La última Sultana

Andrea D. Morales

Fragmento

Prólogo

Prólogo

A mi muy querido hijo Ahmed.

Tú eres el único destinatario de las palabras que aquí quedan recogidas. Si estás leyendo esto es que has cumplido quince años y yo ya no estoy a tu lado para verlo. Tal y como sospecho en estos momentos, habré fallecido.

En estas páginas se narra la historia de la que fue la última sultana de la dinastía nazarí, la última de la Alhambra, la última de las muchas que me precedieron y que habitaron tras las ricas celosías. Quizá encuentres más tragedia que dicha, aunque no es mi intención apenarte con estas memorias. Temo olvidar lo padecido y, por encima de ello, lo que verdaderamente temo es que tú me olvides. De la Historia se ocuparán otros, los que vengan después de mí y después de tu honorable padre. No me preocupa ser una incógnita mañana, me preocupa morir y ser una extraña para ti, que no conozcas quién fui y tampoco quién soy. A día de hoy todavía me observas con esa mirada indescifrable de quien ve y no reconoce. A veces ni siquiera respondes a tu nombre.

Debí haber empezado a escribir hace siete años y no ahora, con las prisas que me sacuden por culpa del aliento de la muerte, que me mordisquea la nuca. Pero nunca encontraba el momento para sentarme a hacerlo; la enfermedad ha tenido que postrarme en la cama para que me decidiera a ello. Es irónico que sea el descontar del tiempo lo que me ha empujado, porque siempre albergué la esperanza de descubrirte la verdad yo misma, de pronunciarla con estos labios ajados. Hace siete años aún me quedaba mucho por aprender, mucho por vivir. Estaba muy ocupada llorándote. Ese fue el precio que tuve que pagar. No lo hice gustosa, pero lo hice, pues es bien sabido que el gobierno exige sacrificios. Para acceder al trono no has de poseerlo todo, has de haberlo perdido todo. Es la pérdida lo que más conozco y la que más sufrí fue la tuya. Descuida, hijo mío, no busco tu perdón. El perdón es un privilegio que escasea y has de concedérselo a tu padre, no a mí. Yo estoy libre de falta. Solo espero que estos dolores me den tregua y que Allah me dispense un par de días para terminar la tarea que tengo entre manos. En caso de que quede inconclusa, habré marchado habiéndote fallado una vez más. Allah no lo quiera.

Mientras escribo esto te oigo jugar en el exterior. Tu risa me llega a través de las ventanas, se cuela en mi estancia como el aire fresco y revitalizante de la mañana. Tu padre me mira con el entrecejo fruncido y una mueca de preocupación. No se aparta de mi lecho. Te confiaré un secreto. A veces creo que no es una enfermedad lo que me aqueja, sino un veneno que me consume por dentro y que no sé cuándo he ingerido, pero sí quién me lo ha suministrado, aquel que un día fue sultán. Me arde en las entrañas.

Obvia esos últimos pensamientos, querido hijo. Desde hace unos días la mente se me nubla, las ideas se me enredan como intrincados brocados. Son los desvaríos de una moribunda. Debe de ser el miedo a la muerte. Sí, debe de ser eso. Acostumbrada al palacio, veo intrigas donde no las hay, porque cuando reparo en las arrugas de tu padre, cada vez de mayor profundidad, vislumbro sus errores. Y en sus errores están los míos. Y en medio de ellos, estás tú, Ahmed, mi luz.

No deseaba extenderme en cavilaciones, tampoco cesar tan seguido en la redacción de estas tristes memorias. Una única página ha devorado la jornada entera de hoy y es que me veo obligada a soltar el cálamo más de lo que me gustaría, porque siento que los dedos se me agarrotan, especialmente cuando sufro una de esas oleadas de dolor que me dejan tan exhausta. Lo estoy volviendo a hacer, escribir sobre nada. Disculpa a tu pobre madre y sus inútiles divagaciones.

¿Por dónde empezar? Por el comienzo, remontándome al origen, a mi nacimiento. Aunque he de serte sincera, querido mío, la vida se inició cuando mi camino y el de tu padre se unieron, y eso sucedió celosía por medio. Para una mujer, el mundo comienza donde acaba la celosía.

Primera parte

Primera parte

Verdad es que el amor es, en sí mismo, un accidente.

IBN HAZM,

El collar de la paloma

Capítulo 1

1

Me llamaron Umm al-Fath, Madre de la Victoria. Nunca un nombre fue tan poco apropiado para una criatura. Cuando nací, la comadrona le dijo a mi madre que carecía de baraka, que la fortuna no estaría de mi parte. Lo vio en mis ojos. Según la qabila, los tenía acuosos como si fuera a romper en un llanto gutural en cualquier momento. Le recomendó un par de remedios; aunque era imposible cambiar la suerte, al menos alejaría las desgracias. Quizá por esa declaración tan agorera fui siempre la favorita de mis padres, angustiados por el futuro.

Algalias. Durante los primeros dos años de crianza, fue mi madre la encargada de beberlo y suministrármelo a través de la lactancia mientras recitaba la sura del elefante. En cuanto se produjo mi destete, me vi en la obligación de cumplir con la desagradable tarea por mí misma. Lo bebía cada mañana bajo la atenta vigilancia de mi progenitora, que no apartaba la vista hasta asegurarse de que no quedaba ni una gota en la jarrita. Su sabor no era precisamente agradable y reconozco que alguna vez intenté engañarla arrojando el preparado por la ventana. Pero las madres conocen a sus hijos y desde entonces jamás se movió de mi lado, ojo avizor y mueca en los labios. Al casarme dejé de tomarla y a veces me pregunto si fue el detonante de lo que sucedería a continuación.

De mi madre, Fátima, recuerdo la alheña del cabello, teñido de un negro azabache, y el tinte de las manos, que eran incisiones doradas en su piel. Olía de una forma muy peculiar; el aroma se entremezclaba con el suyo propio. Tenía unos labios finos y una sonrisa deslumbrante, pero para cuando yo llegué al mundo, ya no gozaba de la misma vitalidad. Mis hermanos mayores la habían agotado y el tiempo había plantado en ella arrugas en torno a los ojos y a la comisura de la boca. Pese a ello, para mí siempre sería la mujer más hermosa de todo el reino, del granadino y del de los cristianos al otro lado de la frontera.

Por entonces, mi padre ya peinaba canas y sus tareas como señor de Xagra y alcaide de Loja lo sumían en unos quehaceres políticos y militares que lo apartaban de nosotras más de lo que nos hubiera gustado. En su ausencia, mis hermanos llevaban las riendas. A veces no era una ausencia física, a veces seguía aquí pero su mente estaba muy lejos, en la Alhambra y sus intrigas palaciegas. Era un hombre afectuoso, un carácter insólito para quien porta la espada en una mano y el escudo en la otra, pero supongo que debajo de la armadura también late un corazón. Traía la paz a Loja y aseguraba la paz en casa, nunca lo oí alzar la voz ni levantarles la mano a mi madre ni a las sirvientas.

Las niñas sueñan con sus futuros maridos. Cuando cerraba los párpados por la noche imaginaba que mi padre me casaría con un hombre como él, porque los padres tienden a buscar a sus hijas un prometido parecido a sí mismo, con idénticas cualidades e idénticos defectos. Se ven reflejados en una versión joven. Por eso quien tuvo un padre borracho tendrá un marido borracho. Quien tuvo un padre desleal tendrá un marido desleal. Y quien tuvo un padre infiel y fornicador, tendrá un marido infiel y fornicador. Así que yo esperaba contraer nupcias con alguien de gran fama, a la altura del famoso Ali al-Attar. Un guerrero. Un hombre de política. Un hombre de valía y de honor. Pues si en algo sobresalía mi progenitor era en la guerra. No aspiraba que el elegido fuera Abu Abd Allah Muhammad, más popularmente conocido como Boabdil, aunque, a decir verdad, mi padre no lo escogió. Jamás reveló el nombre de quién habría sido mi esposo en caso de que Boabdil no hubiera aparecido en mi vida. Poca importancia tienen las incógnitas ya. Lo que no debe ser, no será.

Mis sueños pueriles no tardaron en hacerse realidad. Allah quiso que el hijo del sultán y yo nos conociéramos a una temprana y tierna edad.

2 de marzo de 1479

Era una de esas mañanas de temperaturas refrescantes en las que el calor aún no nos bañaba en un sudor pegajoso, similar al del almíbar. Loja despertaba un día más, sin imaginar que una agradable noticia agitaría el discurrir de la cotidianeidad de sus habitantes. Las buenas nuevas no tardan en diseminarse, correr de boca en boca, penetrar en los hogares, y para cuando el sol ya se encontraba a una altura considerable en su ascenso, todos aguardábamos expectantes el regreso de los hombres. De las muchas celebraciones, esta siempre concedía un revuelo muy particular que se dibujaba en los rostros de los vecinos. Las mujeres enloquecían, el zoco se perlaba de criadas y esposas que aprovechaban los últimos momentos para comprar lo que creyeran menester y así agasajar a sus maridos con abundante comida y un recordatorio de amor y de la comodidad que solo ofrece el hogar. Las callejuelas eran un transitar de efigies irreconocibles, vestiduras largas que arropaban a mujeres que cargaban con cestas de verduras y carne, cubos de agua fresca. No hacía falta prestar atención para percibir el griterío de los niños más pequeños, emocionados, el de los vendedores sacando tajada, un bullicio que delataba vida.

Con tamaño alboroto en la ciudad, el interior de las viviendas se había tornado un hervidero de excitación en el que la prisa abundaba y la servidumbre se afanaba en que todo estuviera dispuesto para la vuelta de sus señores. Buena presencia en la familia, una limpieza profunda, un generoso banquete para reponer fuerzas. Y entre aquel inconmensurable desorden y caos, la dulce sensación del reencuentro, que se paladea con mayor gusto cuando aún no se ha producido y las yemas de los dedos te hormiguean por la promesa del roce. Mientras las tareas de preparación se llevaban a cabo yo vagabundeaba entre las cuatro paredes que conformaban una de las alcobas, paseaba en círculos y cuando estaba a punto de sucumbir a la exasperación, me asomaba a la ventana con el fin de divisar las siluetas de los hombres.

Espiar es una grave falta, pero los deseos de ver a mi padre eran mayores que cualquier acto reprobable del que pudieran acusarme. ¿Acaso es ilícito que una hija quiera asegurarse de que su progenitor ha regresado sano y salvo de la batalla? ¿Quién me condenaría por amar a mi padre, por salvaguardarlo? Había tenido doce años para habituarme al corazón en vilo, algo imposible, porque la inseguridad me trepaba y mordisqueaba el estómago cuando él partía y las noticias eran aguaceros en verano, inexistentes. No sabía cómo mi madre era capaz de soportar ese periodo de negrura, las noches de vigilia, desconocedora de lo que ocurría a leguas de allí, ignorante de si su hombre seguía respirando o había exhalado el último aliento. El miedo me atenazaba y me provocaba pesadillas, pero ella se mantenía pétrea, sin atisbo alguno de agitación, actuaba con una normalidad pasmosa, como si supiera que él estaba sano y salvo. Quizá lo sabía, porque dícese que cuando el amado muere no tardas en sentir un dolor punzante en el flanco izquierdo del pecho. Hasta que aquejara de ello, lo daba por vivo.

De pequeña corría a sus brazos, frenética, con la risa desbordándome por su regreso. Siempre me había parecido que el hogar se iluminaba con su presencia. Los años me habían enseñado que las carreras que otrora me aligeraban el peso de la inquietud no eran una opción, no cuando alcanzas una edad considerable y lo aceptable ya no lo es. Refrené a mi niña interior, ansiosa por salir a la calle y lanzarse a sus brazos. Caminé con pasos lentos y pesados, orientada por el timbre de su voz, que se acercaba a medida que avanzaba por las calles de Loja, confundiéndose con cierto alboroto. Ya estaba aquí. Lo recordaba más vivaz, no tan áspero, quise creer que sería el cansancio y la polvareda del camino alojada en su garganta, que le lijaba las cuerdas vocales. Mi padre hablaba con varios hombres, precedía una comitiva sumida en conversaciones que me eran extrañas e indescifrables. Los asuntos masculinos se me antojaban del todo aburridos. Resguardada en casa, me acerqué a la celosía que daba al exterior, a una de las callejuelas anexas por las que cruzaba en su camino de vuelta. Allí esperé paciente a vislumbrar su figura entre el enrejado con la única finalidad de calmar los nervios. A veces venía directo a nuestro hogar, otras, se dirigía a la alcazaba para tratar cuestiones políticas de suma importancia y no nos honraba hasta bien entrada la noche. Cuando eso sucedía, el consuelo era aquel paseíllo breve con el que me deleitaba al verlo hasta que, por fin, llegaba el momento de reunirnos de nuevo.

Ahí estaba, tal y como lo recordaba. Al aparecer su esbelta figura, esbocé una sonrisa. Tras cada batalla surgía una arruga que lo avejentaba, en la frente, en los pliegues de los ojos, puede que en la comisura de los labios si estas no estuvieran cubiertas por una frondosa barba veteada de canas. Nada de ello podía con él, ni uno de los surcos que plegaban su piel. No cesó en su caminar, tampoco miró hacia su derecha, continuó hablando, arrastrando las palabras con un ápice de agotamiento palpable. Recé para que no subieran a la alcazaba, para que se despidieran en la puerta de entrada a casa, así podría interceptar a mi padre en el zaguán antes de que diera dos pasos y llegara al patio, antes de que saludara incluso. Necesitaba ese cálido abrazo que me garantizaba que estaba allí, que era tangible y no una visión tramposa de mi mente. Aquella noche había soñado que moría desangrado, atravesado por el acero de una espada en mitad de un campo de hierba verde, regado de cadáveres sin rostros ni nombres. Y como no sabía contra quién luchaba, solo notaba el llanto empapándome las mejillas del mismo modo que su torso sucumbía ante la pegajosidad líquida de una mácula bermellón que le nacía del estómago. Por ese motivo había estado tan inquieta, a sabiendas de que no encontraría alivio hasta que lo tuviera enfrente de mí. Descubriría sus intenciones en escasos minutos. La alcazaba o nuestro hogar. La política o la familia.

Pasé desapercibida; ninguno de sus hombres adivinó que una joven se escondía tras la ventana que dibujaba formas geométricas en mis facciones, estrellas de luces y sombras efectuadas por el sol. Ninguno reparó en que los seguía con la mirada y el corazón alimentado de paz hasta que unos ojos de carbón se fijaron en mi parapeto. El sobresalto me hizo llevarme las manos al pecho. Un hombre de rostro alargado y barba negra me observaba, me contemplaba, primero con extrañeza, luego con un sentimiento que no conseguí identificar. Ni siquiera recordaba que alguien me hubiera mirado así antes, con una curiosidad latente, semejante a la hambruna. Era como si muriera de inanición y yo fuera un mendrugo de pan, como si pereciera de deshidratación y yo fuera el cauce del río más cercano, promesa de agua fresca y clara, bálsamo de sus penas. De no ser por el movimiento de sus pupilas habría pensado que era una estatua de piedra.

Tendría que haberme apartado en seguida, haberme ocultado tras la impenetrable pared, pero una fuerza superior me anclaba al suelo. Inconscientemente, contuve la respiración, demasiado ocupada en los rasgos que se dejaban entrever a través de la celosía. De los muchos hombres que había visto a través de la ventana, de los muchos varones que habían compartido espacio con mi padre, aquel era uno de los más apuestos, a pesar de que solo apreciaba retazos de lo que sería en realidad. Imaginaba hermosa hasta su nariz, sin importar que fuera aguileña. Entreabrió los labios, me preparé para descubrir el color de su voz, pero de ellos no emergió ni una triste palabra. ¿Había quedado prendado o simplemente era mudo? En los baños públicos, las mujeres siempre se quejaban de que sus maridos no las escuchaban y que un esposo mudo resolvería ese problema, pues no interrumpiría lo que tuvieran que decirle. El pensamiento me curvó las comisuras hacia arriba; al percatarse, sus ojos descendieron hasta mi boca.

Dio un paso hacia delante, restando la distancia que nos separaba para así observar mejor. Aquello era más de lo que cualquier mujer de dudosa moral habría permitido y mi honra intachable me obligó a ceder. Antes de que sus dedos lograran posarse en los entramados de la celosía, me alejé de la ventana y pegué mi espalda a la fría pared, donde no podía divisarme. Me latía el corazón a una velocidad inusitada, lo oía bombeándome en los oídos, embotándome el cerebro, casi mareándome. Era consciente de que seguía ahí, esperando a que yo reapareciera. Veía sus dedos aferrados con desesperación, notaba su presencia, oía su respiración acelerada. ¿O era la mía? Las irremediables ganas de probar la suavidad o la aspereza de su piel desencadenaron una oleada de culpa. Me deshice de la terrible idea tan pronto como pude.

Me preguntaba qué habría pasado de haber permanecido un segundo más: el más mínimo contacto habría sido una terrible ofensa que mi padre habría saldado cortándole los dedos o casándolo conmigo. Si osas probar la mercancía has de comprarla, nadie muerde una manzana del zoco y la deja en el mismo puesto. Nadie querría quedársela después de haber pasado por otras manos y otra boca, después de haber sido degustada por labios ajenos. Mi madre me lo había advertido: «hasta las ventanas entrañan peligro, Morayma, lo más recomendable es no acercarse a ellas. No han sido pocas las veces en que un hombre se ha enamorado de una jovencita de buena cuna con solo verla u oírla cantar a través de ella». Por eso, procuraba no hablar cuando me asomaba.

Aquel incidente sería un secreto que guardar. Nadie podía saber que el apuesto hombre del otro lado de la celosía había desnudado mi alma. Deduje que había de ser algún soldado de confianza de mi padre y, a juzgar por su osadía, respondía al más necio o al más valiente de todos ellos. Probablemente fuera lo primero, pues solo un inconsciente actuaría de manera semejante. Los hombres que se lanzan a la aventura son, a menudo, los que más problemas traen a la vida de una, de los que hay que cuidarse.

—¡Morayma! ¡Padre ha vuelto! —oí gritar a mi hermana pequeña.

El gran Ali al-Attar había tomado una decisión: el amor de su familia por encima de la política del reino granadino. Se me hinchó el pecho de una felicidad reconocible, que rezumaba por la boca en una risa atronadora que tuvo eco en la estancia en la que me hallaba. Sabía que elegiría correctamente, porque yo habría obrado semejante. Siempre el núcleo familiar, la esposa, los hijos, las hijas, los yernos y las nueras, los nietos.

Un último vistazo a la celosía. Ya no estaba el joven caballero, debía de haberse rendido ante mi silencio. Era mejor así.

Salí corriendo, sin preocuparme por guardar las normas sociales, con el cabello al viento y la ilusión enredándome el estómago. La luminosidad del exterior me cegó momentáneamente al invadir el patio central, a cuyo derredor se disponían el resto de las estancias. Un atisbo de cielo azulado, de aire fresco, de libertad en mitad de la fortaleza de muretes que construían nuestro refugio. Cuando las estaciones lo permitían, en esa efímera temporada en la que el calor no era aplastante y el frío no me congelaba hasta los huesos, reclamábamos el patio como nuestro y allí nos sentábamos a hilar apaciblemente entre la concentración y medias sonrisas, arropadas por el arrullo de la fuente, que descargaba agua y refrescaba el ambiente. Ahora, desangelado en su totalidad, era un espacio que supuraba más tristeza que la vitalidad de la que solía estar plagado.

Mi hermana Aziza me esperaba en el centro. Realizaba una especie de baile con los pies, golpeando los azulejos blanquecinos y ocres, fruto de la expectación. Con diez años era la viva imagen de mi madre, había heredado hasta la exquisita y fina nariz que tanto envidiaba, pero la corta edad le conservaba esos ojos enormes de cachorro apenado que usaba para conseguir sus propios fines. Si a mí me guardaban con celo de posibles miradas indiscretas, a Aziza habrían de haberla encerrado en un silo hondo y profundo, en el que ni los rayos luminosos del sol rozaran su preciosa tez.

—Lo he visto a través de la ventana, estaba en el piso de arriba, en la algorfa. Se ha despedido de sus hombres, que se han marchado en seguida —me informó a medida que atravesábamos el patio—. Debe de seguir ahí parado, porque un hombre lo ha retenido justo cuando iba a entrar en casa.

—No es adecuado espiar, Aziza, y mucho menos a un hombre.

—¿Aunque ese hombre sea nuestro padre? —Levantó la barbilla en un gesto de orgullo, con la picardía de quien se sabe vencedor en la discusión dialéctica.

Chasqueé la lengua, desaprobando su comportamiento, y negué con la cabeza. Era hipócrita que la reprendiera por algo que yo también había hecho, pero ahora conocía las verdaderas consecuencias de asomarse a la celosía. Mis errores no debían ser los suyos, no quería que los repitiera como quien repite las aleyas memorizadas. Mis errores en esta vida habían de ser las lecciones que ella aprendiera, así no los cometería. La esperanza de la familia reposaba en su buen casamiento, en su inmaculada honra, en su respetabilidad, porque Aziza era la niña más hermosa que había conocido toda Loja. Poseía encanto e inteligencia, traería la dicha cuando contrajera nupcias con un gran hombre, uno de la talla de nuestro padre. Solo quedaba domar ese carácter rebelde, poco sumiso, que la deslucía. Le estaba destinado un brillante futuro, lejos de cualquier desgracia.

—Además, no estaba espiando —se defendió—. Simplemente me asomé para que el aire fresco de la mañana revitalizara mis pensamientos.

Era niña de grandes ocurrencias. Refrené la risa; la reprimenda no habría sido efectiva si me hubiera reído en voz alta, por mucha gracia que me hubiera hecho.

Desafortunadamente, no pusimos un pie en el zaguán, ni siquiera logramos cruzar el patio en su totalidad, pues nuestra madre nos salió al paso. Sostenía el velamen con una mano, la tela arrebujada en la zona del pecho, impidiendo su caída y la posibilidad de que se divisara su larguísima melena con olor a alheña.

—Vuestro padre no puede atenderos.

La desilusión sombreó nuestros rostros, sonrientes hasta hacía unos segundos. Aziza hizo amago de emitir una queja, pero inmediatamente fue silenciada por nuestra progenitora, que le lanzó una mirada de súplica que delataba que no quería imponerse con una orden tajante. Prefería utilizar la mano izquierda, la suavidad que rinde a los niños a cumplir y acatar. A su juicio, una madre no debía ser estricta, sino amorosa. Levantaba una suerte de lástima que nos instaba a obedecer, el cansancio de haber criado a seis vástagos, la derrota de la vida.

—Una importante reunión requiere su atención y su tiempo y estará ocupado con ella en el salón. Cubríos y comportaos, vuestro padre no merece la deshonra de dos hijas que corretean cual caballos por los pasillos de su propia casa mientras se reciben visitas. Subid a la algorfa y no hagáis ruido.

—¿Y tú? —la desafió Aziza.

Madre suspiró con la inagotable paciencia que le había concedido Allah, preguntándose por qué la niña que gozaba de una inmensa suerte no era la que simplemente aceptaba sin rechistar.

—Estaré en la cocina con el servicio, preparando comida para servir a vuestro padre y a su invitado. Necesitarán alimentarse y descansar tras el viaje, un buen recibimiento para los hombres que nos son queridos y nos protegen.

Fui yo la que accedió con un leve asentimiento, agarré la mano de mi hermana y le propiné un tirón. No hizo esfuerzo alguno ni plantó los pies en el suelo con la intención de no moverse de allí hasta ver a nuestro padre; había perdido los retazos de testarudez que mostró desde los cinco hasta los diez años. Agradecía no tener que cargar con ella escaleras arriba, pataleando y aullando cual bestia salvaje.

—Descuidad, os avisaré cuando esté disponible. Estoy segura de que él también anda deseoso de veros.

Posó las palmas de sus manos sobre mis hombros, me dio media vuelta y con ella a Aziza, todavía con los dedos entrelazados, y así nos mandó a la algorfa, resignadas y con el ánimo arrastrando. Quedó a la espera hasta que desaparecimos de su vista.

—¿Nos hará llamar?

—¡Aziza! —la regañé, indignada, ante lo cual rio—. Una madre nunca miente.

Con algo de suerte y un par de juegos nos entretendríamos, olvidaríamos el tiempo que habíamos de estar guarecidas en la planta superior, donde el frescor nos daba la bienvenida en los días más calurosos. Antes de que reparáramos, el improvisado invitado se habría marchado y nosotras podríamos correr escaleras abajo para abalanzarnos a besar al gran Ali al-Attar, quien se sentaría a contarnos sus hazañas.

Era innegable que me sentía decepcionada. Había albergado la malsana esperanza de que nos hubiera escogido, de que ardiera en deseos de recuperar las semanas y los meses que la guerra nos descontaba cuando él acudía a las armas, tiempo perdido. Aquel hombre, fuera quien fuese, podía esperar al día siguiente para reunirse con él, no había un asunto más importante que la constatación del amor a la familia. Si hubiera sido de extrema urgencia se habrían dirigido a la alcazaba, no a un lugar privado como el salón de su hogar. ¿Ese desconocido tan inoportuno que había regresado de la guerra no apreciaba a su esposa e hijos, o es que no tenía una mujer a la que abrazar? Cuán injusto se me antojaba que su desdicha nos arrebatara momentos que habíamos aguardado impacientes.

Siguiendo las instrucciones de nuestra madre, nos ataviamos con el velamen y allí permanecimos, recostadas en cojines, abrazadas por la humedad y el haz de luz que traspasaba la angosta ventana, una rendija en la pared similar a una saetera. La algorfa era un espacio rudimentario con escasez de mobiliario y nula decoración, pues si bien en verano solíamos refugiarnos en ella y tumbarnos en alfombras para refrescarnos y huir del calor sofocante, en invierno hacía las veces de almacén de grano. En esos crudos meses era un castigo subir allí; aprisionada entre las vasijas y el alimento se te entumecían los dedos del frío y ni el brasero ni los candiles de pie alto y peana ofrecían consuelo.

—Te dije que no iba a avisarnos —refunfuñó, pasada una hora.

Aziza yacía bocarriba sobre unos mullidos almohadones, jugueteando con sus dedos, que se perseguían los unos a los otros en una carrera invisible. Incluso para ello tenía una ingrata habilidad. De vez en cuando soltaba un sonoro bostezo que le derramaba lágrimas por las mejillas y ella misma se encargaba de multiplicarlo para dejar constancia de su estado de desidia. Habíamos relegado el juego del mancala después de que la última vez le hubiera ganado varias rondas consecutivas, lo que la airó, así que, habiendo renunciado a nuestra distracción principal, no podía culparme de su frustración; ella se había condenado.

—Eso es porque la reunión no habrá tocado a su fin.

Decidida a aprovechar la situación de relativo confinamiento había iniciado la lectura de algún versículo del Corán. Detenerme cada pocos minutos para conversar con mi hermana, incapaz de concentrarse en una actividad que la divirtiera, me desesperaba.

—¿Cuánto más habremos de esperar?

Me encogí de hombros.

—Hasta que madre envíe a alguna sirvienta o ella misma suba a pedirnos que bajemos.

Aquella declaración fue un aguijonazo en su cuerpo. Se recostó sobre la superficie acolchada y gateó hasta posicionarse enfrente de mí. Abandoné la lectura y por encima de las páginas sagradas me encontré con esos ojos redondos de carnero degollado, refulgentes. Era harto complicado resistirse a la mirada de penuria que invocaba y a esa voz aguda que te pinzaba los tímpanos.

—Por favor, Morayma, bajemos, te lo suplico. Estoy a punto de morir a causa del hastío, hasta pensar en adivinanzas me aburre.

Yo pecaba de complaciente y ella de espabilada; utilizaba los recursos a su alcance: el encanto y el innato poder de convicción. Como hermana mayor, la regañaba cuando creía conveniente; sin embargo, sufría al negarle caprichos. Para Aziza, yo era una autoridad frágil, una barrera de escasa altura que solo tenía que saltar. Me pellizqué el entrecejo y emití un hondo suspiro.

—¿Por qué nunca puedes obedecer?

No respondió a la pregunta, sino que contraatacó.

—Ha pasado un tiempo prudencial, madre estará en la cocina y no lo sabrá. ¿Qué hay de indecoroso en que descendamos las escaleras si vamos cubiertas y el extraño solo puede vislumbrar nuestros rostros y nuestras manos? Es como pasear por la calle o el zoco, como ir al hammam.

Su discurso era irrebatible. Mientras fuéramos vestidas de manera honrosa, no existía un peligro real, pues nos hallábamos paseando por el interior de nuestra casa. Estirar las piernas era una idea tentadora; notaba un ligero entumecimiento por estar demasiado tiempo en la misma posición y extrañaba la caricia del viento.

—¿No quieres saber quién es el hombre por el que padre nos ha recluido en la algorfa? —Enarcó una de sus cejas.

Acababa de traspasar cualquier límite establecido. Si había estado cerca de aceptar su propuesta, todo atisbo había desaparecido al pronunciar esas palabras.

—¡Aziza! —Me levanté del suelo y coloqué los brazos en jarras, Corán aún en mano—. Eres del todo inadecuada, por eso madre no desea que el invitado se encuentre con nosotras. Un comportamiento indebido dejaría a nuestro padre en evidencia.

Callé la verdad, cerré los labios, dibujados en un fino trazo. La impulsividad que la caracterizaba jugaría en su contra, destrozaría su futuro y el de nuestra familia. Ella representaba el destello del devenir, una excelente política matrimonial que podría entroncarnos con otro alcaide del reino. Su belleza, su astucia eran dignas de un visir, de un príncipe o del hermano de un príncipe, de un alto rango de la corte. Aziza podría aspirar a lo que deseara y lo lograría si se reconducía en el camino, si no se malograba.

Mi comentario habría dañado a cualquier otra niña, pero no a mi querida y orgullosa hermana, que se alzó en pie y me dedicó una mirada preñada de decisión. Reconocía esa brasa candente en sus ojos, ese sentimiento que la avivaba. Supe de inmediato que estaba condenada por sus acciones; había vuelto a ganarme la batalla.

—Voy a bajar, Morayma, contigo o sin ti. Solo tienes dos opciones: acompañarme y cuidar de que nada malo ocurra o permanecer en la planta alta y rezar para que nadie me descubra. —Apretaba los puños con rabia.

Estaba bajo mi cargo y mi protección, era mi responsabilidad. No iría sola a ninguna parte.

Le hice prometer que sería un paseo breve, en total y absoluto silencio, cabizbajas, sin llamar la atención. Era lo mínimo que podía concederme después de obligarme a violar una orden que había dictado nuestra madre y que, muy probablemente, me carcomería la conciencia durante días. Demasiadas infracciones en una única jornada.

Nos aventuramos a descender. Para llegar a cualquiera de las múltiples estancias habíamos de cruzar el patio, pues no había conexión entre las diferentes habitaciones. Otra vez allí, en el punto neurálgico de la casa, con el cielo cerúleo sobre nuestras cabezas y una ligera racha de aire fresco que nos instaba a sujetarnos el velo. Nadie nos había detenido hasta el momento. Una criada pasó a nuestra diestra, nos saludó con rectitud y continuó con sus quehaceres. A juzgar por la rapidez con la que andaba y la dirección que había tomado, se encaminaba hacia el zaguán y la puerta de entrada.

—Madre la habrá mandado a algún recado.

Aziza me agarró de la mano y tironeó de mí; nada le importaban las tareas de la servidumbre.

—Vamos —susurró—. Quiero ver quién es nuestro excelso invitado.

Sabía que no serviría de nada tratar de convencerla de lo contrario, porque la curiosidad le cosquilleaba y necesitaba saciarla para quedarse calma.

—Un vistazo y nos retiramos —la previne.

Accedió, aunque no de buena gana.

Escondidas en una de las esquinas, con el cuerpo oculto tras la pared y solo la cabeza visible, indagamos en conversaciones privadas que jamás debieron llegar a nuestros oídos. En la estancia principal, dividida en dos alhanías que hacían las veces de alcoba y quedaban coronadas por arcos, nuestro padre reposaba tras un banquete venido a menos. A mi hermana le rugieron las tripas en cuanto el aroma de la comida nos abofeteó las fosas nasales: olía a cabrito guisado en salsa con verduras. Sobre la mesa hexagonal quedaban restos degustados, un té con hierbabuena a medio servir que iba enfriándose a medida que pasaba el tiempo. Los caballeros, sentados sobre cojines, debatían cuestiones que escapaban a nuestro entendimiento. Padre efectuaba movimientos horizontales con la cabeza, señal de clara negativa, lo cual reiteraba en sucesivas ocasiones. No parecía estar de acuerdo con aquello que su invitado exponía.

Un ápice de culpabilidad me arañaba el pecho; no debíamos estar ahí, observando como si fuéramos Dios todopoderoso, agazapadas en una esquina cual ladronzuelo dispuesto a escapar una vez que hubiera efectuado el robo. Ya estaba a punto de tomarla de la muñeca y conducirla a la algorfa, a punto de hacer valer mi autoridad de hermana mayor, cuando Aziza me golpeó las costillas con el codo. Me señaló con un movimiento de cabeza hacia el invitado: quería que me fijara en el hombre que lo acompañaba, al que no le había prestado atención, ya que no me generaba interés alguno. Además, sentía animadversión hacia él por el mero hecho de haber roto el reencuentro familiar.

Ahí estaba.

Me cubrí la boca con ambas manos, ahogando la sorpresa que pugnaba por brotarme de la garganta. No era posible. Dudé. Quizá mi vista me engañara, pero estaba segura de que mi hermana veía exactamente la misma efigie que yo, a no ser que me hubiera quedado dormida en la planta alta y aquello no fuera más que un sueño. Estaba despierta, bien despierta, aún notaba la presión en el costado por el golpe de Aziza. Era real.

Incluso de perfil, reconocía los ojos carbón de aquel hombre, idénticos a los que me habían contemplado, embebidos, a través de la celosía.

Capítulo 2

2

Mi voz quedó extinta. Si alguna vez había pensado que aquel hombre era mudo, ahora era yo quien carecía de habla. Arrancarme la lengua con unas tenazas al rojo vivo, coserme los labios con aguja e hilo, habrían sido métodos menos efectivos para extirparme la capacidad de emitir sonidos. Tenía la lengua pegada al paladar, pastosa y pesada. O bien había palidecido, o bien las mejillas se me habían teñido del color de la grana y un escalofrío me recorría la columna vertebral.

Situados de perfil, enfrascados en la disputa, eran ajenos a nuestra presencia. Sin las rejas de la ventana distinguía sus rasgos con mayor claridad, a pesar de la lejanía. Era, indudablemente, de la altura de mi padre, pues se miraban a los ojos sin necesidad de elevar o descender la cabeza. De tez morena y nariz prominente, aunque no ganchuda, tal y como había pensado, con una ligera inclinación que delataba que estaba torcida. Vestía más lujosamente que un simple soldado: una coraza de acero pulido enganchada a una capa de seda escarlata que, pese a haber sufrido los estragos de la batalla, resplandecía en comparación con la de mi padre, lo que delataba que no había sido usada con anterioridad, no con fines bélicos. Eso podrían confirmarlo sus armas, que no estaban a la vista. De hecho, no parecía un simple soldado por la manera en que se expresaba, con ademanes bien cuidados, sin cadencia, controlados o ensayados.

Una punzada en el estómago me sorprendió al atender a cada uno de sus gestos; los seguía con la mirada, tratando de captar la esencia que lo rodeaba, un aura casi embriagadora que me recordaba el olor de las flores en época estival. Estaba segura de que ese hombre llevaba consigo el aroma de la lavanda, podría averiguarlo si me acercaba y hundía la nariz en sus ropajes.

—¿Lo conoces? —me interrogó entre susurros mi hermana, atándome a la realidad.

No podía confesarle lo que había sucedido, que asomada a la celosía nos habíamos enredado entre miradas y un mutismo.

—¿Cómo sería eso posible? —musité sardónica, recordándole que los únicos hombres con los que podíamos tener contacto eran aquellos que conformaban la familia, nuestros hermanos mayores, nuestro padre, nuestros tíos y sobrinos.

Me autoconvencí de que no era una mentira, no en su totalidad, simplemente se trataba del ocultamiento de una verdad, una verdad a medias. No sabía cuál era su nombre, ni el de su familia, ni si pertenecía a tribu alguna, ni siquiera su oficio o si estaba casado. Había orquestado una fantasía esplendorosa en mi mente que respondía únicamente a que me había cruzado con unos ojos ónices que eran el caparazón de un escarabajo. La fantasía de una niña que sueña despierta y que acusa la dolorosa realidad en cuanto se quema la palma de la mano con el fuego del lar. No, no lo conocía, por mucho que un deseo incierto hubiera revoloteado en la boca de mi estómago.

Ella se encogió de hombros y no le dio más importancia, pese a que no le había pasado inadvertida mi extraña reacción. Toda pregunta que no formulara sería descargada cual aluvión cuando llegara la noche y la oscuridad nos concediera la seguridad del anonimato. Entre tinieblas el cobarde se crece, se torna valiente, los secretos emergen y los miedos cobran fuerza. Aziza odiaba la intriga, no pretendía quedarse con la incógnita y menos dada la situación. Si ahora permanecía callada era porque prefería dedicarse por entero a oír la conversación que se estaba produciendo en el salón, mucho más interesante e imposible de repetir.

De haber sido un hombre cualquiera, un desconocido, habría sujetado a Aziza del brazo y la habría arrastrado escaleras arriba. Satisfecha su curiosidad —más un defecto que una virtud—, nada nos retenía en el pasillo, ocultas tras la pared y expuestas ante cualquiera que cruzara el patio central. La servidumbre no nos delataría, pero si nuestra madre abandonaba la cocina nos encontraría allí, desobedeciendo sus dictámenes. Hay algo peor que el enfado de una madre: la decepción cincelada en su rostro y por nada del mundo deseaba tener que hacer frente a ella. Ya le sabía amargo que hubiera nacido con la mala suerte adherida a la piel, no merecía más funestas noticias con respecto a mi persona. Y a pesar de todo ello, no di ni un solo paso que me alejara de nuestro refugio, porque sabía que las casualidades no existen y que aquel hombre estaba allí por una razón, y yo quería descubrirla.

Sus voces llegaban amortiguadas por un eco molesto; para captar su verdadero sentido teníamos que aguzar los oídos.

—Mi única petición, gran amigo, es ver a vuestra hija mayor.

Mi padre reaccionó como si hubiera recibido un golpe y se inclinó hacia atrás, vacilante y con el ceño fruncido, aturdido por la confesión. Le costó un par de segundos pronunciar mi nombre.

—¿A Morayma?

Se me atragantó el asentimiento que le prodigó el hombre. Se refería a mí.

Aziza me dedicó una mirada de sorpresa, los ojos bien abiertos y refulgentes, y antes de que abriera la boca aferré su antebrazo y tiré de ella. La escondí detrás de la pared, con la espalda pegada a ella, y la silencié con la mano libre, imposibilitándole hablar. Ese era otro de sus defectos: para ser una niña era demasiado ruidosa y enérgica. No fue hasta que me aseguré de que entendía que debía ser discreta cuando la liberé y nos asomamos de nuevo al otro lado del salón.

Había muerto esa conciencia interior que me guiaba por los senderos de la vida, me advertía del camino a tomar y me detenía cuando me disponía a cometer una acción que conllevaría consecuencias nefastas. De no ser así, estaría gritándome que regresara a la algorfa, donde debía estar. Por más que lo hubiera intentado, mis pies no respondían, anclados al suelo, dispuestos a enraizarse con la tierra. Ni sorda habría dejado de atender a la calidez de su voz, ni ciega habría logrado apartar su efigie de mi mente.

—Lamento tener que negaros vuestro deseo, mi señor, pero un padre no puede pasear a su hija como si fuera carne fresca en el mercado.

El invitado sonrió, visiblemente complacido por la respuesta, pese a que fuera en contra de sus deseos. Un hombre que acepta con semejante elegancia y buen humor un rechazo ha de ser, por descontado, alguien humilde y grato.

—No esperaba menos de vos, por esa razón no os pido que la hagáis traer y la dispongáis delante de mí, pues no es una esclava que comprar. Sino que la cubráis como es debido y me permitáis contemplarle el rostro y las manos, celosía mediante, con eso me contentaré.

—He de insistir en mi negativa, mi señor —reiteró impertérrito mi padre, sin ningún minuto que perder en cavilaciones—. Y apelo a vuestro carácter de hermano para que entendáis que he de guardar la honra de mi hija del mismo modo que vos cuidáis la de vuestra querida hermana Aisha.

El nombre de la joven provocó un efecto en el invitado, cuya espalda se volvió de la rectitud del acero hasta conferirle una postura antinatural y altiva. Las cejas descendieron, signo evidente de que la mención había sido una saeta que había impactado profundo y herido con certeza.

—Hacéis bien, pero no es un hombre cualquiera el que se interesa por vuestra hija. —Su voz había adoptado un tono más grave—. Se trata de vuestro amigo y soberano.

La contundencia con la que pronunció su cargo no amilanó a mi padre. Por primera vez en toda la conversación que presenciábamos, las comisuras de sus labios se elevaron, acentuando las arrugas en torno a sus ojos.

—Soy consciente de ello, mi señor, por eso me causa un mayor dolor negaros su visión. Mi hija ya no es una niña, he de preocuparme por su honra.

—Precisamente por eso. Ya hace tiempo que abandonó la infancia, Ali al-Attar, habéis de buscarle un esposo.

Mi padre ladeó la cabeza, tratando de captar el sentido de sus palabras. No sabía que al otro lado del salón nos hallábamos escondidas sus dos hijas, encajando las piezas del mismo rompecabezas que él intentaba resolver.

Aziza y yo nos comunicamos con una fugaz mirada, la que fraguan las hermanas que se llevan poca edad y han compartido experiencias desde que levantaban dos palmos del suelo, un entendimiento recíproco. Solo había un hombre joven que se erigiría como soberano en nuestro reino, Abu Abd Allah Muhammad, heredero al trono, que luchaba con uñas y dientes contra su progenitor, Muley Hasan, quien caía en desgracia con la velocidad con la que las plagas arrasan los campos de cultivo.

—¿La requerís para algún buen hombre de vuestro círculo íntimo? Si es así, mi hija menor es de una belleza eclipsante. Demasiado joven para la consumación, mas podemos arreglar un conveniente matrimonio que traiga dicha a ambas familias y esperar un par de años hasta que por fin pueda cumplir con sus obligaciones como esposa.

Boabdil rio, divertido ante el ofrecimiento de matrimonio, dispuesto en la mesa junto al resto de los manjares. Sus carcajadas eran el repiqueteo de unos cascabeles, las campanillas que tañían juguetonas en los tobillos de las mujeres poco honrosas cuando estas batían los pies descalzos al bailar. Sin percatarme de ello, una sonrisa se había apoderado de mi boca.

—No hagáis planes prematuramente para vuestra hija menor, no es en ella en la que he posado mis ojos. Requiero a la mayor, que habrá crecido lo suficiente aunque siga bajo la custodia de vuestra mujer.

—¿Para vos, mi señor? —La pregunta estaba cargada de duda y desconcierto.

Por suerte, el ambiente que hasta hacía unos minutos se había enrarecido a causa de la tensión se había ido disolviendo, los hombres habían abandonado las posturas rígidas y ahora se encontraban en una posición distendida, nada intimidante. Nuestro padre apoyaba los codos sobre sus rodillas, con las piernas cruzadas, Boabdil sorteaba la distancia al inclinarse hacia delante.

—Los gobernantes también han de casarse, más que cualquier otro varón, tenemos una obligación para con nuestro reino.

Un sólido silencio se aposentó entre ambos, únicamente paliado por el ulular del viento que se colaba por las estrechas ventanas y el patio central.

—¿No os complace mi propuesta, querido amigo?

Padre abrió la boca varias veces y otras tantas la cerró, ocupado en la búsqueda de las palabras perfectas que verbalizar. Cuando habló, sus cuerdas vocales no temblaron, mostrando una confianza que nos resultaba habitual: la del padre que aleja los temores de sus hijos pequeños, la del hombre que marcha a la guerra tras jurar y perjurar que regresará a salvo, la del guerrero que lucha sin concebir que ese podría ser su último día.

—¿No sería mejor una mujer cercana a vos en gracia y apariencia, una mujer de buena estirpe, que sobresalga por sus lazos familiares? ¿Quién puede guardar mejor un secreto que vuestra propia prima, Boabdil? —El refrán hizo torcer el gesto al gobernante—. Y bien sabéis que en la corte lo que abundan son secretos y puñaladas.

—Poco os ha importado que vuestra hija menor acabara envuelta en ese nido de víboras —lo acusó—. Me la habéis entregado en bandeja de plata.

Nuestro padre negó con la cabeza e hizo un ademán con la mano, restándole importancia al hecho de que había vendido a la pequeña Aziza sin vacilar, un lechón tierno al que hincar el diente.

—Aziza y Morayma no se parecen más que en haber sido engendradas a partir de mi semilla.

Un aguijonazo me punzó el costado. Puede que Aziza y yo no guardáramos parecido alguno, sin embargo, oír dicho argumento por parte de él abrió una brecha que dio rienda suelta a la teoría de que quizá ni siquiera fuéramos hermanas, de que quizá no hubiéramos sido acogidas y alumbradas por el mismo vientre materno. Eso explicaría por qué ella era exacta a nuestra madre, la astilla que nace del palo, y yo solo me asemejaba en la mirada vidriosa y los pómulos marcados. Resistí las lágrimas anegadas, me esforcé por que no se derramaran para así no asustar a mi hermana.

—¿Qué pedís por vuestra Morayma? ¿Otro cargo, estancias en la Alhambra, oro? Os entregaré lo que sea que deseéis como muestra de generosidad, la dotaré como si fuera mi propia prima, exquisitos vestidos, joyas de incalculable valor, el collar de los abasíes de Bagdad será una minucia en su cuello.

—No cambiaría a mi hija por nada de ello, mi señor, y si padeciéramos la peor de las sequías y la peor de las hambrunas, tampoco la entregaría a cambio de lluvia y trigo. No a mi Morayma. —Una especie de dolor le truncaba la sólida voz y carraspeó para deshacerse de él—. Deseáis una esposa y yo os ofrezco a Aziza. Estoy seguro de que os agradará su belleza.

Atendiendo a un instinto protector, mis brazos se enroscaron en los hombros de mi hermana, que se aferró a ellos, temblando de pavor. No quería que la entregaran así, en un parpadeo, de la noche a la mañana, que me la arrebataran y la apartaran de mi lado. Era desgarrador pensar que se la llevaran y que me dejaran a mí allí, sola. Porque sin Aziza yo no sabía quién era, estaría incompleta. Tenía doce años y diez de ellos me había visto acompañada por esa niñita de ojos profundos como pozos, no recordaba la vida antes de ella. Y por muy egoísta que sonara, tampoco quería que casara con el hombre que me había hecho perder varios latidos.

Si le prometía que todo iría bien para tranquilizarla estaría mintiéndole vilmente. Tantos engaños pesaban sobre mis hombros que con un nudo en la garganta procuré aportarle consuelo a través de caricias.

—Morayma. —Mi nombre era almíbar en sus labios—. Es la única mujer a la que estoy dispuesto a unirme. ¿Tan terrible os parece entroncar con la familia del sultán, que vuestra querida hija case con quien no tardará en gobernar? Pongo en vuestras manos más de lo que cualquier hombre de Loja sería capaz, la seguridad de vuestra hija, a la que convertiré en sultana. Nada le faltará, vivirá como una reina a mi lado.

Padre dio un ligero golpe en la mesa, irguiéndose ante su invitado, con una vena palpitante en el entrecejo.

—Las riquezas en las que la enterraréis no me asegurarán que no muera de pena.

Boabdil lo contempló sorprendido, quizá insultado por esa declaración que lo esbozaba como un hombre cruel o un mal amante, aunque por aquel entonces yo no sabía nada acerca del arte del amor.

—¿Acaso teméis que la haga infeliz? Amigo mío, me conocéis, habéis luchado a mi lado y aquí seguís. ¿No soy merecedor de vuestra confianza? —Posó la mano sobre su pecho, en un alarde de camaradería.

—Por esa razón os la niego, mi señor. Os conozco y he luchado a vuestro lado y antes luché a favor de vuestro padre, a quien también conozco. Lo he visto amar a su prima, vuestra madre, y lo he visto rechazarla y repudiarla por la esclava cristiana a la que ha hecho esposa y sultana ante los ojos de su pueblo. Granada no es lo que era desde entonces, vos mismo lo habéis proclamado.

El rictus del soberano se tornó en una máscara calcárea agrietada por una rabia furibunda que hervía en sus ojos, incandescentes.

—Mi padre es un anciano necio que finge locura y toma para sí mujer en lugar de esposa a una esclava repugnante —escupió con desprecio.

Nunca había oído a alguien hablar de su progenitor con semejante odio: siseaba, destilaba ponzoña a riesgo de envenenarse a sí mismo si se mordía la lengua. La guerra intestina que azotaba a la dinastía había empezado a dividir a la población en bandos, a enfrentar a familias, a generar desorden, a elevar denuncias contra el sultán Muley Hasan, a quien se acusaba de vida disoluta y de descuidar las tareas del gobierno y el ejército. Algunos hombres incluso le habían retirado su confianza y su fidelidad para apoyar la causa de Boabdil, entre ellos mi padre.

—Vuestra madre es de temperamento fuerte, de la naturaleza del acero, recibe golpes, pero ninguno de ellos la fragmenta. Mi Morayma... —El suspiro le hinchó el pecho, dotándolo de un aspecto avejentado—. Mi Morayma es bien diferente, está hecha de tierra, si llueve se hace barro. Y el barro no soporta demasiada presión, ni siquiera cocido. ¿Me entendéis? —No recibió contestación—. Mi hija sufriría, no sería capaz de sobrellevar la carga que porta vuestra excelentísima madre. Moriría de la pena ante el abandono.

Boabdil se puso en pie, con el porte propio de su sangre real, y, aún con la mano en el pecho y el semblante serio, dijo:

—Yo no soy mi padre, Ali al-Attar. Si lo que necesitáis es la firme promesa de que no repudiaré a vuestra hija ni la cambiaré por esclava o concubina, la tendréis. —Juró con una solemnidad que me erizó los vellos de la nuca—. Quedará recogida si es preciso en las cláusulas de nuestro contrato matrimonial y, si incurro en violación alguna, vuestra hija mantendrá intacto su nombre y regresará a casa con la dote.

En el otro extremo del salón, Aziza y yo contuvimos el aliento, todavía unidas en un abrazo sincero que confundía dónde empezaba una y terminaba la otra. Mi vida estaba a unos segundos de cambiar vertiginosamente para siempre, la decisión corría a cargo del cabeza de familia. ¿Emparentar con el sultán o renegar del posible enlace que nos encumbraría a la esfera del poder?

Mi padre siguió su ejemplo y se levantó para posicionarse a su altura, pero no aceptó la mano que su soberano le había tendido en un gesto de buena fe; hacerlo sería cerrar el trato.

—Aún es joven —se resistió, examinando la oferta encarnada en hombre.

—Está en edad casadera.

Se contradecía a sí mismo en el desesperado intento de protegerme. La mano de Boabdil seguía tendida, a la espera de que la estrechara.

—Vuestra promesa no me es suficiente, mi señor, exijo vuestro compromiso. Esperad hasta que cumpla quince años. Si para entonces no os habéis prometido con ninguna otra mujer y seguís interesado en mi hija, os la entregaré de buena gana.

Boabdil asintió con un gesto exagerado que le clavó la barbilla en el pecho. Me pregunté si le habría desvelado nuestro encuentro fortuito a través de la celosía o si, por el contrario, había depositado ese secreto en el fondo de un baúl, bajo capas y capas de piedras preciosas.

—Os demostraré que no es el capricho vanidoso y pasajero de un sultán.

Una tirante sonrisa se abrió paso en la faz de mi padre, quien sacudió con fuerza la mano estrechada.

—Solo los amores consistentes resisten el paso del tiempo y la separación.

Y así, el gran Ali al-Attar, tras horas dubitativo y una ardua negociación, aceptó que si Boabdil cumplía con su palabra de hombre también cumpliría con la de marido, siendo digno de mi persona. Entonces, y solo entonces, me cedería a él.

Actuamos por impulso. Previendo que la conversación había llegado a término y que la despedida no tardaría en producirse, Aziza y yo nos alejamos del rincón que nos había conferido anonimato e información. Con la prisa mordisqueándonos los pies, ascendimos las escaleras, olvidando que debíamos ser cuidadosas a la par que silenciosas, dejando que nuestras pisadas se oyeran. Me concentré en no trastabillar en los escalones, en huir de los pensamientos que se entretejían como si se hallasen en un telar confeccionando un bonito tapiz, cuyos hilos de distintas tonalidades variaban desde el rojo del amor pasional hasta el negro de la pena. Se habían sucedido acontecimientos vitales en un espacio de tiempo muy corto y todavía no los había digerido.

Mi hermana rebosaba excitación; no habíamos llegado a la algorfa cuando me detuvo de un tirón. Me observaba sonriente y con la estupefacción y la felicidad bailándole en las pupilas dictó la sentencia que definiría mi vida a partir de entonces:

—Morayma, vas a ser sultana.

Habían sellado mi destino.

Capítulo 3

3

13 de junio de 1479

Que en sueños sus ojos aparecieran entre las tinieblas devorándolo todo no era un buen augurio, pero tampoco la más terrible de las pesadillas. Me dejaba acunar por esos dedos que se habían aferrado a la celosía como si fueran la espada perdida de un combatiente en mitad del fragor de la batalla, me mecían entre la somnolencia y la vigilia, transportándome a aguas calmas. Pero yo nunca había visto el mar ni olido su salitre; mi fuero interno era un desierto de piedras que quema los pies de los peregrinos, por eso me ahogaba incluso en marea baja. Despertaba pensando que un día esas manos serían mías, esas pupilas de noche cerrada carente de luminarias serían mías y el pueblo que él gobernaría sería mío. Esa era la menor de mis aspiraciones y la causa de mis muchos desvelos. Hasta entonces había albergado la esperanza de casarme en Loja y trasladarme a la casa de mi nuevo marido, que como muy lejos estaría ubicada en el arrabal de extramuros, protegido por una contundente muralla. Así no tendría que separarme de los míos, pero Boabdil lo había cambiado todo con su sorprendente e inoportuna proposición. Una vez que me un

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