Isabel, el fin de un sueño

Martín Maurel

Fragmento

cap-1

1

A muerte

Cuenta el Génesis que Dios descansó el séptimo día tras haber creado el cielo, la tierra y todo lo que nos rodea. No se me acuse de blasfemo por insinuar que, en su lugar, Fernando de Aragón hubiera seguido en la brecha, pues apenas culminada la conquista de Granada ya sentía el apremio de recobrar los anhelados condados catalanes, todavía en manos del rey de Francia.

A finales de 1492, Fernando e Isabel afrontaban en la Alhambra la siguiente etapa de su reinado. Lo hacían desde el éxito, quizá más unidos que nunca. Pero como ocurre con ciertos cánticos populares, aunque letra y música resulten similares, a veces presentan tonalidades y ritmos muy distintos según quién los interprete.

—¿Seguimos sin nuevas del almirante? —preguntó el rey a su esposa mientras recorrían los pasillos del palacio granadino.

Silencio y una leve negativa fue toda la respuesta de Isabel.

—Nada bueno le auguro si el invierno se le echa encima en la mar —apuntó Fernando.

—Tened fe.

Fernando subrayó su escepticismo con un suspiro. Los asuntos relacionados con Cristóbal Colón solían ser motivo de particular discordia entre ellos. Pero aun sabiendo que el rey tenía razón —un invierno en alta mar no presagiaba nada bueno—, Isabel creía en la misericordia divina tanto como se aferraba a la confianza depositada en su almirante.

Ignoraban los reyes que semanas antes, el 12 de octubre, al otro lado del océano, Cristóbal Colón había tomado posesión de unas tierras ignotas en su nombre, y las había bautizado como San Salvador.

—¿Cuánto habéis porfiado por recuperar el Rosellón y la Cerdaña? —inquirió Isabel—. Por fin vais a conseguirlos.

Fernando sonrió ante el aparente intento de cambiar de tema por uno más agradable a su ánimo.

—Si Dios quiere.

—Querrá. Y Colón regresará. Dios recompensa a los perseverantes —aseguró la reina, mirándolo con picardía.

Encajó el aragonés con ironía la apostilla de su esposa.

—Es posible. De momento mis mesnadas aguardan en la frontera, por si el francés se echa atrás.

Isabel se detuvo ante la puerta de una gran sala.

—Tal cosa no sucederá —afirmó—. Son nuevos tiempos para nuestros reinos, mi señor. Disfrutemos de ellos.

Instantes después de abrirse la puerta de la estancia, los reyes de Castilla y Aragón contemplaron el fruto más preciado de sus desvelos, como si un cuadro que retratara a su familia hubiera cobrado vida: la princesa Isabel, siempre vestida de sarga para exhibir su duelo, leía ensimismada un libro piadoso; las infantas Catalina y María jugaban con un cachorro que, sin embargo, parecía más interesado en mordisquear el calzado del príncipe Juan mientras este asimilaba las explicaciones de uno de sus numerosos preceptores. Y en un rincón apartado, Juana encadenaba melodías en un clavecín ricamente decorado.

—Mirad, señor, contemplad cuánta felicidad… Se la debemos a la paz que tanto nos ha costado conseguir —señaló la reina—. Es nuestra primera obligación, por tanto, hacer que la calma perdure.

Desde la puerta, pensativo, Fernando observó a su esposa, y al poco se dirigió a sus hijos mayores, los príncipes Isabel y Juan:

—Pronto partiremos hacia Barcelona —les anunció—. Solo vosotros nos acompañaréis.

El príncipe Juan acató con un gesto. La princesa de Portugal se mostró más reticente.

—Madre, ¿en verdad es necesario que vaya con vos?

El rey avanzó unos pasos y respondió por su esposa:

—En la Ciudad Condal firmaremos un acuerdo con Francia de suma importancia para la Corona de Aragón. No podéis faltar.

La mirada de la reina corroboró el dictamen de Fernando. No hubo lugar para más preguntas. Pero la joven viuda dirigió una mirada suspicaz a sus padres: ¿de qué acuerdo se trataba y por qué era tan necesaria su presencia?

En el castillo de Amboise, residencia del rey de Francia, un mapa de la península Itálica era de nuevo desplegado sobre una mesa. El rey Carlos VIII, en compañía de su gran chambelán, Luis de La Trémoille, era capaz de pasar horas haciéndolo girar ante sus ojos, estudiándolo, como quien admira un apetitoso manjar antes de dar rienda suelta a la gula y devorarlo.

—¡La Corona de Nápoles en manos francesas! —El índice del soberano señaló el reino de Nápoles—. ¡Ese es nuestro objetivo!

Ante la exultante afirmación de Carlos, La Trémoille asintió, menos entusiasta que su señor.

—Con el fin de plantar cara al turco, por supuesto —aclaró el rey, sonriente—. Una misión que Nuestro Señor ha tenido a bien encomendarnos.

La Trémoille aceptó el guiño del monarca, pero el cinismo regio no disipó sus reservas.

—Majestad, ¿seguís convencido de que Fernando aceptará no interponerse en nuestro camino?

—Al aragonés solo le interesan los condados —apuntó Carlos—. Lleva años clamando por ellos.

—Un vicio heredado de su padre…

—Como el de engendrar bastardos —apostilló el rey de Francia—. Amigo mío, os aseguro que firmará lo que sea con tal de recuperar el Rosellón y la Cerdaña.

La Trémoille calló un instante, mientras fijaba la vista en el mapa. Como si precisara unos segundos de reflexión antes de contravenir el ímpetu desbordado del rey Carlos.

—Poco parecen importarle Saboya o el Milanesado, es cierto, pues los deja en vuestras manos. —La Trémoille apoyó su argumento señalando en el mapa los territorios citados—. El norte de Italia queda muy lejos de Sicilia, cuya Corona ostenta… No así Nápoles.

Carlos apartó la mirada de la carta, como si con ello evitara escuchar los inconvenientes. La Trémoille no cejó.

—Tanto él como vos anheláis dominar el Mediterráneo para la cristiandad —insistió—. Pero para disputárselo al turco, primero habréis de doblegar al aragonés.

—¡Y así será! —zanjó el rey.

A espaldas de ambos varones, una voz femenina ironizó:

—Si así lo quiere Dios…

El rey y La Trémoille volvieron el rostro hacia la voz y la irrupción de Ana de Bretaña en la estancia fue acogida con una doble reverencia. La duquesa —aún lo era in pectore, aunque no tuviera derecho a usar su título— besó el anillo de su esposo, mientras este, molesto, le espetaba:

—¿Acaso ponéis en duda la valía del ejército más poderoso de Europa?

—Bien sabéis que no, mi señor, pues fui derrotada por él —aseveró la reina sin inmutarse—. Mas escuchad a vuestro chambelán: no menospreciéis al rey de Aragón.

—No lo hago —aseguró Carlos—. Pero si se alza contra Francia, tanto le servirá a Ferrante de Nápoles su ayuda como os sirvió a vos.

Era cierto. Poco eficaz resultó el auxilio de Fernando a Bretaña durante la que cien años más tarde se llamaría la «guerra loca». La derrota en la contienda contra Francia privó a la dama del gobierno del ducado, pero no de su orgullo ni de su memoria. Y la Corona de Francia aún habría de esperar hasta que Bretaña se integrara en el reino.

—Queda por asegurar la neutralidad de Su Santidad —terció La Trémoille, en previsión de que la tensión entre los esposos fuera a más.

—Id a Roma, entonces —replicó con

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos