Las vidas perdidas

Mario Escobar

Fragmento

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Introducción

Cuando escribimos una novela histórica describimos parte de un mundo que ya no existe, que poco a poco ha desaparecido para dejar lugar a otra cosa. Algún día nosotros también seremos historia, sacudidos por el impetuoso viento del tiempo. Las imágenes grabadas en nuestras pupilas, la suma de emociones y las experiencias que todos representamos desaparecerán para siempre. Esa futilidad de la vida nos convierte en gigantes y al mismo tiempo en pigmeos, como si la única forma de seguir existiendo consistiera en encaramarnos a la generación que nos sucederá y susurrarles algunas frases al oído. En el fondo eso es la literatura: el susurro de gente que ya no está. Pero ¿por qué es tan importante y necesario que los libros nos sigan bisbiseando?

Lucien Lazare, un resistente y escritor judío de origen francés, en su magistral libro Le Livre des Justes nos narra cómo la salvación de un bebé en las orillas del río cambió el curso de la historia. El faraón había ordenado el exterminio de todos los hebreos, y una de las pobres madres, que no quería ver morir a su hijo, decidió meterlo en una cesta y depositarla sobre las peligrosas aguas del Nilo. Su destino parecía inevitable, pero aquel día había salido a bañarse la hija del faraón, uno de los mayores genocidas de niños de la historia; la mujer salvó al niño y con aquella hazaña anónima permitió que el futuro legislador y libertador Moisés lograra vivir.

La memoria de la mayoría de los llamados «justos», de los hombres y mujeres no judíos que arriesgaron su vida para salvar a sus vecinos, amigos, compañeros de trabajo o simplemente desconocidos, ha desaparecido en el inevitable fluir del tiempo. Héroes anónimos cuyo único propósito era hacer el bien y actuar según su conciencia. De los algo más de mil «justos» reconocidos por la comunidad internacional en Francia, se calcula que representan como mucho el diez por ciento de todos los que hicieron algo por su prójimo y lo salvaron de una muerte segura. Gracias a estos «justos desconocidos», la mitad de los judíos que había en Francia tras la ocupación no fallecieron. La mayoría de ellos eran niños.

Las vidas perdidas es la historia de un acto heroico sin precedentes en la Europa ocupada por los nazis. Un grupo de instituciones y personas de diferentes ideologías y creencias se unieron para acometer la mayor operación de rescate organizada durante la guerra. El cardenal Gerlier, Charles Lederman, monseñor Salège, el médico Joseph Weill, el pastor protestante Boegner, el padre Chaillet, las trabajadoras sociales Elisabeth Hirsch y Hélène Lévy y Maribel Semprún, entre otros, salvaron a ciento ocho niños del campo de concentración de Vénissieux, a las afueras de Lyon. Esta novela cuenta su experiencia, pero también la de la historiadora francesa Valérie Portheret, que a sus veintitrés años emprendió una emocionante investigación sobre el rescate de los niños de Vénissieux, y la búsqueda, durante más de veinticinco años, de esos niños perdidos, tras descubrir una caja con las fichas de los pequeños y tomar la decisión de devolverles la identidad.

Descubrí la historia de Valérie Portheret cuando investigaba para mi anterior novela La casa de los niños, en un artículo de Le Monde. Desde el primer momento, al igual que Valérie dedicó veinticinco años de su vida en recorrer Europa, Israel y América para restituir la identidad de esos niños, sentí la necesidad de mantener viva esa cadena que es la memoria y que si se rompe nos dejará a todos sin nombre.

En el verano de 2022, mientras paseaba por las calles de Lyon y me acercaba al Centro de Historia de la Resistencia y la Deportación, abierto en la École du service de Santé des armées de Lyon-Bron, antigua sede de la Gestapo y donde el famoso oficial de las SS Klaus Barbie torturó a cientos de personas, me imaginé el miedo y la desesperanza de todos los que lucharon por la libertad en aquellas horas oscuras.

En la cuesta de los Carmelitas, donde ocultaron a los niños, me paré ante la fachada imponente del convento, el mismo lugar en el que los gendarmes franceses esperaban agazapados para asaltar el edificio y capturar a ciento ocho niños inocentes, e intenté visualizar cómo el horror había sido en otro tiempo el amo y señor de esta ciudad de aspecto decadente. Después visité el sitio en el que hace unos años se colocó la placa del campo de Vénissieux, el único vestigio que queda de aquel campo de concentración francés. El tiempo parecía haber borrado las huellas de tanto dolor, todavía hoy, si te concentras un poco, se pueden oír los lloros ahogados de las madres que debían separarse de sus hijos para siempre, los gritos de los niños que con sus manos extendidas veían a sus familias alejarse en la más oscura de las noches del alma. Sirva este libro como homenaje a todos ellos.

Madrid, 15 de septiembre de 2022

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Prólogo

Alba-la-Romaine, 10 de abril de 1942

Rachel llevaba colgado a la espalda el violín; la funda se encontraba desgastada y la piel negra comenzaba a ajarse como las manos de su abuela, a la que no veía desde que tenía poco más de tres años. El instrumento la había acompañado en su largo viaje desde Polonia, Alemania, Bélgica y, más tarde, París. Su casa en Charleroi parecía tan lejana como aquella mañana en la que un oficial belga llamó a su puerta y le dijo a su padre que era mejor que escaparan y lo dejaran todo atrás, antes de que comenzaran las detenciones y deportaciones de judíos a Alemania. Aquel mismo día, Zelman tomó a su exmujer Chaja, a su nueva esposa Fany y a la niña para huir de allí. Lograron subir en el último camión que salía hacia la frontera en dirección a Francia. Después de un largo y tortuoso camino llegaron a París, y aquella ciudad tan hermosa y hostil al mismo tiempo, donde uno se sentía tan insignificante y pequeño, se convirtió en su hogar.

Su padre encontró una pequeña buhardilla y sobrevivieron con su trabajo de peluquero hasta que dieron por perdida la guerra. Escaparon por las abarrotadas carreteras que llevaban hasta el sur, como cientos de miles de franceses; la mayoría de aquellos refugiados se dirigía a Burdeos, pero su familia cambió de rumbo hacia Valence y desde allí llegó a la pequeña y provinciana Alba-la-Romaine. La villa había sido fundada por los romanos y aún presumía del imponente puente sobre el río Escoutay y su teatro romano, uno de los mejor conservados en Francia. Rachel amaba la soledad de las ruinas romanas a las afueras de la ciudad, en especial el teatro, un lugar que había visto tantas alegrías y tristezas a lo largo de los siglos.

Aquella mañana la niña se sentía especialmente triste: unos gendarmes habían ido a primera hora de la mañana a por su padre. Las cosas se habían torcido con rapidez en los últimos meses. Primero le había

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