La pirámide blanca

Nacho Ares

Fragmento

piramideepub-2

1

Necrópolis de Ineb-Hedy,

la pirámide brillante[1] (2589 a. C.)

No podemos retroceder. Sería más arriesgado que avanzar. Hemos dado nuestra palabra de que lo haríamos hoy. Es nuestra última oportunidad. Por lo tanto, debemos ir con determinación, sin titubeos.

La voz de Hapi, firme y decidida, sonó como un estruendo en mitad de la calurosa noche estival.

Durante las últimas semanas, los cinco ladrones habían repetido en varias ocasiones la visita furtiva a la pirámide para ir abriendo un paso seguro por el que llegar a la cámara funeraria del faraón. Conocían el interior, y en la galería de acceso, con tesón y paciencia, habían conseguido demoler el duro granito que impedía continuar hacia las partes más sagradas de la construcción. Y esa noche, por fin, sus sueños se verían cumplidos.

La pirámide de Esnofru era una enorme mole de piedra levanta­da en mitad del desierto. A su alrededor podían verse las casas de los obreros que trabajaban en su mantenimiento y de los sacerdotes encargados de los ritos diarios que, desde el enterramiento, debían llevarse a cabo para garantizar la vida eterna del soberano. Aquella escalera hacia el cielo era un remedo de la montaña primigenia de la que surgió la vida y en ella el monarca la recuperaría para toda la eternidad.

El enorme edificio contaba con una única entrada situada en el lado norte y sus cuatro caras estaban cubiertas de piedra blanca. Durante el día era una estrella sobre el desierto. Pero en una noche oscura como aquélla se confundía con el entorno convirtiéndose en una construcción fantasmal entre la arena.

El silencio lo cubría todo. Acostumbrados al ajetreo y el bullicio diario en los templos cercanos, el ir y venir continuo de sacerdotes, cantoras del dios y oficiales de la administración, aquel ambiente falto de ruidos los sobrecogió.

Hapi aprovechó esa circunstancia para llegar hasta el sepulcro sin ser visto. Como el resto de sus acompañantes, apenas tenía una veintena de años. Cuantos conformaban el grupo trabajaban en el templo vinculado a la pirámide o en los talleres de los artesanos que suministraban productos para el culto. Su relación con el lugar había sido muy estrecha desde que se decidió levantar allí una pirámide para el soberano.

Pero el trabajo era muy duro y con él apenas si conseguían lo mínimo para subsistir. Muchos compañeros preferían esperar un momento de suerte, prepararse para convertirse en sacerdotes y con ello vivir plácidamente de las ofrendas de los habitantes de la ciudad durante el resto de sus días. Sin embargo, la vida había curtido a Hapi y su grupo. La existencia de un habitante de la tierra de Kemet[2] era breve, y se habían propuesto disfrutarla con intensidad.

Durante unos instantes, Hapi recordó las penalidades sufridas durante su infancia y su juventud, que hacía poco había dejado atrás. Perdió a sus padres por una plaga de peste cuando no había cumplido aún cuatro años. Creció con la familia de su tío, en un hogar en el que nunca se sintió querido, lo que despertó en él un espíritu observador y rebelde al mismo tiempo. Sabía que la vida podía brindarle más, y era consciente de que si él no buscaba sus propias oportunidades nadie iba a ofrecérselas. Por eso aprendió a servir en el templo, fue un alumno aventajado entre los maestros de obras y, finalmente, se convirtió en uno de los saqueadores más esquivos de la necrópolis.

El joven Hapi se había propuesto alcanzar sus objetivos acortando el camino para empezar a disfrutar cuanto antes de una existencia holgada.

Todos, de una manera u otra, se encontraban en la misma situación. Procedían de familias muy humildes. Podrían haberse conformado con el escalafón social que habían alcanzado en el templo, pero querían más. Buscaban prosperar, y eso les daba fuerzas para justificar sus acciones, pensando que esa ambición era un sentimiento lícito. Al menos ellos no engañaban a nadie como hacían los miembros más elevados del clero, quienes robaban a manos llenas de las ofrendas que los ciudadanos, incluso los más pobres, presentaban en el templo de Ineb-Hedy con la esperanza de que los dioses les fueran favorables.

Pero para lograr el éxito antes debían sobrevivir a muchos contratiempos. Y ése era quizá uno de los más delicados pues se trataba de una operación muy peligrosa. No obstante, la avaricia había tentado a esos jóvenes hasta extremos insospechados. Realmente, aquel trabajo era un encargo. Nadie sabía quién estaba en la sombra, aunque no les importaba. Por lo que Hapi había contado a sus compañeros, debía de ser alguien muy importante, a buen seguro un cargo elevado de uno de los templos con quien el faraón fallecido no mantuvo una buena relación. No era más que una venganza de la que ellos saldrían beneficiados. Se les había dicho que podrían quedarse con cuanto sacaran en sus bolsas de aquella rapiña. Lo repartirían a partes iguales, y a eso habría que sumar la recompensa que les entregaría el misterioso personaje que les había hecho el encargo a través del líder del grupo. El propio solicitante se ocuparía de que la seguridad fuera laxa para que trabajaran sin problemas.

Sólo con los tesoros conseguidos esa noche podrían vivir de forma holgada el resto de sus vidas. Y esperaban que fueran largas y confortables. Si a eso añadían el premio que recibirían una vez cumplido el acuerdo, mejor que mejor. Todo eran buenos augurios.

La oscuridad les impedía ver a qué altura de la enorme pared inclinada que tenían frente a ellos se encontraba la puerta. Los sillares del lado septentrional estaban pulidos como espejos de bronce. Eran de un blanco extraordinario, por lo que deberían trepar con sumo cuidado para no ser vistos.

Una vez más, su ascenso no sería una tarea sencilla. Aun así, lo habían hecho en las últimas semanas varias veces y los cinco jóvenes no tendrían por qué tener problemas en esa ocasión. Si habían conseguido entrar y salir en ese tiempo sin ser advertidos por la guardia, entonces tampoco debían ser descubiertos ahora.

—¿Estáis preparados? —preguntó el cabecilla con voz enérgica mientras apretaba los puños.

Los otros cuatro ladrones se miraron con decisión, refrendando el ánimo con un leve movimiento de cabeza.

Hapi fue el primero en subir. Él era el contacto del misterioso personaje que se encontraba detrás de todo. Había trabajado en la construcción de la pirámide y conocía muchos detalles de su estructura interna. Por eso se decidió que era la persona idónea para liderar el grupo. Eran muy buenos argumentos para convertirlo en el jefe de la banda.

pirámide

Su delgado cuerpo le permitió ascender por los primeros sillares con la velocidad y la agilidad de un reptil. Aferrándose a los salientes de los bloques, cuando estuvo a una altura de 10 codos[3] se detuvo, miró hacia abajo e hizo una señal a sus compañeros para que lo siguieran.

Los otros imitaron sus pasos, repitiendo con calculada precisión cada uno de los movimientos que Hapi hacía con pies y manos sobre las aristas de caliza. Recién pulida, la piedra mantenía sobre su superficie una finísima capa de polvo blanco que difi

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