencia se parecía a lo que los pájaros debían de disfrutar en el aire, planeando por encima del paisaje, impulsados por la acción de sus propios miembros, volando de verdad por oposición al mero hecho de pilotar una máquina. Las aletas palmeadas que tenía sujetas a los pies le dieron un gran impulso mientras pasaba a toda velocidad por encima de un enorme banco de peces loro que se dedicaban a comer de un arrecife, con su multitud de picos diminutos repiqueteando contra el coral con un ruido como de chaparrón. A los soldados de la marina americanos les gustaba bucear tanto con traje como sin él, hasta el punto de que habían destrozado todo el coral y habían hecho que los peces se volvieran muy tímidos, de manera que el banco entero desapareció en un abrir y cerrar de ojos cuando él se acercó nadando.

A Minh no se le daba muy bien nadar, y sin nadie a su alrededor se permitía experimentar todo el miedo que tenía.

Se había pasado toda la noche anterior con la prostituta que el coronel le había pagado. La chica había dormido en el suelo y él en la cama. Él no la había querido. No se acababa de fiar de aquellos filipinos.

Luego hoy, hacia media mañana, habían ido al bar y se habían enterado de que al presidente de Estados Unidos, al presidente John Fitzgerald Kennedy, lo habían asesinado. Las dos filipinas seguían con ellos, y cada una de ellas había cogido al coronel de uno de los robustos brazos y se lo había sujetado, como si intentaran mantenerlo amarrado al suelo mientras él ponía toda su sorpresa y su dolor bajo control. Se pasaron la mañana sentados a una mesa y escucharon los boletines informativos.

—Por el amor de Dios —decía el coronel—. Por el amor de Dios.

Por la tarde el coronel ya se había animado y la cerveza corría de un lado para otro. Minh intentaba no beber mucho, pero no quería ser descortés y acabó muy mareado. Las chicas desaparecieron, regresaron y el ventilador giraba en el techo. Un recluta de la marina muy joven se unió a ellos y alguien le preguntó a Minh si era verdad que estaba teniendo lugar una guerra en Vietnam.

Aquella noche el coronel quiso que se intercambiaran las chicas y Minh decidió que haría lo mismo que la noche anterior, solo para tener contento al coronel y mostrarle que le estaba sinceramente agradecido. En cualquier caso, la otra chica era la que él prefería. Le parecía más guapa y hablaba mejor el inglés. La chica, sin embargo, le pidió que dejara encendido el aire acondicionado. Él lo quería apagado. Con el aire acondicionado encendido no podía oír nada. Le gustaba tener las ventanas abiertas. Le gustaba el sonido de los insectos al chocar con la mosquitera. No tenían mosquiteras de aquellas en la casa de su familia en el delta del Mekong, ni siquiera en casa de su tío en Saigón.

—¿Qué quieres? —dijo la chica.

Ella lo trataba con mucho desprecio.

—No lo sé —dijo él—. Quítate la ropa.

Los dos se quitaron la ropa, se tumbaron a oscuras el uno junto al otro sobre la cama doble y no hicieron nada más. Él oyó a un marinero americano a unas cuantas puertas de distancia que hablaba con uno de sus amigos en voz muy alta, tal vez contándole una historia. Minh no pudo entender ni una palabra de la misma, aunque consideraba que su inglés era bastante bueno.

—El coronel la tiene grande. —La chica le estaba acariciando el pene—. ¿Es amigo tuyo?

—No lo sé —dijo Minh.

—¿No sabes si es amigo tuyo? ¿Por qué estás con él?

—No lo sé.

—¿Cuándo lo conociste por primera vez?

—Hace una semana o dos.

—¿Quién es? —dijo ella.

—No lo sé —dijo Minh.

Para que ella parara de tocarle la entrepierna, él la abrazó con fuerza.

—¿Quieres solo cuerpo-cuerpo? —dijo ella.

—¿Qué quiere decir? —dijo él.

—Solo cuerpo-cuerpo —dijo ella. Se levantó y cerró la ventana. Palpó el aire acondicionado con la palma de la mano, pero no tocó los controles—. Dame un cigarrillo —dijo.

—No. No tengo ningún cigarrillo —dijo él.

Ella se puso el vestido por la cabeza y metió los pies en las sandalias. No llevaba ropa interior.

—Dame un par de cuartos —dijo.

—¿Qué quiere decir? —dijo él.

—¿Qué quiere decir? —dijo ella—. ¿Qué quiere decir? Dame un par de cuartos. Dame un par de cuartos.

—¿Es dinero? —dijo él—. ¿Cuánto es?

—Dame un par de cuartos —dijo ella—. Quiero ver si él me va a vender cigarrillo. Quiero un par de paquetes de cigarrillo. Un paquete para mí, y un paquete para mi prima. Dos paquetes.

—El coronel puede —dijo él.

—Un Winston. Un Lucky Strike.

—Perdona. Esta noche hace frío —dijo él.

Se levantó y se puso la ropa.

Salió al porche. Detrás de él oyó los ruiditos que hacía la mujer al buscar en su bolso y dejarlo sobre una mesa. Ella dio una palmada y se frotó las manos. Una vaharada de colonia pasó flotando procedente de la ventana abierta y él la inhaló. Le zumbaron los oídos y las lágrimas le nublaron la vista. Se aclaró la garganta, agachó la cabeza y escupió entre sus pies. Echaba de menos su tierra.

Cuando se alistó a la fuerza aérea y lo trasladaron a Da Nang y a la instrucción de oficiales, se había pasado varias semanas llorando en la cama todas las noches. Ahora ya llevaba casi tres años pilotando cazas, desde los diecinueve. Hacía dos semanas que había cumplido los veintidós, y el destino que le esperaba era continuar pilotando misiones hasta llegar a la que lo mataría.

Más tarde estaba sentado en una silla de lona del porche, inclinado hacia delante, con los antebrazos sobre las rodillas, fumando —la verdad era que tenía un paquete de Lucky Strike—, cuando el coronel regresó del bar con una chica en cada brazo. La acompañante de Minh llevaba un paquete en la mano y lo agitó con gesto risueño.

—Así que hoy has explorado las profundidades azules.

Minh no estaba seguro de qué quería decir.

—Sí —dijo.

—¿Has estado alguna vez en alguno de esos túneles? —preguntó el coronel.

—¿El qué? ¿Túneles?

—Túneles —dijo el coronel—. Los túneles que hay por debajo de todo Vietnam. ¿Ha estado dentro de ellos?

—Todavía no. Creo que no.

—Yo tampoco, hijo —dijo el coronel—. Me pregunto qué hay allí abajo.

—No lo sé.

—Nadie lo sabe —dijo el coronel.

—Las células usan los túneles —dijo Minh—. El Vietminh.

Ahora el coronel pareció nuevamente triste por su presidente, porque dijo:

—Este mundo escupe a un hombre magnífico como si fuera veneno.

Minh se había dado cuenta de que uno podía hablar mucho rato con el coronel sin notar que estaba borracho.

Había conocido al coronel una mañana de hacía apenas unos días, delante del taller de mantenimiento de helicópteros de la base de Subic, y desde entonces se habían buscado el uno al otro continuamente. Nadie se lo había presentado: el coronel se había presentado a sí mismo, y no parecía que tuvieran ningún vínculo oficial. Los dos se alojaban junto con docenas de otros oficiales de paso en los barracones de un complejo construido originalmente —y luego abandonado enseguida, de acuerdo con el coronel— por la CIA estadounidense.

Minh sabía que convenía estar cerca del coronel. Minh tenía la costumbre de elegir las situaciones y a la gente siguiendo un criterio de buena suerte y mala suerte. Bebía Lucky Lager y fumaba Lucky Strike. El coronel lo llamaba «Lucky».

—John F. Kennedy era un hombre magnífico —dijo el coronel—. Eso es lo que lo ha matado.

cap-2

1964

Nguyen Hao llegó sin problemas al templo de la Nueva Estrella en su motocicleta japonesa Honda 30, vestido con pantalones de traje y camisa de corte ancho y con la gomina derritiéndose en su pelo. Le correspondía el triste cometido de ejercer de único representante de su familia en el funeral del sobrino de su mujer. La mujer de Hao estaba en la cama con escalofríos. Los padres del chico estaban fallecidos, y su único hermano estaba pilotando misiones para la fuerza aérea.

Hao volvió la vista hacia el lugar donde acababa de dejar a un amigo de su juventud llamado Trung Than, a quien todo el mundo siempre había llamado el Monje y que se había marchado al norte al dividirse el país. Hao llevaba una década sin ver al Monje, hasta aquella tarde, y ahora acababa de verlo marcharse: se había bajado de la moto dando un brinco hacia atrás, se había quitado las sandalias y se había alejado descalzo por el camino.

Hao se aseguró de pasar despacio con la motocicleta por cualquier cosa que se pareciera a un charco, y al llegar a los arrozales echó a andar llevando la moto con mucho cuidado y rodeando las acequias. Tenía que evitar ensuciarse la ropa. Iba a pasar la noche aquí, probablemente en el aula de la escuela que había al lado del templo. La aldea no estaba lejos de Saigón, y en tiempos mejores podría haber regresado en moto al anochecer, pero las zonas de crisis se habían ampliado tanto que en la actualidad las carreteras de regreso a la Ruta 22 ya eran peligrosas después de las tres de la tarde.

Dejó su colchoneta de paja sobre el suelo de tierra nada más entrar en el aula de la escuela, a fin de poder encontrarla por la noche.

No había ni un alma en la hilera de cabañas más que los pollos que buscaban comida y las ancianas inmóviles que se divisaban en los umbrales. Apartó a un lado la tapa de madera del pozo de cemento, bajó el cubo y extrajo de la oscuridad agua para beber y lavarse. Era un pozo profundo, perforado a máquina. El agua cayó limpia y fresca en sus manos y sobre su cara.

Del templo no venía ningún ruido. Lo más probable era que el maestro estuviera echando una siesta. Hao llevó su moto rodando hasta el interior, que era de madera sin pulir, con el tejado de tejas de cerámica y el suelo de tierra, de unos quince metros por quince, no mucho más grande en superficie que la planta baja de la casa de Hao en Saigón. Para no molestar al maestro, dio media vuelta y salió antes incluso de que se le acostumbraran los ojos a la penumbra, aunque tuvo tiempo de que el moho del suelo y el aroma a barras de incienso despertaran en él el recuerdo de su infancia, cuando había servido allí en el templo durante un par de años. Sentía que algo de aquella época tiraba de él, un hilo conectado a cierta tristeza que por lo general se mostraba inerte y se olvidaba rápidamente de sí misma. Gran parte de todo aquello había quedado sepultado bajo el resto de su vida.

También sentía una tristeza confusa por la ridícula muerte de su sobrino. Inconcebible. Al principio, Hao había dado por sentado que el chico había fallecido en un incendio accidental. Pero la verdad es que se había pegado fuego a sí mismo, igual que habían hecho recientemente dos o tres monjes de más edad. Los otros, sin embargo, se habían quemado a sí mismos de forma espectacular en las calles de Saigón, a fin de protestar contra el caos. Y eran ancianos. Thu tenía solo veinte años, y se había pegado fuego en el bosque de más allá de las afueras de la aldea, en una ceremonia solitaria. Incomprensible, demencial.

Cuando el maestro se despertó no salió vestido con su túnica, sino con ropa de trabajar en el campo. Hao se puso de pie y saludó con una inclinación de la cabeza, y el maestro hizo una profunda reverencia. Era un hombre bajito con el tórax grande, brazos y piernas flacuchos y la cabeza mal afeitada: a Hao se le ocurrió que probablemente había sido Thu el que se la había afeitado. El pobre Thu, muerto.

—Esta tarde iba a coger la azada —dijo el maestro—. Me alegro de que me lo hayas impedido.

Se sentaron en el porche e hicieron un amago de conversación educada, trasladándose al interior de la puerta cuando empezó a caer una lluvia estrepitosa. El maestro pareció dejar que el parloteo de aquel chaparrón hiciera las veces de conversación informal, porque en cuanto dejó de llover se puso a hablar inmediatamente de la muerte de Thu, diciendo que lo dejaba perplejo.

—Pero te ha traído a ti de vuelta aquí. Todo puño esconde un regalo.

—La atmósfera del templo es muy fuerte —dijo Hao.

—Aquí tú siempre has parecido inseguro.

—Pero estoy haciendo lo que usted sugirió. He convertido mi duda en mi vocación.

—Esa no es la mejor manera de explicarlo.

—Son las mismas palabras que usó usted.

—No. Yo dije que tenías que permitir que tu duda se convirtiera en tu vocación, que tenías que permitirlo. No te sugerí que lo hicieras, solamente que lo permitieras. Que dejaras que tu duda fuera tu vocación. Así tu duda se haría invisible. Y vivirías en ella como si fuera una atmósfera.

El maestro le ofreció un champooy y Hao declinó la invitación. El anciano se metió la fruta picante en la boca y la chupó vigorosamente, con el ceño fruncido.

—Viene un americano al funeral.

—Lo conozco —dijo Hao—. El coronel Sands.

El maestro no dijo nada y Hao se sintió obligado a continuar.

—El coronel conoce a mi sobrino Minh. Se conocieron en las Filipinas.

—Ya me lo dijo.

—¿Lo conoce usted personalmente?

—Ha venido varias veces —dijo el maestro—. Era conocido de Thu. Creo que es un hombre amable. O por lo menos un hombre precavido.

—Está interesado en la práctica. Quiere estudiar la respiración.

—El aliento le huele a carne de ganado, a puros y a licor. ¿Y qué me dices de ti? ¿Has continuado con la respiración?

Hao no contestó.

—¿Has continuado con tu práctica?

—No.

El maestro escupió el hueso de su champooy. Un cachorrillo esquelético salió disparado de debajo del porche, lo engulló en un abrir y cerrar de ojos, temblando, y luego se desmaterializó.

—Cuando sueñan —dijo el anciano—, los perros viajan entre este mundo y el otro. En sus sueños visitan lo que hay antes de la vida y también lo que hay después.

Hao dijo:

—Los americanos van a empezar a intervenir aquí, a causar destrucción.

—¿Cómo lo sabes? —La pregunta era muy indiscreta, pero como Hao no contestó, el maestro insistió—. ¿Te lo ha dicho ese americano?

—Me lo ha dicho el hermano de Thu.

—¿Minh?

—Nuestra fuerza aérea va a participar.

—¿Acaso el joven Minh va a bombardear su propio país?

—Minh no pilota un bombardero.

—Pero ¿la fuerza aérea nos va a destruir?

—Minh me ha dicho que lo saque a usted de aquí. No le puedo contar más que eso, porque es lo único que sé.

Porque traficar con información que fuera más específica que aquella lo aterraba. Habría aterrado a cualquiera. Y tendría que haber aterrado al maestro.

Hao cambió de tema.

—Acabo de ver al Monje. Se ha presentado en mi casa y me ha pedido dinero. Luego lo he traído hasta aquí en la moto.

El maestro lo examinó únicamente con los ojos.

Sí, ya se había imaginado que el maestro habría tenido noticias de Trung.

—¿Cuánto tiempo hace que lo vio por última vez?

—No mucho —admitió el maestro.

—¿Cuánto hace que volvió?

—¿Quién sabe? ¿Y tú? ¿Cuánto hacía que no lo veías tú?

—Muchos años. Ahora tiene acento del norte.

Hao no quiso decir más, y se puso a mirarse los pies.

—Verlo te ha trastornado.

—Ha venido a mi casa. Quería dinero para la causa.

—¿Para el Vietminh? En la ciudad no cobran impuestos.

—Si él lo ha pedido, es que le han mandado que lo pidiera. Es extorsión. Luego él ha insistido en que lo trajera aquí en la moto.

—Él sabe que está a salvo —dijo el maestro—. Sabe que tú no lo vas a delatar a sus enemigos.

—Tal vez tendría que hacerlo. Si el Vietminh se saliera con la suya, eso supondría la destrucción del negocio de mi familia.

—Y probablemente de nuestro templo. Pero esos extranjeros están destruyendo el país entero.

—No puedo dar dinero a los comunistas.

—Tal vez yo pueda comentarle a Trung que no tienes dinero. Que te lo has gastado en algo.

—¿En qué?

—En algo que no se te pueda reprochar.

—Dígaselo, por favor.

—Le diré que has hecho lo que has podido.

—Estoy en deuda.

Hao sintió que la niebla de la mañana siguiente se empezaba a formar nada más ponerse el sol detrás de la colina más cercana por el oeste, que se llamaba la montaña de la Buena Suerte. La fortuna de aquella montaña, sin embargo, había sido desigual. El brazo de construcción del ejército americano estaba instalando en su cima un campamento, que la mayoría de la gente sospechaba que tendría una zona de aterrizaje permanente para helicópteros. A él le habían llegado noticias de que tenían planeado diseminar compuestos químicos por la Ruta 1 y la Ruta 22 para matar la vegetación. Eliminar toda cobertura para posibles emboscadas era buena idea, pensó. Pero aquel era el país más encantador del mundo. Estaba todo cubierto de tristeza y de guerra, cierto, pero de momento la enfermedad de la tristeza todavía no había penetrado la misma tierra. Él no quería verla envenenada.

Debido a la posible llegada de aquel coronel americano, retrasaron el memorial hasta pasadas las cuatro de la tarde, pero el coronel no vino, y ahora el riesgo de emboscada ya le impediría tomar las carreteras, así que empezaron sin él. Celebraron el servicio en el templo. Asistieron ocho vecinos de la aldea, siete ancianos y el nieto de uno de ellos, todos sentados a la luz de las velas alrededor del centro del templo, sin cadáver que mirar, solamente una pequeña multitud de budas baratos, sobre todo de madera, pintados de color dorado. Un adorno centelleante a pilas de esos que se encuentran en las tabernas de los soldados americanos remataba el conjunto: un disco sobre el que giraban franjas cambiantes de luz en el sentido de las agujas del reloj. El maestro era más que audible. Hablaba como si estuviera enseñando una lección. Como si nadie aprendiera nunca nada.

—Los vietnamitas tenemos dos filosofías en que apoyarnos. El confucianismo nos dice cómo comportarnos cuando el destino nos depara paz y orden. El budismo nos entrena para aceptar nuestro destino aun cuando este nos traiga sangre y caos.

Los americanos llegaron con las últimas luces del día en un jeep abierto. O bien no tenían miedo de las carreteras o bien habían acampado con el grupo de construcción del ejército americano más arriba, en la montaña de la Buena Suerte. El fornido coronel iba al volante, vestido de civil como siempre y con un rifle sobresaliéndole entre las rodillas, fumando un puro, acompañado por un soldado de infantería americano y también por una mujer vietnamita con blusa blanca y falda gris que les presentó como la señora Van, empleada del Servicio de Información americano.

Habían traído un proyector y una pantalla abatible y tenían la intención de proyectar una película de una hora para la gente de la aldea.

El coronel Sands hizo una reverencia ante el maestro y luego los dos se estrecharon la mano vigorosamente, al estilo americano.

—Señor Hao, vamos a instalar el proyector en la sala principal, si les parece bien. ¿Quiere decírselo, por favor?

Hao tradujo y le dijo al coronel que el maestro no veía ningún problema en ello. El joven soldado colocó la máquina, los cables y cuatro sillas plegables de lona —«para la gente mayor», dijo el coronel—, así como un pequeño generador que llenó el valle de su traqueteo y apestó la región entera con los humos que soltaba. Hao explicó que él y el maestro tenían que visitar a una persona enferma de la aldea pero que tal vez vinieran más tarde a ver parte de la película. El coronel dijo que lo entendía, pero Hao no se llevó la impresión de que así fuera. Y a medida que se ponía el sol, y se iba haciendo evidente que no iba a venir absolutamente nadie, el coronel Sands pidió que le pusieran la película para él. El proyector de películas, alimentado por aquel generador tan ruidoso, llenó el templo de luz parpadeante y de voces graves y retumbantes y música estridente. La película, Años de centellas, un día de trueno, narraba la breve, trágica y heroica vida de John F. Kennedy. El soldado americano y la señora Van también la vieron. La señora Van había venido a traducir el relato para el público, pero claro está, no hizo falta. El coronel había dicho que duraría cincuenta y cinco minutos, y a falta de cinco minutos para el final, Hao y el maestro entraron a hurtadillas para unirse a los americanos. El maestro se sentó en su cojín en la cabecera de la sala, donde no podía ver nada, y Hao en una silla junto al joven soldado. Sentada junto al coronel, la señora Van echó un vistazo a Hao pero pareció decidir que no le hacía falta traducción. De hecho, sí le hacía falta. Para entender el inglés hablado solía necesitar caras y gestos. Y además, el coronel ya estaba hablando más fuerte que la grabación, sentado con los brazos cruzados y los puños en las axilas, dirigiéndose en tono amargo a la película resplandeciente mientras la música aumentaba de volumen y el plano se cerraba en torno a la llama eterna que señalaba la tumba de John F. Kennedy, una antorcha de forma chata que los americanos tenían intención de mantener encendida para siempre.

—La llama eterna —dijo el coronel—. ¿Eterna? Si se puede matar al hombre, está claro que se puede matar su puñetera llama. Lo que pasa es lo siguiente: que a la larga estamos todos muertos. A la larga somos polvo. Afrontémoslo, toda nuestra civilización no es más que una capa de sedimento. Al final algún bárbaro mestizo se despertará por la mañana y se plantará con un pie en una roca y el otro en la vasija volcada de la llama eterna de Kennedy. Y esa vasija estará fría y muerta, y ese hijo de puta ni siquiera se enterará de que la está pisando. Simplemente estará echando su meada de la mañana. Cuando yo me levanto por la mañana y me meto detrás de la tienda para tirarme un pedo y vaciar la vejiga, ¿en qué tumba estoy meando…? Señor Hao, ¿estoy hablando inglés demasiado deprisa? ¿Me estoy haciendo entender?

Hao entendía lo que quería decir el coronel, y sí, quería mostrarse de acuerdo, todo era simplemente agua que desembocaba en mares más y más grandes, y solamente lo que hacemos en el momento presente puede salvarnos… Pero lo que su vocabulario le permitió decir fue:

—Es verdad. Eso creo. Sí.

Ahora a los dos hombres los distrajo una pequeña rata o tal vez una rana que entró brincando con descaro por la puerta principal. El coronel sorprendió a Hao reaccionando con violencia a aquella intrusión, lanzándose en plancha sobre el hombrecillo y derribándolo hacia atrás, con silla y todo, haciendo que la nuca de Hao golpeara el suelo de tierra apisonada y el dolor le nublara la vista como una explosión de agujas heladas. La visión se le aclaró mientras el objeto, porque eso es lo que era, y no un roedor, se detenía a solo un metro de su cara, y entonces él entendió que era probablemente una granada y que lo iba a matar. Algo cayó con un ruido seco sobre la granada. El soldado la acababa de cubrir con su casco y a continuación se dejó caer, no con presteza, sino con cierta reticencia, y cubrió el casco con su cuerpo, mirando fijamente primero al suelo de tierra y luego hacia la cara de Hao, que estaba a escasos centímetros de la suya, de forma que los ojos se le volvieron legibles mientras él se encogía en torno a su terror. Pasaron unos segundos interminables de silencio voluminoso.

El silencio se mantuvo. Más segundos interminables. El soldado no alteró la expresión de su cara y tampoco respiró, pero el alma le volvió a los ojos y se quedó mirando a Hao con cara de entender.

Hao fue conscient

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