Espuelas de papel

Olga Merino

Fragmento

Capítulo 1

1.

La joven que camina haciendo tiempo por el adoquinado irregular de la calle del Carmen se llama Juana. Los ojos rasgados, de color café, con una leve hinchazón de rana cantarina. Es hermosa pero aún no lo sabe. Chachachica solía decirle que con una cuarta más habría sido un cuerpo de reverencia. Juana arrastra una voluminosa maleta de cartón con los cantos de color canela; lleva dos bragas, una bata a cuadros, un camisón, varios trapos blancos y un frasco con aceite de oliva. Le avergüenza enseñar las manos, torpemente vendadas con paños de algodón. Camina con los hombros encogidos porque las miradas le gritan provinciana a cada paso. Querría ser invisible, pasar inadvertida en la gran ciudad, que huele a silencio y sopa de tomillo. La falda de paño le recalienta los muslos; hace calor. Pensó que estaría más presentable ante la señora con medias y los zapatos lilí blancos de medio tacón con un esparadrapo en la puntera para disimular el agujero. Juana comprueba la hora en los relojes expuestos en las vitrinas de la joyería que hace esquina y se sienta en un banco de la Rambla a esperar que suenen las campanadas de las siete en la iglesia de Belén. Le escuecen las manos sin pellejo, reblandecidas y envueltas en tiras de una sábana apedazada. La señora la ha citado a las siete de la tarde. La señora Monterde habla atropellando las palabras.

—Mis hijas y yo trabajamos de noche y nos levantamos después de mediodía. No vengas temprano; mejor, por la tarde, a eso de las siete; me dará tiempo de explicarte cuáles son tus obligaciones.

Tienen teléfono en la casa.

La primavera revienta en la tarde de mayo con un denso olor a lilas, a fruta podrida, y en los chillidos de las golondrinas que trillan el cielo de color ciruela. Calle del Carmen, esquina San Lázaro. La portera la deja pasar sin preguntarle adónde va. Juana respira hondo, introduce el aire hasta los riñones, se sacude el polvo imaginario de la falda tubo con las manos vendadas y llama al timbre. Oye pasos que se acercan y un enérgico descorrer de cerrojos y aldabas. Salen a abrirle unos ojos verdes y pequeños, casi crueles, encerrados en bolsas púrpuras. La señora le había parecido más joven por teléfono; tendrá más de cincuenta años.

—¿Doña Salud Monterde?

—Pasa, nena. Te estaba esperando.

Una bata de seda descolorida, con dragones chinos y cerezos aguados por la lluvia, cubre la fláccida desnudez de la señora. El escote deja entrever varias cadenas de oro, una llave y un puñado de lunares esparcidos sobre los senos blandos. El pelo teñido de negro, atirantado en las sienes y prieto en un moño sobre la coronilla. Salud Monterde y Juana avanzan en la penumbra del pasillo atestado de muebles. La casa huele a vinagre, trasnoche y humo rancio de tabaco.

—Siéntate. ¿Cómo me dijiste que te llamabas?

—Juana, señora. Juana Merchán.

El comedor, amplio pese al abigarramiento del mobiliario, aboca a la calle del Carmen. En la pared, junto al espejo y a la vitrina de la vajilla, cuelgan una Santa Cena de plata repujada y una urna con un abanico encerrado. Un tapete de blonda amarillea sobre la cómoda. Huele a vinagre para abrillantar la madera. En el balcón entreabierto, un geranio mustio y cubierto de polvo acomete a Juana con un ramalazo de nostalgia.

—¿Estás sola en Barcelona?

—No, señora. Llegué con mi hermana Isabel, la que me sigue en edad, y con mi padre. Los demás se han quedado en el pueblo.

Salud Monterde arrastra por la superficie de la mesa un cenicero lleno de colillas y saca del batín un paquete de Chéster y una caja de fósforos. Salud Monterde se muerde las uñas hasta la raíz. Trazas de locura tiemblan en las manos gruesas que prenden el pitillo, manos perversas, con la doble alianza hendida en la carne del dedo anular. Instintivamente, Juana aprieta los puños vendados dentro de los bolsillos de la gabardina.

—Por el acento, diría que eres andaluza, ¿no? —Salud Monterde escupe una serpiente de humo por el centro de los labios agrietados. Al otro lado del pasillo se oyen voces femeninas.

—De Puebla del Acebuche, señora, provincia de Sevilla —Juana observa las fotografías dispuestas en marcos de plata sobre el tapete de la cómoda; no aparece un solo hombre en los retratos. Las manos le arden dentro de los bolsillos.

—Tu padre y tu hermana, ¿dónde se hospedan?

—En una habitación realquilada en Conde del Asalto, pero mi hermana Isabel ya tiene apalabrada colocación en una casa —a Juana su propia voz le suena extraña.

—Pero, nena, quítate el gabán, vas a asarte...

Los alacranes son alimañas del diablo. Lo decía Chachachica, que se manejaba bien en los asuntos oscuros. Fue ella quien sorprendió a Juana una tarde de verano, con su hermana Isabel y con Andrea, la hija del vecino carpintero, prendiéndole fuego en el patio a una corona de encendaja en cuyo centro agonizaba un escorpión. Las niñas se lo habían oído contar a la maestra, doña Amalia: el alacrán se clava el aguijón curvo en la coraza y se inyecta su propio veneno cuando se ve atrapado por las llamas. Doña Amalia se afeitaba los domingos para ir a misa, y el aliento le apestaba a manteca colorada.

—Niñas, no olvidéis nunca que falda, balcón y soldado se escriben con ele.

Juana es ahora un alacrán aprisionado en un cerco de palabras.

—Quítate el gabán, nena.

Juana se rinde a lo inevitable. Éste es su nuevo hogar. Vivirá aquí todos los días, salvo los domingos y unas horas de la tarde del jueves. Ya no hay remedio. Se despoja con cuidado de la gabardina y deja las manos vendadas al descubierto.

—Pero, bueno... ¿Qué te ha pasado? —los ojos diminutos de Salud Monterde chisporrotean con un brillo efímero.

—No es nada, señora. Ya estoy curada. Tuve un accidente en la casa donde servía antes. No me echaron; me fui yo, señora —Juana baja la vista y la clava en el dibujo del mosaico hidráulico.

—¿Y se puede saber cómo piensas trabajar sin manos?

—Si ya estoy casi curada, señora. Póngame a prueba una semana, se lo pido de rodillas. Si vuelvo a Conde del Asalto sin la semanada, mi padre me mata. Él no sabe nada, no me ha visto las manos, no sabe nada. Por lo que más quiera, señora, sólo una semana, no se arrepentirá...

Salud Monterde se aproxima hacia la luz arrastrando los pies y abre el balcón de par en par. El aroma empalagoso de las lilas inunda el comedor. Los ojos verdes de la señora se clavan en la garganta de Juana.

—¿Te ha visto un médico?

—No hizo falta, señora. Me curé yo misma con aceite de oliva.

Al anochecer el piso de la calle del Carmen queda embebido en un silencio de claustro. Salud Monterde y sus dos hijas, Montserrat y Mercedes, acaban de irse. Han salido por separado, muy arregladas y con sendos bolsos cruzados en bandolera sobre el pecho. Montse, sonrosada, el cutis de melocotón, embutida en un vestido de lunares entallado que la engorda. Mercedes, seca, alta, huesuda, el escote negro muy pr

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