Entre enemigos

Andrea Molesini

Fragmento

Prólogo

Viernes, 9 de noviembre de 1917

Se desprendió de la noche. Y de la noche, durante unos instantes, nada lo distinguió. Hasta que una chispa, reflejo del candil que la mujer sostenía delante del morro del caballo, descubrió un monóculo. El hombre se dirigió a la mujer en un italiano impecable, levemente alterado por disonancias metálicas, que delataban su lengua materna, el alemán. Había algo formidable y torvo en aquel rostro bañado por la luz oscilante, como si las estrellas y el polvo se hubieran dado cita allí.

—Llamaré al ama —dijo Teresa en dialecto, en el que hablaba siempre, celando el miedo en su alma, ya acostumbrada a las maneras de los señores. Bajó el candil y la oscuridad volvió a apoderarse del capitán y del caballo del capitán.

Una, dos, tres antorchas arrojaron luz bajo los arcos del soportal. Teresa se cerró el mantón sobre el pecho para ahuyentar un escalofrío. En el camino de delante de la verja, más antorchas, chirriar de carros, griterío de soldados, el faro de un camión, y el duro silencio de las mulas en la llovizna helada. Al cerrar el batiente de roble tras de sí, Teresa reparó en que yo la estaba espiando, encaramado a la ventana del porche. Se llevó el dedo a los labios y me gruñó a la cara su enfado.

La tía Maria seguía de pie, vestida de negro, el cuello cerrado con un alfiler de marfil. Por la ventana escrutaba al ejército que iba llenando la plaza, donde la luz de las fogatas engullía la de los faros. Cuando entramos, se volvió hacia la puerta.

—Ama, ama, am…

—Calma, Teresa, calma, ya me ocupo yo. Ve a decirle a ese del caballo que ahora mismo voy.

La cocinera salió cabizbaja, el candil pegado a la rodilla, los pies pesados. Con un gesto de los ojos la tía me mandó que la siguiera. Firme en la silla, el capitán observaba el fluir de los soldados sin mover un párpado, atento a mantener el caballo bajo la piedra del soportal; su distante inmovilidad emanaba órdenes mudas que todos —oficiales, mulas, soldados— parecían entender sin vacilación.

—El ama —un golpe de tos—, el ama ha dicho que ya viene.

Teresa dio un paso atrás para espantar el hedor del caballo. Los soldados descargaban las mulas y colocaban las ametralladoras a cubierto bajo los arcos, emprendiéndola a patadas con las palas y los rastrillos que había contra la pared. La cocinera lanzó un gemido en el que depositó su desprecio; aquellas herramientas eran humildes y queridas, perros fieles contra los que se ensañaban unos lobos. Las zapas militares abrían una puerta tras otra y los soldados entraban con los macutos pesados, vaciando muebles, rompiendo cosas, y sus voces eran groseras, un amasijo de sílabas secas. Uno, con el casco cubierto de hojas apelmazadas, entró en el salón con la motocicleta estruendosa y paró en seco a un paso de la mesa de roble.

La tía Maria salió.

Herr Kapitän.

El capitán saludó como un soldado, sin sonreír.

Kapitän Korpium —dijo—. Somos dieciocho, entre oficiales y ordenanzas, nos acomodaremos aquí. —Extrajo un monóculo del bolsillo—. Si creen que no pueden recibirnos —añadió, encajando la lente entre la ceja y el pómulo—, tendrán que desalojar la casa. —Su voz era tranquila, fría. Cada sílaba sonaba separada de la otra, como si el pensamiento necesitara de todas aquellas minúsculas pausas para organizarse.

Una media docena de bicicletas franqueó la verja. El caballo del capitán sacudió la cabeza.

—Puede que sea usted un gran guerrero —dijo la tía—, pero sin duda no es un caballero.

—Mis suboficiales dormirán en la posada de la plaza, los oficiales en la villa, los soldados en las casas de la zona. Montaremos tiendas y la cocina de campaña en su parque. —Se recolocó el monóculo entre el arco de la ceja y el pómulo marcado—. A lo mejor mañana cruzamos el Piave, y nada aquí volverá a ser como antes.

—A lo mejor —dijo la tía—. O a lo mejor la guerra les arranca la piel a tiras —añadió en voz baja, para que no la oyeran.

El capitán hincó los talones en la barriga del caballo, se volvió hacia las mulas que seguían entrando, hacia los soldados iluminados por los candiles de los suboficiales, que voceaban.

Oí los ladridos de un perro, distantes. Y de un segundo, de voz hueca. Luego un disparo de fusil, otro más, y más lejos un tercero. El tufo de las mulas había entrado en el salón. Los soldados destrozaban mesas y sillas para encender las chimeneas. Se apartaron, sin embargo, al paso de las dos mujeres, que caminaban erguidas delante de mí, y uno de ellos, rubio paja, con los ojos tan saltones como los de un sapo, se cuadró.

—En esta tragedia —murmuró la tía— hay algo ridículo.

—Un burro es más educado que ellos —dijo Teresa—. Madre mía, estos chicos, qué cosas.

—Mañana se los llevará la guerra. Dile a Renato que monte bien la vigilancia. Tú y Loretta dormiréis arriba conmigo, en dos yacijas en el suelo, nos atrincheraremos en la habitación. Tú, Paolo, te quedarás con el abuelo. —Miró a la cocinera a los ojos—. ¿Has escondido los cuartos?

—Como me mandó, ama.

—Bien. —No había rastro de emoción en la voz de la tía, tenía los nervios y la mente firmes; la cocinera debía de saber a quién obedecer—. Las armas son poca cosa, pero esta gentuza no lo sabe. —Calló un momento, para dar tiempo a Teresa a descifrar y digerir—. Nosotros saldremos de esta.

La cocinera levantó el candil sobre los escalones desgastados.

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