El fuego de la imaginación: Libros, escenarios, pantallas y museos (Obra periodística Vargas Llosa I)

Mario Vargas Llosa

Fragmento

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La pasión y la crítica
Prólogo

LEER Y ESCRIBIR FICCIONES

No exageraba aquel 7 de diciembre de 2010 cuando dijo que lo más importante que le había ocurrido en la vida, a los cinco años de edad, había sido aprender a leer. Mario Vargas Llosa se dirigía a los académicos suecos que habían premiado con el Nobel su abrumadora carrera literaria, esos miles de páginas que a lo largo de medio siglo había escrito con un vuelo y un pulso y una técnica fuera de lo común, y las primeras palabras que salían de su boca rendían un pequeño homenaje al cura cochabambino que le había revelado el secreto oculto en los caracteres del alfabeto.

No era un gesto gratuito. Vargas Llosa estaba señalando el vínculo íntimo, de sobra conocido, que hay entre la lectura y la escritura, y de alguna manera reconocía que su oficio como escritor había derivado espontáneamente de esa pasión lectora. No me lo invento yo, él mismo lo dijo: «Las primeras cosas que escribí fueron continuaciones de las historias que leía». Sólo talentos muy extraños y particulares —pienso en el poeta Mayakovsky— surgen de la nada, sin insumos literarios ni referentes estéticos que formen la sensibilidad o contagien el interés por la escritura. Y ése, claro está, no era el caso de Vargas Llosa.

Más bien todo lo contrario: el suyo era un vicio precoz. A él se entregó impunemente desde que sus facultades se lo permitieron, y en él sigue recayendo en edades serias y respetables con un interés y dedicación crecientes. Quien haya tenido el privilegio de ojear alguna de las bibliotecas que fue sembrando por el mundo sabe perfectamente que cada libro que pasa por sus manos recibe un comentario y una calificación, y que no le tiembla el pulso ni la retina a la hora de enfrentarse a los quince, veinte o treinta tomos de las obras completas de algún autor, de los que analiza la estructura y las tramas de sus novelas, o en los que sopesa y pelea cada uno de sus planteamientos. Su más reciente empresa lectora lo corrobora: los cerca de cien títulos que componen las obras de Pérez Galdós.

Pero lo sorprendente no es tanto la cantidad o el número de libros que ha leído Vargas Llosa, sino su forma de leer, la savia o la esencia que extrae de cada novela o de cada ensayo que acapara su atención. Uno podría pensar que la lectura es un simple pasatiempo elevado, un vehículo a la cultura o un hábito placentero, y sí, desde luego que es todas esas cosas, pero para Vargas Llosa es algo más. Esto es importante entenderlo. Leer no es algo que se hace al margen de la vida, cuando se suspenden las actividades o se tiene tiempo libre. Nada de eso. La lectura para Vargas Llosa es parte de la experiencia. Más aún: es una manera de prolongar la vida y de llevarla por lugares improbables —incluso peligrosos— que enriquece de la misma forma en que lo haría una gran aventura o una gran pasión.

En otras palabras, no se lee para descansar de las ocupaciones que impone la existencia. Se lee para todo lo contrario: para vivir más, para gozar más, para transgredir las limitaciones del tiempo y del espacio a las que se ve sometida toda vida humana. Y cuando digo «se lee» también podría decir «se ve», porque una buena obra de teatro o una buena serie de televisión puede tener el mismo efecto. Se leen y se ven ficciones para salir de uno mismo y vivir lo que de otra manera sería imposible experimentar.

Una carencia profunda y trágica nos persigue. Tenemos muchos más deseos, ambiciones y apetitos de los que podemos satisfacer. Nuestra condición real siempre palidece ante la imagen ideal que tenemos de nosotros mismos. No nos alcanza la vida, la existencia concreta es poca cosa comparada con todo lo que nos gustaría ser y hacer, con todo lo que nos gustaría experimentar y lograr. Y por eso existen novelas, menos mal, pues en ellas podemos refugiarnos para compensar esas carencias y vivir esas vidas que en suerte o en desgracia nos fueron negadas, que no nos tocaron, que no fueron la nuestra.

Esta verdad profunda se le reveló a Vargas Llosa muy pronto en la vida. La literatura respondía a la insatisfacción del ser humano, a la frustrante imagen de una existencia limitada por los compromisos y la vida en sociedad. Sumergiéndose en las ficciones, viviéndolas, el lector podía satisfacer de forma vicaria pulsiones turbulentas, anhelos antisociales, ansias de trascendencia. De la manera más impune, sin poner en riesgo nada ni a nadie, podía meterse en la piel del asesino, del perturbado o del justiciero. Mientras contáramos con esa ventana de escape a otros mundos y a otras vidas llenas de intensidad, de aventura, de pulsión, incluso de maldad, nuestros anhelos más salvajes se verían domados y nuestros vecinos podrían dormir tranquilos.

El asunto crucial era entonces la insatisfacción humana. Como explicó en otro célebre discurso, «La literatura es fuego», pronunciado en 1967 al recibir el Premio Rómulo Gallegos, nadie que estuviera satisfecho de sí mismo o adaptado al mundo encontraría motivos para negar lo existente inventando una realidad ficticia. Se leía y se escribía por una razón similar, porque la literatura era un acto de rebelión. Contradecía la realidad real —la obra de Dios, si se quiere— imponiéndole una realidad ficticia que la corregía, la desmentía o la transfiguraba con los añadidos subjetivos del escritor: sus demonios y obsesiones. Aquí afloraban las inclinaciones románticas de Vargas Llosa, que ya se habían manifestado en su conspicua curiosidad por el malditismo y en la pasión desmedida que siempre ha sentido por Victor Hugo. Marginal, rebelde, contradictor, deicida, arquitecto de obras totales: ésa fue la visión del escritor con la que dio sus primeros pasos y fraguó sus primeros éxitos literarios.

No quiere decir esto que Vargas Llosa hubiera creído en el compromiso o en el uso ideológico o panfletario del arte. Una cosa era la contradicción ontológica y otra muy distinta el arte politizado. La rebeldía que le interesaba era la que hacía su cuestionamiento integral de la realidad, no la que se agotaba en una consigna o en tramas tendenciosas. La novela estaba muy por encima de la política porque hacía algo que ésta no podía. Mentía, sí, y además con total impunidad, ni más faltaba, pero al hacerlo conseguía acariciar una verdad escurridiza. La buena literatura desvelaba la tremenda complejidad y ambigüedad del ser humano, la confusa deriva de sus actos y de sus propósitos, la densidad de sus sueños e ideales. No moralizaba ni adoctrinaba, más bien diluía las verdades absolutas en un tanque de contradicciones humanas.

En eso consistía el arte de la ficción, en escapar del maniqueísmo y del cliché; y precisamente por eso, tanto él como los otros escritores de su generación, la del cincuenta en el Perú y la del boom latinoamericano en los sesenta, recelaron de la literatura vernácula e indigenista y de la literatura comprometida. Las novelas que privilegiaban la descripción de situaciones de injusticia, que victimizaban o reivindicaban los tipos humanos, el paisaje local o los usos tradicionales, podían defender causas justas y elevadas, pero no garantizaban la calidad artística de las obras. El valor de una novela no radicaba en la virtud moral del autor ni en los compromisos ideológicos o sociales que asumiera, sino en su capacidad para persuadir al lector de que cuanto allí se narraba, por fantasioso que fuera, constituía un mundo autónomo.

Más que cualquiera de sus contemporáneos, Vargas Llosa se preocupó por entender los mecanismos que generan esta ilusión y por afilar las herramientas literarias más útiles para crear ficciones ambiciosas, sólidas y persuasivas. La amplia selección de artículos y ensayos sobre autores latinoamericanos, franceses, estadounidenses, españoles y de otras nacionalidades que componen la segunda sección de este volumen demuestra que la lectura atenta de los otros le sirvió para encontrar diferencias y afinidades con su propio proyecto. Basta con ver sus reflexiones sobre la literatura francesa de los cincuenta y sesenta, las décadas en que él mismo empezaba a escribir y publicar. Todas esas narraciones deshumanizadas que catapultaron a la fama a Robbe-Grillet, a Nathalie Sarraute y a los autores de la nouveau roman le resultaron interesantes, sí, pero también vacuas e intrascendentes. La gran literatura, reflexionó entonces, no podía alejarse de la historia. Al contrario: debía estar arraigada en los conflictos humanos, en sus pasiones, ansiedades y deseos.

Flaubert, en cambio, a quien leyó a finales de los cincuenta, cuando ya vivía en París, fue una revelación y un modelo de lo que sí quería hacer en sus libros. En las páginas de Madame Bovary descubrió las claves de la novela moderna: la importancia de la forma literaria y del narrador que cuenta la historia. Ahí no se agotan las enseñanzas ni los hallazgos. Los ensayos críticos de Romain Gary le permitieron desarrollar sus ideas sobre la novela total y el deicidio creativo. Los ejemplos vitales de Malraux y de Victor Hugo, autores que nunca se alejaron de la vida pública y que incluso participaron en todos los conflictos, debates y escándalos de su tiempo, le revelaron el perfil del escritor que quería ser. Leyendo a Hemingway entendió que la vocación literaria era total y excluyente. Estudiando a Faulkner comprendió que el escritor podía jugar con el tiempo y el espacio a su antojo, que las cronologías y los puntos de vista podían alterarse y desordenarse para darle más fuerza a una historia. Los ensayos de Coetzee lo previnieron sobre los nuevos moralismos y los intentos contemporáneos de desviar la novela de ciertos temas o de ciertas zonas oscuras de la historia y de la experiencia humana.

Leer era una forma de nutrirse de ideas y de profundizar en su visión de la novela. Reivindicación del conde don Julián, de Juan Goytisolo, le mostró que ninguna sociedad, ni la más utópica, evitaría la insatisfacción humana, y que por lo mismo la literatura y las críticas del escritor a las patrias serían siempre necesarias. Celebró el homenaje que hacía Rosa Montero a la imaginación, esa fuerza que desordenaba la vida y que la hacía más tolerable, más intensa, más rica. Comentando Ojalá octubre, de Juan Cruz Ruiz, reivindicó la posibilidad de hablar de la pobreza sin la truculencia y la autocompasión que caracterizaron al indigenismo. El caso Solzhenitsin le dio ocasión de criticar, una vez más, las censuras del sistema soviético a los escritores.

Con un apetito voraz, Vargas Llosa se sumergió en la literatura francesa y estadounidense, luego en la latinoamericana y en la española, agrandando cada vez más sus horizontes hasta abarcar autores y libros de buena parte del mundo. Los cerca de cien ensayos que conforman las dos primeras secciones, la primera más teórica, la segunda más crítica, lo corroboran. Y también la tercera sección, dedicada ya no a los libros sino a los espacios que los hospedan: las bibliotecas, las librerías y las universidades. Todo escritor frecuenta estos recintos, pero más uno como Vargas Llosa, que siempre se ha destacado como profesor y conferencista, y cuyos proyectos literarios le han demandado muchas horas leyendo manuscritos en bibliotecas de varios continentes. La situación de la universidad peruana, la nostalgia por el Reading Room de la Biblioteca Británica, el paraíso libresco de Hay-on-Wye o el futuro de las pequeñas librerías son algunos de los temas aquí abordados.

UNA VIDA COMO ESPECTADOR

Aunque la lectura y la escritura han sido las ocupaciones principales de Vargas Llosa, al arte, al teatro, al cine y, más recientemente, a las series de televisión también les ha dedicado considerable tiempo e interés. Es bien sabido que su primer amor no fue la novela, sino la dramaturgia, y que el primer texto consistente que salió de sus manos fue La huida del Inca, un drama que él mismo dirigió y presentó en Piura a los quince años de edad. De haber existido una escena teatral fuerte en el Perú, muy probablemente ésa hubiera sido su primera opción, las tablas, los textos para ser interpretados, pero no fue el caso. Si entonces en el Perú de los cincuenta la ausencia de lectores convertía la escritura de novelas en una aventura incierta, la falta de espectadores hacía del todo inviable una vida consagrada al teatro. Sólo muchos años después, en los ochenta, Vargas Llosa retomaría su labor como escritor de ficciones teatrales, y unas décadas más tarde, ya en el siglo XXI, él mismo subiría a los escenarios a encarnar a los personajes que había creado.

Ese amor pospuesto por el teatro fue compensado durante muchos años con una asistencia asidua a los escenarios y con piezas periodísticas en las que comentaba las obras que más le habían interesado. Desde muy joven Vargas Llosa se convirtió en un espectador obstinado, atento a las nuevas propuestas escénicas y a las corrientes teóricas e ideológicas que nutrían las vanguardias de los sesenta. Con los años llegó a sentarse frente a los escenarios y las pantallas unas cuatro o cinco veces por semana. Agotar las carteleras de teatro y de cine, verlo todo de la misma forma en que intentaba leerlo todo, no era un reto desagradable ni difícil. Menos aún si las exposiciones, las obras y las películas —también las exhibiciones de arte— se convertían en el tema de las columnas que desde París o Londres escribía para los medios peruanos. La cuarta, quinta y sexta partes de este tomo dan cuenta de esa febril actividad como crítico cultural, una faceta menos conocida en su trayectoria intelectual que, sin embargo, arroja interesantes reflexiones para entender la evolución estética e ideológica de las sociedades occidentales.

Bastan unos cuantos ejemplos para aclarar lo que digo. Analizando las obras de LeRoi Jones, un poeta y dramaturgo que había frecuentado a los beatniks neoyorquinos y que para ese entonces militaba en las filas del nacionalismo negro, Vargas Llosa vio claramente el fermento de la política identitaria que hoy acapara los debates culturales. Comparando el indigenismo peruano de los años treinta con las obras de Jones, se dio cuenta de que en Estados Unidos y en Europa empezaba a ocurrir lo que ya había pasado en América Latina. Lo negro se reivindicaba como la encarnación de los valores perdidos o traicionados por Occidente, y las identidades minoritarias empezaban a rechazar toda integración a la sociedad por considerarla un acto de sumisión. El teatro empezaba a convertirse en una plataforma que movilizaba estas ideas. Pero no solamente.

Con sus envíos a las revistas de Lima o de Montevideo, Vargas Llosa ponía a los lectores al día con las últimas novedades y las últimas controversias en el campo teatral y cinematográfico. Anunció el momento en que el teatro del absurdo de Ionesco entraba a los escenarios oficiales, perdiendo, de paso, gran parte de su novedad e irreverencia, y comentó las películas de Godard, el estrépito que causó la obra Marat-Sade de Peter Weiss, la controversia producida por las películas eróticas de Liliana Cavani. También siguió la evolución de Bertolt Brecht, la manera en que la más alta burguesía, aquella que el dramaturgo alemán quiso destruir con sus obras, asimilaba jovial y pasivamente sus más provocadores dramas. En los últimos años sobresale su interés por las series de televisión, cuyos éxito de audiencia y poder para mantener en vilo a los espectadores entre capítulo y capítulo le recordaban las novelas del siglo XIX, esos grandes frescos sociales que los autores iban fraccionando en pequeñas entregas semanales.

Los escenarios y las pantallas han tenido siempre un espacio en sus rutinas, pero no hay duda de que Vargas Llosa acude al cine y al teatro con expectativas diferentes. De las películas espera un rato de esparcimiento. Simple divertimento, así ese divertimento sea genial, y no que le dejen imágenes o ideas ardiendo en la memoria, como sí le ocurre después de concluir una novela. Su modelo de cineasta es John Huston, un director que no tiene pretensiones elevadas ni ínfulas trascendentales, y que se conforma con relatar bien una historia. Por eso en la pantalla tolera cosas que le resultarían insoportables en los libros y es capaz de entregarse sin suspicacia, de la forma más desprevenida, a toda suerte de géneros hollywoodienses, desde el western hasta las películas de espías; cualquier tipo de película, insisto, menos las de ciencia ficción o de terror, o las que supuren intelectualismo y pedantería.

La historia con el teatro es muy distinta. Sobre el escenario ocurre algo muy particular: actores de carne y hueso encarnan la ficción, la viven, fingen una vida que no han vivido y unas experiencias que no han tenido, y mientras juegan a ser otros representan la esencia misma de la ficción. Salen de sí mismos para ser otros, para vivir lo que de otra forma les hubiera sido imposible vivir, para llenar de intensidad y furor unas existencias que de otra forma serían planas y rutinarias. El teatro, según lo entiende Vargas Llosa, se presta mejor que cualquier otra forma artística para proyectar una imagen más completa del ser humano, un perfil que incluya no sólo las condiciones materiales, la realidad concreta que resume toda existencia, sino su mundo interno, el desván que oculta sus deseos, fantasías y pasiones. Sus obras de teatro siguen estos principios. Suelen transcurrir simultáneamente en esos dos universos, el real y el fantasioso, el que ancla a un ser humano al tiempo y al espacio, a la pobreza o a las frustraciones, y el que se evade de todo eso y se entrega libremente a los caprichos del instinto o a las alucinaciones del ego. El ser humano es eso, una totalidad que incluye el caudal subjetivo de fantasías y anhelos, y eso es lo que intenta demostrar Vargas Llosa con sus ficciones teatrales.

En cuanto al campo de las artes plásticas, su labor crítica no ha sido menos ambiciosa ni constante. Los grandes genios individuales, esos creadores que alumbraron el siglo XX con su furia y descontento, atrajeron siempre su atención. Entre ellos Picasso, desde luego, un artista en el que Vargas Llosa admiró siempre su capacidad para reinventarse, transgrediendo todos los estilos, incluso los que él mismo había inventado, sin por ello negar sus deudas con el pasado ni perder un hilo de continuidad con la tradición artística. Eso mismo fue lo que Vargas Llosa se propuso hacer en el campo literario. Vivir la turbulencia del siglo XX, dejarse atravesar por los cismas modernos —el apremio por la experimentación, la innovación formal y la transgresión— y sin embargo contraer deudas enormes con las grandes obras narrativas del siglo XIX. Para Vargas Llosa era muy importante vivir a fondo su época; desafiarla, incluso, con innovaciones artísticas, pero no por ello iba a negar o a perder la estela de la tradición.

Las críticas que Vargas Llosa empezó a hacer en los noventa al arte contemporáneo derivaban de esa forma de entender la cultura. Obliterando por completo el pasado, como había ocurrido en la plástica a partir de Marcel Duchamp (en uno de los ensayos recogidos en la sexta parte, el escritor se preguntaba en qué consiste su famosa genialidad), se arrasaban por completo los criterios que permitían juzgar una obra de arte. El éxito de las creaciones empezaba a depender de factores externos, como el escándalo, la propaganda, el mercado, la teoría o las supuestas críticas, no del todo descifrables, que una obra hacía a los males de la sociedad, pero desde luego no de la obra en sí ni de la manera en que continuara o desafiara una tradición. Sin ningún criterio y sin ningún referente que permitieran emitir juicios sustentados, la impostura ganaba terreno a la dedicación y al genio. El arte dejaba de interesarse por las problemáticas humanas, por las vidas concretas y su lugar en la historia, y se convertía más bien en un símbolo hueco de progresismo facilón del que cualquier político o cualquier millonario podía beneficiarse patrocinándolo o firmando un cheque que le permitiera engrosar su colección.

Si estos artistas —representados mejor que nadie por Damien Hirst— le resultaban interesantes como síntomas de la época pero no como creadores, otros, en cambio, lo conmovían y hechizaban; incluso lo animaban a seguir la estela de su vida y de sus obras por museos de medio mundo. El caso más evidente es el de Gauguin, el pintor francés de visiones utópicas, salvajes y regresivas, sobre quien escribió una portentosa novela: El Paraíso en la otra esquina. Pero hay otros. El dadaísta George Grosz, por ejemplo, cuyas obras lo han inquietado desde que las vio por primera vez, y no sólo por su fuerza, su iconoclasia y su rebeldía, sino porque le permitieron poner a prueba sus ideas sobre la creación literaria en el campo de la plástica.

Grosz asumía su labor creativa como un feroz impulso destructivo. Frente al lienzo se mostraba dispuesto a externalizar todos sus demonios, y a llevarse por delante cualquier obstáculo social, político o moral que se atravesara en su camino. Era evidente el desprecio que sentía por el presente que le tocó vivir en la República de Weimar, y la repulsión que le inspiraban sus personajes más señeros, el militar, el burgués, el cura. Su espíritu rebelde y contradictor animaba esos frescos urbanos traspasados por un humor corrosivo y una fuerza y un dinamismo sobrecogedores. Lo más fascinante del caso Grosz es que parecía corroborar las ideas vargasllosianas sobre el proceso creativo: eran sus demonios, su pulsión crítica e inconforme, lo que alimentaba su empeño creativo. Cuando el dadaísta se exilió en Estados Unidos y se acomodó a su nueva vida, ya sin censuras ni persecuciones, su pintura sufrió una transformación profunda. Se mitigó. Perdió acritud y virulencia. Perdió genio y fuerza, como si Grosz, ahora integrado en la sociedad, ya no padeciera ningún malestar interno ni la urgencia de exteriorizarlo en su pintura. Ahí no se agotan esta historia ni las pesquisas de Vargas Llosa en el mundo del arte, pero mejor que cada lector las descubra por su cuenta.

Lo que sigue de aquí en adelante son las reflexiones maduradas a lo largo de una vida dedicada a la lectura de novelas, a la contemplación del arte, del teatro y del cine. No sólo el testimonio entusiasta de intensas horas de placer o de digestiones felices después de haber leído o visto los frutos de la fantasía. También es una aproximación comprensiva a la condición humana, a su mundo subjetivo —sus valores, conflictos, deseos, anhelos y preocupaciones— y a la manera en que han dejado su huella en la historia. No sé si el futuro se pueda leer en la palma de la mano, en los posos de café o en los arcanos del tarot. El presente, en cambio, y de esto no tengo dudas, se puede intuir en el fuego de la imaginación. Y ni siquiera hace falta ser un mago o tener poderes para ello. Basta —y este volumen lo demuestra— con ser un lector y un espectador apasionado y crítico.

CARLOS GRANÉS

Madrid, octubre de 2022

1. El arte de la ficción: debates y aproximaciones

La literatura es fuego[1]

Hace aproximadamente treinta años, un joven que había leído con fervor los primeros escritos de Breton moría en las sierras de Castilla, en un hospital de caridad, enloquecido de furor. Dejaba en el mundo una camisa colorada y Cinco metros de poemas de una delicadeza visionaria singular. Tenía un nombre sonoro y cortesano, de virrey, pero su vida había sido tenazmente oscura, tercamente infeliz. En Lima fue un provinciano hambriento y soñador que vivía en el barrio del Mercado, en una cueva sin luz, y cuando viajaba a Europa, en Centroamérica, nadie sabe por qué, había sido desembarcado, encarcelado, torturado, convertido en una ruina febril. Luego de muerto, su infortunio pertinaz, en lugar de cesar, alcanzaría una apoteosis: los cañones de la guerra civil española borraron su tumba de la tierra, y, en todos estos años, el tiempo ha ido borrando su recuerdo en la memoria de las gentes que tuvieron la suerte de conocerlo y de leerlo. No me extrañaría que las alimañas hayan dado cuenta de los ejemplares de su único libro, enterrado en bibliotecas que nadie visita, y que sus poemas, que ya nadie lee, terminen muy pronto transmutados en «humo, en viento, en nada», como la insolente camisa colorada que compró para morir. Y, sin embargo, este compatriota mío había sido un hechicero consumado, un brujo de la palabra, un osado arquitecto de imágenes, un fulgurante explorador del sueño, un creador cabal y empecinado que tuvo la lucidez, la locura necesarias para asumir su vocación de escritor como hay que hacerlo: como una diaria y furiosa inmolación.

Convoco aquí, esta noche, su furtiva silueta nocturna, para aguar mi propia fiesta, esta fiesta que han hecho posible, conjugados, la generosidad venezolana y el nombre ilustre de Rómulo Gallegos, porque la atribución a una novela mía del magnífico premio creado por el Instituto Nacional de Cultura y Bellas Artes como estímulo y desafío a los novelistas de lengua española y como homenaje a un gran creador americano, no sólo me llena de reconocimiento hacia Venezuela; también, y sobre todo, aumenta mi responsabilidad de escritor. Y el escritor, ya lo saben ustedes, es el eterno aguafiestas. El fantasma silencioso de Oquendo de Amat, instalado aquí, a mi lado, debe hacernos recordar a todos —pero en especial a este peruano que ustedes arrebataron a su refugio del Valle del Canguro, en Londres, y trajeron a Caracas, y abrumaron de amistad y de honores— el destino sombrío que ha sido, que es todavía en tantos casos, el de los creadores en América Latina. Es verdad que no todos nuestros escritores han sido probados al extremo de Oquendo de Amat; algunos consiguieron vencer la hostilidad, la indiferencia, el menosprecio de nuestros países por la literatura, y escribieron, publicaron y hasta fueron leídos. Es verdad que no todos pudieron ser matados de hambre, de olvido o de ridículo. Pero estos afortunados constituyen la excepción. Como regla general, el escritor latinoamericano ha vivido y escrito en condiciones excepcionalmente difíciles, porque nuestras sociedades habían montado un frío, casi perfecto mecanismo para desalentar y matar en él la vocación. Esa vocación, además de hermosa, es absorbente y tiránica, y reclama de sus adeptos una entrega total. ¿Cómo hubieran podido hacer de la literatura un destino excluyente, una militancia, quienes vivían rodeados de gentes que, en su mayoría, no sabían leer o no podían comprar libros, y en su minoría, no les daba la gana de leer? Sin editores, sin lectores, sin un ambiente cultural que lo azuzara y exigiera, el escritor latinoamericano ha sido un hombre que libraba batallas sabiendo desde un principio que sería vencido. Su vocación no era admitida por la sociedad, apenas tolerada; no le daba de vivir, hacía de él un productor disminuido y ad honorem. El escritor en nuestras tierras ha debido desdoblarse, separar su vocación de su acción diaria, multiplicarse en mil oficios que lo privaban del tiempo necesario para escribir y que a menudo repugnaban a su conciencia y a sus convicciones. Porque, además de no dar sitio en su seno a la literatura, nuestras sociedades han alentado una desconfianza constante por este ser marginal, un tanto anómalo, que se empeñaba, contra toda razón, en ejercer un oficio que en la circunstancia latinoamericana resultaba casi irreal. Por eso nuestros escritores se han frustrado por docenas, y han desertado su vocación, o la han traicionado, sirviéndola a medias y a escondidas, sin porfía y sin rigor.

Pero es cierto que en los últimos años las cosas empiezan a cambiar. Lentamente se insinúa en nuestros países un clima más hospitalario para la literatura. Los círculos de lectores comienzan a crecer, las burguesías descubren que los libros importan, que los escritores son algo más que locos benignos, que ellos tienen una función que cumplir entre los hombres. Pero entonces, a medida que comience a hacerse justicia al escritor latinoamericano, o más bien, a medida que comience a rectificarse la injusticia que ha pesado sobre él, una amenaza puede surgir, un peligro endiabladamente sutil. Las mismas sociedades que exiliaron y rechazaron al escritor pueden pensar ahora que conviene asimilarlo, integrarlo, conferirle una especie de estatuto oficial. Es preciso, por eso, recordar a nuestras sociedades lo que les espera. Advertirles que la literatura es fuego, que ella significa inconformismo y rebelión, que la razón de ser del escritor es la protesta, la contradicción y la crítica. Explicarles que no hay término medio: que la sociedad suprime para siempre esa facultad humana que es la creación artística y elimina de una vez por todas a ese perturbador social que es el escritor, o admite la literatura en su seno y en ese caso no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de agresiones, de ironías, de sátiras, que irán de lo adjetivo a lo esencial, de lo pasajero a lo permanente, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: el escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir, nadie que esté de acuerdo, reconciliado con la realidad, cometería el ambicioso desatino de inventar realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, vacíos y escorias a su alrededor. La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza airada, díscola, fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista.

Sólo si cumple esta condición es útil la literatura a la sociedad. Ella contribuye al perfeccionamiento humano impidiendo el marasmo espiritual, la autosatisfacción, el inmovilismo, la parálisis humana, el reblandecimiento intelectual o moral. Su misión es agitar, inquietar, alarmar, mantener a los hombres en una constante insatisfacción de sí mismos: su función es estimular sin tregua la voluntad de cambio y de mejora, aun cuando para ello deba emplear las armas más hirientes. Es preciso que todos lo comprendan de una vez: mientras más duros sean los escritos de un autor contra su país, más intensa será la pasión que lo una a él. Porque en el dominio de la literatura la violencia es una prueba de amor.

La realidad americana, claro está, ofrece al escritor un verdadero festín de razones para ser un insumiso y vivir descontento. Sociedades donde la injusticia es ley, paraísos de ignorancia, de explotación, de desigualdades cegadoras, de miseria, de alienación económica, cultural y moral, nuestras tierras tumultuosas nos suministran materiales ejemplares para mostrar en ficciones, de manera directa o indirecta, a través de hechos, sueños, testimonios, alegorías, pesadillas o visiones, que la realidad está mal hecha, que la vida debe cambiar. Pero dentro de diez, veinte o cincuenta años habrá llegado a todos nuestros países, como ahora a Cuba, la hora de la justicia social y América Latina entera se habrá emancipado del imperio que la saquea, de las castas que la explotan, de las fuerzas que hoy la ofenden y reprimen. Yo quiero que esa hora llegue cuanto antes y que América Latina ingrese de una vez por todas en la dignidad y en la vida moderna, que el socialismo nos libere de nuestro anacronismo y nuestro horror. Pero cuando las injusticias sociales desaparezcan, de ningún modo habrá llegado para el escritor la hora del consentimiento, la subordinación o la complicidad oficial. Su misión seguirá, deberá seguir siendo la misma; cualquier transigencia en este dominio constituye, de parte del escritor, una traición. Dentro de la nueva sociedad, y por el camino que nos precipiten nuestros fantasmas y demonios personales, tendremos que seguir, como ayer, como ahora, diciendo no, rebelándonos, exigiendo que se reconozca nuestro derecho a disentir, mostrando, de esa manera viviente y mágica como sólo la literatura puede hacerlo, que el dogma, la censura, la arbitrariedad son también enemigos mortales del progreso y de la dignidad humana, afirmando que la vida no es simple ni cabe en esquemas, que el camino de la verdad no siempre es liso y recto, sino a menudo tortuoso y abrupto, demostrando con nuestros libros una y otra vez la esencial complejidad y diversidad del mundo y la ambigüedad contradictoria de los hechos humanos. Como ayer, como ahora, si amamos nuestra vocación, tendremos que seguir librando las treinta y dos guerras del coronel Aureliano Buendía, aunque, como a él, nos derroten en todas.

Nuestra vocación ha hecho de nosotros, los escritores, los profesionales del descontento, los perturbadores conscientes o inconscientes de la sociedad, los rebeldes con causa, los insurrectos irredentos del mundo, los insoportables abogados del diablo. No sé si está bien o si está mal, sólo sé que es así. Ésta es la condición del escritor y debemos reivindicarla tal como es. En estos años en que comienza a descubrir, aceptar y auspiciar la literatura, América Latina debe saber, también, la amenaza que se cierne sobre ella, el duro precio que tendrá que pagar por la cultura. Nuestras sociedades deben estar alertadas: rechazado o aceptado, perseguido o premiado, el escritor que merezca este nombre seguirá arrojándoles a los hombres el espectáculo no siempre grato de sus miserias y tormentos.

Otorgándome este premio que agradezco profundamente, y que he aceptado porque estimo que no exige de mí ni la más leve sombra de compromiso ideológico, político o estético, y que otros escritores latinoamericanos, con más obra y más méritos que yo, hubieron debido recibir en mi lugar —pienso en el gran Onetti, por ejemplo, a quien América Latina no ha dado aún el reconocimiento que merece—, demostrándome desde que pisé esta ciudad enlutada tanto afecto, tanta cordialidad, Venezuela ha hecho de mí un abrumado deudor. La única manera como puedo pagar esa deuda es siendo, en la medida de mis fuerzas, más fiel, más leal, a esta vocación de escritor que nunca sospeché me depararía una satisfacción tan grande como la de hoy.

Caracas, 11 de agosto de 1967

En torno a la literatura maldita: Tres ejemplos contemporáneos[2]

Para los escritores malditos la literatura es un quehacer fundamentalmente autobiográfico y, por lo tanto, no se trata de creadores desde el punto de vista del material que aportan. Su ambición primera no es construir ficciones, sino rescatar mediante la memoria y las palabras los hechos de su vida para, de esta manera, justificarse ante sí mismos y ante la sociedad de la que, con o sin razón, se sienten excluidos. Pero, en cambio, sí suelen realizar un enorme trabajo de creación en lo que se refiere a la forma. Ocurre como si todas esas reservas imaginativas que no necesitan emplear en la búsqueda de un tema y en la invención de personajes, las volcaran en la obtención de un lenguaje original. Es sintomático que escritores como Henry Miller, Louis-Ferdinand Céline, Jean Genet y Jouhandeau sean, ante todo, grandes prosistas.

Las razones que llevan a un escritor a elegir determinado género se vinculan estrechamente con su vida. Los malditos son, por lo común, gentes al margen, no integradas a la sociedad en la que viven, y fascinadas por la singularidad de su propia existencia. Individualistas, solitarios, su insolencia no tiene límites y su conducta suele ser rebelde (lo es de hecho, ya que atenta contra la ley básica de la ciudad, que es aceptar la vida en común), pero sus libros rara vez lo son. No reclaman que la sociedad corrija esas taras e injusticias de las que ellos son víctimas o ejemplos, no piden un orden nuevo, mejor que el actual. El motivo es muy sencillo: en una hipotética sociedad perfecta sólo imperaría el bien y no habría lugar para ellos, que de una vez por todas han elegido ser el mal. Así como el diablo, para existir, necesita que exista Dios, ellos tienen ligada su suerte, de una manera irremediable (y trágica), al mundo que aborrecen. En unas páginas admirables de Saint Genet, comédien et martyr, Sartre ha explicado ese curioso mecanismo que convierte a las víctimas en cómplices de los verdugos y hace, por ejemplo, que los elementos más lastimados por el régimen establecido —los lumpen, los delincuentes— sean conformistas y hostiles a cualquier cambio. Es probable que las tesis de Georges Bataille, según las cuales la literatura es una representación simbólica del mal, no sean íntegramente convincentes. Pero son válidas en el caso de estos autores. (Para Bataille el mal no tiene un contenido religioso, sino social: significa aquello que escapa a la norma aceptada por la comunidad, lo que atenta contra la razón).

En las literaturas francesa e inglesa abundan los casos de escritores malditos. En la literatura española y en la latinoamericana, en cambio, son raros, y no existe uno sólo, entre estas excepciones, cuya obra tenga una importancia estética mayor. A primera vista, podría pensarse que este género de literatura autobiográfica es tan crudo, tan osado, que no surgió en España debido a la censura, más severa allí que en otras partes. Pero la censura no ha sido obstáculo, en las distintas épocas de la historia española, para que proliferasen las obras subidas de color y atestadas de atrocidades. Por lo demás, el escritor maldito no teme la censura; al contrario, la desafía: ella es un estímulo para él. La puritana Inglaterra ha sido la cuna de John Cleland y de Frank Harris. En realidad, no es por su carácter atrevido que este género de literatura no se ha desarrollado en España, sino más bien por el hecho de ser confidencial. Ni los escritores españoles ni los latinoamericanos acostumbran escribir sus confesiones. Y los pocos que han dejado una autobiografía, o fueron tan lacónicos como Ricardo Palma (La bohemia de mi tiempo, a fin de cuentas, nos revela más cosas sobre los amigos de Palma que sobre él), o tan frondosamente elusivos como Pío Baroja, que en sus excelentes memorias nunca acaba de mostrarse por entero. Esta discreción, esa resistencia púdica a darse a conocer del escritor de lengua española es tanto más sorprendente cuando uno piensa que ello contradice una propensión nacional.

En efecto, pocas gentes son tan comunicativas y locuaces como los españoles. Yo viví un año en Madrid y conocí decenas de personas, hice muchos amigos y creo, sin exageración, que todos me contaron su vida. Aquí, en París, un domingo compartí el asiento de un ómnibus con un sevillano que, en los diez minutos que duró el trayecto de Saint-Michel a la Opéra, me confió su historia, y ésta era tan tremenda que todavía me asombra. ¿Cómo es posible que uno de los pueblos menos reservados de la tierra carezca de literatura confidencial? Pero tal vez sea más extraño todavía que ésta florezca tan corrientemente en Francia, país de hombres discretos hasta la exasperación, y en el que, como dice Cortázar, cada individuo parece una «fortaleza inexpugnable». El francés divulga difícilmente su intimidad a un interlocutor de ocasión, su vida privada es como un cónclave, los demás sólo ven de ella el humo. Y sin embargo el género confidencial y maldito tiene aquí una robusta tradición y sus cultores contemporáneos son muchos. (Acaba de aparecer otro: Anne Huré, ex monja y ex ladrona, que cuenta en sus libros sus andanzas por conventos y cárceles).

En ambos casos, una tendencia manifiesta del carácter nacional se halla contradicha por la actitud de los escritores. Esto resulta incomprensible si se ve en la literatura una representación fiel de las características morales y psicológicas de un pueblo. Desde luego, ella es también eso. Pero además de testimonio, la literatura siempre ha sido una especie de reto a la realidad, una tentativa para llenar sus vacíos. Sólo un sentimiento de carencia o de insatisfacción puede llevar a un hombre a escribir ficciones. ¿Para qué crearía realidades imaginarias si se sintiera satisfecho en el mundo que lo rodea? Así, en sus obras hay siempre un elemento nuevo, no determinado por su experiencia objetiva. A veces, se trata de una dimensión ideal, que prolonga la realidad, que aparece añadida a ésta: es el caso de los escritores fantásticos. Los realistas procuran utilizar los datos más visibles y verificables que ofrece el mundo exterior para construir sus novelas, y en ellos el elemento agregado suele ser un orden, una coherencia, un sistema, un punto de vista, gracias a los cuales la tumultuosa, la compleja realidad evocada por sus libros resulta comprensible. En los malditos la novedad residiría en la actitud de contradicción, en la voluntad del narrador de ir contra la corriente. Contrariamente a lo que ocurre con los personajes de una novela realista, prototipos en los que muchos lectores se reconocen, el héroe o la heroína de un libro maldito es siempre caso único, la excepción a la regla. Si un lector se identificara con ellos, las intenciones del autor se verían frustradas: él quiere ser aceptado por la sociedad como ser diferente, ser reconocido como la oveja negra del rebaño. Cuando Genet señala que sus más altas virtudes son «la traición, la homosexualidad y el robo», está diciendo, tras esta fórmula violenta, «no me parezco ni quiero parecerme a ustedes». El maldito es aquel que da la contra, que en todo intenta precisar su antagonismo con los demás. Ciudadano de un país de hombres reacios al exhibicionismo verbal y a la confidencia, será exhibicionista con descaro y hará de su vida una transparente vitrina. Se comprende que en España la literatura maldita no adopte posturas confidenciales. El espíritu de contradicción del escritor se manifiesta de acuerdo a las características del medio, y ¿no es revelador que exista una importante corriente de literatura blasfema y antirreligiosa en la propia España? En una sociedad donde la doctrina estética imperante sea el realismo socialista, los malditos harán literatura fantástica. ¿Significa esto que la literatura de este género no es representativa, que no expresa lo real? Nada de eso. Ella también expresa la realidad, pero al revés, mediante negaciones. En muchos casos, incluso, es un contrapeso saludable, y sus excesos una respuesta airada a los prejuicios y a los dogmas.

I) UN EJEMPLO FEMENINO: LAS MEMORIAS DE UNA JOVEN INFORMAL, DE VIOLETTE LEDUC

Un joven tísico de buena familia seduce a su criada, la embaraza y la despide: Violette Leduc no conocería nunca a su padre. Hija del atropello, la desdicha parece ensañarse con ella desde antes de su nacimiento. En el pequeño poblado del norte de Francia donde pasa su infancia, conoce primero la miseria, luego la guerra. No ha aprendido a leer todavía, pero ya debe robar para no morirse de hambre. Muchos días, el único alimento de su madre y de su abuela son las provisiones que hurta la pequeña al campamento alemán. Las personas que al leer el último libro de Violette Leduc se sientan heridas o escandalizadas, deben recordar estos hechos antes de juzgarla. La sociedad hizo de ella una víctima, la abrumó de culpas cuando era inocente. Ahora se venga contra esa sociedad, reivindica la condición que le fue impuesta y arroja a los cuatro vientos un libro terrible: La bastarda.

En el colegio, sus compañeras juegan, conversan y en un principio se diría que, a través de ellas, Violette se va a reintegrar a la vida de los demás. Ocurre lo contrario: para evitar las burlas y las preguntas humillantes, la niña sin padre se aísla, se vuelve hosca. Mientras vive su abuela, la magnífica Fidelina, tiene un refugio. Cuando ésta muere, vuelca su afecto en su madre. La ex criada, que asocia oscuramente esta hija al drama de su vida, en vez de amor le da consejos y órdenes: todos los hombres son unos canallas, nunca te fíes de ellos, ódialos. Violette asiente, acepta. Y un buen día su madre se casa y entra un extraño al hogar. La niña nunca perdonará a su madre este matrimonio en el que ve una inconsecuencia, una traición. Así se rompe el último vínculo con los otros. Desde entonces vivirá incomunicada.

Bastarda, pobre, los padecimientos sólo acaban de comenzar. Vendrán las enfermedades, una tras otra, estará muchas veces en el umbral de la muerte. Su salud frágil aumenta el abismo que la separa del mundo de los seres normales. Y, además, le ha sido deparada una suplementaria vergüenza: su cara, su enorme nariz que hace reír a las gentes. Muchos años después, cuando haya acumulado un pequeño capital mediante tráficos delictuosos durante la Segunda Guerra Mundial, irá donde un cirujano. ¿La operación va a liberarla del complejo que la ha perseguido toda su vida? No. Jacques Prévert la mira y dice a sus amigos: «Hubiera tenido que operarse también la boca, los ojos, los pómulos». En el colegio, es una mala alumna. Si su experiencia diaria son las frustraciones, ¿qué puede incitarla a estudiar? Antes de abrir un libro, Violette sabe que no aprobará el examen. A partir de esa época, un sentimiento de derrota corroe todos sus actos. Más tarde escribirá: «Cuando vine al mundo, juré tener la pasión de lo imposible». Esto no significa que haya vivido sofocada por apetitos desmedidos y ambiciones fuera de lo común. Ocurre que lo imposible, para ella, es todo lo que para los demás es posible. ¿Por qué? Porque Violette Leduc es un monstruo.

En la adolescencia, este ser en quien todos veían un culpable por su origen, un anormal por su fealdad y sus complejos, va a asumir con premeditación y soberbia aquello que se le reprocha. ¿Su presencia en el mundo es el producto de un amor ilícito? En Isabelle, en Hermine, ella buscará amores que la sociedad estima ilícitos y, además, acatará de esta extraña manera los mandatos de su madre. Pero el amor (ninguna forma de relación humana) no será para Violette Leduc una puerta de escape de la soledad. Al contrario, cada experiencia erótica le revelará nuevas barreras, le traerá nuevas decepciones. Por eso acabará adelantándose a las frustraciones y, como si quisiera anular de antemano toda posibilidad de ser correspondida, sólo amará a homosexuales o a impotentes.

Violette Leduc comenzó a escribir cuando era una mujer madura. Refugiada con Maurice Sachs (otro maldito) en una aldea normanda durante la ocupación, fatigaba a éste con el relato de sus miserias. Un día, Sachs le puso en la mano una pluma y unos cuadernos. «Ya estoy harto —le dijo—. Siéntese bajo ese peral y escriba las cosas que me cuenta». Así nació La asfixia, su primera novela, que comienza con un recuerdo lúgubre: «Mi madre jamás me dio la mano». Ha publicado luego media docena de libros que evocan fragmentos de su vida con una crudeza tan áspera que, pese a los elogios que le rendía la crítica, los lectores se ahuyentaban. La bastarda, que es su autobiografía, significa un considerable progreso respecto a su obra anterior, no sólo porque en este libro los episodios que eran materia de los otros resultan más comprensibles (no menos atroces) a la luz de una existencia total, sino porque aquí Violette Leduc ha elegido el género que más convenía a su propósito: la confesión. En efecto, Violette Leduc pertenece a esa estirpe de escritores que crean inmolándose. Desde luego que en todos los casos, aun en el de los autores de ciencia ficción, un narrador elabora su obra a partir de su experiencia personal del mundo y que en sus libros se hallan contenidas, en proporciones diversas, a veces tan escondidas y disfrazadas que es imposible descubrirlas, sus venturas y desventuras. Pero en la mayoría, esa transmutación de la experiencia en ficción literaria no es deliberada sino instintiva o subconsciente. Pero en el caso de los malditos, la literatura consiste en ofrecerse a sí mismos como espectáculo, en proyectarse por medio de palabras hacia ese mundo que los rechaza. Escribir, para ellos, es salir del confinamiento en que se hallan y volver a la sociedad que los exilió, aun cuando sea de manera metafórica, encarnados en un libro. Eso, desde el punto de vista exterior. En relación con ellos mismos (esto es patente en Violette Leduc), la literatura es la única forma de salud posible, el sustituto del masoquismo o del suicidio. Traducidas en arte, esas existencias encanalladas o simplemente malgastadas, encuentran una justificación.

Violette Leduc carece del estilo barroco de un Henry Miller, y no tiene tampoco el elegante refinamiento de un Genet para manipular la mugre y las escorias humanas. Cuando se abandona a las reflexiones o al análisis es poco convincente y su libro se halla afeado a ratos por comparaciones sin gracia y por alardes poéticos de gusto mediocre. Pero estos defectos desaparecen cuando se limita a contar. Su mérito principal es la sinceridad. Habría que remontarse hasta Restif de la Bretonne para encontrar en la literatura francesa un caso igual de confidencia. Sin eufemismos ni escrúpulos, desnuda su vida y la muestra en lo imposible y en lo intolerable y a pesar de su franqueza brutal no espanta al lector ni lo disgusta y en cambio lo conmueve. En el prólogo que ha escrito para La bastarda, Simone de Beauvoir dice que Violette Leduc «habla de sí misma con una sinceridad intrépida, como si nadie la escuchara». Ésa es la impresión que se tiene a lo largo de estas páginas. En ellas aparecen dichas con sencilla naturalidad todas las cosas que componen la historia secreta de un ser humano, las menudas bajezas diarias, las cobardías íntimas, los pequeños deseos inconfesables, esa dimensión lastimosa y rastrera de la vida que todos prefieren ignorar. Si a la audacia de haber sacado a la luz estos fantasmas, se añade el hecho de lo excepcionalmente dolorosa y desgarrada que ha sido la vida de Violette Leduc, se comprende que el libro que la expresa produzca una impresión explosiva. Pero ¿quién se atrevería a tirar la primera piedra y a jurar que no reconoce en esta condición que nos es narrada su propia condición? Simone de Beauvoir afirma con razón: «Nadie es monstruoso si lo somos todos».

II) UN EJEMPLO NORTEAMERICANO: THE NAKED LUNCH,
DE WILLIAM BURROUGHS

The Naked Lunch no es el primer libro que se escribe sobre la droga, desde luego, pero sí, probablemente, el primero que se escribe desde la droga. En este sentido, se halla mucho más cerca de ciertos textos de Baudelaire y de Antonin Artaud, escritos en estado de trance, bajo el influjo de excitantes (y en los que la droga ni siquiera es mencionada), que de libros como Las puertas de la percepción de Huxley, o Conocimientos a través de los abismos de Michaux, que son testimonios de experiencias premeditadas, emprendidas con un propósito casi científico. Aldous Huxley y Henri Michaux se sometieron, a veces bajo control médico, a la prueba de la mescalina o del opio, alertas, papel y lápiz en mano, como dos exploradores que ingresan en la selva decididos a reunir un buen material inédito para artículos y libros. Burroughs no es un curioso ni un explorador de la toxicomanía, sino un toxicómano; no es un turista que visita ese sombrío país de la alucinación y del delirio, sino un ciudadano sólidamente arraigado en el Mal: «Ese Mal, que se llama toxicomanía, lo he vivido durante quince años. Son toxicómanos todos los que frecuentan la droga (el opio y sus derivados, incluidos los productos sintéticos, del dolosal al palfium). Yo la he usado en todas sus formas: heroína, morfina, dilaudida, eucocal, pantopón, dicodida, opio, dolosol, metadona, palfium… La he fumado, tragado, aspirado, inyectado en la red venas-piel-músculos, absorbido en supositorios». El libro fue escrito en esos quince años que duró lo que Burroughs llama su «Enfermedad», pero de una manera casi involuntaria, pues él confiesa que cuando Jack Kerouac le sugirió reunir en libro las notas en las que había registrado sus impresiones sobre «el Mal y sus delirios», ni siquiera recordaba haberlas escrito. ¿Por qué el título de Naked Lunch? «Fue Jack Kerouac quien me lo sugirió y sólo he comprendido su significación recientemente, después de mi cura. Su sentido es, exactamente, el de sus términos: el Banquete desnudo, ese instante petrificado y glacial en el que cada cual puede ver lo que se halla ensartado en la punta de cada tenedor». La explicación es delirante y no explica nada. Es preferible describir, en la medida de lo posible, la materia y la estructura inusitadas de este libro.

The Naked Lunch reúne (amontona habría que decir) multitud de historias desaforadas, unas tras otras o dentro de otras y a veces dos o tres historias se desarrollan paralelamente. Este todo fragmentario es similar a cada uno de los episodios que lo componen, que nunca tienen principio ni fin, y aparece a su vez como fragmentos de un relato cuyo contexto ignoramos. La incoherencia del conjunto es idéntica a la incoherencia de cada una de las partes. Ese flujo caótico de anécdotas mutiladas, desmesuradas, a lo largo de las páginas, sería irresistible si no fuera por su brutalidad y su cinismo que imantan al lector y, asombrándolo, irritándolo, escandalizándolo, lo mantienen atrapado como una mosca en una tela encerada frente a ese espectáculo protoplasmático y dantesco. La droga no es sólo un tema que se repite obsesivamente en las historias, sino una realidad anómala, exterior a la obra y que ésta expresa totalmente: en el desorden frenético de los episodios, en el clima sobreexcitado y eufórico de la narración, en la ferocidad del lenguaje y hasta en su construcción anormal. La distancia que hay, pues, entre este libro y el ensayo de Huxley es abismal. En Las puertas de la percepción un hombre narra, desde la normalidad, una experiencia anormal: The Naked Lunch es una ficción concebida por una conciencia enferma, que transmite una visión enferma del mundo y de su propia enfermedad: su símil sería un gran fresco titulado «La locura y los hombres» pintado por un loco. Aunque los personajes, los paisajes y los detalles de cada historia son variables, hay entre ellas ciertas constantes en el asunto y en la forma. En todas aparecen, de un modo u otro, el homosexualismo y la droga como manifestaciones naturales del hombre y siempre mezcladas a formas diversas de crueldad: el sadismo, el masoquismo. Se ha dicho con razón que el insulto y el sarcasmo son motores del estilo de Burroughs, y habría que añadir también el humor, pero en su manera más ácida y perversa, un humor que no amortigua sino agrava la violencia.

Además de las historias hay en The Naked Lunch, aisladas entre paréntesis, un gran número de anotaciones científicas sobre la droga, que revelan un conocimiento enciclopédico sobre la materia. Inmersas en ese océano de pesadillas virulentas, estas anotaciones que comentan, discuten o sintetizan artículos y libros médicos e investigadores, producen una sensación de alivio y permiten al lector tomar fuerzas para proseguir la excursión por los infiernos. No han sido incluidas en el libro por este motivo, claro, sino para ilustrar al lector sobre ciertas palabras o reacciones vinculadas al uso de la droga o a las prácticas pederásticas. Hay, por ejemplo, una descripción muy minuciosa de los efectos de la ayahuasca, esa liana alucinatoria de la Amazonía, y de las maneras en que es utilizada por los brujos y curanderos, y una referencia (rigurosamente justa) a las costumbres de los caneros, esos pececillos amazónicos que se introducen en el cuerpo humano y lo devastan.

El libro de Burroughs ha originado ya gran escándalo y por eso resulta difícil opinar sobre él con objetividad. Ciertamente no es un texto recomendable para niños de pantalón corto, pero quienes lo condenan, afirmando que la literatura debe ser edificante y ejemplar, se equivocan, pues la literatura nada tiene que ver con la pedagogía. Ella es un reflejo de la realidad y sus límites son los de la realidad, que no tiene límites. El verdadero escándalo no es The Naked Lunch, representación verbal de la droga, sino la droga misma, y es hipócrita confundir el efecto con la causa. Por lo demás, este libro tiene el carácter de una experiencia única, se halla íntimamente ligado a un destino singular y su importancia y su interés se deben a ellos en gran parte. Los libros que ha publicado luego Burroughs (The Soft Machine, The Ticket that Exploded)mecanizan los procedimientos que resultaban irremplazables en el primero, y tienen por eso un aire caricatural.

III) UN EJEMPLO CLÁSICO: EL DETESTABLE
Y ADMIRABLE CÉLINE

Con motivo de la publicación, por la revista L'Herne, de una serie de Céline, un semanario parisiense acaba de realizar una encuesta entre escritores franceses sobre la figura contradictoria de este autor. Los pareceres son muy diversos, muchos lo consideran todavía un maldito irrecuperable. Louis Aragon prefiere «evitar ese género de individuo y ese género de obra», y Roger Vailland, en vez de responder, cuenta un episodio de la Resistencia: la tentativa de un comando, del que él formaba parte, para liquidar a un grupo de colaboradores de una revista antisemita entre los que se hallaba Céline. Maurice Nadeau confiesa su admiración por «el escritor más importante de la entreguerra». Michel Butor también le rinde homenaje y recuerda que «los más grandes autores, como Ezra Pound y Claudel, escribieron estupideces. Céline las escribió y las hizo tal vez peores, pero porque las circunstancias eran más graves», y Roland Barthes explica que Céline es el padre literario de Sartre y de Raymond Queneau.

El embarazo de los interrogados es bastante comprensible. ¿Quién se atrevería a defender abiertamente a semejante réprobo? No sólo colaboró con los nazis, además escribió un libro repugnante, Bagatelles pour un massacre, y durante toda su vida no cesó de anunciar hecatombes, de quejarse y de insultar a la gente. Poco antes de morir, recibió la visita de una profesora que preparaba una tesis sobre él. «¿Una tesis? ¿Qué? —le dijo—. ¡Las mujeres a hacer striptease!»y le cerró la puerta en las narices. Sus ideas eran simples y brutales. «La única verdad de este mundo es la muerte —afirmaba— y, puesto que no hemos elegido ser lo que somos, aceptémonos al menos tal como somos: perversos, hipócritas, egoístas, mentirosos y, sobre todo, cobardes hasta el tuétano». Para él, el mundo era una perrera en la que había que sobrevivir como fuera, luchando contra las pulgas, rascándose la sarna, dando mordiscos. «Se trata de morir o de mentir. Y yo no soy de los que se matan». Lo más abyecto en él es su antisemitismo que, al final de su vida, se había convertido en una especie de racismo universal: «Cuando los amarillos entren a Brest, ustedes dirán: Céline tenía razón». Pero a nadie insultó más que a los blancos y esto lo tienen muy presentes sus detractores. «Nadie tiene derecho —dice uno de ellos— a sumergirnos en nuestra inmundicia hasta la asfixia. El que se arroga ese derecho debe soportar las consecuencias». Sus convicciones culturales y literarias no eran menos destempladas. Según él, «la civilización europea reposa sobre un trípode cuyas patas son la cantina, la iglesia y el prostíbulo», y Proust y Gide deben haberse estremecido en sus tumbas con lo que dicen de ellos las cartas de Céline que acaban de publicarse.

Pero ¿era realmente tan terrible? Los documentos y los testimonios que aparecen en los dos números de L'Herne dedicados a él nos dan una imagen muy poco aterradora de este escritor apocalíptico. Temeroso hasta de su sombra, presa de un enfermizo delirio de persecución, obsedido por preocupaciones sórdidas, maniático, víctima cien veces, sus extravíos manifiestan, ante todo, una frenética búsqueda de culpables, de instituciones o personas a quienes responsabilizar de una existencia que él sólo conoció en sus aspectos más miserables y mediocres. Ahora, Céline no da jamás en el blanco. Incapaz de abstracciones, individualista acérrimo, precariamente culto, sus furores se vuelcan hacia los cuatro puntos cardinales, como manotones de ciego, y cuando no encuentran un enemigo a quien golpear, lo inventan. De este modo una protesta legítima en su origen, sentida automáticamente, se vicia y anula, y este fracaso acrecienta la incomunicación del Maldito con el mundo. Céline es fundamentalmente un irracional y no es extraño que cada vez que tratara de «explicar» la realidad dijera barbaridades o tonterías. Pero él era un creador y no un pensador, y como tal acertó siempre que se limitó a mostrar el mundo sin pretender interpretarlo.

Porque resulta difícil olvidar que el detestable autor de Bagatelles pour un massacre es también el autor de dos novelas cumbres de la literatura europea: El viaje al final de la noche y Mort à crédit. Ambos libros aparecieron antes de la Segunda Guerra Mundial y son como un anticipo de todo el inconmensurable horror que iba a vivir el mundo aquellos años. En ellos, Céline no trata de comprender esa realidad que expresa en toda su convulsa agonía, en su inconciencia y desorden. La desesperación visceral y el disgusto que comunican esos libros —y que hallarían, poco después, una trágica justificación— inauguran una corriente que se propagará en toda la literatura del absurdo. Dos de las grandes conquistas del escritor contemporáneo se hallan ya contenidas en El viaje. La primera, su derecho a utilizar el lenguaje oral, a trasladar a los libros, dándole una dignidad literaria, el idioma vivo de la calle. En la epopeya grotesca de Bardamu, la lengua del autor no se diferencia de la de los personajes y tiene la misma vivacidad desenvuelta, idéntica consistencia carnal que la de una discusión en el metro. Esto no significa, por supuesto, que Céline reproduzca mecánicamente el lenguaje oral. Al contrario, lo somete a un tratamiento muy severo, desarticulándolo, renovando sus giros y sus ritmos, enriqueciéndolo con la invención de palabras y expresiones. El viaje al final de la noche demostró que nada en el vocabulario corriente era alérgico a la literatura, y que la escatología verbal y la belleza no estaban reñidas.

La segunda conquista, similar a la primera, no se refiere a la forma sino a la materia de la literatura. Céline ganó para el escritor moderno la libertad de franquear dominios de la realidad que la costumbre y los prejuicios habían vedado a la ficción. El viaje hizo volar en pedazos las barreras que protegían ciertas manifestaciones de la vida humana, por negras y recónditas, de la mirada del escritor. ¿No bastan estas dos proezas para concederle un lugar de privilegio en la literatura contemporánea?

Una insurrección permanente

Los escritores que creemos en el socialismo y que nos consideramos amigos de la URSS debemos ser los primeros en protestar, con las palabras más enérgicas, por el enjuiciamiento y la condena de Andrei Siniavski y Yuri Daniel, los primeros en decir sin rodeos nuestro estupor y nuestra cólera. Este acto injusto, cruel e inútil no favorece en nada al socialismo y sí lo perjudica, en vez de prestigiar a la URSS la desprestigia. La mejor prueba de ello es la ola de protestas de periódicos, personalidades y partidos comunistas europeos que, en nombre del mismo socialismo, han condenado lo ocurrido en Moscú.

Todo, en este asunto, tiene un carácter ciego e injustificable: los delitos que se imputaron a Siniavski y Daniel, la forma como se ha llevado a cabo el proceso, la severidad de la sentencia. Es cierto que los libros incriminados contienen sátiras e ironías que critican veladamente algunos aspectos de la URSS, pero en la mayoría de las sociedades roídas por las contradicciones del Occidente aparecen a diario libros mucho más refractarios y violentos sin que aquéllas se sientan amenazadas en sus cimientos y envíen a sus autores a la cárcel. ¿La estable, la poderosa Unión Soviética, la patria de los cohetes que viajan a la Luna, se vería en peligro por dos volúmenes de relatos fantásticos (por lo demás, algo mediocres) y por un ensayo hostil al realismo socialista? Ciertamente no, y sería injuriar a los responsables de este proceso lastimoso suponer que lo hayan creído. Todo indica que Siniavski y Daniel son un pretexto, que su condena tiene un carácter de escarmiento preventivo, que, a través de ellos, se trata de frenar, o cuando menos moderar, la tendencia notoriamente crítica y anticonformista que desde hace algunos años se manifiesta en la literatura soviética. Pero esto es más grave todavía.

Quiero ponerme en el caso más extremo y aceptar, contra la evidencia misma, lo que dice el comunicado de la Agencia Tass: que Siniavski y Daniel no se han limitado, como en realidad ha sucedido, a escribir, uno, algunas frases irreverentes contra Chéjov, burlándose de sus «escupitajos de tuberculoso» o contra la barbita de Lenin, y, el otro, unas sentencias duras contra los abusos del estalinismo, sino que sus libros, editados en Occidente con seudónimo, son narraciones que atacan de manera frontal a la URSS: a su Gobierno, a sus leyes, a los principios en que se funda su sistema. Es decir, que sus libros combaten el fundamento mismo de la sociedad socialista. También en este caso hipotético sería legítimo protestar, también en este caso el enjuiciamiento y la condena de Siniavski y Daniel serían injustos.

Al pan pan y al vino vino: o el socialismo decide suprimir para siempre esa facultad humana que es la creación artística y eliminar de una vez por todas a ese espécimen social que se llama el escritor, o admite la literatura en su seno y, en ese caso, no tiene más remedio que aceptar un perpetuo torrente de ironías, sátiras y críticas que irán de lo adjetivo a lo sustantivo, de lo pasajero a lo permanente, de las superestructuras a la estructura, del vértice a la base de la pirámide social. Las cosas son así y no hay escapatoria: no hay creación artística sin inconformismo y rebelión. La razón de ser de la literatura es la protesta, la contradicción y la crítica. El escritor ha sido, es y seguirá siendo un descontento. Nadie que esté satisfecho es capaz de escribir dramas, cuentos o novelas que merezcan este nombre, nadie que esté de acuerdo con la realidad en la que vive acometería esa empresa tan desatinada y ambiciosa: la invención de realidades verbales. La vocación literaria nace del desacuerdo de un hombre con el mundo, de la intuición de deficiencias, blancos, vicios, equívocos o prejuicios a su alrededor. Entiéndanlo de una vez, políticos, jueces, fiscales y censores: la literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza. Todas las tentativas destinadas a doblegar su naturaleza díscola fracasarán. La literatura puede morir pero no será nunca conformista.

Por lo demás, ¿alguien osaría poner en duda que esta avispa turbadora, que no cesa de zumbar en las orejas del elefante social, que jamás se cansa de clavarle su lanceta en los sólidos flancos, sea, después de todo, saludable? No hay ni habrá sociedades perfectas, el socialismo sabe mejor que nadie que el hombre es infinitamente perfectible. La literatura contribuye al perfeccionamiento humano impidiendo la recesión espiritual, la autosatisfacción, el inmovilismo, la parálisis, el reblandecimiento intelectual o moral. Su misión es agitar, inquietar, alarmar, mantener a los hombres en una constante insatisfacción de sí mismos, su función es estimular sin tregua la voluntad de cambio y de mejora aun cuando para ello deba emplear las armas más hirientes. «Más me quieres, más me pegas», dice una india a su marido en un chiste costumbrista peruano. Para la literatura esta frase no es estúpida sino válida porque define brillantemente sus relaciones con la sociedad. Compréndanlo todos de una vez: mientras más duros sean los escritos de un autor contra su país, más intensa es la pasión que arde en el corazón de aquél por su patria. La violencia, en el dominio de la literatura, es una prueba de amor.

Todas las sociedades, todos los regímenes han tratado de un modo o de otro de domesticar a la literatura, de «integrarla», de cegar sus fuentes subversivas y de embalsar sus aguas dentro de muros dóciles. La Inquisición no vaciló en encender hogueras en las plazas públicas para que ardieran las novelas de caballerías, y sus autores debieron esconderse detrás de seudónimos y vivir a la sombra. Más tarde, las sociedades se llamaron cultas y se dedicaron a corromper a los autores, pero precisamente cuando las letras y las artes parecían «asimiladas», en ese siglo XVIII de grandes imposturas, surgieron esos agitadores que ahora llamamos los malditos. Como ni el fuego ni el soborno erradicaron a la avispa sediciosa, las sociedades modernas la combaten con métodos más sutiles. No hablo del mundo subdesarrollado, donde el grueso de las presuntas víctimas está inmunizado contra el mal de la literatura porque no sabe leer. Allí, la literatura se tolera porque carece de lectores; allí basta con matar de hambre a los autores y conferirles un estatuto social humillante, intermedio entre el loco y el payaso. Hablo de las grandes naciones occidentales donde la literatura es aceptada, amparada, estimulada, acariciada, ablandada, habilísimamente desviada de su lecho natural, que es la insumisión y el desacato.

Nosotros debemos luchar porque la sociedad socialista del futuro corte todas las vendas que a lo largo de la historia han inventado los hombres para tapar la boca majadera del creador. No aceptaremos jamás que la justicia social venga acompañada de una resurrección de las parrillas y las tenazas de la Inquisición, de las dádivas corruptoras de la época del mecenazgo, del menosprecio en que se tiene a la literatura en el mundo subdesarrollado, de las malas artes de frivolización con que se inmunizan contra ella las sociedades de consumo. En el socialismo que nosotros ambicionamos, no sólo se habrá suprimido la explotación del hombre; también se habrán suprimido los últimos obstáculos para que el escritor pueda escribir libremente lo que le dé la gana y comenzando, naturalmente, por su hostilidad al propio socialismo. Varios partidos comunistas, como el italiano y el francés, admiten el principio de que una sociedad socialista consienta en su seno prensa libre y partidos de oposición. Nosotros queremos, como escritores, que el socialismo acepte la literatura. Ella será siempre, no puede ser de otra manera, de oposición.

París, marzo de 1966

Literatura y exilio

Cada vez que un escritor latinoamericano residente en Europa es entrevistado, una pregunta asoma, infalible, en el cuestionario: «¿Por qué vive fuera de su país?». No se trata de una simple curiosidad; en la mayoría de los casos, la pregunta enmascara un temor o un reproche. Para algunos, el exilio físico de un escritor es literariamente peligroso, porque la falta de contacto directo con la manera de ser y la manera de hablar (es casi lo mismo) de las gentes de su propio país puede empobrecer su lengua y debilitar o falsear su visión de la realidad. Para otros, el asunto tiene una significación ética: elegir el exilio sería algo inmoral, constituiría una traición a la patria. En países cuya vida cultural es escasa o nula, el escritor —piensan estos últimos— debería permanecer y luchar por el desarrollo de las actividades intelectuales y artísticas, por elevar el nivel espiritual del medio; si, en vez de hacerlo, prefiere marcharse al extranjero, es un egoísta, un irresponsable o un cobarde (o las tres cosas juntas).

Las respuestas de los escritores a la infalible pregunta suelen ser muy variadas: vivo lejos de mi país porque el ambiente cultural de París, Londres o Roma me resulta más estimulante; o porque a la distancia tengo una perspectiva más coherente y fiel de mi realidad que inmerso en ella; o, simplemente, porque me da la gana. (Hablo de los exiliados voluntarios, no de los deportados políticos). En realidad, todas las respuestas se pueden resumir en una sola: porque escribo mejor en el exilio. Mejor, en este caso, es algo que debe entenderse en términos psicológicos, no estéticos; quiere decir con «más tranquilidad» o «más convicción»; si lo que escribe en el exilio tiene mayor calidad de lo que hubiera escrito en su propio país, es algo que nadie podrá saber jamás. En cuanto al temor de que el alejamiento físico de su realidad perjudique, a la larga, su propia obra, el escritor de vocación fantástica puede decir que la realidad que describen sus ficciones se desplaza con él por el mundo, porque sus héroes bicéfalos, sus rosas carnívoras y sus ciudades de cristal proceden de sus fantasías y de sus sueños, no del escrutinio del mundo exterior. Y añadir que la falta de contacto diario con el idioma de sus compatriotas no lo alarma en absoluto: él aspira a expresarse en una lengua desprovista de color local, abstracta, exótica incluso, inconfundiblemente personal, que puede forjar a base de lecturas.

El escritor de vocación realista debe recurrir a los ejemplos. Sólo en el caso de la literatura peruana es posible enumerar una ilustre serie de libros que describen el rostro y el alma del Perú con fidelidad y con belleza, escritos por hombres que llevaban ya varios años de destierro. Treinta en el caso de los Comentarios Reales del Inca Garcilaso; por lo menos doce en el de los Poemas humanos de Vallejo. La distancia, en el espacio y en el tiempo, no enfrió ni desquició en estos dos casos —tal vez los más admirables de la literatura peruana— la visión de una realidad concreta, que aparece traspuesta en esa crónica y en esos poemas de manera esencial. En la literatura americana los ejemplos son todavía más abundantes: aunque el valor literario de las odas de Bello sea discutible, su rigor botánico y zoológico no lo es, y la flora y la fauna que rimó de memoria, en Londres, corresponden a las de América; Sarmiento escribió sus mejores ensayos sobre su país —Facundo y Recuerdos de provincia— lejos de Argentina; nadie pone en duda el carácter profundamente nacional de la obra de Martí, escrita en sus cuatro quintas partes en el destierro; ¿y el realismo costumbrista de las últimas novelas de Blest Gana, concebidas varias décadas después de llegar a París, es menos fiel a la realidad chilena que el de los libros que escribió en Santiago? Asturias descubrió el mundo mágico de su país en Europa; los libros más anecdóticamente argentinos de Cortázar están escritos en París.

Ésta es una simple enumeración de ejemplos y la estadística no constituye en este caso un argumento, sólo un indicio. ¿Indicio de que el exilio no perjudica la capacidad creadora de un escritor y de que la ausencia física de su país no determina un desgaste, un deterioro, en la visión de su realidad que transmiten sus libros? Cualquier generalización sobre este tema naufraga en el absurdo. Porque no sería difícil, sin duda, dar numerosos ejemplos contrarios, mostrando cómo, en sinnúmero de casos, al alejarse de su país, hubo escritores que se frustraron como creadores o que escribieron libros que deformaban el mundo que pretendían describir. A esta contraestadística —estamos en el absurdo ya— habría que responder con otro tipo de ejemplos, que mostraran los incontables casos de escritores que, sin haber puesto nunca los pies en el extranjero, escribieron mediocre o inexactamente sobre su país. Pero ¿y aquellos escritores de talento probado que, sin exiliarse, escribieron obras que no reflejan la realidad de su país? José María Eguren no necesitó salir del Perú para describir un mundo poblado de hadas y enigmas nórdicos (como el boliviano Jaimes Freyre), y Julián del Casal, instalado en Cuba, escribió sobre todo acerca de Francia y del Japón. No se exiliaron corporalmente, pero su literatura puede llamarse exiliada, con la misma justicia con que puede llamarse literatura arraigada la de los exiliados Garcilaso o Vallejo.

Lo único que queda probado es que no se puede probar nada en este dominio y que, por lo tanto, en términos literarios, el exilio no es un problema en sí mismo. Es un problema individual, que en cada escritor adopta características distintas y tiene, por lo mismo, consecuencias distintas. El contacto físico con la propia realidad nacional no presupone nada, desde el punto de vista de la obra: no determina ni los temas, ni el vuelo imaginativo, ni la vitalidad del lenguaje en un escritor. Exactamente lo mismo ocurre con el exilio. La ausencia física del país se traduce, en algunos casos, en obras que testimonian con exactitud sobre dicha realidad, y, en otros casos, en obras que dan una visión mentirosa de ella. La evasión o el arraigo de una obra, como su perfección o imperfección, no tienen nada que ver con el domicilio geográfico de su autor.

Queda, sin embargo, el reproche moral que algunos hacen al escritor que se exilia. ¿No muestran un desapego hacia lo propio, una falta de solidaridad con los dramas y los hombres de su país los escritores que desertan de su patria? Esta pregunta entraña una idea confusa y desdeñosa de la literatura. Un escritor no tiene mejor manera de servir a su país que escribiendo con el máximo rigor, con la mayor honestidad, de que es capaz. Un escritor demuestra su rigor y su honestidad poniendo su vocación por encima de todo lo demás y organizando su vida en función de su trabajo creador. La literatura es su primera lealtad, su primera responsabilidad, su primordial obligación. Si escribe mejor en su país, debe quedarse en él; si escribe mejor en el exilio, marcharse. Es posible que su ausencia prive a su sociedad de un hombre que, tal vez, la hubiera servido eficazmente como periodista, profesor o animador cultural; pero también es posible que ese periodista, profesor o animador cultural la esté privando de un escritor. No se trata de saber qué es más importante, más útil: una vocación (y menos la de escritor) no se decide auténticamente con un criterio comercial, ni histórico, ni social, ni moral. Es posible que un joven que abandona la literatura para dedicarse a enseñar o para hacer la revolución, sea ética y socialmente más digno de reconocimiento que ese otro, egoísta, que sólo piensa en escribir. Pero desde el punto de vista de la literatura, aquel generoso no es de ningún modo un ejemplo, o en todo caso se trata de un mal ejemplo, porque su nobleza o su heroísmo constituyen, también, una traición. Quienes exigen del escritor una conducta determinada (que no exigen, por ejemplo, de un médico o de un arquitecto), en realidad, manifiestan una duda esencial sobre la utilidad de su vocación. Juzgan al escritor por sus costumbres, sus opiniones o su domicilio, y no por lo único que puede ser juzgado, es decir, por sus libros, porque tienden a valorar éstos en función de su vida, cuando debía ser exactamente lo contrario. En el fondo, descreen de la utilidad de la literatura, y disimulan este escepticismo detrás de una sospechosa vigilancia (estética, moral, política) de la vida del escritor. La única manera de despejar cualquier duda de esta índole sería demostrando que la literatura sirve para algo. El problema seguirá intacto, sin embargo, porque la utilidad de la literatura, aunque evidente, es también inverificable en términos prácticos.

Londres, enero de 1968

Novela primitiva y novela de creación en América Latina

Durante tres siglos la novela fue, en América Latina, un género maldito. España prohibió que se enviaran novelas a sus colonias, pues los inquisidores juzgaron que libros como «el Amadis e otros de esta calidad» eran subversivos y podían apartar a los indios de Dios. Estos optimistas suponían, por lo visto, que los indios sabían leer. Pero es indudable que gracias a su celo fanático la Inquisición tuvo un instante de genialidad literaria: adivinó antes que ningún crítico el carácter esencialmente laico de la novela, su naturaleza refractaria a lo sagrado (no existe una novela mística memorable), su inclinación a preferir los asuntos humanos a los divinos y a tratarestos asuntos subversivamente. La prohibición no impidió el contrabando de libros caballerescos, pero sí amedrentó a los posibles narradores, pues hasta el siglo XIX no se escribieron novelas (al menos, no se publicaron). La primera apareció en 1816, en México, y es una obra de filiación picaresca: El Periquillo Sarniento de Lizardi. Su único mérito es haber cumplido esa función inaugural. Porque además de maldita y tardía, la novela latinoamericana fue, hasta fines del siglo pasado, un género reflejo, y luego, hasta hace poco, primitivo. En el XIX nuestros mejores creadores fueron poetas, como José Hernández, el autor del Martín Fierro, o ensayistas, como Sarmiento y Martí. La obra narrativa más importante del siglo XIX latinoamericano se escribió en portugués; su autor es el brasileño Machado de Assis. En lengua española hubo algunos narradores decorosos, lectores más o menos aprovechados de los novelistas europeos, cuyos temas, estilos y técnicas imitaron: el colombiano Jorge Isaacs, por ejemplo, que en su novela María (1867) aclimató Chateaubriand y Bernardin de Saint-Pierre a la geografía y a la sensiblería americanas, o el chileno Blest Gana, epígono de Balzac, que compuso una legible «comedia humana» con asuntos históricos y sociales de su país. Hubo también un cuentista ingenioso, Ricardo Palma, que en sus Tradiciones inventó un pasado versallesco al Perú. Pero ninguno de nuestros narradores románticos o realistas fraguó un mundo literario universalmente válido, una representación de la realidad, fiel o infiel, pero dotada de un poder de persuasión verbal suficiente para imponerse al lector como creación autónoma. El interés de sus novelas es histórico, no estético, e incluso su valor documental es reducido: reflejas, sin punto de vista propio, nos informan más sobre lo que sus autores leían que sobre lo que veían, más sobre los vacíos culturales de una sociedad que sobre sus problemas concretos.

La frontera entre la novela refleja y la novela primitiva fue femenina y folclórica. Una matrona cuzqueña, Clorinda Matto de Turner, escribió a fines del siglo pasado un atrevido folletín: Aves sin nido (1889). Los sacrilegios, adulterios, estupros, el incesto a medias y otras iniquidades del libro no eran originales; sí, en cambio, que describiera la miserable condición del indio de los Andes y que se demorara líricamente en la pintura de un paisaje, no convencional como el de las novelas anteriores, sino real: el de la sierra peruana. Así nació en la literatura latinoamericana esa corriente que con variantes y rótulos diversos —indigenista, costumbrista, nativista, criollista— anegaría el continente hasta nuestros días (el año pasado fue coronada con el Premio Nobel en el mejor de sus representantes: el guatemalteco Miguel Ángel Asturias). La nueva actitud tuvo dos caras. Históricamente significó una toma de conciencia de la propia realidad, una reacción contra el desdén en que se tenía a las culturas aborígenes y a las subculturas mestizas, una voluntad de reivindicar a esos sectores segregados y de fundar a través de ellos una identidad nacional. En algunos casos, significó también un despertar político de los escritores en torno a los desmanes de las oligarquías criollas y al saqueo imperialista de América. Literariamente, en cambio, consistió en una confusión entre arte y artesanía, entre literatura y folclore, entre información y creación.

Una ojeada a los mejores momentos de la novela primitiva, es decir a Los de abajo (1916) del mexicano Marino Azuela; Raza de bronce (1918) del boliviano Alcides Arguedas; La vorágine (1924) del colombiano Eustasio Rivera; Don Segundo Sombra (1926) del argentino Ricardo Güiraldes; Doña Bárbara (1929) del venezolano Rómulo Gallegos; Huasipungo (1934) del ecuatoriano Jorge Icaza; El mundo es ancho y ajeno (1941) del peruano Ciro Alegría, y a El señor presidente (1948) de Asturias, permite comprobar una diferencia importante con la novela anterior: los autores latinoamericanos han dejado de copiar a los autores europeos, y ahora, más ambiciosos, más ilusos, copian la realidad. Artísticamente siguen enajenados a formas postizas, pero se advierte en ellos una originalidad temática; sus libros han ganado una cierta representatividad. Tres siglos después que los conquistadores, han descubierto al indígena y a la naturaleza de América, y a su vez (ellos con buenas intenciones) han comenzado a explotarlos. Ahora sí, el historiador y el sociólogo tienen un abundante material de trabajo: la novela se ha vuelto censo, dato geográfico, descripción de usos y costumbres, atestado etnológico, feria regional, muestrario folclórico. Se ha poblado de indios, cholos, negros y mulatos; de comuneros, gauchos, campesinos y pongos; de alpacas, llamas, vicuñas y caballos; de ponchos, ojotas, chiripás y boleadoras; de corridos, huaynos y vidalitas; de selvas como galimatías vegetales, sabanas sofocantes y páramos nevados. Seres, objetos y paisajes desempeñan en estas ficciones una función parecida, casi indiferenciable: están allí no por lo que son sino por lo que representan. ¿Y qué representan? Los valores «autóctonos» o «telúricos» de América. Aunque en algunos casos la visión de esa realidad es puramente decorativa y esteticista, como en Güiraldes, en la mayoría de los novelistas primitivos hay un afán de crítica social, y, además de documentos, sus novelas son también alegatos contra el latifundio, el monopolio extranjero, el prejuicio racial, el atraso cultural y la dictadura militar, o autopsias de la miseria del indígena. Pero el conflicto principal que ilustran casi todas ellas no es el de campesinos contra terratenientes, o colonizados contra colonizadores, sino el del hombre y la naturaleza. «El personaje principal de mis novelas es la naturaleza», declaraba Rómulo Gallegos. Todos podrían decir lo mismo. Una naturaleza magnífica y temible, descrita con minucia y trémolos románticos, preside la acción de estas ficciones, y es el verdadero héroe que sustituye y destruye al hombre. Simbólicamente, en dos de ellas, los personajes principales son, al final, absorbidos por la naturaleza. Al poeta Arturo Cova, de La vorágine, lo «devora la selva», según revela el telegrama con que termina la novela, y a don Segundo Sombra, el narrador lo divisa en la última página, desapareciendo poco a poco, a lo lejos, como si la pampa lo fuera cortando a hachazos. Novela pintoresca y rural, predomina en ella el campo sobre la ciudad, el paisaje sobre el personaje, y el contenido sobre la forma. La técnica es rudimentaria, preflaubertiana: el autor se entromete y opina en medio de los personajes, ignora la noción de objetividad en la ficción y atropella los puntos de vista; no pretende mostrar sino demostrar. Cree, como un novelista romántico, que el interés de una novela reside en la originalidad de una historia y no en el tratamiento de esta historia, y por eso es truculento. Lo preocupa, sí, el estilo, pero no en la medida en que se adecúe, dé relieve y vida a su mundo ficticio, no en el sentido de que sea operante y se disuelva en su relato, sino como algo independiente y llamativo, como un valor en sí mismo: por eso es un retórico pertinaz. Estilos frondosos e impresionistas, «poemáticos» en el sentido peyorativo del término, oscurecidos de provincialismos en los diálogos, y amanerados y casticistas en las descripciones, logran lo contrario que ambicionaban sus autores: no plasmar en la ficción lo real en su «estado bruto», sino la artificialidad, la irrealidad. Los temas suelen ser tremendistas, pero su desarrollo y realización esquemáticos, porque la caracterización de los personajes es superficial, y el análisis psicológico está hecho con brocha gorda. Los conflictos son arquetípicos: reseñan la lucha del bien y del mal, de la justicia y la injusticia, enfrentando personajes que encarnan rígidamente estas nociones y constituyen abstracciones o estereotipos, no seres de carne y hueso. Esta visión maniquea de la vida es también epidérmica: se queda en la exterioridad, los dramas no son interiorizados ni modelan las conciencias, no aparecen las motivaciones íntimas de la conducta humana, la dimensión secreta de la vida. El espacio en que se asientan es el de la geografía y el de las relaciones sociales y éstas no están regidas por leyes históricas sino por un sino fatídico. Por eso, a pesar de que usan y abusan de las supersticiones y prácticas mágicas indígenas, las novelas primitivas carecen de misterio: hay en ellas algo que es a la vez forzado y previsible. Rústica y bien intencionada, sana y gárrula, la novela primitiva es de todos modos la primera que con justicia puede ser llamada originaria de América Latina (aunque literariamente esto no signifique gran cosa). Es también la primera que se traduce en el extranjero, e, incluso, entusiasma a críticos que deciden que la novela latinoamericana sólo debe ser eso: cuando lean a los nuevos novelistas los acusarán de traición por omitir el folclore, o de atrevimiento por experimentar con la forma como un novelista europeo o norteamericano.

La novela de creación no es posterior a la novela primitiva. Apareció discretamente cuando ésta se hallaba en pleno apogeo, y desde entonces ambas coexisten, como los rascacielos y las tribus, la miseria y la opulencia, en América Latina. Algunos estiman que nació con dos neuróticos curiosos: el uruguayo Horacio Quiroga y el argentino Roberto Arlt. Pero lo interesante en el primero son algunos relatos morbosos de horror naturalista, no sus novelas, y las del segundo, que describe un Buenos Aires de pesadilla, están escritas de prisa y defectuosamente construidas. Más justo es fijar el nacimiento en 1939, cuando aparece El pozo, la primera novela del uruguayo Juan Carlos Onetti. Este pesimista tenaz (y se diría justificado: las editoriales que lo publican quiebran, sus manuscritos se pierden, sus libros no se venden, incluso hoy muchos críticos lo ignoran) es quizá, cronológicamente, el primer novelista de América Latina que en una serie de obras —las más importantes son La vida breve (1950), El astillero (1961) y Juntacadáveres (1964)— crea un mundo riguroso y coherente, que importa por sí mismoyno por el material informativo que contiene, asequible a lectores de cualquier lugar y de cualquier lengua, porque los asuntos que expresa han adquirido, en virtud de un lenguaje y una técnica funcionales, una dimensión universal. No se trata de un mundo artificial, pero sus raíces son humanas antes que americanas, y consiste, como toda creación novelesca durable, en la objetivación de una subjetividad (la novela primitiva era lo contrario: subjetivaba la realidad objetiva que quería transmitir). Nada de color, nada de pintoresco en este mundo: una deprimente grisura empaña a los hombres y al paisaje del imaginario puerto de Santa María, donde ocurren la mayoría de las historias de frustración y de rencor, de maldad y de remordimiento, de incomunicación existencial de las novelas de Onetti. Pero los mediocres malsanos y las apáticas mujeres de Santa María, y la ruindad espiritual de esta tierra sin esperanza, comunican, por la angustiosa energía de la prosa que los nombra —una prosa densa y deletérea, de frases abisales con reminiscencias faulknerianas—, algo que todos los fuegos anecdóticos de la novela primitiva no consiguieron: una impresión de vida contagiosa y auténtica.

La novela deja de ser «latinoamericana», se libera de esa servidumbre. Ya no sirve a la realidad, ahora se sirve de la realidad. A diferencia de lo que pasaba con los primitivos, no hay un denominador común ni de asuntos ni de estilos ni de procedimientos entre los nuevos novelistas: su semejanza es su diversidad. Éstos ya no se esfuerzan por expresar «una» realidad, sino visiones y obsesiones personales: «su» realidad. Pero los mundos que crean sus ficciones, y que valen ante todo por sí solos, son, también, versiones, calas a diferentes niveles, representaciones (psicológicas, fantásticas o míticas) de América Latina. Algunos, incluso como el mexicano Juan Rulfo, el brasileño João Guimarães Rosa o el peruano José María Arguedas en Los ríos profundos (1959), utilizan los mismos tópicos de la novela primitiva: pero en ellos estos motivos ya no son fines sino medios literarios, experiencias que su imaginación renueva y objetiva a través de la palabra. Con sólo dos breves libros impecables, una colección de cuentos, El llano en llamas (1953), y una novela, Pedro Páramo (1955), Rulfo ejecuta el indigenismo verboso y exterior. Su prosa ceñida, que no reproduce sino recrea sutilmente el habla popular de la región de Jalisco (la que le presta también los recuerdos infantiles, los nombres y los símbolos que constituyen sus fuentes de trabajo), erige un pequeño universo sin tiempo, de violencia y poesía, de aventura y tragedia, de superstición y fantasmas, que es, al mismo tiempo que mito literario, una radiografía del alma mexicana.

Aparentemente toda la novela primitiva está allí: color local, fauna regional, ambiente campesino. En realidad, todo ha cambiado: el paisaje de Comala, ciudad de los muertos o alegoría del infierno, no es un decorado sino un estado de ánimo, una clave en el diseño interior de los personajes, algo que emana de ellos y los define, una proyección de su espíritu. En la novela primitiva, la naturaleza no sólo aniquilaba al hombre: también lo generaba. Ahora es al revés: el eje de la ficción ha rotado de la naturaleza al hombre, y son los tormentos de éste, de cuando en cuando sus alegrías, lo que Rulfo encarna en sus bandoleros harapientos y sus mujeres pasivas e indoblegables. También Guimarães Rosa, en su única novela, Grande sertão: veredas (1956), parece un costumbrista si se lo lee sin cuidado. Pero ese tormentoso monólogo del ex yagunzo Riobaldo, que, convertido en hacendado, evoca su vida de bandido en los desiertos de Minas Gerais tiene, como una valija de contrabandista, triple fondo. Sus peripecias son las de una novela de aventuras y están condimentadas de exotismo, suspenso, brutalidad y hasta de revelaciones melodramáticas: un rufián resulta ser, al final del libro, una delicada mujer. Y la cuidadosa reseña de la flora, la fauna y el gran corso humano del sertão corresponde a la de una novela primitiva. ¿Pero es esta sucesión de anécdotas lo primordial de la novela, o es esa realidad que constituye en sí mismo el monólogo de Riobaldo, ese río sonoro e imaginativo en el que las palabras han sido manipuladas, organizadas de tal modo que ya no aluden a otra realidad que a la que ellas mismas van creando en el curso avasallador del relato? La palabra en Grande sertão: veredas, como en Paradiso de Lezama Lima, es una presencia tan impetuosa que significa un espectáculo fonético aparte. Pero, novela de acción o torre de Babel, esta ficción podría ser también un manual de satanismo. Una presencia recurrente en la novela es el demonio, con quien Riobaldo cree haber hecho un pacto, una noche de tempestad, en una encrucijada de caminos, y esa sombra luciferina que recorre como un estremecimiento toda la novela, la dota de una atmósfera extraña y enigmática, de significados oscuros, en los que algunos ven una meditación sobre el mal, un discurso metafísico. Esta novela sería, según ellos, algo así como un templo masónico atestado de símbolos. La ambigüedad (nota distintiva de lo humano que la novela primitiva ignoró) caracteriza también a Los ríos profundos, que narra el drama de un niño desgarrado, como su autor, como el Perú, por una doble lealtad a dos mundos que guerrean en él sin integrarse. Hijo de blancos, criado entre indios, vuelto al mundo de los blancos, el narrador de la novela es un testigo privilegiado para evocar la oposición de ese anverso y reverso de su ser. Aunque el más apegado, entre los nuevos, a los patrones de la novela primitiva, Arguedas no incurre en sus defectos más obvios porque no intenta fotografiar al mundo indio (que él conoce profundamente): quiere instalar al lector en su intimidad. Los indios abstractos del indigenismo se convierten en Arguedas en seres reales, gracias a un estilo que reconstituye, en español y dentro de perspectivas occidentales, las intuiciones y devociones más entrañables del mundo quechua, sus raíces mágicas, su animismo colectivo, la filosofía entre resignada y heroica que le ha dado fuerzas para sobrevivir a siglos de injusticia.

Se ha dicho que el paso de la novela primitiva a la nueva novela es una mudanza del campo a la ciudad: aquélla sería rural y ésta urbana. Esto no es exacto, como se ve por los ejemplos anteriores; sería más justo decir que la mudanza fue de los elementos naturales al hombre. Pero es verdad que entre los nuevos escritores hay apasionados descriptores (es decir, inventores, recreadores, intérpretes) de ciudades. La primera novela de Carlos Fuentes, La región más transparente (1948), es un mural, hirviente, populoso, de la ciudad de México, una tentativa para captar en una ficción todos los estratos de esa pirámide, desde la base indígena con sus ritos ceremoniales y su idolatría emboscada tras el culto católico, hasta la cúspide oligárquica, cosmopolita y esnob, que calca sus apetitos, modas y disfuerzos de Nueva York y de París. Para trazar esa biografía de una ciudad, Fuentes recurre a todo el arsenal de técnicas de la novela contemporánea, desde el simultaneísmo a lo Dos Passos hasta el monólogo interior joyceano y el poema en prosa. Esta vocación experimental se atenúa en su segunda novela, Las buenas conciencias (1954), historia de una crisis moral de un joven burgués de Guanajuato contada a la manera tradicional, pero renace en La muerte de Artemio Cruz (1962), que admirablemente concilia fantasía y observación, inquietud social y aventura formal, testimonio y creación. El libro es una patética indagación sobre el destino de un país: ¿qué es México, por qué ha llegado a ser lo que es? La lenta agonía de un caudillo de la revolución, que vivió la gesta, la esperanza y la anarquía de las guerras civiles, y luego el gradual anquilosamiento de la nueva sociedad, es el hilo conductor de esta averiguación: los dramas del héroe y del país se entrelazan en una maraña de episodios cronológicos discontinuos, armados con técnicas de composición diversas, que reviven ese pasado y despliegan ante el lector los tipos humanos, las clases sociales con sus frustraciones, sus mitologías y sus pugnas, y los momentos históricos culminantes del mosaico mexicano. De estructura compleja, elaborada con procedimientos tan vastos y versátiles como su rica materia, escrita en una prosa fecunda y vital que alcanza su temperatura mejor en la evocación de ambientes populares o en las reminiscencias revolucionarias, La muerte de Artemio Cruz consigue un equilibrio eficaz entre compromiso social y vocación artística.

En las novelas posteriores de Fuentes, los temas sociales y políticos quedan desplazados por temas más intelectuales. Aura (1962) es la historia de una posesión diabólica, y Zona sagrada (1966) un análisis de la relación histérica entre una estrella cinematográfica embalsamada por la celebridad y su hijo, sobre el que aquélla ejerce una fascinación destructiva. Que los personajes sean mexicanos es adjetivo; al autor ya no le interesan los seres humanos sino la parodia que hacen de ellos ciertas situaciones de la vida moderna, las máscaras que adoptan los fetiches animados de la sociedad de consumo, las precarias poses que son sus relaciones. Esta preocupación es la materia prima de Cambio de piel (1967), libro que, como el mítico catoblepas de La tentación de San Antonio, se devora a sí mismo: personajes como fuegos fatuos que son y no son, que se doblan y desdoblan ante los ojos de un narrador que mueve los hilos de este juego cínico, en el que, desde un presente anclado en Cholula, se recuerdan o inventan mil atmósferas, mil situaciones, mil temas, rozándolos todos y sin mellar la superficie de ninguno, en un gran happening que es una parábola sobre la futilidad y las imágenes vanas de una civilización.

Se ha dicho que otro rasgo distintivo de la nueva novela es la importancia que tienen en ella los temas fantásticos y que éstos incluso prevalecen sobre los realistas. La afirmación parece suponer que los llamados «temas fantásticos» no representan la realidad, que pertenecen a lo irreal. ¿Son menos reales, menos humanos, el sueño y la fantasía, que los actos y los seres verificables por la experiencia? Sería mejor decir que en los nuevos autores la concepción de la realidad es más ancha que en la novela primitiva, pues abraza no sólo lo que los hombres hacen, sino también lo que sueñan o inventan. Todos los temas son reales si el novelista es capaz de dotarlos de vida, y todos irreales, aun la referencia a la más trivial de las experiencias humanas, si el escritor carece deese poder de persuasión del que depende la verdad o la mentira de una ficción. Entre los nuevos tal vez el único que pueda ser llamado con entera propiedad escritor fantástico es el argentino Jorge Luis Borges, que ha escrito cuentos, poemas y ensayos, no novelas. Pero hay una serie de novelistas que constituyen un caso particular, pues sus obras hunden sus raíces al mismo tiempo en esas dos dimensiones de lo humano: lo imaginario y lo vivido. Entre ellos, el argentino Julio Cortázar, los cubanos Lezama Lima y Alejo Carpentier, y el colombiano García Márquez.

Hasta la aparición de la más importante de sus novelas, Rayuela (1963), la obra de Cortázar fue alternativamente realista y fantástica, pero esas dos direcciones no la escindieron en dos escrituras. La voz autobiográfica del boxeador de «Torito», la voz intelectual del jazzman de «El Perseguidor» es la misma voz transparente que cuenta cómo un hombre se convierte en una bestiecilla acuática en «Axolotl» y describe en «Las ménades» un concierto que se transforma en holocausto. Esta unidad se debe a un estilo que viene de la lengua oral (a la que trasciende por la poesía y el humor), un estilo tendido como un puente sobre el abismo que existe todavía en español entre lengua hablada y escrita. Esas dos direcciones se reúnen en Rayuela, donde las fronteras entre lo real y lo imaginario no existen. Pero esos dos mundos no se mezclan, coexisten en la novela sin que pueda señalarse la línea que los separa. Instalado a veces en la vida cotidiana, sumido a veces en la maravilla, el lector no sabe en qué momento franquea el límite, nunca tiene la sensación del tránsito. Todo consiste en cambios ligerísimos en el movimiento respiratorio de la narración, en imperceptibles alteraciones de sus ritmos y leyes. El argumento está situado en París y en Buenos Aires, pero los episodios no se suceden ni subordinan. Son, diríamos, soberanos, y los enlaza un personaje, Oliveira, hipnotizado por la inautenticidad de la vida moderna. Sus actos y sus sueños son una maniática búsqueda de las razones de esta inautenticidad. En París lleva a cabo su exploración a un nivel intelectual, con parias como él, agrupados en el Club de la Serpiente, y en Buenos Aires, con seres más integrados al sistema social. En Rayuela, lamateria narrativa es un orden abierto, con muchas puertas que pueden ser de entrada o de salida, según lo decida el lector. Hay dos maneras de leer el libro: una «tradicional» (en este caso la novela comprende sólo la mitad de sus páginas), y otra, que se inicia en el capítulo setenta y tres y avanza en zigzag, según instrucciones del autor. Estas dos lecturas posibles (no únicas) dan origen a libros distintos. Porque, además del autor y del lector, hay un tercer hombre cuya contribución es tan decisiva como inesperada para la realización cabal de la novela. Ocupa toda la tercera parte y se llama la cultura. Allí ha reunido Cortázar una serie de textos ajenos que figuran como capítulos de pleno derecho, pues confrontados a estos poemas, citas, recortes de diario, los episodios cambian de perspectiva y aun de contenido. La cultura en su más amplia acepción aparece asimilada de este modo a la creación, como un elemento dinámico que actúa desde el seno de lo narrado. Rayuela es, sin duda, una de las obras de estructura más original entre las novelas contemporáneas.

José Lezama Lima, en cambio, no tiene ninguna pericia técnica; Paradiso (1966), su única novela, está construida con recursos de folletín. Su grandeza es lingüística. Se trata de una tentativa imposible: describir, en sus vastos lineamientos y en sus detalles recónditos, un universo fraguado por una imaginación alucinada. Lezama se reclama inventor de un «sistema poético» del mundo (cuyas claves, la metáfora y la imagen, son, según Lezama, las herramientas que tiene el hombre para comprender la historia y la naturaleza, vencer a la muerte y salvarse) y Paradiso quiere ser la demostración hecha fábula de este sistema. Es, en realidad, la creación de un insólito mundo verbal. El argumento está construido en torno a José Cemí, desde que éste es aún niño hasta que, veinte años más tarde, completada la formación de su sensibilidad, va a entrar al mundo a ejercer su vocación artística. Pero lo notable del libro no es el aprendizaje de este artista adolescente (la vida familiar de Cemí, su descubrimiento del paisaje cubano, sus discusiones literarias, sus llameantes experiencias homosexuales) sino la perspectiva desde la cual estos hechos son narrados. El libro no se sitúa en la realidad exterior de los actos ni en la interior de los pensamientos, sino en un orden sensorial, en el que hechos y reflexiones se disuelven y confunden, formando extrañas entidades, huidizas formas cambiantes llenas de colores, músicas, sabores y olores, hasta ser borrosos y hasta ininteligibles. La vida de Cemí y de quienes lo rodean es una cascada de sensaciones que nos es comunicada mediante metáforas. Las sensaciones visuales predominan, y esa prosa que describe la realidad por sus valores plásticos acaba por devorar a la anécdota, como el color en un cuadro de Turner. En este universo sensorial, de monstruos consagrados a la voluptuosa tarea de sentir seres, objetos, sensaciones, son siempre pretextos, referencias que ponen al lector en contacto con otros seres, otras sensaciones y objetos, que a su vez remiten a otros, en un juego de espejos inquietante y abrumador, hasta que de ese modo surge la sustancia inapresable que es el elemento en el que vive José Cemí, su fascinante «paraíso». La novela de Lezama resucita una función que la ficción de nuestros días ha eludido y que fue el designio mayor de la novela clásica: la revelación de zonas inéditas de realidad.

El mundo de Carpentier no es sensorial, pese a que el único sentimiento vivo en él es, tal vez, el amor a las cosas, a esa materia inerte que describe en una prosa trabajada y morosa, sino mítico. Está levantado entre lo real y lo fabuloso y Carpentier ha encontrado una buena fórmula para definir su naturaleza dúplice: «realismo mágico». Su primera novela (ahora él la desdeña), Ecué-Yamba-O (1933), está más cerca de la novela primitiva que de la novela de creación; documenta el paganismo hechicero de la población negra cubana y denuncia la penetración imperialista en su país. Pero cuando dieciséis años más tarde aparece El reino de este mundo (1949), el folclorista se ha vuelto un esteta, el testigo político un alquimista que transforma en mitos los hechos verídicos que desentierra del pasado antillano, el observador social un artífice que juega con el tiempo y recrea la geografía lujuriosa del Caribe en barrocos retablos de palabras. La revuelta de esclavos, la presencia napoleónica y la sangrienta dictadura de Henri Christophe en Haití que esta novela sintetiza en una visión bíblica, así como la búsqueda del paraíso terrenal que protagoniza el musicólogo de Los pasos perdidos (1953), que abandona la civilización para remontar el Orinoco en un viaje a lo primitivo que es también un viaje en el tiempo, la historia del perseguido durante la dictadura terrorista de Machado en Cuba elaborada en El acoso como una pieza musical, y la crónica legendaria de las repercusiones de la Revolución francesa en el Caribe en El siglo de las luces (1962), son las distintas fases de una sola alegoría sobre la originalidad americana, los argumentos de una tesis: la realidad poética surrealista, producto en Europa de la imaginación y el subconsciente, sería en América realidad objetiva. Nacida del choque de la razón europea y el sentimiento mágico de la vida del aborigen, que la venida del africano enriqueció con ritmos y cultos nuevos, en esta realidad original americana conviven, como en Los pasos perdidos, todas las edades históricas, todas las razas, todos los climas y paisajes. En ella, como en el relato «Viaje a la semilla» (1958), el tiempo ha sido invertido o abolido. ¿Es históricamente justa esta interpretación? En todo caso, su formulación literaria es válida: exprese o no la personalidad inconfundible de América, el mundo de Carpentier tiene una verdad intrínseca que es el resultado de su maciza arquitectura, la coherencia interna de sus elementos y la refinada elegancia de su dicción.

García Márquez es también el constructor de un mundo, pero en él no hay la premeditación intelectual ni el laborioso trabajo del estilo de un Carpentier: la exuberancia de su imaginación es espontánea y su prosa es sobre todo eficaz. Sus libros son una crónica de Macondo, una tierra inventada. La hojarasca, su primera novela (1955), describía este mundo como pura subjetividad, a través de los monólogos torturados de unos personajes sonámbulos. Macondo era todavía una patria mental, una proyección de la conciencia culpable del hombre. El coronel no tiene quien le escriba (1961) añade a este espíritu un paisaje y una tradición en l

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