La cortesana de León

Francisco Sempere

Fragmento

Capítulo 1

1

Primeros días del año 1100, Sahagún

La respiración entrecortada de Lisarda se confundía con la de Jimena. Ambas eran conscientes de que no podían, por nada del mundo, permitirse elevar la voz. Lisarda estaba situada detrás de la mayor de las primas y, mientras tiraba con fuerza de su larga melena y le hacía sentir la punta de su afilada daga en el cuello, le susurraba al oído lo que haría con ellas si osaban volver a desafiarla. La joven contaba con dieciocho inviernos y empezaba a ser una mujer de mediana edad. Ostentaba la jerarquía máxima en aquel lugar. Se la había ganado con la ayuda del hiriente metal de su daga, de manera que la que se atreviese a disputarle el puesto tendría que manejar el puñal con mucha destreza. Del sitio que se había ganado solo saldría con los pies por delante, así que a quien tuviese en mente arremeter contra ella más le valdría cavar dos tumbas.

Los pasillos del castillo eran fríos y oscuros, en el rellano frente a la puerta de la gran alcoba apenas se podía vislumbrar nada, pero esto no suponía un obstáculo para las jóvenes que rivalizaban por visitar aquella cama; conocían cada rincón de la torre como la palma de la mano. La estancia era estrecha y había sido construida con grandes sillares rectangulares entre los que se abrían pequeñas ventanas, que formaban corrientes de un aire tan helado que las cortesanas, mientras esperaban su turno, dejaban de sentir la nariz y las mejillas, que era lo único que el capuchón de sus sayos no cubría.

Lisarda estaba impaciente por deslizarse en el jergón que había al otro lado de la puerta que tenía frente a ella, pero esta permanecía cerrada con llave. Por debajo se veía con nitidez el movimiento de la luz que emitían las poderosas llamas de las dos chimeneas de la alcoba. La oscuridad del rellano que daba paso al dormitorio no era casual: ayudaba a que las cortesanas aguardasen con discreción. Sabía que si conseguía entrar allí ganaría unas cuantas monedas de plata, y en este momento no tenía otra cosa en la mente: deseaba que se abriera la puerta de madera maciza más que nada en el mundo.

La corte seguía de luto. El ambiente que se respiraba en el monasterio de Sahagún era tan gélido como el viento inclemente que barría los campos próximos a la ciudad. El día había estado plagado de actos solemnes, era el momento de aceptar algo que nadie parecía tener el valor de asumir: hacía dos meses y una semana que la reina había muerto. Los restos mortales de la monarca llevaban un mes en el monasterio, embalsamados en un ataúd de plomo soldado, esperando para recibir sepultura en el lugar donde reposarían eternamente.

El burgo de Sahagún se había convertido en un hervidero de gente a pesar del frío y las constantes nevadas. A los habituales peregrinos y miembros de la corte había que añadir los nobles y religiosos llegados desde todos los rincones del reino para las exequias. No acudir a un acto de esta importancia podía ser tenido por una falta de consideración hacia la corona con consecuencias difíciles de predecir, motivo por el cual los más poderosos linajes de la Hispania cristiana estaban representados allí.

El rey había llegado a la villa leonesa una semana antes, procedente de Santiago de Compostela, pero hasta este día, con las primeras luces del alba, su majestad no había tenido a bien reunirse con la plana mayor de la Iglesia para hacer una formidable donación al monasterio donde reposarían los restos de su esposa.

A última hora de la mañana se había oficiado la primera gran misa por el alma de la reina, después de infinidad de sencillos oficios celebrados casi en la intimidad durante los últimos dos meses. La ceremonia estaba preparada desde hacía cuatro semanas, durante las cuales las habladurías y chismorreos habían recorrido sin cesar los pasillos de palacio. Llegó a dudarse incluso de que el rey volviera a Sahagún para honrar la memoria de su difunta esposa.

Cuando llegó la hora de la cena la curia seguía reunida, pero las plegarias por el alma de la reina se habían detenido: era el momento de despachar los asuntos concernientes a las dádivas reales. La noche prometía ser larga: en cuanto terminasen de aclarar los repartos de las donaciones comenzarían de nuevo los salmos hasta que las primeras luces del alba los hiciesen enlazar con los maitines. La abadía de Sahagún seguía la estricta regla cluniacense, impuesta por la antigua reina Constanza de Borgoña, y no se escatimaría en oficios religiosos por el eterno descanso del alma de la difunta.

Para la inhumación del cadáver de la reina el abad había dispuesto un lugar preeminente en la cripta: su cuerpo descansaría junto al crucero, entre los restos de las dos primeras esposas del monarca. Esta situación en el templo conferiría al alma de doña Berta un gran auxilio para el perdón de las faltas que hubiera podido cometer en su vida terrenal. Enterrar su cuerpo en tan sacro lugar evitaría con seguridad que ardiera en los fuegos del averno; su alma iría directa al cielo o, en todo caso, al purgatorio hasta expiar sus pecados.

De hecho, era costumbre que los nobles del reino dejasen buena parte de su patrimonio en favor de la Iglesia a cambio de ser enterrados lo más cerca posible del crucero de los templos. La abadía de Sahagún era sin duda la más importante del reino de León, por lo que descansar eternamente bajo su crucero era algo que ansiaban todos los cristianos que habitaban estas tierras. De modo que, al ordenar la inhumación de la reina en este lugar, el abad de Sahagún demostraba al monarca su respeto y su adhesión a la corona.

Los prelados se aseguraron de que el rey estuviese al tanto del lugar que tenían reservado para el eterno descanso del cadáver de su esposa antes de que se realizaran las donaciones. Todos los detalles eran importantes para animar la merced del monarca, que beneficiaría no solo a la abadía de Sahagún, sino que también supondría suculentas aportaciones al resto de las diócesis y congregaciones religiosas que se habían unido al rezo por el alma de la difunta reina.

Las negociaciones para el reparto de las dádivas reales eran duras y no estaban exentas de acusaciones entre los religiosos allí reunidos. Las diócesis más influyentes pretendían sacar tajada argumentando las enormes cargas financieras que soportaban para poder sufragar las obras que estaban acometiendo en sus templos. Pero eran conscientes de que les sería difícil salirse con la suya; ante ellos se interponía un poder que no podían comprar ni eliminar, un poder tan inmenso que ni los mismos obispos podían soslayar: la hermana del rey, la infanta Urraca de Zamora.

Doña Urraca presidía el encuentro y vigilaba que los poderosos obispos de Santiago de Compostela y León no dejasen para las demás diócesis y abadías las migajas del reparto. La infanta era parte en el asunto que allí se negociaba; aun así, su integridad era tal que no permitiría un atisbo de parcialidad en sus decisiones. Su situación era parecida a la que sufrían las diócesis del cami

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