Nota de la autora
Los hechos narrados en esta novela son históricos. Reflejan fielmente la peripecia que vivió la península ibérica en el convulso siglo XI, caracterizado por la fragmentación de los reinos tanto cristianos como musulmanes. Los lugares y personajes descritos en ella entremezclan la ficción con la realidad, en aras de facilitar el viaje en esta «máquina del tiempo» que prosigue la aventura emprendida en Las campanas de Santiago. Al final del texto encontrará el lector un árbol genealógico, así como una relación de figuras históricas, que le servirán de referencia en este accidentado periplo.
Las tenencias de Lurat, Osma y Lobera pertenecen al territorio de la imaginación, aunque constituyen prototipos de las múltiples fortificaciones avanzadas construidas con el propósito de guardar la frontera entre la Cristiandad y el islam, que fue moviéndose a lo largo de ocho siglos. Prueba de ello son los incontables restos arqueológicos que salpican la geografía española. El castillo de Mora existe y cambió fugazmente de manos tras la reconquista de Toledo por Alfonso VI y antes de la invasión almorávide, si bien no ha quedado constancia del nombre de su custodio en ese periodo concreto.
También Nuño García, Ramiro de Zamora y su nieto, Diego, representan modelos característicos de los caballeros de origen villano que proliferaron al calor de ese larguísimo enfrentamiento. Una suerte de «ascensor social» que permitió a un gran número de campesinos uncidos a la tierra alcanzar la libertad y labrarse un futuro mejor, creando en España, y en particular en Castilla, una sociedad única en Europa.
En cuanto a la Dueña, encarna una figura ignorada por la historiografía oficial que he tenido especial empeño en rescatar del olvido, dado el papel protagonista necesariamente desempeñado por mujeres semejantes a ella durante buena parte de nuestra historia. Mujeres fuertes, audaces, valientes. Viudas de guerra obligadas a sustituir a sus esposos caídos en combate y dotadas para ello de unas prerrogativas legales extraordinarias en un mundo terriblemente misógino. Madres, abuelas, hijas de la frontera borradas de la memoria colectiva por los cronistas masculinos que escribieron al dictado del poder, casi siempre ostentado por hombres. Tejedoras de destinos cuya impronta decisiva se atisba en grandes reinas como Sancha de León… o Auriola de Lurat.
ISABEL SAN SEBASTIÁN
Preludio en rojo sangre
1 de septiembre del año 1054 de Nuestro Señor
Atapuerca
La noche anterior a la batalla, Ramiro soñó con su padre. El verdadero, no el hombre que lo había criado y a quien debía en buena medida su condición de infanzón.
Si hubiera tenido cerca a Auriola, esta lo habría conminado a extremar la prudencia e invocar la protección de Santiago, pues semejante aparición no podía augurar nada bueno. La visión de un difunto anunciaba con frecuencia una desgracia inminente, máxime cuando se trataba de alguien tan próximo: el herrero llamado Tiago, capturado por los musulmanes antes de que él naciera, cuya leyenda inmortal cabalgaba siempre a su lado. Su esposa, empero, no estaba allí, y por eso, lejos de ponerlo en guardia, esa visita inesperada sirvió para reforzar su empeño de obedecer al corazón e ignorar el mandato del Rey.
* * *
El ejército leonés, en cuyas filas servía desde hacía más de tres décadas, orgullosamente alineado entre los jinetes de vanguardia, se había adentrado unas millas en territorio perteneciente al Reino de Pamplona: una llanada castellana próxima a Burgos, capital del condado, recorrida por un arroyo casi seco en esa estación.
Al caer la noche, los exploradores avistaron las tropas del enemigo, capitaneadas por el monarca pamplonés e integradas no solo por fieros guerreros navarros, sino por fuerzas auxiliares aragonesas y moras. Tras asentar el campamento y encender multitud de hogueras destinadas a intimidar al adversario aparentando disponer de una hueste más nutrida de la real, el soberano, Fernando, convocó consejo en su tienda.
—Que ninguno de mis caballeros cause el menor daño a mi hermano García. ¿Está claro? ¡Ni un rasguño! Mi deseo es apresarlo vivo. Tiempo tendremos después de dirimir nuestras diferencias.
La voluntad real era ley. Los condes así aleccionados se aseguraron de hacer correr la voz entre sus mesnadas, sin sospechar que un grupo de conjurados tenía urdido su propio plan. Uno que Ramiro, miembro destacado del complot, pensaba llevar a cabo, costase lo que costara.
* * *
Tumbado en su estrecho camastro de tijera, mientras contemplaba la bóveda celeste, el veterano señor de Lobera recordó aquel verano de hacía más de veinte años, cuando Bermudo, el joven rey de León a quien servía con devoción, cayó alanceado en batalla al enfrentarse a su cuñado, Fernando, por entonces conde de Castilla. Sin apenas derramar sangre, el vencedor se convirtió en rey.
«¡Si me hubieras escuchado, necio insensato! —se dijo el viejo soldado, al rememorar el lance que había costado la vida a su señor—. Si hubieses permanecido atrás, al resguardo de tus caballeros…».
Pero Bermudo, empujado por la imprudencia de sus veinte años, acometió a la hueste castellana a lomos de su corcel, tan veloz e impetuoso que ni siquiera Ramiro fue capaz de seguirle el paso en esa embestida furiosa. En un abrir y cerrar de ojos, el muchacho se vio rodeado de enemigos que primero lo derribaron y después lo remataron con saña, ante la mirada horrorizada de quienes luchaban por él.
Desde ese día, el hombre que le había fallado vivía acosado por los remordimientos. Ahora se le presentaba la oportunidad de tomarse la revancha, al menos sobre el monarca navarro, chivo expiatorio escogido para redimir aquella afrenta. Resultaba más sencillo guardar rencor a un forastero que al soberano ante el cual había aceptado inclinarse, por mucho que le repugnara. Se lo había suplicado Auriola, el gran amor de su vida. ¿Cómo negarse a sus ruegos?
Una existencia de privaciones le había enseñado que nada, ni siquiera su honor, estaba por encima de ella. Sumido en las tinieblas que preceden el amanecer, lamentaba haber tardado tanto en constatar esa evidencia.
* * *
Cuando comenzaba a despuntar el alba, Beltranillo, su escudero, le llevó un desayuno frugal consistente en pan mojado en vino aguado y unas lonchas de cecina. Ramiro comió en silencio, perdido en sus pensamientos.
Aunque habían sido muchos y muy diferentes los combates librados a lo largo de los años, la tensión que se apoderaba de él antes de la degollina seguía siendo la misma. Además, ese sueño extraño perturbaba profundamente su espíritu. ¿Cuál sería su significado? ¿Qué querría decirle su padre, ataviado como un guerrero, cabalgando en dirección contraria a la de la hueste leonesa? Solo podía tratarse de una invitación a actuar. A seguir con su plan de dar muerte al rey navarro. O acaso fuese una advertencia…
—¡Se acabó! —dijo rabioso, harto de darle vueltas.
—¿Queréis más gachas? —preguntó Beltranillo, confundido por el tono hosco de ese hombre en general amable con él.
—No, no, estaba a lo mío —repuso Ramiro recobrando la compostura—. ¿Has dado agua a mi caballo? ¿Tuvo ayer suficiente forraje?
Un guerrero sensato se preocupaba por su montura antes que por su propio bienestar. Y ello no solo porque de la resistencia, la fortaleza y la agilidad del animal dependería su supervivencia una vez iniciada la batalla, sino porque su valor era muy superior al de cualquier otra cosa que pudiera comprarse.
Las guerras constantes, unidas a las sucesivas campañas de devastación llevadas a cabo en la frontera, nutrían una demanda insaciable de corceles de combate que ni las yeguadas ni la rapiña en tierra de moros conseguían satisfacer. Su precio crecía y crecía hasta cifras exorbitantes. Una bestia noble como la que montaba Ramiro valía unos cien sueldos: el equivalente a otras tantas ovejas o veinte bueyes y prácticamente lo mismo que el pequeño castillo de Lobera donde Auriola aguardaba su regreso. De ahí su inquietud por el alazán que constituía su más preciada posesión.
—¿Has verificado sus herraduras antes de ensillarlo? —insistió con severidad.
—Comió, ha descansado bien y está fresco como una lechuga —contestó el escudero, que había pasado la noche pendiente de Sansón a la vez que preparaba las armas de su señor.
—¿Qué se dice por el campo?
La experiencia demostraba con creces que las habladurías de los escuderos constituían una fuente de información más fiable que cualquier otra. Tenían ojos y oídos en todas partes, se movían libremente y pasaban desapercibidos, por lo que nada escapaba a su curiosidad.
—¡Que hoy ganamos! —se pavoneó el muchacho—. Don Fernando ha madrugado y celebrado un nuevo consejo con los capitanes. Le ha jurado a don Diego Laínez que esta noche verá a su hermano encadenado, pidiendo clemencia de rodillas.
—No le hagamos esperar entonces —concluyó el infanzón, poniéndose en pie con cierto esfuerzo—. La muerte nos llama.
Con la ayuda de Beltranillo, Ramiro se enfundó su gambesón acolchado, repleto de remiendos, antes de vestir la pesada loriga metálica que le llegaba hasta las pantorrillas, y le tapaba las piernas y los brazos con el fin de frenar el impacto de una eventual embestida. Sobre ella ajustó el cinturón del que pendía su espada, de casi cuatro palmos, a la que solía llamar Berta en homenaje a su padrastro normando, quien se refería a la suya con un nombre similar, impronunciable para él.
Ya a punto de subirse a su bruto, el escudero le ajustó la cofia de malla, con el propósito de cubrirle bien el cuello, y sobre esta ciñó un yelmo sencillo, carente de adornos, al que el herrero había añadido justo antes de esa campaña una pieza rígida destinada a proteger la nariz. Su abundante barba y su melena, ambas de un gris blanquecino, se fundían con el acero del casco y creaban una figura espectral en la que destacaban dos ojos de un azul profundo, semejante al color de la mar cuando amenaza galerna.
Una vez a lomos del corcel, el escudero le pasó la pesada rodela de madera reforzada con remaches de hierro, que su brazo izquierdo todavía sujetaba firmemente, antes de entregarle la lanza destinada a completar su equipamiento de caballero. Ramiro colocó el escudo en su correspondiente soporte, con la naturalidad de quien ha repetido ese movimiento en incontables ocasiones, comprobó que la punta de la pica estuviera perfectamente afilada y la encajó con pericia en su cuja, la bolsa de cuero sujeta a los arreos donde permanecería apoyada hasta que llegara el momento de empuñarla.
A su edad, cincuenta y seis años cumplidos, la armadura resultaba difícil de soportar en pie. Hacía falta mucho entrenamiento para moverse con soltura bajo una carga semejante, a la que era menester añadir las dos libras largas correspondientes al hacha colocada junto a Berta, que Ramiro manejaba con igual soltura, siempre que lograra mantenerse sobre la silla.
A lomos de su Sansón era un soldado invencible o al menos eso creía él.
* * *
Jinetes e infantes se dirigieron con disciplina a sus puestos de combate, siguiendo el orden ensayado una y otra vez durante su adiestramiento: en cabeza los de a caballo, detrás los peones de a pie, y por último los arqueros, cuya misión era tratar de alcanzar las líneas enemigas a fin de causarles el mayor daño posible antes del choque frontal.
Al otro lado del campo, los navarros hacían lo mismo. El día empezaba a clarear y ya podía distinguirse, entre la neblina, el movimiento de esa tropa gigantesca, cuyo rugir semejaba la respiración de un dragón.
Mientras trataba de tranquilizar a su montura, nerviosa ante la inminencia del encontronazo, Ramiro se puso a pensar en lo volubles que eran los poderosos a la hora de otorgar su favor. En la facilidad con la que pasaban del abrazo al acero por unas tierras de menos o unas palabras de más aun compartiendo linaje. ¿O acaso era precisamente eso lo que los llevaba a despedazarse con tanta facilidad?
Él había renunciado tiempo atrás a comprender sus razones. Se limitaba a cumplir lo mejor posible con su deber de vasallo, sin renunciar, eso sí, a lavar algún día la mancha que pesaba sobre su conciencia desde que viera agonizar al soberano más grande de cuantos había servido. El rey ante el cual pronunció un juramento solemne que después fue incapaz de honrar. ¿Habría llegado el momento de cobrarse al fin el desquite?
El rostro de su padre, Tiago, se mezclaba en sus cavilaciones con el de ese monarca, Alfonso, semejante al de su hijo, Bermudo. Todos ellos difuntos. Todos fantasmas. ¿Por qué motivo acudían a turbar su serenidad cuando más la necesitaba?
La mente del señor de Lobera voló hasta aquella otra mañana de verano del año 1028 en que cabalgaba junto al gran monarca leonés. Iban a la reconquista de Viseu, en manos de los ismaelitas desde los tiempos de Almanzor, henchidos de una confianza ciega que a la postre resultó letal. Porque frente a los muros de esa plaza fue muerto de un flechazo el Rey, quien con su último aliento le suplicó velar por el infante que dejaba huérfano.
—Solo tiene once años… —musitó antes de encomendar su alma al Altísimo.
Y Ramiro empeñó su palabra en esa misión sagrada que no supo llevar a término.
Una llamarada de culpa lo acometió con violencia y redobló la fuerza de su determinación.
«¡Por Dios y la Virgen María que no volveré a fracasar! —se dijo a sí mismo enfurecido, mientras un intenso calor le incendiaba las entrañas—. Ese maldito navarro no verá el sol de mañana, aunque tenga que pasarme el resto de la vida implorando el perdón de Auriola».
* * *
Los cuernos de guerra lo sacaron de sus reflexiones y desgarraron el aire con su estridente llamada a la carga. Concluida la lluvia de flechas, llegaba el turno de los jinetes. En respuesta al toque familiar, cientos de caballeros se movieron al unísono e hicieron retumbar la tierra. Una línea cerrada de lo que parecían centauros avanzó primero al paso, enseguida al trote y en apenas unos instantes al galope tendido hacia la gloria o la muerte.
Ramiro respiró hondo, clavó con furia las espuelas en su bestia y se lanzó contra los navarros, aullando como un demonio.
Una vez comenzada la refriega, resultaba difícil distinguir a los luchadores de uno u otro bando, pues los colores de las sobrevestes quedaban enseguida ocultos bajo la sangre y el polvo. El estruendo era ensordecedor. El olor característico del miedo pronto se mezclaba con el de la muerte y los excrementos, hasta formar un hedor inconfundible que todo guerrero curtido reconocía.
Para salir con bien del embate era preciso mantenerse firme sobre el caballo y cargar sin descuidar los flancos, poniendo los cinco sentidos en sobrevivir. Pero Ramiro, esa mañana, tenía otra prioridad. Su mayor afán era penetrar las defensas navarras a fin de llegar hasta el rey García y hundirle su hierro en el corazón. Por eso se distrajo, se alejó de los hombres con quienes se había conjurado y cometió el error fatal de meterse en la boca del lobo.
Deslumbrado por el sol y la ira, le pareció reconocer el pendón del monarca pamplonés en un extremo del campo, sobre un pequeño altozano desde el cual, dedujo, dirigía a su ejército. Sin pensárselo dos veces, guio a su fiel alazán hacia esa posición y arremetió contra cuantos jinetes se interpusieron en su camino. Salió con bien del primer lance, descabalgó a su segundo rival y eludió a un tercero mediante un hábil quiebro de Sansón. Entonces vio con claridad al objeto de su inquina. Lo identificó sin sombra de duda a pocas varas de él, al alcance de su pica. Llegaba el momento de ejecutar el cometido que se había propuesto. Pero cuando estaba a punto de arrojar su arma contra el pecho del monarca, a una distancia tan corta que el acero se clavaría traspasando la cota de malla, sintió un dolor lacerante que le obligó a soltar el asta y a punto estuvo de hacerle caer. Lo había alcanzado una espada enemiga aprovechando el hueco que dejaba desprotegido la loriga bajo la axila, expuesta al levantar el brazo para proyectar la lanza.
Merced a su instinto, su veteranía y la ayuda de su caballo, logró alejarse de allí, sin saber muy bien hacia dónde. El combate se hallaba en su punto álgido y resultaba imposible orientarse. Todo a su alrededor era caos.
Mareado por el impacto, con el orgullo tan herido como el cuerpo, confió en que Sansón lo pusiera a salvo, al igual que había hecho en tantas otras ocasiones. El animal percibió el peligro e intentó huir de la refriega, abriéndose paso entre los muertos y los vivos hasta que un soldado de a pie le clavó algo punzante en un cuarto trasero, probablemente una hoz, suficiente para desbocarlo enloquecido de dolor. Caballo y jinete salieron de estampida, sin rumbo. Ramiro aguantó lo que pudo e intentó desesperadamente recuperar el control de su cabalgadura, aunque pronto acabó en el suelo, desarzonado, con una herida abierta en el costado y viendo cómo su montura se alejaba despavorida hacia la serrezuela situada a poniente.
Lo primero que le vino a la cabeza fue:
«Voy a terminar igual que el pobre Bermudo. Así me castiga el Señor».
La angustia se le agarró a las tripas y le provocó una arcada que lo llevó a vomitar el desayuno. Intentó incorporarse, aunque fue en vano. El golpe lo había dejado aturdido y sangraba profusamente.
Apelando a su experiencia se dijo que era mejor esperar a recuperar el aliento y tratar de cortar la hemorragia con un trozo de tela arrancado a dentelladas de la túnica que llevaba sobre la armadura. Al menos podía moverse, lo que le permitió reptar hacia unos arbustos y ocultarse de los infantes navarros que oía gritar cerca de donde había caído. Con suerte, no lo verían. Después ya se le ocurriría algo.
Debió de perder la conciencia un buen rato, porque cuando abrió los ojos el sol había descendido mucho. Aún llegaban ecos de la batalla, aunque parecían lejanos, como si tuviese lugar a leguas de allí, lo cual carecía de sentido. La cabeza le daba vueltas. La levantó, con enorme esfuerzo, para hacerse una idea de su situación, y de inmediato sintió que se hundía en un pozo negro. Despertó sin saber cuánto tiempo había transcurrido, sintiendo cómo las fuerzas se le escapaban junto a la sangre. El paño que hacía las veces de venda estaba empapado. Y por primera vez miró de frente a la muerte, sabedor de que andaba cerca.
A pesar de la estación, empezó a tiritar de frío. Los sonidos a su alrededor se atenuaron hasta desaparecer. Tuvo un momento de pánico ante la inminencia del adiós definitivo, que dio enseguida paso a una extraña placidez. Entonces, en ese instante mágico suspendido de un hilo invisible, los protagonistas de su vida desfilaron ante sus ojos.
* * *
La primera en acudir a rescatarlo de la oscuridad fue Auriola. Su amor, su más preciado tesoro, la mujer a cuyo lado había construido su sueño. Era su norte y su guía. Su máximo sostén a la vez que su mayor angustia. ¿Qué sería de ella sin un hombre que la protegiera y velara por su hija, todavía casadera? La duda se disipó nada más aparecer. Dios no había tenido a bien concederles la dicha de un hijo varón vivo, pero Auriola saldría adelante y cuidaría de Jimena como había cuidado de él siempre, con su inteligencia, su alegría y su carácter resuelto. Ella había sido el pilar de la familia mientras él peleaba guerras que otros decidían, y ahora, estaba seguro, haría valer esa fuerza. ¿A qué precio? El que fuese menester pagar.
Como las cerezas enredadas sacadas de un cesto, el dulce rostro de su esposa trajo consigo la memoria de su madre, Mencía, obligada a sobrevivir también sola en un mundo en llamas asolado por Almanzor. ¡Cuánta valentía había habitado en ese corazón indoblegable! Se vio a sí mismo, de muy pequeño, en una playa batida por las olas, oyéndola gritar como loca mientras un hombre enorme, salido del mar, corría hacia él dando voces. La recordó claramente plantando cara a ese gigante que amenazaba a su hijo. Evocó el pueblo de pescadores donde había crecido, la barca de Audrius, su padrastro, y a Dolfos, el hermano con quien había aprendido a pelear a puñetazos antes de adentrarse juntos en las tácticas de combate normandas.
¿Cuándo había sucedido todo aquello? ¿En otra era? ¿En otra existencia?
Le quedaba el consuelo de haberse despedido de ella. Había ido a visitarla poco antes de su muerte, ya convertido en infanzón dueño de tierras y honores, sin sospechar que aquella sería la última vez. La encontró en paz, junto a su esposo y su otro hijo, en la aldea de la que él había preferido huir en busca de mejor fortuna. Disfrutaba de sus nietos, un puñado de mocosos rubios, sin abandonar del todo el telar del que sacaba paños únicos.
Allá, en la pequeña villa situada en un recodo del Cantábrico, todo se conservaba igual, como si el tiempo se hubiese detenido. Ella seguía siendo hermosa, con su mirada color de bosque, aunque los años surcaran de arrugas su piel tostada por el sol. Su negocio había prosperado y daba trabajo a otras mujeres, cuyos hombres pasaban largas temporadas embarcados. Irradiaba felicidad, sobre todo al abrazarlo a él.
Ramiro se estremeció al volver a sentir el calor de ese abrazo. Le pareció oír la voz profunda de su madre, oler el perfume a heno que desprendían su piel y su ropa, gozar de la alegría que reflejaba su rostro, henchido de orgullo al mirarlo.
El poder de esa imagen apaciguadora venció al miedo que lanzaba ataques traicioneros, aliado a un dolor punzante. Mencía estaba allí con él, lo acompañaba en su agonía junto a un niño de corta edad a quien reconoció de inmediato. Por la misericordia del Altísimo, pronto se reunirían los tres en un lugar ajeno al sufrimiento, donde ya no habría penas, añoranza ni lágrimas que enjugar.
* * *
La proximidad de la parca, que percibía con total claridad a su lado, exhibiendo su tétrica calavera y su guadaña, le brindaba una lucidez sorprendente.
Como si su mente hubiese abandonado su cuerpo para viajar al pasado, se vio a sí mismo ante su primer señor, don Alfonso Díaz, con veinte años recién cumplidos, decidido a honrar la confianza de ese prócer dando lo mejor de sí mismo en cada lance frente al enemigo.
Al servicio de su noble casa libró sus primeros combates recién llegado a León procedente de su aldea, y gracias a la fe que el conde depositó en él logró entrar poco tiempo después nada menos que en la milicia del soberano, por quien una y mil veces habría dado la vida gustoso, en caso de que el azar le hubiese permitido salvarlo.
Más de tres décadas habían transcurrido desde el día en que tuvo la oportunidad de exhibir sus habilidades ante el monarca que los muslimes llamaban «rey de los godos». No hubo rival al que no derrotara, por más que su estatura mediana, unida a una delgadez engañosa, impidieran a primera vista augurar la fortaleza y la maña ocultas en su cuerpo fibroso.
En las justas organizadas por su señor con el fin de presumir de ese guerrero sin par, él, un humilde rústico que jamás había ocultado sus orígenes, destacó tanto en el manejo de la espada y el hacha que el Rey no dudó en tomarlo a su servicio, integrarlo en su milicia y, transcurrido poco más de un lustro, concederle tierras de heredad, con sus correspondientes rentas.
Al partir una mañana lluviosa de su pequeño poblado sin nombre, a lomos del caballo que su padrastro le había regalado por sorpresa, ni en sus más descabellados sueños habría osado imaginar tales conquistas. Ese valioso animal, imprescindible para labrarse un futuro como mesnadero, unido a las feroces técnicas de combate vikingas aprendidas de Audrius, habían obrado el milagro de convertirlo en un señor de la frontera, con campos y hombres a su cargo.
Se trataba de una propiedad humilde situada a orillas del Duero, no lejos de Zamora, sujeta al peligro constante de las incursiones armadas que llevaba a cabo el enemigo ismaelita. Un territorio recién ganado para la Cristiandad, que habría de defender con su sangre desde la torre llamada Lobera por haberse reconstruido a partir de una vieja ruina junto al cubil ocupado por una loba y sus cachorros. Un legado destinado a pasar por derecho a su progenie. Un talismán que hacía de él un infanzón y elevaba, merced a sus méritos, la condición de su familia, eximiéndola de pagar los tributos impuestos a la gente llana.
¡Infanzón! No ya hombre libre, como solía recordarle su madre, nacida sierva en un monasterio compostelano, con el fin de que apreciara el valor de esa libertad, sino señor de otras almas. Dueño y a la vez protector de los labriegos que trabajaban esos campos mientras él, soldado y leal vasallo del quinto soberano cristiano bautizado con el nombre de Alfonso, libraba las cruentas guerras del monarca leonés, acrecentaba su gloria y engrandecía su poder.
* * *
Ramiro respiraba con dificultad, sumido en un extraño duermevela donde los recuerdos se superponían; con total nitidez los más antiguos, de forma brumosa los referidos a esa misma mañana.
¡Qué distinta era esta Hispania de la que había conocido él en su niñez! Entonces vivía Almanzor, el más terrible de los caudillos que jamás padeciera la España cristiana, y Al-Ándalus prosperaba bajo su puño de hierro mientras los reinos del norte sufrían brutales aceifas. Ahora era justo al revés.
El imperio levantado por ese despiadado guerrero se había fragmentado en taifas débiles, vulnerables, obligadas a pagar parias a los soberanos cristianos para comprar su protección. Los hijos de ese demonio, verdugo de su padre, estaban muertos. La cabeza de uno de ellos, Sanchuelo, se había podrido expuesta ante las puertas de su capital. De esa ciudad, antaño tan orgullosa, solo quedaban ruinas tras los sucesivos saqueos perpetrados no solo por cristianos procedentes de los condados catalanes, sino por bereberes, eslavos y demás facciones enfrentadas en cruentas guerras civiles.
Córdoba no era sino una sombra grotesca de lo que había sido. El Apóstol había vengado con creces el ataque de ese pagano a su ciudad, así como el martirio del padre que Ramiro no llegó a conocer. Un motivo más por el que dar gracias al Dios ante el cual estaba a punto de comparecer.
«¡Acógeme, Señor de los Ejércitos!», elevó al cielo una plegaria muda.
* * *
¿Cuánto tiempo llevaba agonizando? ¡Demasiado! La consciencia iba y venía. El dolor había desaparecido para dejar paso a un frío intenso. Casi no sentía su cuerpo, ni veía, aunque conservaba el oído suficiente para escuchar en la distancia los gritos desesperados de los moribundos, unidos en una melodía siniestra al chasquido sordo de los aceros rematando a los vencidos caídos, pasto de buitres y cuervos.
Incapaz ya de moverse lo más mínimo, Ramiro esperaba su turno, sin posibilidad de conocer el desenlace de la batalla. ¿Habrían vencido los suyos? ¿Acudiría alguien a auxiliarlo? Aunque así fuera, se dijo, llegaría tarde. Apenas le quedaba aliento, aunque le sorprendía que el final del camino, ese umbral oscuro ante el cual hasta el hombre más valiente vacilaba, fuese tan semejante a una buena borrachera.
De nuevo le vino a la mente Auriola, revestida de luz como si fuera un ángel. Se alegró de haber dejado en sus manos antes de partir no solo la administración de sus tierras, sino el crucifijo de su padre, forjado en hierro por su abuelo, que lo había acompañado desde que tenía memoria. Era una joya de siervo, sin valor material alguno, que él cuidaba, no obstante, como la niña de sus ojos, dado que constituía la única herencia de ese hombre a quien ahora sentía muy cerca. Su esposa la custodiaría hasta que llegara la hora de entregársela a un varón capaz de engrandecer con la espada el legado familiar. Tal vez no hubiese nacido aún, pero en algún momento aparecería y ella sabría reconocerlo. Seguro.
Auriola, su amor… La esperaría impaciente hasta que Dios quisiera reunirlos en una eternidad de risas, pasión y tardes invernales compartidas frente al hogar. Retomarían las cosas donde las habían dejado. Donde siempre habían estado, dado que ellos sí habían sabido aprovechar su tiempo, apurar cada gota de vida, disfrutar sin reservas el uno del otro.
Su madre, Mencía, estaría contenta. Él no había echado en saco roto ese consejo suyo escuchado justo antes de partir hacia la aventura de una nueva existencia como guerrero: «No dejes que el odio se apodere de ti. No renuncies a la felicidad. Si realmente quieres vengar a tu padre, goza de la dicha que nos fue negada a nosotros».
La añoranza de esa dicha que había llegado a su fin le clavó un último puñal en el corazón.
El campo de batalla se hallaba envuelto ahora en silencio. Los hombres se habían olvidado de él. Su lugar ya no estaba entre ellos, sino junto a tantos bravos soldados caídos a lo largo de los años. Entonces, solo entonces, entendió el significado de su sueño premonitorio.
—Voy a tu encuentro, padre —murmuró esbozando una sonrisa—. Al fin voy a conocer al héroe que desafió a Almanzor.

1
Año 1069 de Nuestro Señor
Tierras del Burgo
Castilla
–Tu abuelo Ramiro, cuya memoria habrás de honrar siempre con una conducta intachable, fue un guerrero valeroso, protector de reyes, defensor de la frontera…
Por enésima vez desde su llegada al castillo perteneciente a su difunto yerno, Auriola estaba relatando a su nieto las hazañas del esposo con quien había compartido buena parte de su vida. Hacía ya más de tres lustros que él la esperaba en el cielo, donde ella confiaba en gozar juntos de la gloria prometida, y entre tanto su empeño se volcaba en mantener vivo su recuerdo, sobre todo en el corazón de ese niño, único varón superviviente de su linaje.
Diego era su alegría, su esperanza y también la fuente de sus desvelos, ahora que acababa de perder a su padre. Por eso estaba ella allí, en tierras de Castilla, distrayéndolo de la pena con historias y caricias.
Como buen caballerete criado entre soldados, destinado al oficio de las armas, el muchacho se resistía a los arrumacos como si las manos de su abuela quemaran. Sin embargo, nunca se cansaba de escuchar los relatos que ella desgranaba, y prestaba especial atención a los que hablaban de ese pariente cuyas gestas se le antojaban legendarias. Tampoco Auriola cejaba en el empeño de inculcar en su mocete amor y veneración por la figura del abuelo que no había conocido. A falta de mejor legado, su ejemplo constituía un patrimonio valioso, simbolizado en la tosca joya de hierro que ahora portaba su nieto.
—La cruz que pende de tu cuello le perteneció —añadió, en un tono tan solemne como si estuviera refiriéndose a la corona de León—. Se la forjó su padre, tu bisabuelo, que era herrero en la ciudad del apóstol Santiago.
—¡¿Herrero?! —inquirió el pequeño, con un deje de menosprecio en la voz.
—Herrero, sí —contestó ella poniéndose de pronto seria—. ¡Y que no vuelva a verte yo un mal gesto al pronunciar esa palabra! Tu bisabuelo Tiago ejerció un oficio honrado hasta que se lo llevó cautivo el maldito Almanzor, quien a buen seguro arderá por siempre en el infierno.
Abuela y nieto estaban sentados alrededor de una misma mesa, dispuesta sin lujo en el vasto espacio de la planta noble que hacía las veces de salón, comedor y en alguna ocasión especial también sala de baile. La criada acababa de retirar los restos del desayuno: cerdo asado frío de la víspera, pan fresco, sopas de leche para el muchacho y vino caliente endulzado con especias, servido en copa de plata a la madre de la Dueña, quien la acompañaba en su duelo desde la muerte del señor.
Nuño García, propietario de ese pequeño feudo, había caído el verano anterior en la batalla de Llantada combatiendo contra el rey leonés, Alfonso VI, en la hueste de su hermano Sancho, soberano castellano. Otra guerra fratricida absurda entre cristianos hijos de una misma madre, pensaba Auriola, evocando la tragedia que la muerte de su esposo en Atapuerca había supuesto para su familia. Otra victoria incuestionable de la parca, cuya guadaña propiciaba la enésima cosecha de viudas y huérfanos.
¿Qué sería ahora de su hija Jimena y de Diego, el chiquillo de siete años que le robaba la paz aun colmándola de dicha? ¿Cómo lograrían superar semejante pérdida, en un momento tan convulso para la cristiandad hispana? Algo muy parecido al vértigo se apoderaba de ella ante los negros nubarrones que se cernían sobre sus seres queridos, aunque había acudido a su lado con el propósito de aportarles consuelo y haría cuanto estuviera en su mano por apaciguar los ánimos.
* * *
La mañana era gélida. Los campos yermos en febrero habían amanecido cubiertos de escarcha, bajo un cielo azul intenso que Auriola contempló un momento antes de volver a cerrar los postigos de madera que cubrían la ventana a la que se había asomado. «Mejor la oscuridad que el frío», se dijo para sus adentros, refunfuñando entre los pocos dientes aún agarrados a sus encías.
Mientras no templara, los estrechos huecos abiertos en los muros del castillo tendrían que permanecer tapados a cal y canto, bien con tablones, bien con gruesos paños encerados capaces de mantener a raya el viento y la lluvia helados. Ya fuese de día o de noche, sus moradores habrían de conformarse con la tenue luz del hogar y la de las lámparas de sebo que iban de aquí para allá impregnando el ambiente de un olor acre, como a podrido, al que era menester acostumbrarse. Las velas de cera costaban un disparate y quedaban reservadas a la iglesia, o bien a ocasiones extraordinarias merecedoras del dispendio. El día a día transcurría entre humo de leña húmeda y hedor a grasa quemada.
En el páramo castellano el invierno era un enemigo temible. Sus rigores se cebaban en niños de pecho y ancianos hasta causar estragos semejantes a los de la guerra. Las fiebres se llevaban tantas almas como sarracenos y leoneses juntos. Nunca resultaba suficiente la ropa ante las embestidas de esa bestia.
La estancia donde hacían la vida los señores, situada en la primera planta del caserón, albergaba un hogar de grandes dimensiones, alimentado constantemente con troncos acopiados en verano. Las paredes estaban cubiertas de tapices rústicos y sobre los suelos se esparcía paja limpia a diario, pese a lo cual la temperatura rara vez podía considerarse agradable. De octubre a mayo todo el mundo tiritaba.
En la estación de las ventiscas la actividad comenzaba por ello tarde, excepto para la servidumbre cuya tarea consistía en atender al ganado o mantener cebada la chimenea. Los demás holgazaneaban al resguardo de las mantas hasta que la luz lograba imponerse a las tinieblas de la noche. ¿Con qué propósito madrugar si el tiempo estaba detenido?
Auriola era la excepción a esa regla. Dormía poco. Cada vez menos. Aun así, desde que se hallaba en casa de su hija procuraba respetar las costumbres de la anfitriona. Evitaba levantarse antes que ella, lo que la abocaba a removerse inquieta en la cama, mientras se devanaba los sesos con el afán de hallar respuesta a las muchas preguntas que la asediaban.
Cuando al fin la oía moverse en la alcoba contigua a la suya, separada por una cortina, se armaba de valor para salir de su nido, vestir sobre la camisa la gruesa saya de lana que había dejado doblada sobre el reclinatorio situado junto al lecho, añadir un segundo par de calzas a las utilizadas durante el sueño y completar el atuendo con una garnacha forrada de piel.
A esas horas el brasero estaba completamente apagado, ya que en caso contrario sus vapores la habrían asfixiado mientras dormía. Su respiración creaba nubes de vaho blanquecinas. El agua de la jofaina amanecía a menudo cubierta por una fina capa de hielo, que debía romper con los nudillos a fin de lavarse la cara. Después, recogía su cabello en una larga trenza que enrollaba y sujetaba mediante horquillas, se ceñía la toca de viuda, firmemente prendida al cuello con un alfiler, e introducía sus pies enormes en unas zabatas cálidas, cómodas y zafias, que no habría intercambiado, ni loca, por los más lujosos escarpines de cuero fino o de seda.
Una vez ataviada, bajaba ligera la escalera, deseosa de abrazar a su mocetico del alma. El que la observaba en ese instante, con mirada inquisidora, envuelto en un grueso ropón acolchado demasiado grande, seguramente heredado de su padre.
* * *
Mientras ella mascaba sombríos presentimientos referidos a las múltiples amenazas pendientes sobre su familia, Diego había estado dando vueltas y más vueltas en su cabeza a una idea que acabó escupiendo en cuanto vio que a su abuela se le había pasado el enfado causado por su comentario de la víspera:
—¿Cómo pudo el abuelo llegar a luchar junto al Rey si su padre era un herrero?
El ceño fruncido del muchacho, enmarcado por dos cejas pobladas de color pajizo, denotaba que llevaba un buen rato pensándolo. Sus ojos, idénticos a los de Ramiro, habían adquirido un tono grisáceo oscuro, señal inequívoca de su zozobra interior. Apretaba los dientes mientras sus labios, doblados hacia el mentón, dibujaban un gesto de marcado escepticismo.
—Por su audacia y su coraje, aunque te parezca extraño, mi chico —respondió Auriola al instante aceptando el desafío—. No sería mucho mayor que tú cuando se subió a un caballo, su única pertenencia, dejó a los suyos en una aldea de pescadores de la costa asturiana, y se enroló en la mesnada del conde Alfonso Díaz para luchar contra los sarracenos.
—¡No me lo creo! —replicó con descaro el pequeño—. Ningún herrero tiene plata suficiente para comprarse un caballo. ¿Lo robó y no quieres decírmelo?
Durante unos segundos ella dudó entre castigar semejante insolencia con una colleja bien dada o tomársela como lo que era: la deducción de un muchacho criado en el hogar de un infanzón castellano. ¿Qué iba a saber él de las vicisitudes vividas por su añorado Ramiro?
Resuelta la vacilación, rio de buena gana la ocurrencia de su nieto, pues el desconcierto que le producía cuestionar la honradez de su abuelo demostraba lo inconcebible que le resultaba esa idea.
—¡Serás sinvergüenza! —Le revolvió la melena rubia—. ¿Cómo se te ocurre pensar una cosa así? Tu abuelico tenía ese caballo porque se lo había regalado su padrastro, quien, según contaba él, lo pagó con el oro de un tesoro vikingo escondido.
Los ojos de Diego se abrieron de par en par, al igual que su boca, de pura fascinación. Cada vez más intrigado, preguntó incrédulo:
—¿Su padrastro era vikingo?
—Era de sangre normanda, sí —confirmó Auriola—. Descendiente de una expedición perdida cuyos supervivientes recalaron en la misma aldea que él y su madre, obligados a huir de la ciudad de Compostela, arrasada por Almanzor.
El pequeño escuchaba embelesado el relato de su abuela, una vez satisfecho su insaciable apetito matutino.
—Ramiro, que Dios lo tenga en su gloria, solía decir que se quedó tan sorprendido como tú cuando vio aparecer al hombre a quien llamaba padre llevando de las riendas a ese animal. De hecho, recordaba perfectamente las palabras que este pronunció mientras se lo entregaba. Me las repitió tantas veces que yo también las aprendí: «Aquí tienes a este jamelgo deseoso de acompañarte. Espero que te resulte útil, dado que los cristianos combaten muy mal a pie. Yo he tratado de enseñarte a luchar como un vikingo, pero nunca está de más una ayuda. He oído decir que en la frontera bastan la libertad y una montura para adquirir la condición de infanzón, aunque estoy seguro de que tú conseguirás mucho más que eso».
—¿El abuelo también sabía luchar como los diablos normandos? —El estupor de Diego iba en aumento.
—Tu abuelo sabía hacer muchas cosas, mocete —contestó ella, embargada de nuevo por la nostalgia—. Y sí, entre esas habilidades estaba el combate con hacha y espada, a pie o a caballo. Era un guerrero formidable, pero también un hombre de honor. No se parecía en nada a los demonios que atacaban nuestras costas, asesinaban a gentes indefensas y saqueaban a placer hasta que su rey, Olav, abrazó por fin el cristianismo hace unos años.
—Pero tenían tesoros —replicó el chiquillo apelando a su lógica implacable.
—En eso no puedo quitarte la razón —concedió ella, con un gesto de asentimiento—. Al parecer, el hombre que prohijó a tu abuelo había heredado a su vez un abultado botín, procedente de la rapiña llevada a cabo por su gente en las tierras de Galicia, Asturias e incluso Al-Ándalus, a las que llegaban surcando ríos y mares en sus embarcaciones semejantes a criaturas monstruosas.
—¿Y por qué lo tenía escondido?
No era momento de explicar a su nieto los motivos por los cuales alguien que deseara conservar esa riqueza la ocultaría de los recaudadores de tributos, por lo que se limitó a contestar:
—¡Para que no se lo robaran! ¿Por qué si no?
Dicho lo cual lo envió a jugar, no sin antes robarle un sonoro beso, y emprendió sus tareas cotidianas. Estas la mantendrían ocupada todo el día, mientras aguardaba el momento de recuperar la soledad que añoraba entre los muros de esa casa ajena y fría.
* * *
Le gustaba la noche. La hora en que el silencio reinaba en la casa y permitía al corazón hacer oír su voz queda. Acurrucada en su chal de gruesa lana, rumiaba sentimientos contrapuestos en el vasto salón donde el fuego lanzaba destellos naranjas, abandonándose a las emociones por lo general mantenida