En el nombre de la piedra

Cristina Fantini

Fragmento

nombre_de_la_piedra-epub-1

Dramatis personae

Pietro da Campione, luego Pietro Solari: hijo de Marco Solari da Carona

Alberto da Castelseprio, luego Alberto Solari: hijo de Marco Solari da Carona, gemelo de Pietro

Jacopo Fusina da Campione (real): ingeniero

Zeno Fusina da Campione (real): ingeniero

Marco Solari da Carona (real): ingeniero, llamado Marchetto, padre de los gemelos

Anselmo Frisone: monje del convento de Sant’Ambrogio

Marco Frisone (real): ingeniero

Antonio Frisone: barquero, padre de Costanza

Pia Frisone: mujer de Antonio

Maddalena Frisone: hermana de Costanza

Costanza Frisone: madre de los gemelos

Tavanino da Castelseprio (real): carpintero

Bonino da Campione (real): ingeniero

Simone Orsenigo (real): ingeniero

Ugolotto da Rovate: aprendiz de carpintero

Aima Caterina Codivacca: antigua esclava

Marta Codivacca (real): benefactora

Matilde Roffino: cantante

Gregorio da Casorate: secretario de Anselmo

Bernabò Visconti (real): señor de Milán

Gian Galeazzo Visconti (real): duque de Milán desde 1395

Giacomo da Gonzaga: amigo de la infancia de Gian Galeazzo

Ottone da Mandello (real): capitán general de Gian Galeazzo

Jacopo dal Verme (real): consejero y capitán general

Caterina Visconti (real): hija de Bernabò Visconti, segunda mujer de Gian Galeazzo

Blanca de Saboya (real): madre de Gian Galeazzo Visconti

Margherita di Maineri (real): dama de compañía de Caterina Visconti

Marco Carelli (real): mercader milanés

Maffeo y Lunardo Solomon: mercaderes venecianos

nombre_de_la_piedra-epub-2

Oh Templo Santo, oh gigantesca mole,

oh marmóreo Coloso, oh vasto monte,

eres obra divina que alzas tu frente,

hasta donde corre el carro de oro del Sol.

CARLO TORRE,

Il Ritratto di Milano, 1674

El portentoso Duomo de Milán

no se eleva hacia el cielo,

sino que sujeta este a la tierra en armonía

en el bello gótico de Lombardía:

inspiración mística recorre las naves

la Presencia del verbo:

y en un estallido de luz exterior

brota una nueva humanidad sobresaliente,

y de la Persona Única

en vértices de santos vuelve a florecer

siguiendo la maternal invitación de María

que de Naciente se va haciendo

Asunta; y el pueblo define, y la acerca

a él para tenerla más cercana, la llama

Madonnina.

CLEMENTE REBORA,

6 de noviembre de 1956

nombre_de_la_piedra-epub-3

Prólogo

Milán, abril de 1404

Desde el contrafuerte de la sacristía norte, Alberto da Castelseprio abarcó con la mirada los pueblos y las aldeas que se extendían desde la llanura hasta las estribaciones de los Apeninos.

Suspiró.

Había trepado al andamio como una araña, sosteniéndose a veces con los brazos, a veces solo con la fuerza de las manos y de las piernas. Cada vez más arriba, mientras las ráfagas de aire le secaban el sudor y hacían ondear la camisa como un estandarte. En equilibrio, un pie detrás del otro sobre las vigas de roble de poco más de dos palmos de ancho, frágiles puentes entre un andamio y otro.

Se encontraba ahora en el punto más alto de la nueva iglesia, de la Jerusalén celestial que los milaneses habían querido ofrecer a la Virgen, a la ciudad, al pueblo.

El ábside estaba terminado y la vieja catedral de invierno, Santa Maria Maggiore, parecía una concha agrietada. Ladrillo a ladrillo, piedra a piedra, estaba siendo derribada mientras crecía la que tenía bajo sus pies.

Se inclinó sobre la baranda.

Acarició con la mirada los muros de la sacristía, los pilares polilobulados en forma de flor, los capiteles de los tabernáculos adornados con estatuas, los tres grandes ventanales del ábside decorados con filigranas como si fueran de encaje. Abarcaba con la vista la obra, que ascendía muy empinada hacia el cielo, y tuvo la extraña sensación de que las dimensiones colosales podían caber en la palma de una mano.

—¡Eh, ahí arriba!

Alberto vio que el árgano había subido ya hasta su altura la primera estatua de la catedral, un caballero de mármol con el brazo apoyado en un costado sobre una enorme espada, que esbozaba una sonrisa por debajo de la barba y del bigote. Oscilaba lentamente, suspendido de las cuerdas de cáñamo, tensas como arcos de guerra y empapadas en agua para evitar que se rompieran. Comprobó con los dedos callosos la resistencia de las juntas y de los nudos y, cuando estuvo seguro de que el esfuerzo y el peso estaban equilibrados, cruzó una mirada con el escultor Pietro da Campione.

Había reconocido su voz y lo observó mientras sujetaba el último peldaño. El viento le alborotó el cabello, la expresión habitualmente alegre estaba alterada por una tensión en los labios y por un velo de aprensión que le cubrió los ojos.

—Sujétalo bien y levanta un pie cada vez —le sugirió—. Pero tranquilo, aquí arriba tendrás mucho espacio para trabajar.

Alberto ajustó primero una guía y luego ofreció la mano al amigo. Cuando lo atrajo hacia sí, Pietro tomó impulso y aterrizó frente a él jadeante.

—Por el alma de diez pecadores, me siento morir —murmuró.

—Debe de ser el vértigo —sugirió Alberto acertadamente.

—Tal vez —respondió el otro—. Por suerte, me acostumbro enseguida.

—¿Maestro Giorgio todavía no se atreve? —preguntó Alberto, refiriéndose al escultor de la estatua suspendida en el vacío.

—Aquí arriba no sube ni muerto —confirmó Pietro.

Alberto le concedió unos instantes para admirar las inmensas ventanas del ábside todavía sin vidrieras, que desde abajo daban una impresión de esbelta fragilidad, pero que desde cerca parecían encajes; los contrafuertes, resistentes y bien construidos, y los arcos apuntados que, despojados de la pesadez de la piedra, creaban en el espectador la ilusión de poder abandonar escaleras y asideros para elevarse con ellos hacia el cielo.

Los trabajadores que habían seguido a Pietro ya lo habían alcanzado; unos lo ayudarían a situar la esta

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos