Un reino lejano (Epopeya Cátara 2)

Isabel San Sebastián

Fragmento

1

En el año del Señor de 1230

Surgieron del desierto al caer el sol, como una tormenta de arena, levantando una polvareda que habría podido advertirme de los sombríos designios que auguraban, de no haber estado yo cegado por mi propio resplandor.

En la lejanía de ese horizonte chato no era posible precisar su número ni tampoco distinguir sus ropajes, pero el modo en que cabalgaban en tromba, sin orden ni formación, así como los alaridos que nos transmitía el viento, eran prueba suficiente de que no estábamos ante guerreros de la Santa Cruz, como nosotros, sino ante sarracenos enemigos. Aquélla era la respuesta de Dios a mis plegarias, pensé, jubiloso. Al fin tendría la oportunidad de templar mi acero en verdadera sangre infiel, en lugar de chocar la espada de madera con la que había estado entrenándome desde niño contra el muñeco de paja que nos servía de adversario en el patio de armas del Palacio de los Normandos.

Sin pensármelo dos veces ni encomendarme a mi superior, piqué espuelas en los lomos de mi corcel y me lancé a galope tendido contra esa masa compacta de jinetes que iba tomando forma ante mis ojos a medida que desenvainaba. La cabeza se me había convertido en un tambor cuyo retumbar seguía el ritmo de las zancadas de mi montura. Sordo y ciego de furia, embestí…

—¡Pero qué modales son ésos, Guillermo! —me reprendería mi madre si me oyera—. Ya te has lanzado a la batalla y ni siquiera te has presentado.

Me llamo Guillermo de Girgenti y nací en la tierra más hermosa de cuantas esparció el Creador entre los cielos y el mar: Sicilia; la más preciada posesión de mi señor Federico, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, conocido como Estupor del Mundo por los incontables talentos que atesoraba su persona.

Aunque vi la luz en los dominios meridionales de mi familia, situados en la villa de la que recibo el nombre, pronto me trasladé a Palermo con el fin de iniciar mi formación militar entre los escuderos del rey; hecho éste que constituía un honor parejo al elevado linaje de mis progenitores, ambos servidores del monarca y miembros de su corte, él en calidad de capitán de las tropas imperiales y ella como consejera, tan valiosa que el soberano no daba un paso sin antes escuchar sus recomendaciones.

Gualtiero, mi padre, era, según contaba, hijo de un feroz conquistador normando y una preciosa princesa musulmana, mientras que mi madre, Braira, que apenas hablaba de su pasado, pues le resultaba en extremo doloroso hacerlo, procedía de la legendaria Occitania, tierra de juglares y cultivadores de viñas, arrasada en la cruzada desatada contra los cátaros.

Si la memoria no me engaña, pasé algunos de mis primeros años disfrutando de un mar cálido y una absoluta libertad para ir y venir a mi antojo, antes de comenzar en la capital del reino la durísima formación que habría de convertirme en caballero: interminables jornadas de práctica del latín, griego e italiano, que, por más que me aburrieran, se añadían al árabe y al occitano hablados en casa y me convertían en un políglota semejante a mi señor. Estudios de aritmética, álgebra, gramática, historia y filosofía, considerados inútiles por todos los pupilos e indispensables a juicio del rey, quien no concebía en sus nobles a gente sin educación ni cultura, y también mi favorito: el aprendizaje del manejo de distintas armas y del combate a caballo con armadura, actividades que, como pronto comprobé, requerían una fuerza y habilidad cuyo dominio tardaba mucho en conseguirse.

Gracias a que mi madre gozaba del privilegio de asesorar al emperador y residía en su palacio, aunque en un aposento mucho más lujoso que el anexo a las caballerizas donde dormíamos los escuderos, pude disfrutar de su compañía en los escasos ratos libres que me dejaban mis maestros. Claro que la de Federico era una corte viajera, que se desplazaba continuamente de un lado a otro llevando consigo a sus principales integrantes, entre los que mi madre destacaba con luz propia. Además, la comitiva imperial solía cargar con las piezas más valiosas del zoológico real, incluidos leones y jirafas, y hasta trasladaba en soberbios carruajes velados a las favoritas del harén real, a quienes el soberano se refería como sus «bailarinas». Toda esa parafernalia hacía que cada partida o llegada fuesen acontecimientos magnos que celebrábamos como fiestas.

¡Con cuánto ahínco me he empeñado en conservar esos recuerdos o rescatarlos del olvido cuando quiso el destino que mi vida tomara un rumbo opuesto!

Mi padre, a diferencia de mi madre, fue un extraño para mí hasta mucho tiempo después, ya que encabezó las tropas enviadas por el emperador a Egipto para luchar por la verdadera fe, y allí permaneció cautivo durante una eternidad, primero del barro, luego de la desesperación y finalmente de los ismaelitas, antes de lograr regresar a Sicilia para reunirse con nosotros. Poco después de ese momento ocurrió el episodio que narraba al comenzar este relato.

Habíamos viajado los tres en la galera del emperador a Palestina, con el fin de conquistar Jerusalén y liberar el Sepulcro de Cristo de la presencia musulmana que soportaba desde los tiempos de Saladino. No se trataba, en realidad, de una conquista propiamente dicha, ya que Federico había negociado con el sultán Al Kamil una tregua de diez años que devolviera la Ciudad Santa a manos cristianas, ni tampoco de una cruzada en sentido estricto, toda vez que su principal paladín, nuestro señor, acababa de ser excomulgado al haber osado enfrentarse al Papa por cuestiones que se me escapaban. Dicho lo cual, allá estábamos, en la tierra que vio nacer y morir a Jesús, los guerreros de la Cruz, decididos a demostrar nuestra determinación de morir, si tal fuera la voluntad de Dios, en defensa de las sagradas creencias cristianas. O eso al menos era lo que yo sentía en lo más profundo de mi corazón.

En mi caso, además, anhelaba vengar los sufrimientos y humillaciones padecidos por mi padre a manos de los sarracenos en Damieta, a orillas del río Nilo, donde había caído prisionero tras varios años de enconada lucha. Necesitaba demostrarle mi devoción matando a cuantos infieles pudiera. No se me ocurría mejor modo de manifestarle un amor que por supuesto nunca habría expresado con palabras; palabras que habrían sonado huecas tanto en sus oídos como en mi boca.

Por lo que supe más tarde, sin embargo, la partida de reconocimiento en la que andábamos embarcados cuando se produjo el encontronazo no estaba destinada a matar otra cosa que el aburrimiento de algunos soldados de la expedición. Llevaban demasiado tiempo ociosos, dándose a la bebida, los dados y las mujeres de mala reputación, lo que llevó a su capitán a organizar una salida de pocos días con el fin de explorar el territorio situado al norte de las murallas semiderruidas dentro de las cuales nos refugiábamos. Nada serio, me dijo mi padre cuando ya era demasiado tarde. Una simple cabalgada festiva para desentumecer los músculos y dar cuerda a los caballos, aletargados en sus establos por la falta de ejercicio.

Dijimos adiós a Jerusalén y a mi madre una calurosa mañana, apenas despuntada el alba, junto a

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