La serpiente sin ojos (Trilogía sobre la conquista del Nuevo Mundo 3)

William Ospina

Fragmento

Nacieron para alimentar a los pájaros de otro mundo. Nadie viajó tan lejos para encontrar su propia tumba. Buscando el oro de los alquimistas hallaron en su camino los reinos del Sol. De grutas de esmeraldas vieron volar escarabajos rituales, iguanas detenidas en los árboles batían ante ellos colas como látigos, ciénagas verdes de limo abrían de repente hileras de colmillos. Tuvieron que encontrar palabras nuevas para nombrar el mar, el río y el desierto, porque otra ballena marina les mostró sus ballenas, otra serpiente sucia de desastres los llevó bajo interminables días de lluvia, y otros arenales los fueron secando hasta que al fi nal no eran más que esqueletos con ojos, rezando en latín a cielos pedregosos.

Buscando sus miedos de fábula, sólo sabían hallar en la selva las bestias que traían en sus entrañas. Reconocieron su propia inclemencia en los jaguares, su hambre en el aliento dulzón de los güíos, su envidia en la azorada rivalidad de los pájaros. Y fueron como inventos de su fi ebre las torres babilónicas de las termitas, los ejércitos de arrieras embanderadas de verde que devoran en horas un árbol, las diosas bestiales que amamantan sus crías entre las raíces del mangle.

No sabían que las armas más poderosas que les había dado su Dios no eran los caballos obedientes ni los perros fornidos y sanguinarios ni los cañones que escupen el trueno, sino sus propios estornudos esparciendo la gripa y sus abrazos enfermos que hacían despertar en llagas a los cuerpos desnudos. Mucho antes de su llegada a las aldeas ya la pulmonía que trajeron había arrasado provincias enteras y la viruela negra volvía podredumbre viviente los cuerpos de los indios. Por eso su llegada fue vista con terror antes de que se conocieran sus intenciones, antes que la maldad de las almas confi rmara la pestilencia de los cuerpos.

Venían buscando la vida desde aldeas hambrientas, humilladas por la guerra y la peste, pero depositaron los huevos del infi erno en las fl ores paganas del paraíso.

Creían buscar el futuro, pero traían las almas llenas de brujas y de duendes; buscaban en estos mares sus viejas y gordas sirenas; debajo de los yarumos color ceniza, rijosas colinas de sátiros; buscaban duendes torvos y amazonas mortales, y en todo veían al viejo demonio baboso que les había enfermado la vida en sus aldeas de piedra, que enroscaba su cola en los campanarios, que rayaba en la noche los muros con uñas de barro, que se montaba a medianoche en el vientre de las vírgenes y que infestaba de pedos repugnantes las iglesias saturadas de incienso.

Pensaban mal y veían mal y olían peor; perdieron un mundo para el mundo y ganaron un mundo para su rey y su Dios, pero entre ellos muy pocos habían sido hechos para triunfar. Detrás de los jefes arrogantes y oprobiosos, que se forraron de oro, venía una tropa temeraria y brutal que perdió en estos mares el cuerpo y el alma.

En la cresta de la ola estaban los virreyes y los gobernadores, los funcionarios y los encomenderos, pero debajo se agitaba un oleaje de descontentos y de resentidos que no serían nunca dueños de los grandes tesoros; hombres más duros y audaces incluso que sus jefes, autorizados a todo por la ceguera de los clérigos, por la arbitrariedad de los ofi ciales y por la negligencia de la corona.

Los que maceraron como barro la carnaza de los nativos para alimentar perros y sueños, los que recibieron por igual los fl echazos de los indios y el desprecio de los ricos, el beso de las mandíbulas del caimán y la caricia del frío de los calabozos, la música dura de las órdenes incesantes y el rastro de los gusanos en la piel ulcerada.

Sin entender jamás estos reinos, vinieron a engendrar en su arcilla una humanidad perpleja que no puede creer en Dios pero lo necesita, que no consigue creer en la Ley pero no puede vivir sin invocarla, que no consigue amar el mundo en que nació porque la herencia venía profanada y calumniada, porque el tesoro estaba saturado de maldiciones.

A ti te invoco, sangre que se bebió la selva, para que alguna vez en el tiempo podamos domesticar estos demonios: la lengua arrogante de los vencedores, la ley proclamada para enmascarar la rapiña, la extraña religión que siente odio y pavor por la tierra, y ese poder tachonado de símbolos, el espejo que no nos refl eja. ¿Quién nos dirá si lograremos un día que esta lengua soberbia de procónsules, estos estrados de balanzas irónicas, este impalpable dios de otro mundo y este secreto manantial de la fuerza se parezcan un poco a nosotros?

DETRÁS DE LAS SELVAS CERRADAS

Detrás de las selvas cerradas había un reino de agua. El perro del capitán lo olfateó primero: ladró de gozo entre los árboles llenos de líquenes, fue detrás de su amo hasta la última loma, y después corrió alrededor de él pendiente abajo, haciendo rebrillar al sol su collar de oro macizo.

Era un alano fuerte de pelaje dorado, el hocico era negro, tenía manchas oscuras alrededor de los ojos.

El rubio Blas de Atienza y Sebastián Moyano y Pizarro el porquero eran visibles atrás porque llevaban todavía sus morriones con plumas, mientras los otros soldados en andrajos y centenares de indios desnudos avanzaban más lentos, llevando las mulas con fardos y los largos pendones del emperador y de Santa María la Antigua ya enarbolados en sus astas.

Habían librado un combate dos días atrás por las tierras de Chiapes, el sueño no había cerrado sus ojos desde entonces, y venían agobiados en los petos de acero por el calor y por la humedad. Después de avizorar desde lo alto la llanura resplandeciente, tres grupos salieron a buscar un camino hacia el agua y ahora estaban llegando.

Era verdad lo que les había dicho el indio: detrás de las selvas cerradas estaba escondido otro mar. Balboa se dijo en los montes que una hormiga puede esconderse, que una rana venenosa puede agazaparse en las hojas grandes, que un riachuelo puede ocultarse corriendo entre las piedras manchadas, pero era inaudito que todo un océano hubiera permanecido oculto desde siempre, agua del diluvio empozada en un cántaro nutriéndose de rayos y tormentas.

Un indio con cara de luna negra le dijo que aquel mar había brotado de una calabaza gigante; otro, que había caído a chorros de las hojas del cielo, y los guerreros heridos de Chiapes veían en las estrellas los ojos de oscuros cangrejos.

Era como un milagro sobre las selvas negras ver en el cielo luminoso el remolino de los alcatraces.

Blas recordaría siempre esas horas, cuando el mar no era visible pero ya se sentía su olor en el viento. Y el descenso a zancadas, y la carrera por la playa increíble, porque él fue el segundo en entrar en el agua espumosa. Vio a Balboa cantando el Te Deum laudamos, gritando su proclama y sus rezos, clavando una vez y otra vez la bandera en el lecho de arena y de espuma, y mirando, sin poderlo creer todavía, el mar gris, el mar ilimitado, el mar salvaje que se extendía ante ellos y que ningún hombre de su tierra había contemplado jamás.

Después vio a los soldados que mostraban al mar como rezo y conjuro el estandarte con los dos ángeles, la Virgen y el niño, la rosa y el jilguero. Vio cómo cuartelaban con la mano derecha la espuma, alzaban en la playa pirámides de piedras y a golpes de daga herían con frases latinas el tronco de los árboles.

Era un muchacho rubio y ávido, de ojos grandes y grises y manos rapaces, nacido veintitrés años atrás en la Villa de Atienza, y había llegado a las Indias en una de las cuatro carabelas de Ojeda. En su navegación desde el puerto de Cádiz no dejó de sorprenderse un solo día, porque había pasado la infancia en aldeas polvorientas y el exceso de agua le llenaba de un miedo alegre los pulmones.

Vivir la soledad de lo desconocido era ya una experiencia agobiante, pero además estaban los vientos, lamentos lóbregos que arreciaban de noche, el grito sonámbulo de algún marinero en la oquedad de las bodegas, el lento horizonte que asciende y desciende sin tregua. Y el mareo de los primeros días, el olor del vómito sobre la borda, los humores de los soldados durmiendo en montón en el vientre del barco, un miedo impreciso que es casi la certeza de que no regresaremos jamás.

También a lo imprevisto se acostumbran los cuerpos, y Blas de Atienza no llegó a preguntarse si le gustaba o no la aventura, porque después del vértigo y de la tormenta, de fuegos fatuos lloviendo sobre los mástiles que crujen, de la fosforescencia de las lanzas en la noche de grandes estrellas, del arco rojo de los peces que astillan el agua y de la cabellera de pesadilla de los sargazos que hacen pensar que el barco navega sobre llanuras vegetales, la llegada al puerto había sido como entrar en una taberna llena de riñas y gritos, y la noticia de un mar desconocido llenó todo el espacio de su mente.

Con la noticia del mar apenas descubierto, la corona se animó a fletar por fin una expedición de conquista; obispos predicaron en España que un mundo lleno de riquezas estaba esperando en las Indias y que el tesoro real pagaría los gastos del viaje, y de toda la península acudieron hidalgos y labriegos, lo mismo que artesanos de variados oficios.

Después de vender aprisa tierras y haciendas, las herencias, las rentas, dos mil doscientos hombres se embarcaron en cincuenta navíos cargados también de caballos ariscos y vacas apacibles, de perros ofensivos al oído y cerdos engendrados para el cuchillo, de gansos estridentes y gallinas sonámbulas.

Venían muchos jóvenes de estirpe guerrera, como el bullicioso Miguel Díez de Aux, el memorioso Bernal Díaz del Castillo, el último que queda vivo de cuantos vieron al emperador Moctezuma, y el paje de la corte Gonzalo Fernández de Oviedo, que todo lo veía y todo lo nombraba, aventureros que envejecerían después en el Nuevo Mundo. Y todos navegaban bajo el mando de un varón descomunal, Pedro Arias de Ávila, una cabeza más alto que el más alto de sus hombres, quien sabía que sería muy difícil encontrar por los caminos un ataúd de su talla y viajaba siempre con su propio féretro de lujo, en el que cada noche dormía para irse acostumbrando a la muerte.

Este Pedrarias

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