Alarico. El rey de los godos

Blas Alascio

Fragmento

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1

Dos traiciones y una derrota

Ctesifonte, capital del Imperio persa,

año 363 d. C.

La sangre le fluía del pecho a borbotones. La lanza le había entrado por la parte derecha de la espalda y le había atravesado la coraza de cuero por ambos lados. El autor de la lanzada, que se encontraba detrás del caballo del emperador Juliano, era el soldado más fornido de su guardia personal y había acompañado la embestida con su propio cuerpo para que el impacto de la afilada punta resultara más violento. Flanqueando al emperador se hallaban, también a caballo, el filósofo y militar Marco Probo, su ayudante y amigo, y el oficial godo Sáfrax, jefe de su guardia personal. No habían tenido tiempo de reaccionar. El colosal soldado seguía aferrado al extremo del venablo, lo agitaba en las entrañas de su víctima e impedía que esta cayese de bruces de su montura.

—¡En el nombre de Cristo —gritaba—, muere, Satanás! ¡Muere, apóstata!

Mientras Juliano caía del caballo, tratando inútilmente de extraerse la lanza, Marco Probo lo sujetaba con dificultad. El emperador vomitaba sangre y notó que la vida se le escapaba.

—¡Venciste, Galileo! —alcanzó a decir, en referencia a Jesucristo.

Sáfrax, de un espadazo en el cuello, acabó con el homicida, que solo con su muerte dejó de agitar la lanza.

Al fondo, Ctesifonte, la capital del Imperio persa en guerra abierta con Roma, parecía envuelta en un aura de tranquilidad, ajena a los trágicos hechos que se vivían en la retaguardia del ejército romano. Las tropas persas, en silencio, esperaban la orden de atacar a las legiones.

El médico del emperador ordenó que no se extrajese la lanza para impedir que la hemorragia fuera mortal. Un carpintero la serró para que a Juliano le resultara lo menos dolorosa posible, y cuatro legionarios portaron al herido en andas hasta la tienda imperial. La brutal acción de aquel fanático se había producido antes de entrar en combate. Mientras caminaba junto al emperador, Marco Probo rememoró los momentos de gloria pasados durante los últimos años, desde que en el año 360 Juliano fue aclamado emperador augusto[1] en Lutecia Parisiorum[2] por los comandantes de su ejército, paseándolo sobre un escudo a la manera de los bárbaros, hasta la victoria casi definitiva del mes anterior sobre las tropas persas del rey de reyes Sapor II.

La situación daría un vuelco en Ctesifonte tras ese inesperado atentado. El joven Juliano había demostrado ser un gran estratega militar, y sus generales lo admiraban no solo como jefe, sino también como hombre. Para el choque definitivo contra Sapor II, Juliano había preparado una estrategia de tenaza. Mientras las tropas persas se enfrentaban al primer cuerpo del ejército imperial, el segundo cuerpo, dirigido por el general Procopio, su primo materno, atacaría la retaguardia del enemigo con el objetivo de sorprenderlo y capturar al rey persa.

El segundo ejército aún no había aparecido cuando las tropas persas atacaron. El choque fue muy violento. Ambas partes se enfrentaban sin que ninguna lograse dominar. Luchaban obstaculizados por los cuerpos de los muertos y los heridos que enfangaban con su sangre la tierra reseca.

Juliano agonizaba en la tienda imperial rodeado por Marco Probo y los viejos filósofos Prisco del Epiro y Máximo de Éfeso, que lo acompañaban desde que, ocho años atrás, el emperador Constancio II lo nombró césar de las Galias. El médico taponó las heridas y, tras manifestar su impotencia, añadió que la providencia se encargaría de decidir la suerte del emperador. El ruido sordo del combate llegaba hasta el interior de la tienda y hacía que el Apóstata se agitase en su lecho.

—¿Ha llegado el general Procopio? —preguntó Juliano con la voz rota.

—No han sonado sus cornua de combate —dijo Marco Probo.

—Sin el segundo ejército estamos perdidos —balbuceó el emperador, que, falto ya de aliento, hacía un gran esfuerzo cada vez que pronunciaba una frase.

—El ejército imperial es invencible —lo animó Prisco del Epiro— y derrotará a las tropas de Sapor otra vez.

—Mis hombres no deben saber que estoy herido.

—No lo descubrirán hasta que el combate haya acabado. —Máximo de Éfeso intentó con estas palabras tranquilizar a un Juliano que se apagaba por momentos.

—¡Maldito Procopio! ¡Maldito Procopio! —se lamentaba Marco Probo—. Nunca debiste fiarte de tu primo, emperador. ¿Cómo es posible que no se encuentre en el lugar asignado?

El emperador parecía dormido cuando una convulsión lo estremeció. Aquella tos breve y seca presagiaba lo peor. Juliano, que se consideraba filósofo antes que militar o emperador, pidió a Prisco del Epiro que le leyese algo de su admirado Plotino, el sabio neoplatónico.

—«Permitámonos ascender al bien que toda alma desea y en el que solo puede encontrarse el reposo perfecto».

Juliano le ordenó silencio con un gesto. Intuía que estas serían sus últimas palabras:

—Todos mis pensamientos se me vienen encima a un tiempo cerrándome la boca y sin dejar salir uno a otro. Durante mi reinado he luchado por mantener la diversidad de cada lugar del imperio. —Necesitaba tomar aire a cada momento—. Todos tienen derecho a adorar a su dios de la manera que lo hicieron sus padres y sus abuelos… Los galileos se empeñan en prohibir esa diversidad…, quieren una estéril uniformidad que acabará con la integridad de Roma… Voy a morir y no he designado sucesor… Cuidad de que el nuevo emperador no sea un cristiano. Comunicad a los generales que deben elegir al prefecto del pretorio,[3] mi buen amigo Salustio. Mi última voluntad es…

Y calló. Marco Probo le cerró los ojos. La muerte de aquel hombre significaba enterrar el proyecto de regenerar el orbe romano. Habían transcurrido cincuenta años desde que Constantino el Grande, el abuelo paterno del Apóstata, hizo del cristianismo su credo personal y lo impuso como religión de la corte. Juliano fue el primer emperador que se apartó de manera pública de la nueva fe.

Marco Probo se paseaba, presa de una gran excitación, de un lado a otro de la tienda imperial. Prisco del Epiro y Máximo de Éfeso trataban de tranquilizarlo.

—Nada se puede hacer —intentó consolarlo Prisco—. Ha muerto un gran hombre y el mejor emperador desde Marco Aurelio. El trono imperial de Roma nunca más será ocupado por un filósofo.

A pesar de que no quiso darse a conocer la muerte de Juliano mientras durara la batalla, los oficiales y los soldados que habían visto que la lanza atravesaba el pecho del emperador fueron difundiendo la noticia de su posible muerte entre los legionarios. Esto, unido a la ausencia del segundo ejército del general Procopio, hizo que las tropas en combate perdieran la fe en la victoria. De hecho, cuando un soldado gritó «¡El emperador ha muerto!», las legiones imperiales huyeron en desbandada. Fue la primera y única derrota del ejército de Juliano, al que llamaban el Nuevo Alejandro. Como el rey macedonio, había muerto a los treinta y tres años y no pudo completar su proyecto de regenerar el imperio estableciendo la libertad religiosa y reponiendo el culto a los dioses de la tradición romana.

La debacle fue total. El general Valenti

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