El hijo del desierto

Antonio Cabanas

Fragmento

 

I

NACIDO DE LAS AGUAS

 

Decían que era hijo del desierto, y que la noche lo había parido en su luna llena, y posiblemente fuera cierto. Era asiduo a las yermas tierras que se extendían, implacables, más allá del fértil valle que un día los dioses milenarios regalaran a su pueblo, y había incluso quien aseguraba que formaba parte de ellas. En no pocas ocasiones juraban haberlo visto vagar allí donde sólo se aventuraban la cobra o el escorpión; una silueta surgida de alguno de los espejismos propios del desierto que le hacía parecer una alimaña, como las que acostumbraban a vivir en tan desolada tierra.

Quizá por eso deshret, la Tierra Roja, nombre con el que los antiguos egipcios denominaban al desierto, lo había prohijado gozoso, aunque muchos aseguraran que era a Set a quien debía semejante naturaleza. Set, el terrible dios del caos, el iracundo señor de las tierras baldías, el hacedor de tormentas, muy bien podría haber sido su progenitor, a pesar de que los dioses no condesciendan, de ordinario, a semejantes parentescos.

Sin embargo, justo era reconocer que en aquel caso el dios podría haberse avenido a hacerlo, pues su ira y espíritu violento habían sido transmitidos generosamente a aquel hombre. Nadie sabía cuál era su nombre, y mucho menos el de sus ascendentes, que parecían tan perdidos como el lugar que le viera nacer, y que él mismo ignoraba. Todos lo conocían como Sejemjet, nombre de faraón de los tiempos antiguos cuya memoria se perdía en los albores de la III dinastía, y de tan rancio abolengo que jamás lo hubiera soñado poseer, aunque no obstante le hiciera justicia, pues significa «de cuerpo poderoso», tal y como él era. Sejemjet; así lo llamaban. Y a él no le importaba.

Sus más de seis pies de altura habían llegado a ser célebres en todo Egipto, así como la leyenda que parecía envolverlo. Seis pies era una estatura enorme para aquel pueblo, y quizá por ello su destacada figura fuera vista con temor entre sus paisanos, o simplemente se debiera a todo lo que de él contaran. Historias inauditas que habían sido exageradas en el transcurso de los años hasta convertirse en hazañas más propias de semidioses que de mortales, o en las acciones más viles. Nada en aquel hombre parecía tener medida y, según aseguraban, su cólera podía llegar a ser tan grande como su compasión, y su espíritu combativo encontrar la quietud entre los palmerales, junto a los lindes del desierto que tanto amaba, mientras Ra-Atum se ponía en el horizonte.

Exageraciones aparte, justo es reconocer que Sejemjet era un hombre de gran fortaleza. Ancho de espaldas y de hombros ciclópeos, su cuerpo bien pudiera haber sido tallado por Niankhptah, el legendario escultor de la V dinastía, que había volcado en él todo su arte creando una obra de armoniosas formas que habían terminado por cobrar vida. Sus poderosos músculos le hacían parecer un tipo nervudo, pues eran fibrosos y resistentes, y estaban acompañados por unos tendones potentes cual resortes de acero, que los unían a un esqueleto duro como el granito rojo de Asuán. Quizá lo único que afeara su figura fuera el compendio de cicatrices que la cubrían de arriba abajo, y que no dejaban de representar sus propias señas de identidad. Aquellas marcas constituían las fronteras de su universo, y encerraban todo lo que la vida le había deparado: dolor, muerte y una lucha encarnizada contra el mundo e incluso contra sí mismo.

En cuanto a las facciones de su rostro, éstas resultaban hermosas y delicadas, impropias de aquella naturaleza, ya que su nariz, fina y bien moldeada, se hacía acompañar por unos labios carnosos y sensuales que escondían una dentadura inusualmente sana. Sin embargo, su poderoso mentón hablaba de su determinación, y sus ojos, oscuros como una noche sin luna, poseían una dureza en la mirada que no se molestaban en ocultar; consecuencia quizá de lo que había sido su vida desde el mismo día en que naciera. Su piel, suave y una vez blanca, se había endurecido y bronceado por los rigores del sol y la intemperie, y su cabeza, siempre tonsurada, era tan proporcionada como todo lo demás. Él mismo se encargaba de afeitarla cada dos días, como si fuera un sacerdote más adscrito a alguno de los templos, aunque se encontrara lejano a ellos. Él no creía en más dios que Set, y su único santuario se hallaba allí donde el hombre no solía aventurarse. En aquellos lugares su espíritu se solazaba, y él mismo trababa amistad con las bestias que los habitaban. Estaba seguro de que le comprendían, y de que sus fieros corazones no eran tan duros como los de los hombres.

La soledad en la que había terminado por instalarse su alma hacíale sentirse desarraigado de cuanto le rodeaba, como si toda su vida pasada no fuera ya más que un sueño del que quisiera despertar. Un vacío que había ido aumentando con el paso de los años, y que ahora estaba convencido de que acabaría por devorarle. Las sombras se cernían sobre él como si fuera un penitente perdido en el oscuro interior del sanctasanctórum de alguno de sus milenarios templos abrumado por la visión de aquel sueño que siempre le acompañaría.

Sin embargo, en su desesperanza, justo era reconocer que toda su vida había sido un milagro, y que los dioses de los que abominaba se habían apiadado de él para darle la oportunidad de vivir aquel sueño, aunque fuese con sufrimiento. Muchos eran los que aseguraban que sólo así podía haber sobrevivido a cuanto le había acontecido, a pesar de que él se rebelara ante el hecho de aceptarlo.

Indudablemente, algo de razón había en todo ello. Alguien cuyo poder se encontraba por encima del de los hombres parecía haberlo tutelado desde el mismo día en que naciera, dejando su sello impreso en su piel para siempre. Una marca indeleble que, en forma de luna llena sobre un creciente lunar, adornaba su omóplato derecho para hacerle parecer un heraldo de Iah. Aunque ya se hablara de esta divinidad en los Textos de las Pirámides, los milenios hicieron que se le acabara identificando con Jonsu, y sobre todo con Thot, con quien llegó a estar íntimamente ligada hasta el punto de confundirlos.

No dejaba de resultar sorprendente que Thot, el dios de la magia y la sabiduría, hubiera podido grabar aquel lunar en el cuerpo de un hombre cuya naturaleza se encontraba más cercana a la confusión que al conocimiento, y no obstante así lo aseguraban cuantos le conocían. Aquel extraño lunar parecía ser el origen del misterio que acompañaría a su enigmática figura durante toda la vida.

Sin embargo, Sejemjet no parecía ser consciente de ello. Para él, Set representaba la fuerza, el ingenio, el poder protector, la rabia, la venganza... ¿Acaso no simbolizaba, junto con su sobrino Horus, a las divinidades de la realeza? Él ató la planta del loto, símbolo del sur, a la del papiro, el emblema del norte, en la ceremonia del Sema-Tawi, la unión de las Dos Tierras, el Alto y Bajo Egipto, a fin de que la unidad del país resultara inquebrantable. Sin Set, Egipto no tenía sentido, pues incluso las fuerzas benéficas necesitan del desorden para poder existir.

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