Mongo blanco

Carlos Bardem

Fragmento

cap-2

Artículo 1. Todo dueño de esclavos deberá instruirlos en los principios de la Religión Católica Apostólica Romana, para que puedan ser bautizados, si ya no lo estuvieren; y en caso de necesidad les auxiliará con el agua de socorro, por ser constante que cualquiera puede hacerlo en tales circunstancias.

 

Reglamento de Esclavos promulgado por el capitán general don Jerónimo Valdés, Cuba, 1842

I

¿Lo maté?

Sí, lo maté.

Los maté, los vi morir. A todos.

¿Me matan?

¿Me muero?

¿Me estoy ahogando?

¡Esto no es el mar!

Morirás cuando veas por encima y por debajo del agua a la vez y te sonría tu mujer muerta...

A latigazos, atados de a dos y engrilletados, salen los negros a cubierta. Unos lloran, otros tascan con odio los dientes. O cantan en lamentos profundos. El contramaestre vuelve a azotar aire y espaldas con la tralla. Murmuran en sus lenguas, sudan sangre. Los muleques, los críos, lloran entre hipidos y tiemblan pese a un calor de mil demonios que debería hacerles sentir en casa. Las mujeres lloran con rabia por el dolor de sus hijos. Todos hieden a sudor rancio y mierda, las fragancias del miedo. Yo me cuelgo como un mono de una jarcia para verlo mejor. Estepa, ¿qué hace aquí Estepa?, ríe fuerte y bromea con unos marineros. No es él, ni siquiera se parece a él, pero es Estepa. Me ve, escupe sobre cubierta, maldice y señala a los negros con un golpe de cabeza. ¿No le regalas unos a tu madre? Los esclavos murmuran, guiñan los ojos por el sol y el sudor que les entra en los ojos y no pueden enjuagarse por andar atados. Simões ordena usar bombas y mangueras para darles un agua, ¡bañad a los bozales! Lo primero es quitarles el olor a muerte que impregna la bodega, eso es lo primero, luego afeitarlos de cualquier cabello que sea jungla para liendres. Después otra agua, esta vez dulce. Simões dejó la trata, no trae sacos de carbón, bozales, negros, piezas de Guinea, esclavos, muleques y mujeres, guerreros mandingas o dóciles yolofes. Pero aquí está, preparando la mercancía para llevarlos directamente al tablado donde se venderán a buen precio a terratenientes con ridículas chisteras y sombreros alones de paja. Muchos pujan a pie del estrado, cambiando opiniones de entendidos. Otros desde sus elegantes volantas, calesas, quitrines y cabriolets, veguero en la boca y disimulando entre risas las obscenidades que murmuran a las escotadas damas que se sientan a su lado. Uno de los negros, al contacto con el agua, estalla en mil mariposas azules, irisadas, que vuelan en bandada entre los palos, vergas y masteleros antes de deshacerse en el cielo azul de Bahía. Porque estoy, estamos en Bahía, sé que es Bahía aunque no lo parece. También es Recife. Las mariposas giran y giran y sus alas centellean como turbonadas. Lo hacen un par de veces, riendo, alrededor del cuerpo ahorcado de una antena de aquel Nicolasillo Gamero que se mató en San Telmo y que ahora, sin muecas, orina como una fuente.

Una mariposa enorme se posa sobre la lengua negra e hinchada de mi compañerito, que la enrosca como un camaleón y se la traga. Ahora la mariposa revolotea a través de sus ojos abiertos y espantados de colgado. Yo estoy muy lejos para verlo, pero lo veo. Sudo como si mi cuerpo fuera un odre agujereado, perdiendo a chorros mi alma líquida. Todos, trepados de jarcias y amuras para ver mejor, sudamos como si hubiera que devolver al mar un peaje de agua y de sal por no habernos matado. Por habernos permitido piratear con beneficio —¡habrá comisión para todos, Pedrinho!, celebra Simões— entre África y el Brasil, destino de los bozales que llevamos en bodega. No han muerto tantos, no más de lo normal. Y, además, hemos hecho dos presas. Napoleón era un pirata terrestre... Napoleón nos da la espalda mientras mira hacia Francia desde Santa Elena. ¡Hay que hacer que El Holandés Errante lo rescate!, grita Mérel. El emperador está de espaldas, cagando sentado en un dompedro, una de esas bacinillas con tapa para que no escape el olor de las inmundicias. A merda do imperador, é uma sorte do caralho, Pedrinho!, gorgojea Simões palmeándose los muslos. Dos presas. Un pequeño cutter inglés y una goleta holandesa, desvalijadas de su carga. Una hundida por capricho del capitán, poco amigo de herejes y luteranos. La otra desarbolada y dejada a capricho del océano, también porque este fue el designio de Simões, sentencia que dio serio y, según él, al dictado de ese san José al que iríamos a agradecer tan pronto atracásemos en Bahía, al patrón de los negreros. Nunca averigüé por qué. Nunca fui de santos, la verdad. Iremos a cegarnos con el pan de oro que hace arder por dentro la igreja dos escravos. El oro y la sangre corren por igual en venas e iglesias. Y siempre los siervos agradecen con oro a los dioses de los hombres que los subyugan, rezando para poder liberarse y ser ellos amos de otros con menos suerte. Para eso rezan y estofan con oro los muros de las iglesias de un dios blanco.

Del calor de África al calor del Brasil. Ahora la proa del bergantín de Simões se desenclava y se abre como una enorme boca bajo la nariz del bauprés, vomitando toneladas de arroz, de marfil, de oro —no de oro, no; el oro y los esclavos solo los traen los capitanes negreros—, olas de aceite de palma..., que un ejército de mulatos mal vestidos y negros semidesnudos se apresuran a cargar en carretas. Don Joaquín Gómez toma del ala su sombrero y se destoca para saludarme, sonriéndome con su cara quemada por el ácido, con su cara con agujeros en vez de ojos y boca...

Yo no recuerdo cómo, pero ya no estoy en la jarcia. Ni con Simões. Camino entre la multitud de un día de Reyes en La Habana, el verdadero carnaval de la negrada. Un cabildo de congos, con su rey, reina y portaestandarte, vestidos con copias grotescas de las galas de los nobles y soldados españoles, me arrastra como un río por la calle Obispo hasta la Plaza de Armas. Bajo el balcón del Palacio de Gobierno se juntan a otros cabildos y todos gritan ¡Viva el rey! ¡Viva el rey Fernando VII!, mientras el gobernador y damas que son calaveras pintadas les arrojan monedas. Me escapo de allí. Negritos graciosos espantan las moscas de los opíparos banquetes de sus amos blancos. Usan largos abanicos de yarey y cuando una mosca cae en los platos, hay muchas moscas y muchos platos, allí mismo les dan de latigazos. Uno llora y se deshace en un charco que traga la tierra y que procuro no pisar. Ahora camino descalzo sobre una hierba recia, grama, mientras bebo aguardiente de caña... Sí, es el Jardín de las Delicias de mister Reeves. Poco a poco, me rodean sus filhas, suas meninas. Incontables, pronto son legión. Son bellas, hermosas y tentadoras como diablos y bailan casi desnudas a mi alrededor, abanicando el aire caliente, húmedo, con sus abiertas túnicas de fino algodón que muestran pechos llenos con pezones puntiagudos, piernas largas de caderas rotundas y tobillos finos. Tambores, panderos y birimbaos las mueven como vientos. Se me enroscan como serpientes de piel dorada, caliente, tersa. Me clavan sus ojos verdes, azules. Me muestran sonrientes unos dientes blancos, perfectos, grandes perlas irisadas en sus bocas negras de labios gruesos, sensuales. Dientes para morder con dulzura, para desatar nudos y rasgar camisas. Para despedazar. La entrepi

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