Banderas en la niebla

Javier Reverte

Fragmento

cap

A mis nietos Adrián, Carmelo y Luz

 

 

 

 

 

Naturaleza, roja en diente y garra.

[Nature, red in tooth and claw...]

LORD ALFRED TENNYSON,

«In Memoriam de A.H.H.»

La verdadera materia de toda existencia es lo terrible [...]. En nosotros mismos notamos que el fundamento del mundo es el abismo [...]. En el hombre está el poder entero del principio tenebroso y, a la vez, la fuerza entera de la luz.

FRIEDRICH SCHELLING,

La esencia de la libertad humana

 

 

La guerra ejerce su mortífera fascinación en aquellos que crecen a su servicio.

BERNARD KNOX,

The Heroic Temper

cap-1

1

EL TORERO

La hermosa fiesta bravía

de terror y de alegría

de este viejo pueblo fiero...

 

MANUEL MACHADO,

«Rojo y Negro»

 

Madrid, un sábado de fines de agosto de 1925

 

Hay hombres que sienten atracción hacia la muerte quizá porque la entienden como parte de la naturaleza humana y, por ello, no son capaces de controlar sus vidas. Tal vez no sea otra la razón por la que acuden alegremente a la guerra, dispuestos a matar y a morir. Pero los jóvenes descubren demasiado tarde que las guerras las planean los viejos mientras son ellos, al fin, quienes mueren en los campos de batalla.

Desnudo, José se acoda fumando en la baranda de hierro del balcón que da a los jardines del palacio ducal, en las cercanías de la madrileña plaza de España. Sopla una brisa templada desde el oeste, desde más allá de los bosques de la Casa de Campo, un airecillo empapado del olor a la melancolía de la tierra, ese aroma carnívoro que despiertan las tormentas del revoltoso fin del verano. A sus espaldas, sobre la espaciosa cama iluminada tan sólo por la luz de una luna imperiosa, el hombro desnudo de la duquesa se dibuja con un brillo nacarino bajo el dosel, el resto de su cuerpo oculto y enredado con descuido entre las sábanas blancas. El hombre oye la voz, casi un susurro, que llega desde el dormitorio:

—José, ven.

—¿Qué prisa tienes? —responde.

Han hecho el amor durante un largo rato y ahora, cumplido el sexo, los pensamientos y las apetencias de José transitan lejanos a la sensualidad. De súbito, sin razón alguna que la provoque, se formula a sí mismo una pregunta extraña: ¿cuáles serían los motivos que impulsaron a Dios a inventar el Infierno y al Diablo a burlarse del Cielo? José, que es matador de toros y católico, cree en Dios, en el Diablo y en el Infierno. Y de pronto le deja perplejo pensar que mañana puede morir en la plaza empitonado por el cuerno de un animal salvaje, o salir del ruedo insultado por miles de personas que cuando menos le llamarán payaso, o despachar con brío y arte al animal y convertirse en el ídolo de una multitud enfebrecida. Un destino sin sentido el que aguarda a los toreros: o mártir, o pelele, o héroe. ¿Adónde iría él, caso de morir?, ¿al Cielo, al Infierno? De cualquier manera, como siempre, rodeado de sangre... Sangre, una palabra que ahora le suena vil.

Y se vuelve a decir a sí mismo: ¿qué es lo que empujó a Dios a crear a los seres humanos?

Y reflexiona: puesto que los hombres, y él entre ellos, aman a veces la cercanía de la muerte, tal vez Dios ama la muerte.

A menudo le acometen pensamientos de ese cariz en la víspera de las corridas, cuando trata de imaginar la noche antes la salida furiosa de toriles de los animales que le han tocado en suerte, a sabiendas de que alguno de ellos podrá acabar con su vida en un descuido, apuñalándole con una de sus astas.

Y la lidia de la tarde de mañana le propone un horizonte particularmente sembrado de peligros. No sólo por los toros, fieras reses de la divisa portuguesa de Palha,[1] sino por el carácter de los dos diestros que le acompañan en el cartel para confirmarle como torero de prestigio en la plaza de Madrid. Antes que grandes artistas, puede decirse que ambos espadas son, en realidad, hombres de un valor rayano en la temeridad. El sevillano Ignacio Sánchez Mejías esconde bajo sus trajes de luces un cuerpo zurcido por más de veinte heridas recibidas en la lidia. Su forma de banderillear y muletear, arrimado a tablas, mantiene el alma de los espectadores, allí en donde actúa, suspendida entre la admiración y el terror.

El otro, el mexicano Juan Silveti, es tan audaz al meterse en los terrenos del toro que su sobrenombre taurino, «el Tigre de Guanajuato», no resulta banal: más que torear, parece combatir con los astados como un felino enrabietado, como si fuera a morderlos. Y hay ocasiones en que los animales parecen temerle. Ha recibido más de treinta cornadas en su carrera y se dice que, en su tierra, se ha visto envuelto en «balaceras» a menudo y que lleva cuatro «plomos» alojados en el cuerpo, además de un par de puñaladas. En el mes de julio último, los periódicos contaron que, estando en la capital mexicana, bien borracho, interrumpió una representación teatral de Don Juan Tenorio, disparando al aire con dos pistolas y subiendo luego al escenario, de donde echó a patadas al actor principal mientras proclamaba a gritos que él era «el único macho» que se merecía doña Inés.

José sabe bien que los dos, Ignacio y Silveti, han logrado fama y prestigio sobre todo «por sus cojones», como se dice en buen español: porque ambos los tienen bien puestos y en su sitio. Y para esa tarde del día siguiente, en la plaza de Las Ventas, a José García Carranza, «el Algabeño hijo», no le cabe otro papel que situarse a la altura de sus dos audaces padrinos, en el festejo que habrá de confirmarle en Madrid con el alto honor de matador de toros bravos.

Ahora piensa en la muerte, el miedo, la cobardía y el Infierno. Todo tan alejado del sexo...

—¿No vienes, José? —repite la mujer.

—Ya voy, duquesa..., un minuto.

No se mueve, sin embargo. Disfruta al percibir el tardío aroma de las matas de jazmines y, más allá de la terraza, entre los arbustos y las arboledas del jardín, ha creído distinguir el paso de una sombra. Pero no se inquieta, a pesar de que los hombres le despiertan a menudo más temor que las bestias. Tal vez sea uno de los sirvientes del palacio o una doncella dada al chismorreo. Del duque no tiene por qué preocuparse: es sabido que consiente sus cuernos con una simulada indiferencia y que se ausenta a menudo de España para esquivar sonrojos.

José arroja al vacío lo que queda del cigarrillo y la brasa gira viva en el aire un par de segundos antes de desvanecerse en la oscuridad. Alza la vista y contempla la turba de estrellas que forman una corona alrededor de la luna, algo alejadas de ella, como si temieran aproximarse a su lívida calavera. Llegando desde la lejanía, quizá desde la iglesia de San Francisco el Grande, resuena el campaneo de las once de la noche, un repique que a José se le antoja como un toque de muertos.

—¿Qué pasa, José? —insiste ella.

Se vuelve y gana en unos pasos el lecho. Al caminar, su cuerpo se cimbrea, flexible, como una vara de fresno joven. Con veintitrés años, es un mozo de pelo negro brillante, rostro con rasgos angulosos y barbilla dura, fornido y grácil al mismo tiempo, y dotado de un aura de resuelta masculinidad.

La mujer alza la sábana cuando el hombre se tiende a su lado. Se aparta hacia su izquierda, hace hueco a José y deja caer la tela sobre los dos cuerpos. Es una muchacha de largos miembros, busto alto y carne morena; no muy hermosa, pero sí sensual. Y en la cama se remueve como una olorosa planta carnívora.

—¿Quieres más batalla, duquesa? —dice él—. Me he quedado sin pólvora.

—¿No presumes en los cafés de Sevilla de buen lidiador de hembras?

—Con los toros gano casi siempre; con las mujeres como tú, casi nunca.

—¿Y eso se lo cuentas a tus amigos fanfarrones?

—En Sevilla, casi todos los hombres tememos la verdad.

—No imaginaba que un sevillano pudiera pensar eso, José...

—No te envanezcas; pero sólo te lo reconozco a ti, duquesa.

—Me gusta más que me llames Momó.

—¿Quién te lo puso?

—Me lo han dicho desde niña. —Se arrima a él—. Quiero tus caricias, José.

—¿Por qué las aristócratas sois tan descaradas? Cualquier gitana de La Algaba, mi pueblo, es más pudorosa que tú —señala el torero mientras pasea la mano por su cintura desnuda.

Ella ríe.

—No es eso..., ya te explicaré. Pero ¿dónde queda tu renombre de gallardo caballista?

—Mañana toreo..., te repito.

Ella se separa, alza el cuerpo levemente y le mira burlona:

—A pie, claro...; no a caballo.

Luego añade, sonriendo, dulzona:

—¿Te preocupa tanto la corrida como para olvidar que sólo nos cubre una sábana?

—Demonio de hembra... En la plaza de Madrid nos jugamos mucho los toreros. Madrid te da y te quita todo. Puedes ganar la gloria y el dinero. O perder el valor, la vergüenza, el honor..., incluso la vida. Debo descansar.

Ella se aparta un poco:

—Estaré en mi palco para verte.

—¿Quieres que te brinde la muerte de un toro? Si te agrada la idea, incluso me dejaría coger por el morlaco para ganarte el corazón.

—Bravatas... Y olvida mi corazón, que no voy a dártelo. Y no me brindes ningún toro: la gente murmura, ya sabes.

—Eso pasa en Sevilla; aquí estamos muy lejos.

—Hay rumores que corren más rápido que la pólvora encendida. De Madrid llegan a Sevilla como un fogonazo.

—¿Y qué más te da que haya habladurías?

—Las cosas suceden; pero no está bien que vayan de lengua en lengua. Mi marido...

—A tu marido le importa un bledo con quién te acuestas. Se dice que es un maricón camuflado.

—No quiere que se hagan comentarios sobre él, eso no le gusta a nadie. Y maricón no es..., es otra cosa.

—Entonces, un pishafría.

La mujer se inclina hacia el hombre y deja un beso en su comisura izquierda.

—Ni se te ocurra brindarme un toro. O mejor: hazlo mentalmente.

—Si así lo quieres..., prometido queda.

—¿Vendrás a verme después de la corrida? Tengo que contarte algo.

—No puedo: he invitado a cenar a mis compañeros de terna. Iremos a un tablao y no sé cómo terminará la noche. Eso..., eso si no nos coge el toro a uno de los tres y a los otros dos nos toca ir de velatorio. Los Palha son unos animales terribles: ágiles, listos, una cornamenta ancha y abierta que parece cubrir toda la plaza como la capa de Satanás... Dímelo ahora.

—Y si hay velatorio, ¿no dejarías un rato a un cadáver frío por venir con una mujer viva y caliente?

—Hay normas que no deben burlarse.

—Rezaré por ti, José.

—¿Escucha Dios a las pecadoras?

—Cuando eres noble y rico, Dios nunca duda en acudir en tu ayuda. La vida es un toma y daca. Yo no soy pecadora: Dios me consiente todo, haga lo que haga..., si es con gusto. Tú no lo entiendes...

—Ten cuidao, duquesa, que Dios también inventó el Infierno. En eso pensaba ahí afuera, mientras fumaba. Y esa idea no me deja tranquilo.

—Al Infierno sólo van los tontos. Intenta aprender, que aún eres joven. La salvación del alma es un negocio.

—Todo lo que tiene que saber un hombre yo ya lo sé, duquesa. Y en cuanto a los asuntos de Dios, no veo que tengan que ver con los negocios: los orígenes de mi familia son pobres...

—¿Y eso qué importa? Somos dos animales en una misma cama. ¿Nunca has pensado cuál es la razón por la que atraes a las mujeres?

—Explícame por qué te gusto a ti.

—A lo mejor por bravucón.

—¿Quieres ofenderme? Creo haber hecho una buena faena contigo, duquesa.

—Remátala entonces, Algabeño..., porque aún quedan brasas en la hoguera.

—Calla y duerme. El que va a rematarme es un toro de Palha si sigues dando guerra.

—Al menos acaríciame, anda.

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Ella por fin dormía. Y José, tendido sobre su costado derecho, miraba hacia el balcón, hacia el cielo por donde trepaba la luna, con el sosegado caminar de quien se sabe dueña de la noche, mientras que, a su paso, las asustadas estrellas iban diluyendo sus luces.

José García Carranza, el Algabeño hijo, pensaba otra vez en la sangre y en la muerte, y en los dos Palha que le iban a tocar en el sorteo en apenas unas pocas horas. Siempre sentía miedo el momento antes de salir al ruedo y, a veces, también al término de la corrida. Pero nunca al enfrentarse a la bestia que debía matar.

Porque matar para él era un oficio y sabía cumplirlo con certeza. Lo había aprendido de su padre, el Algabeño, que nació pobre y se abrió camino en la existencia ejecutando toros. No hubo en su tiempo otro estoqueador como él.

Reflexionaba también en la gloria posible y recordaba los años dejados atrás. Y le deprimía levemente la sensación de que había corrido demasiado aprisa en ese tiempo y que su vida gozaba de una plenitud capaz de embotar sus sentidos. ¿Era joven? No tanto como decían quienes esperaban verle muy pronto devorado por el éxito. ¿Y era viejo su corazón? Menos de lo que otros desearían.

Ahora estaba tendido al lado de una hermosa mujer, joven, de piel tersa y perfumada, la más importante aristócrata de España, casi una reina. Y esa misma tarde, en la plaza de Las Ventas, acudiría a ver la corrida el presidente del Directorio Militar, el dictador don Miguel Primo de Rivera, acompañado del embajador de México, que no se perdía una tarde de toros en la que actuara su paisano el Tigre de Guanajuato. Así pues, era un festejo de altura en el que sólo faltaría el rey, de quien se decía que no andaba a bien con don Miguel, por mucho que el general no cesara de proclamar su lealtad inamovible a la Corona.

José volvió a levantarse, sin hacer ruido, y regresó al balcón. Y encendió otro cigarrillo mirando la noche. No hacía frío, tan sólo soplaba una leve brisa ajardinada. Cerró los ojos y se vio a sí mismo alumbrado por la luz de su memoria, corriendo por las anchuras desnudas del campo sevillano, persiguiendo a un becerro con una muleta en la mano, tratando de provocar una embestida que el animal le hurtaba. Y alcanzó a vislumbrar el rostro severo de su padre y a escuchar la voz que le decía:

—José, tú no serás torero.

—¿Y por qué, si no deseo otra cosa?

—Porque yo me enfrenté a los toros para que tú estudiaras y fueras alguien.

—¿Y no es nadie un torero, padre?

—Un torero es sólo una persona que mata o muere. Y que cree no necesitar de los otros.

—A mí no me hacen falta los demás.

—Eso sólo pueden decirlo las bestias o Dios. Y tú eres sólo un hombre, algo muy noble y frágil al mismo tiempo. Tendrías que haber terminado tus estudios de Derecho, sólo con eso me hubieras dado una alegría.

—Pues ya ves, padre: salí torcido.

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Quizá percibió antes un rastro de su sombra o tal vez fue primero su perfume. Sintió la piel de la duquesa cuando se arrimó a él. Y giró el rostro: estaba desnuda.

—Debes dormir, José. ¿O quieres que mañana te mate un toro si te viene la fatiga delante de sus cuernos?

—Me has dicho que tenías algo que contarme.

Ella se acercó más todavía y le besó en el hombro.

—¿De verdad te interesa saberlo?

—A los hombres no nos gustan los secretos.

—Voy a cumplir la tercera falta este mes.

—¿Y eso qué significa?

—Que es casi seguro el embarazo.

—¿Es mío?

—¿De quién si no?

—No controlo tu vida.

—Yo sí. Y el hijo será tuyo... o tuya.

—¿Y...?

—Nada. Porque, para todo el mundo, será del duque.

—¿Del pishafría?

—Nunca serás reconocido como el padre.

—¿Y si me negara a aceptarlo?

La duquesa rio.

—Tú no eres nadie, José..., al menos nadie que pueda enfrentarse a un poderoso. Pero tienes derecho a conocer la verdad.

La mujer se apartó.

—Soy más de lo que piensas... Pero ¿y el duque?, ¿lo sabe? —preguntó el torero.

Ella se encogió de hombros.

—Quiere un descendiente para sus títulos.

José la apartó a un lado, enérgico, casi con violencia. Se dirigió al dormitorio y comenzó a recoger sus ropas.

—Puedes dormir aquí..., no hay prisa —dijo la duquesa.

—Te brindaré un toro mañana, si asomas por la plaza.

—Suponiendo que vaya a la corrida.

—¿Cómo se llamará el niño?

—Quién sabe si la niña... Buscaré un nombre castizo, algo muy madrileño... Paloma, Cayetano, Manuel, Casta..., no sé.

—Casta, sí: como la madre.

—Quizá ella lo sea.

—Lo dudo: de tal palo...

Él se había vestido.

—Duerme aquí —insistió ella.

—Me iré a mi hotel.

—Todavía puedes venir mañana, después de la corrida.

—Creo que no volveré a verte nunca más..., Momó. Después de todo, como has dicho, yo no soy nadie. Aunque tal vez un día oigas hablar de mí como de alguien muy grande.

—¿Acaso no eres ya famoso? —dijo ella riendo mientras dejaba caer la mejilla sobre su hombro—. No seas rencoroso —añadió—. Pero hay cosas que no pueden romperse: la sangre noble, la mía, es igual a la de todos; pero, como sabes, tiene otro color. Y las nuestras son distintas. De todas formas, fue un placer amarte, Algabeño.

—¿Amarme?

—Algo parecido. Y tú, ¿estás enamorado de mí?

—Algo parecido.

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Es una tarde soleada, alborozada por una brisa lozana que baja desde la cercana sierra de Guadarrama. La bandera revolotea en lo alto de la plaza y suena un pasodoble. Barreras, tendidos, palcos y gradas aparecen llenos de gente ansiosa por contemplar el espectáculo, que se augura excitante. Forman la terna un reconocido maestro de Sevilla, Ignacio Sánchez Mejías; el mexicano Juan Silveti, autoproclamado el Tigre de Guanajuato, y José García Carranza, apodado el Algabeño hijo, un joven sevillano que viene a confirmar a Madrid su alternativa como matador de reses bravas. Se promete, pues, para los aficionados, una emotiva corrida, si no de arte, al menos de valor. Huele a cigarros de picadura bastarda, corren las botas de vino peleón de mano en mano entre la multitud que aguarda y hay un rumor creciente en las gargantas de los espectadores, que se acalla cuando la banda interrumpe el pasodoble.

El general Primo de Rivera hace su entrada en el palco principal entre aplausos, acompañado del embajador de México y del séquito de ambos. La orquesta acomete los acordes del himno nacional y el público y las autoridades lo escuchan con reverencial silencio, toda la plaza puesta en pie. Y de pronto, una voz resuena en una de las últimas altas andanadas del otro lado del coso: «¡Abajo la dictadura!». Y un coro de una veintena de voces replica: «¡Muera!». Pero los aplausos del gentío, tras un sorprendido y atemorizado silencio, acallan el alboroto, mientras un grupo de policías saltan las barandas de los lejanos balconcillos agitando sus porras. Los que estaban cerca del dictador han creído ver cómo asomaba una leve sonrisa en el rostro del general.

Todo se olvida en un par de minutos. Un golpe de platillos pone fin a la música, los alguacilillos cabalgan bordeando la arena, recogen las llaves y la puerta de cuadrillas se abre para dar paso a los toreros, banderilleros, peones, picadores de a caballo, mulillas y monosabios.

Y José el Algabeño ve expandirse las pesadas hojas de la entrada y, ante sus ojos, tenderse la plaza de arena de albero, rubia y bañada por el sol cegador, bajo un cielo azul bruñido. Y escucha un clamor de aplausos que los recibe a él y a sus compañeros de lidia.

A su izquierda marcha Sánchez Mejías, vestido con un terno de nazareno y negro, y a su derecha el Tigre, de purísima y oro. Él ha elegido tabaco y oro, los mismos colores con que triunfó en Valencia en su primera alternativa. Mira hacia los palcos. Ve lleno al completo el del presidente Primo de Rivera. Una veintena de metros a la izquierda, el de la duquesa está vacío.

Pero a él no le importa. Ahora recuerda a su padre. Le gustaría tenerle cerca y jurarle que va a triunfar, que ama la fama, que desprecia la muerte. Y recordarle, para refutárselo, aquello que le dijo una vez:

—José, el oficio de torero es para los pobres. Yo crecí ganándome la vida como carretero, sin estudios, y toreé para que mis hijos no se criaran en la miseria. Y si lo tienes todo, ¿para qué jugarte la vida ante un bicho asesino?

—¿Y la gloria?

—¡Qué palabra, José! No sé qué significa. Yo he matado en las plazas más de mil doscientos toros, tengo en el cuerpo las cicatrices de quince heridas que pudieron llevarme al otro barrio y he visto morir a mi lado a varios compañeros, por cornadas de los Miura y de los malditos Palha. ¿Es eso a lo que llaman gloria? Tú no sabes lo que es ver a un hombre agonizar en tus brazos.

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El primer Palha, que le corresponde a José, pesa 520 kilos, se llama Burraco, es negro bragado, largo de tamaño y una fiera indomable. No ha podido Algabeño darle un solo pase de relumbrón, aunque lo ha intentado en tres ocasiones. El animal ha roto la capa de un peón, ha apurado a los banderilleros hasta casi empitonar a uno de ellos y ha destripado dos caballos.

Cuando ha llegado la hora de enfrentarse a solas con Burraco, Sánchez Mejías, su padrino, le ha abrazado y, en voz baja y sosegada, le ha dicho:

—Que Dios te traiga suerte y hagas una carrera memorable, Algabeño... —ha mirado un instante hacia atrás—, aunque, con ese morlaco, poco vas a hacer. Guarda la fuerza y el valor para tu segundo.

El Tigre de Guanajuato, que ejerce de testigo, le da también su abrazo:

—Suerte y cojones, mano —dice—, que mucha va a hacerte falta con ese jabalí.

Brinda al presidente Primo de Rivera y se dirige al toro, que lo recibe tirando cuchilladas con sus afiladas astas. José no encuentra la forma de dominar a la res. Y desiste a los pocos minutos, entre algunos silbidos del público y unos leves aplausos. Pero mata como aprendió viendo a su padre hacerlo: por derecho y en todo lo alto, sin eludir el riesgo del encuentro. Y ha escuchado una gran ovación cuando el toro caía de espaldas, sangrando por la boca, con la lengua fuera y las pezuñas coceando hacia el cielo, como si insultara a un Dios injusto.

José se retira a la barrera cabizbajo. Los areneros limpian con sus rastrillos el manchurrón de sangre que ha dejado uno de los caballos derribado y corneado por Burraco. Las mulillas se llevan el cadáver del astado entre los pitos del público y luego regresan a retirar el cuerpo inmóvil del equino. A José le gusta el olor de la arena mojada por la sangre, mezclado con el de los excrementos de las caballerías que engorrinan el albero y que los areneros se apresuran a recoger en cubos de metal. Es un aroma a establo y muerte. Y más que gustarle, a José le excita.

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Va a salir el segundo toro de la tarde, el que corresponde a Sánchez Mejías, el más antiguo de los tres matadores. El maestro, a menos de diez metros de donde se encuentra José, apoya la barbilla en el capote que reposa doblado sobre el borde de la barrera, con la montera calada hasta casi las cejas y la mirada concentrada en la puerta de toriles. Está sereno, no se percibe rastro de miedo en su rostro.

El animal, un negro zaino, de nombre Burlero, es rápido, nervioso, pero entra por derecho a las primeras invitaciones de las capas que ofrecen los peones. Raja los vientres de dos caballos, los intestinos rosáceos quedan sobre la arena amarilla como grasientos cabos de barco, y el bicho achucha en banderillas a los rehileteros. Luego se queda solo, en el centro del ruedo, mirando hacia los lados, la cara alta, los costados chorreando sangre, apostura retadora, como quien espera a que salga a su encuentro un enemigo que esté a su altura en el arte de matar y morir. Y Sánchez Mejías camina despacio cerca de las tablas, hasta llegar a una barrera en donde un muchacho moreno y sonriente se levanta feliz para recibir la montera y escuchar el brindis.

—Es un desaire al presidente no brindarle la faena —dice Senén, uno de sus peones más veteranos, al oído de José—. Se cuenta que don Ignacio es republicano.

—¿Quién es el joven al que dedica el toro?

—Un poeta granaíno, un mala follá. Y se cuenta que, además, maricón y comunista. Creo que se llama Lorca.

—Pero don Ignacio...

—Don Ignacio no es ni una cosa ni otra. Pero le gusta ir con artistas e invitarlos. Dicen que escribe teatro.

—No hay mejor comunista que el comunista muerto, Senén.

—Ni mejor maricón que el maricón capao.

Recio resulta el toreo del veterano diestro sevillano, que va imponiéndose al agresivo animal, rindiendo su acometida y su vigor. Al fin, lo lleva a la proximidad de una barrera y allí lo torea, primero de rodillas, y finalmente exprimiéndole toda su fuerza en el lance que le ha dado más fama y gloria: muletear a la res sentado en el bordillo de las tablas, obligándola a doblar el cuello hasta casi rompérselo. El público brama emocionado.

Finaliza la faena. Sánchez Mejías le ha hundido al toro en el lomo media estocada y el animal tarda en caer. El diestro debe descabellarlo con el verduguillo. El premio es una aplaudida vuelta al ruedo, más por valor que por arte, que el torero lleva a cabo con paso quedo, altivo y sonriente.

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La primera res del mexicano, casi un búfalo de apariencia, que se anuncia en el cartel con el nombre de Buitrero y pesa 605 kilos, luce pelaje aleonado y le ha dado un soberano revolcón al Tigre de Guanajuato cuando intentaba capear por chicuelinas. Es un animal fiero e imprevisible que lanza cornadas como mandobles de sable, imposible de torear con lucimiento. Pero el torero no se ha amilanado. Su faz azteca ha tomado un tinte de obsidiana cuando se arrimaba al astado y le hablaba bajito. ¿Qué le decía? José piensa que no debe olvidar preguntárselo durante la cena. Después de trastear al bicho con temeridad, el matador le ha clavado un bajonazo infame que ha hecho rodar al toro en cuestión de segundos. El público ha guardado por lo general silencio, aunque se han oído algunos pitos y a un vocinglero espectador gritarle al diestro: «¡Indio degollador!».

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Ahora la ceremonia cambia de turnos. El cuarto toro es para el maestro Sánchez Mejías, el quinto para el Tigre y el sexto, el que cierra festejo, para el debutante. Y José, ceñudo el gesto, está dispuesto a dejarse la vida y triunfar en el coso de la capital de España. «Madrid te da todo y te quita todo», se repite.

Don Ignacio hace una faena aseada que, esta vez sí, ha brindado al presidente del Gobierno con un gesto de cortesía, sin lanzarle la montera. El toro de 553 kilos, Bufador, es otro zaino, bonito de planta y cortejano de tamaño. Embiste bien y el matador ha sabido llevarlo a su terreno. Ha arriesgado, sentándose de nuevo en el bordillo de tablas, y ha matado con una limpia estocada. La oreja le ha parecido a José un premio excesivo, pero Sánchez Mejías es hombre que despierta simpatías entre el público.

Al Tigre le han soltado un nuevo bisonte de 590 kilos, negro meano, acochinado de traza, que se llama Buscador. Pero el mexicano no se arredra ante nada. Lo ha toreado cara a cara, sin cederle terreno, pareciendo en ocasiones que, de un momento a otro, hombre y animal podrían enzarzarse a mordiscos. Más que arte taurino, la faena semejaba una lucha del circo romano, como un felino contra un búfalo. El público rugía y temblaba al mismo tiempo. Y cuando el mexicano ha matado de un espadazo caído sobre el costado izquierdo, un suspiro de alivio ha recorrido la plaza. Le han premiado con una oreja. Y José piensa que hubiera conseguido el mismo trofeo de haber acabado con el animal a balazos, con tal de liquidar a aquella fiera antes de que ella le matase a él.

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Es el turno de José. Lo ve salir de toriles: astifino, terciado, ágil, corretón, pelaje cárdeno, 523 kilos, de nombre Bullidor. Da una vuelta al anillo sin oposición, abanto, dueño de la arena, demandando guerra. José mira hacia los palcos. Y ahora ve a la duquesa: está sola, con un vestido blanco escotado y una mantilla negra que le cubre la cabeza y los hombros desnudos.

Triunfar o morir, ése es el juego que le espera en los próximos minutos. Un juego que le atrae, que le urge emprender mientras la plaza huele a sangre derramada de toros y caballos.

Sale al ruedo y centra al animal con el capote. No embiste mal. Se luce con unas verónicas, algo rudas pero ceñidas, que levantan olés. Y cierra la tanda con una airosa media. No apura la suerte, no pretende fatigar o resabiar al animal: quiere que llegue virgen y vigoroso a la muleta.

Tras las puyas y banderillas, don Ignacio se acerca y le dice en voz baja:

—Es tuyo, pinta bien; pero cuida su embestida por la derecha, por ahí se cuela. Y dale aire, déjale respirar entre tanda y ta

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