La corona partida

Martín Maurel

Fragmento

cap-1

1

Un invierno prematuro extendió su manto sobre los reinos de las Españas cuando a la tarde del 26 de noviembre de 1504, en Medina del Campo, el duque de Alba alzó los pendones por Juana, la heredera de la soberana fallecida. Antes, en un estrado levantado a propósito en la plaza del mercado, su viudo se había despojado públicamente del nombre de rey de Castilla. Con ese gesto, Fernando el Católico ratificaba ante todos que acataba la voluntad de su esposa y respetaba los derechos sucesorios que asistían a su hija.

Al día siguiente tuvieron lugar las exequias por doña Isabel. La parroquia principal de la villa albergó el funeral de cuerpo presente. Luego, sin más demora, se cumplió la voluntad de la difunta: que sus restos fueran trasladados a Granada «sin detención alguna, con el cuerpo entero, como estuviere».

El apenado rey de Aragón permaneció en la corte, ocupado en sujetar los reinos castellanos por las bridas. Muerta su esposa, no era otro el principal deber del regente. Cuentan, no obstante, que trazó el itinerario que debía seguir el cortejo en su periplo hacia el antiguo feudo nazarí, pues convenía sortear los pasos más expuestos a las inclemencias del tiempo.

Con parecida diligencia se escogió entre los miembros de la capilla real a quienes escoltarían el ataúd con el cadáver embalsamado de la reina. Para preservarlo de la nieve y los aguaceros, envolvieron el féretro en una funda de cuero de becerros y en otra encerada. Una vez protegido, lo cargaron en un armazón sobre dos mulas y así partió, aunque en Cebreros un carpintero hubo de ajustar el conjunto para atenuar en lo posible los vaivenes.

Arévalo, Cardeñosa, San Martín de Valdeiglesias, Manzanares, Torre del Campo, El Viso, Mengíbar, Los Palacios… Decenas de castellanos tuvieron ocasión de despedirse de su admirada soberana en el trayecto entre Medina y Granada. En aldeas, villas, campos y caminos, su despojo fue acogido con un doloroso respeto, como si las malas cosechas, la carestía del trigo y otras penurias que asolaban aquellas tierras quedaran en suspenso al paso de la comitiva enlutada.

No cesó de llover desde la partida, sin que pudieran distinguirse en el cielo encapotado el sol y las estrellas. Las aguas desbordadas de los ríos y arroyos habían anegado las vegas hasta el punto de que el cortejo se vio en la obligación de atravesarlas casi a nado, pereciendo personas y caballerías en el empeño. Nada de ello detuvo a quienes acompañaban a la reina hasta su última morada y el viaje, pese a los inconvenientes y percances padecidos, culminó en un plazo sorprendentemente breve.

A su llegada a Granada el 17 de diciembre, la comitiva fúnebre fue recibida por las máximas autoridades: el conde de Tendilla, a la sazón alcaide de la Alhambra, y el arzobispo Hernando de Talavera, otrora tan íntimo de su señora, a la que con tanta sabiduría había aconsejado, y a quien la noticia del deceso había sumido en el abatimiento.

No hubo fastos, pues ambos notables conocían bien la personalidad de la finada. El día 18, efectuadas las honras fúnebres, inhumaron sin tardanza a doña Isabel en la iglesia conventual de San Francisco de la Alhambra, «en una sepultura baja, que no tenga bulto alguno, salvo una losa baja en el suelo», según su voluntad expresa. Allí reposó trece años; después trasladaron los restos a la capilla real, una vez concluidos los trabajos, tal y como había dispuesto el rey de Aragón en su testamento.

Tres décadas y media habían compartido Isabel y Fernando desde que se encontraron por primera vez en Dueñas. Allí iniciaron una vida en común plena de logros insólitos, pero también de sombríos avatares. Los castellanos, como el regente, debían asumir que la muerte los había privado de una mujer extraordinaria e insustituible. Por este motivo, no quiso don Fernando ocultar la congoja que le causaba la pérdida de su amada cuando dio a conocer el óbito. «Su muerte es para mí el mayor trabajo que en esta vida me pudiera venir —escribió a sus súbditos—, y el dolor por lo que en perderla perdí yo y perdieron todos estos reinos me atraviesa las entrañas.» Tan real fue su pena como regio había sido su matrimonio. Pero como conviene a la naturaleza de los vivos, en las semanas que siguieron a la muerte de Isabel, el llanto se fue atemperando. No así la incertidumbre por la suerte de sus dominios, que no hizo sino agrandarse.

Desde el fallecimiento de la reina, un único fin había inspirado el trabajo incesante de Fernando: asegurar a propios y extraños que nada, ni tan desgraciada nueva, removería los sólidos cimientos de la monarquía castellana. Así lo había dado a conocer en todas las cortes a través de misivas y por boca de sus embajadores, con el ánimo de sosegar a los aliados y de mitigar las tentaciones de los enemigos. También aquella mañana, nada más despuntar el alba, como venía siendo habitual, sus consejeros más próximos lo encontraron trabajando en el gabinete.

—Majestad, vuestra esposa dispuso en sus últimas voluntades que fueran pagadas todas sus deudas —le recordó Andrés Cabrera.

—Así habrá de hacerse. —Fernando, concentrado en la escritura de un documento, no reparó en la preocupación que denotaba el gesto del marqués de Moya.

—Temo que falten los dineros precisos —insistió Cabrera.

No necesitaba el regente que le recordaran el estado calamitoso de las arcas reales, pues tanto las castellanas como las de los reinos aragoneses sufrían parejo empobrecimiento. Fernando rubricó la cédula y alzó la mirada. Gonzalo Chacón y Gutierre Gómez de Fuensalida flanqueaban al marqués, los tres vestidos de luto, como el propio soberano.

—Reunid en Toro los bienes de la reina y poned en marcha una almoneda —dictaminó el monarca—. Lo que se recaude bastará.

Cabrera sopesó para sí el coste del traslado de todos los muebles y enseres de doña Isabel desde los alcázares de Segovia, Toledo y Sevilla, así como la laboriosa tarea de inventariar y tasar la inmensa colección de pinturas, tapices, libros y ornamentos. Presumió entonces que aquellos valiosos objetos acabarían malvendiéndose y el tiempo le dio la razón.

—Nada quedará de su patrimonio —advirtió.

—Que así sea —zanjó Fernando—. Mal habremos de exigir a otros que respeten el testamento, si nosotros no lo hacemos.

Difícilmente podía discutir Cabrera el argumento y no dijo más. Tomó el relevo en el uso de la palabra Gómez de Fuensalida.

—Las cancillerías siguen enviando condolencias. —El caballero depositó varios legajos sobre la mesa del rey—. Celebran que todo siga su curso en Castilla.

—Es lo que pretendíamos.

Fernando ojeó con satisfacción el breve remitido por el papa Julio II, cuyas pretensiones políticas y militares en Italia lo inquietaban desde que tomó posesión del trono de san Pedro. Alabó también la cordialidad del pésame enviado por Catalina, reina de Navarra, territorio cuya anexión anhelaba el aragonés, y que aún no se había decantado por ceder a la influencia de Castilla o a la de Francia.

—Sin embargo, la misiva de Flandes se ha demorado —apuntó Fuensalida.

Fernando se irguió en el asiento, como si la sola mención del ducado anticipara un nuevo quebranto.

—¿Acaso la noticia tardó más de lo razonable? —interv

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