1
El diablo habría huido de allí.
Tamura, no.
El campo de batalla presentaba un aspecto desolador. Los cadáveres yacían desperdigados en el mismo lugar donde habían sido abatidos. El silencio reinaba en el bosque, con los árboles deshojados clamando al cielo y los arbustos espinosos mojados por la lluvia. Ni siquiera el viento se atrevía a silbar.
Faltaban dos horas para que la noche terminara de pintar un escenario aún más macabro. Las ramas de las hayas semejaban garras monstruosas, y la neblina que gravitaba sobre la hojarasca arrastraba olor a muerte, sangre y cenizas.
La mujer saltó del caballo con la misma facilidad con la que una patricia bajaría el escalón de un palacio. Sus botas, por fuera de los pantalones de cuero negro, desaparecieron bajo la bruma reptante. Avanzó unos pasos hacia el suelo tapizado de muertos, con la mano en la espada que llevaba colgada del cinturón; su arsenal lo completaban varias dagas repartidas por todo el cuerpo, un arco y un carcaj.
Los cadáveres le dedicaron miradas acuosas de mudo reproche. Tamura se agachó junto a ellos. Los sombreros puntiagudos, tatuajes en brazos y rostro, las cabelleras largas de las mujeres... Cerca de ella, un magnífico caballo con la garganta cercenada completaba la escena.
No tuvo duda: eran sármatas, como ella.
Caminó entre los caídos en busca de algún enemigo muerto. Comprobó, con tristeza, que además de adultos y caballos también había niños y bebés asesinados. No le extrañó encontrar mujeres. Una sármata debía matar, al menos, a un guerrero enemigo para poder yacer con un hombre. La flecha de una mujer mata igual que la de un hombre. Pero los niños...
¿Qué clase de monstruo asesina a un bebé?
Los cadáveres no llevaban armadura, ni vio cascos por el suelo, ni los caballos iban acorazados. Contó tres carretas quemadas, con restos de aperos de labranza y utensilios para cocinar. Todo apuntaba a que era un clan familiar en busca de un lugar para asentarse. Un clan sorprendido por un ataque desproporcionado y letal. Tamura no fue capaz de adivinar a qué tribu pertenecían. Podrían ser yacigios, como ella, o alanos, o roxolanos... En los últimos tiempos, las tribus se desplazaban por todo el territorio.
Buscó señales que le ayudaran a identificar a los atacantes. Sabía que los romanos habían reforzado su presencia a ese lado del limes. Cruzar la frontera hacia el oeste y atreverse a asediar Aquilea había sido una mala idea de los marcomanos. La ciudad había resistido, y Roma tenía ahora la excusa perfecta para reunir un ejército sin precedentes y demostrar al mundo que con el Imperio no se juega.
Ni un trozo de capa roja, ni un gladius perdido, ni un pilo clavado en la tierra, ni un casco extraviado detrás de un matorral. Tamura examinó el cuerpo de una mujer que abrazaba el cadáver de su bebé. La madre presentaba un orificio en el cuello del diámetro de un dedo. Una herida de flecha. Pero ¿dónde estaba la flecha? ¿Se habían tomado la molestia de arrancarla?
Aquello no le cuadraba.
Siguió caminando entre los muertos hasta que un objeto llamó su atención. Apoyado en un carro volcado, había un estandarte con un capricornio. En otras circunstancias, se habría echado a reír: la tela era un trapo y el carnero parecía pintado por un niño. Tamura conocía los estandartes romanos; hasta había robado alguno para la colección del rey Banadaspo, y eran auténticas obras de arte. Obras de arte que los legionarios defendían con su vida y no abandonaban jamás en el campo de batalla.
Aquello era una burda falsificación. Una prueba incriminatoria dejada a propósito para confundir a cualquiera que no estuviera familiarizado con la parafernalia romana.
Tamura amarró el estandarte en los aperos de su caballo y se dispuso a honrar a los caídos. Amasó un montículo de tierra con las manos, recogió la espada de un sármata cercano y atravesó el montecillo, dejándola clavada en el suelo. Repitió el ritual con cada espada que encontró. Cuando clavó la última, contempló el campo de batalla desde el bosque.
Ahora sí que recordaba a un cementerio.
Ahora sí que los árboles parecían clamar al cielo.
Tamura no tenía tiempo para dar sepultura a sus coterráneos, pero sí para dejar aquella muestra de respeto a los dioses.
Las tinieblas empezaban a devorar la luz del día cuando Tamura oyó un sonido en la lejanía. Zambil, su caballo, pifió, nervioso. Ella lo aplacó con una caricia, se agachó y acercó la oreja al suelo.
Jinetes.
Por el sonido de los cascos, más de cuatro. Puede que diez.
Tamura se encaramó sobre Zambil de un brinco. No tenía estribos, solo una silla basta fabricada en cuero y tela sobre una sudadera de lana. La mujer espoleó al caballo con el talón de la bota y este giró sobre sí mismo, para desaparecer como un fantasma entre los árboles pelados.
Los jinetes que se acercaban eran más de cuatro.
Si solo hubieran sido cuatro, ahora estarían muertos.
Ocho jinetes detuvieron sus monturas ante al vertedero de carne. Aunque iban ataviados con diferentes piezas de armadura romana, su aspecto no era tan imponente como el de los legionarios. Eran tropas auxiliares, soldados de segunda reclutados entre los mismos pueblos que ahora se rebelaban contra Roma.
Gayo Mamerco, el suboficial al mando, era el único romano de la patrulla de reconocimiento. Los demás eran jóvenes dacios, cuya fidelidad se medía en sestercios y su eficacia en combate, en bajas o retiradas. Gayo sorteó el amasijo de cuerpos a base de tirones de riendas. A su espalda, sus hombres comenzaron a murmurar en dacio.
—En latín —les reprendió Gayo, dedicándoles un gesto amenazador con el pilo—. ¿Qué andáis rumiando?
—Son sármatas, domine —informó uno de ellos—. Esas espadas clavadas en la tierra son una señal de respeto a sus dioses.
—Una espada clavada en la tierra también puede significar otra cosa... —murmuró uno de los soldados. Lo hizo tan bajo que Gayo no pudo oírlo.
El suboficial recorrió los árboles con la mirada mientras tranquilizaba a su caballo. Necesitaba silencio absoluto para comprobar que el único ruido del bosque era el de su respiración. Gayo no temía a los muertos, pero sí a los fantasmas de carne y hueso que podrían ocultarse entre el follaje. Decidió desmontar. Al igual que Tamura, se arrodilló para examinar los cuerpos. Sus soldados mantuvieron la posición, con los arcos listos.
Gayo no distinguía demasiado bien unos bárbaros de otros, pero no le quedaba otro remedio que confiar en el criterio de sus soldados. Le extrañó ver hombres y mujeres junto a niños y bebés. Se fijó en las carretas saqueadas. Eran grandes, muy distintas a carruajes de guerra. El romano reconstruyó la escena en su cabeza, y lo que visualizó fue una pequeña caravana tomada por sorpresa por una fuerza muy superior. Por las heridas de las flechas y la disposición de los cuerpos, el ataque se produjo por el flanco derecho.
Giró la cabeza hacia esa zona, donde estaban sus hombres. Detrás de ellos, la arboleda era frondosa. Arqueros emboscados, casi con total seguridad. Los asaltantes reducirían al grupo con flechas para luego acabar con los supervivientes cuerpo a cuerpo.
Si hubo bajas entre los atacantes, los habían retirado del campo de batalla. Al igual que Tamura, Gayo concluyó que aquella carnicería no era obra del ejército romano. Si es que se podía llamar romano al ejército de esos días, compuesto en su mayoría por extranjeros reclutados a la fuerza o engatusados con la promesa de fama y fortuna. Lejos quedaron los días de las legiones conquistadoras. Las de ahora, mucho más mestizas que las de antaño, se limitaban a conservar lo que las antiguas habían ganado.
El ruido de un cuerpo al caer sobre la hojarasca arrancó a Gayo de sus reflexiones. Por el rabillo del ojo, vio huir al caballo de uno de sus arqueros. Un segundo después, otro de los jinetes recibió un flechazo mortal.
—¡Nos atacan! —gritó uno ellos.
Los dacios descabalgaron, protegiéndose tras sus monturas. Con los arcos a punto, buscaban al enemigo entre el follaje. Por mucho que se esforzaron, no vieron nada contra lo que disparar. Una nueva flecha, esta por un flanco, abatió a un tercer soldado. Los dacios entraron en pánico.
Gayo se encontraba entre sus hombres y los atacantes. Su mente funcionó a toda prisa, dudando entre ordenar retirada o instar a sus soldados a avanzar hacia la espesura. Si le identificaban como suboficial, la siguiente flecha llevaría escrito su nombre. La caída del cuarto soldado le aclaró las ideas.
«Tengo que informar de esto en el campamento.»
Impulsado por esa excusa, Gayo hizo girar a su caballo y pisoteó la alfombra de cadáveres al galope. Una flecha se clavó en su espalda mientras se alejaba. Su rostro se crispó de dolor, pero sabía que la herida, en la zona del omoplato izquierdo, no le mataría.
Gayo abandonó a sus hombres. Trató de convencerse de que no eran más que una panda de bárbaros traidores a su patria. Se lo merecían.
Con el alma ungida por el calmante de la mentira, Gayo Mamerco cabalgó rumbo a su campamento. En el claro solo quedaban cuatro soldados vivos.
Tamura apuntó una vez más, pero lo pensó mejor. Se colgó el arco a la espalda y examinó el terreno desde su escondite en la espesura. El sol se apagaba. Descabalgó y espantó a Zambil. Los dacios llamaban a Gayo a gritos.
Se sentían desamparados.
La mujer desenvainó la espada y comenzó a flanquearlos.
Al fin y al cabo, solo eran cuatro.
2
Carnuntum era un pedazo de Roma a orillas del Danubio.
Como muchas otras ciudades del Imperio, nació como un campamento de legionarios. Poco a poco, se fueron adosando edificaciones civiles y militares alrededor de la empalizada de madera. Aquella aldea creció como un ser vivo, expandiéndose y solidificándose hasta convertirse en la capital de Panonia y en el centro de operaciones de la Decimocuarta Legión, la Gémina.
Cuando el emperador Marco Aurelio Antonino Augusto cruzó sus puertas en otoño de 171 después de Cristo, ya era una ciudad fortificada que habría hecho babear de envidia a más de un arquitecto romano.
Los alrededores eran un hervidero de legionarios. El emperador tuvo que atravesar dos campamentos desde el muelle en el que desembarcó antes de llegar a Carnuntum. Diez legiones instaladas alrededor de la capital formaban un océano multicolor de tiendas, estandartes, banderas, carruajes y empalizadas.
Marco Aurelio hizo el recorrido escoltado por la Guardia Pretoriana, soldados de élite con brazos de roca y mirada de acero. Portaba armadura completa y casco emplumado. Sabía que el pueblo se refería a él como sabio y filósofo, y era raro que el pueblo se equivocara. De hecho, le agradaba que se reconociera su condición de gobernante justo e inteligente; pero ahora, desfilando entre decenas de miles de legionarios, Marco Aurelio necesitaba mostrar su lado más castrense.
Alrededor de Carnuntum se reunían ciento veinte mil hombres desplazados hasta Panonia con una sola misión: castigar a las tribus bárbaras que lanzaban incursiones en el lado romano del limes. Una coalición de marcomanos, cuados, vándalos y sármatas que Roma llamaba, simplemente, la alianza marcomana.
Marco Aurelio, erguido en su montura, se prodigaba en saludos a la multitud que lo aclamaba. Junto a él cabalgaba un hombre ataviado con una armadura musculata que imitaba pectorales y abdominales de titán. Su rostro de nariz recta y mentón prominente presagiaba tempestad eterna. Tenía ojos de lobo, siempre entrecerrados, siempre alerta. Era el legado Jano Convector, mano derecha de Marco Aurelio, su más fiel lugarteniente. Su lealtad ciega al césar y su ferocidad en combate le valieron el apodo Puño del Emperador. Otros, menos amables, se referían a él como el «general sin legión». Lo hacían a sus espaldas. Hacía falta mucho valor y mucho vino para decírselo a la cara.
Porque la gran frustración de Jano Convector era no comandar una legión.
Cada vez que atravesaban un campamento, este estallaba en un clamor. La moral de las legiones se elevaba con sus estandartes, las espadas brillaban, las lanzas arañaban el cielo y las gargantas clamaban muerte a los germanos.
La comitiva llegó a la puerta de Carnuntum que daba al Danubio. Los legionarios que la custodiaban vitorearon al emperador desde el adarve de la muralla de piedra. La población civil era un puro rugido, entusiasmada no solo por la llegada de Marco Aurelio, sino también por la protección y el beneficio que les proporcionaba la presencia de las legiones: taberneros, mercaderes, dueños de casas de baños, rameras... todos veían engordar sus bolsas cuando la legión estaba ociosa.
Las calles de Carnuntum eran como las de cualquier ciudad romana. Las residencias, construidas en piedra rosácea, estaban compuestas por edificios con tejados a dos aguas alrededor de patios decorados con flores y buen gusto; el mármol brillaba en las propiedades más lujosas. Los puestos ambulantes se alternaban con establecimientos regentados por comerciantes pudientes, y las tabernas rebosaban actividad. A pesar de la omnipresente amenaza bárbara, la colonia había prosperado a través de los años.
Acompañados de su escolta personal, Lucio Renato y Cato Merino esperaban al emperador en la entrada de la residencia que habían reservado para él y su Guardia Pretoriana. Ataviados con las túnicas más lujosas y las sonrisas más radiantes, los magistrados de la ciudad alzaron a la vez la mano derecha extendida.
—Ave, césar —dijo el mayor de los dos—. Soy Lucio Renato. —A continuación presentó a su acompañante, un hombre rubio, diez o doce años más joven que él—. Y él es Cato Merino. Como gobernadores de Carnuntum, te damos la bienvenida. Es un honor albergarte entre estos muros.
—Confiamos en que esté todo a tu gusto —intervino Cato, con un timbre de voz algo afeminado.
Marco Aurelio les dedicó una sonrisa cansada.
—Estoy seguro de que lo estará —dijo.
Jano descabalgó para ayudar a Marco Aurelio a desmontar. El emperador rechazó el gesto con un ademán y lo hizo sin asistencia alguna. Tenía cincuenta años, y a pesar de estar muy delgado y de tener una salud delicada, podía hacerlo solo. Y más delante del comité de bienvenida.
—Me encantaría conversar con vosotros, pero no he podido descansar bien en el barco —se excusó Marco Aurelio—. Esta noche, cuando esté recuperado del viaje, compartiremos una magnífica cena y nos pondremos al día de los últimos acontecimientos.
—Como desees, césar —aceptó Lucio.
—Será un honor —corroboró Cato, con su voz aflautada—. Si quieres que te mostremos el palacio...
Jano despachó a los magistrados.
—El emperador necesita descansar —dijo, con voz decidida—. Esta noche habrá tiempo para todo. Adiós.
Los magistrados cruzaron una mirada fugaz y abandonaron el patio exterior, murmurando entre ellos. Como políticos que eran, no estaban acostumbrados a la aspereza militar de Jano. El legado sabía que producía ese efecto intimidador en los demás, pero le daba igual. Marco Aurelio le palmeó la espalda.
—Por esto te mantengo a mi lado, y por esto sé que nunca te dedicarás a la política.
El legado acompañó al emperador y a su guardia al interior del recinto. Lo primero que encontraron tras cruzar la entrada fue un patio extenso que precedía a lo que llamaban el palacio imperial, un edificio de tres pisos de altura al que se accedía mediante una breve escalinata. En un extremo del patio estaban las caballerizas, una construcción amplia y baja hecha de madera. Al pie del edificio principal encontraron una docena de esclavos, arrodillados y con la cabeza gacha; delante de ellos había un hombre mayor, que parecía gozar de un estatus superior al resto. Macrinio Vindex, el prefecto de la Guardia Pretoriana, disolvió el comité de bienvenida.
—El emperador os da las gracias —dijo Vindex, espantándolos con palmadas que sonaban como latigazos—. Registrad cada palmo del edificio —ordenó a sus guardias.
Macrinio Vindex lideraba la guardia personal de Marco Aurelio desde hacía algo menos de dos años. Su rostro lucía cicatrices horrendas, recuerdos de la guerra contra los partos. Vindex mantenía una buena amistad con Marco Aurelio, y el emperador lo quería como a un hijo. Cuando eres emperador de Roma, la traición te sobrevuela como buitres a un venado muerto, y Vindex era alguien de fiar.
Mientras la Guardia Pretoriana registraba el interior del palacio, el Puño del Emperador condujo su caballo a las cuadras. Se despidió de su fiel Sagita con una caricia y un abrazo. A Marco Aurelio lo apreciaba, lo admiraba y le sería leal hasta la muerte; a Sagita, lo adoraba. De hecho, era el único ser en este mundo al que Jano Convector amaba de verdad.
—Mañana daremos otro paseo —prometió, besándole el hocico.
Contempló el palacio que sería su hogar durante los próximos meses o años. Los dos pisos superiores estaban plagados de ventanas y balcones, con una barandilla común que rodeaba todos los testeros. En su interior, una escalera central de mármol ascendía a los pisos superiores. Detrás de esta se abría el acceso al atrio interior, que daba a las cuatro alas del palacio. El patio lo presidía un estanque en su zona central y unas galerías laterales flanqueadas por árboles frutales. Bajo el suelo, unos sótanos tan extensos como el propio edificio fueron acondicionados por los magistrados como sala de guerra, almacén y mazmorra. Un muro de ladrillo de doce pies de altura rodeaba el complejo, aislándolo del resto de la ciudad.
Cuando los pretorianos dieron por finalizado el registro, Vindex se acercó a Marco Aurelio, que estaba acompañado por Jano. El informe del prefecto fue breve y conciso.
—La residencia es segura.
—Pues entremos —dijo el césar—. Necesito echarme un rato.
El emperador subió los seis peldaños que le separaban de la entrada principal, seguido por Jano y Vindex. Nada más entrar se dieron de bruces con el que parecía el jefe de los esclavos.
—Domine, mi nombre es Kostas —se presentó, con la mirada clavada en el piso—. Soy el esclavo más antiguo del magistrado Lucio Renato, y estoy aquí para servirte.
—Gracias —contestó Jano por Marco Aurelio—. El emperador lo aprecia. Ahora, condúcenos a sus aposentos.
Kostas, que rondaría los sesenta, compuso un leve gesto de dolor al levantarse. Encabezó la marcha escaleras arriba, seguido del emperador, Jano y Vindex. Su bamboleante forma de caminar le echaba años encima. Los condujo hasta una estancia grande al fondo del ala este del segundo piso. Detrás de la puerta encontraron una sala presidida por un escritorio rodeado de sillas, estantes, arcones y triclinios. A la izquierda, una puerta cubierta con cortinas daba a la alcoba. El mobiliario y los enseres estaban fabricados con materiales nobles. Era evidente que los magistrados no habían escatimado en gastos.
—Espero que todo sea de tu agrado —dijo Kostas.
—Todo está perfecto, Kostas —aprobó Marco Aurelio—. Acepta este regalo de tu emperador.
Kostas no tuvo tiempo de rechazar el presente. Cuando abrió la mano, descubrió dos áureos sobre la palma. Toda una fortuna para un esclavo. El pobre fue incapaz de pronunciar un agradecimiento.
—Disfruta de tu regalo —lo despidió Marco Aurelio—, y cierra la puerta al salir.
Kostas, con la mano aún cerrada sobre sus monedas, obedeció. Marco Aurelio dedicó unos instantes a explorar sus aposentos, abriendo cajones vacíos y puertas cercanas. Jano aprovechó para salir al balcón. Daba al lateral del patio, mucho menos extenso que la explanada frente a la fachada principal. A su espalda, Vindex anunciaba su marcha.
—Marco, con tu permiso, voy a acomodar a la guardia.
—Claro, ve. ¿Vendrás esta noche a la cena con los magistrados?
Vindex resopló. Los políticos le aburrían.
—Si no hay más remedio...
—Vamos a tener un trato muy cercano con esos magistrados —explicó Marco Aurelio—, son la máxima autoridad en Carnuntum.
—Cuando tú no estás —le recordó Vindex, con un guiño.
Justo cuando el prefecto abrió la puerta, un hombre entrado en años, más bien bajo, entró en la oficina de Marco Aurelio. Sin ser gordo, lucía una barriga abultada. Sus mofletes caídos y la expresión pacífica de su boca le otorgaban un aire bondadoso.
—Emperador —saludó desde la puerta—, Jano...
Marco Aurelio le dio la bienvenida.
—Eudor, me alegro de verte. ¿Y mis libros?
—Están descargando tus baúles ahora mismo.
—¿Puedes decirles a los esclavos que suban ya mis artes de escritura? Me gustaría escribir un rato, después de descansar. El viaje por el río ha sido poco inspirador.
Eudor de Atenas sonrió. Conocía bien al emperador y sabía que estaba impaciente por retomar sus escritos. Además de médico y compañero cercano de Galeno, el griego era maestro en filosofía e historia antigua. Junto con otros mentores, Eudor introdujo a Marco Aurelio en las enseñanzas de los estoicos, a los que ambos admiraban.
—Marco Aurelio, Marco Aurelio... —canturreó Eudor, con toda la ironía que era capaz de expresar—. ¿Aún no te has enterado de que estás aquí para hacer la guerra? ¿Qué clase de general eres?
—El peor de Roma, pero tengo a mi mando a los mejores.
—A propósito, ¿cuándo te reúnes con tus legados?
—Mañana. Pero voy a escuchar, más que a hablar. Tengo fe ciega en mis generales, Eudor. Te aseguro que les quitaremos a esos bárbaros las ganas de salir de sus bosques, donde malviven como animales. O los domesticamos o los exterminamos.
—La famosa paz romana —recitó el médico.
—Tú lo has dicho, mi querido Eudor. Paz romana o muerte.
3
Ictis tenía un pacto con el Cíclope. O eso creía él.
Porque era imposible tener un pacto con el Cíclope.
Ictis, delgado y de baja estatura, de brazos nervudos, dueño de una nariz privilegiada que había sobrevivido de milagro a incontables puñetazos y patadas. Ictis, poseedor de un cuello siempre tenso que había escapado a más sogas de las que podía recordar. Ictis, señor de una lengua capaz de convencer a tres incautos para que le siguieran a través de un bosque esculpido por Plutón. Si el averno tuviera jardines, aquel paraje sería uno de ellos. Pero entre sus árboles desnudos, Ictis se sentía como en casa.
Después de dos días y medio siguiendo a quien afirmaba ser el mejor rastreador de Panonia, los romanos a los que había engatusado no hablaban de otra cosa que no fuera matarle. No se fiaban de Ictis, y hacían bien.
Ictis coincidió con ellos en una taberna, a varias millas de Vindobona. Los dos más mayores, Aes y Ramix, eran legionarios licenciados que se denominaban a sí mismos buscadores de tesoros, un eufemismo para no decir que eran saqueadores de campos de batalla. Un joven alto y fornido llamado Merilio guardaba sus espaldas. Después de varias jarras de vino y de un reñido intercambio de anécdotas de tiempos pasados (la mayoría de ellas más falsas que un sestercio de madera), Ictis les reveló la existencia del Cíclope, al que describió como un ser solitario, exiliado en una cueva donde escondía un tesoro acumulado a lo largo de muchos años. Ictis aprovechó que estaban borrachos para instarlos a partir. Al amanecer, lejos del punto de partida y con una resaca de muerte, la lengua embustera del rastreador les aseguró que ya no había vuelta atrás.
Ictis se conocía aquel bosque de memoria. Su atuendo bailaba entre la pena y la risa: sobre sus ropajes andrajosos llevaba una piel peluda rematada con la cabeza disecada de un perro que le cubría la cabeza y los hombros hasta media espalda. Él afirmaba que pertenecía a un moloso, un gigantesco mastín de guerra que un legionario azuzó contra él, años atrás, después de perder a los dados. Según Ictis, el combate entre él y la fiera fue tan épico que el legionario le regaló la piel del perro como trofeo.
Por supuesto, eso nunca pasó.
—¿Falta mucho para llegar? —gruñó Ramix, que hacía años que no echaba de menos las interminables marchas de la legión—. Nos dijiste que el cubil del Cíclope estaba a día y medio de camino y ya llevamos más de dos días andando sin parar.
—¿Te habría parecido buena idea atravesar el campamento cuado que nos cerraba el paso en el valle? —se defendió Ictis, sin dejar de caminar—. Roma está en guerra con ellos, no lo olvides. Si nos hubieran cogido nos habrían dado de comer a sus perros, y seguro que nos mantendrían con vida para que pudiéramos presenciar el festín que se daban con nuestras piernas.
Ramix refunfuñó, pero siguió caminando. Avanzaron un buen trecho, hasta que el terreno se quebró en un descenso complicado, horadado por torrentes secos, matojos espinosos y raíces a medio descubrir. Ictis brincó de raíz en raíz y de roca en roca con agilidad caprina. Una vez abajo, se dirigió a sus compañeros de viaje.
—Venga, sin miedo; el terreno es más seguro de lo que aparenta.
Los romanos intercambiaron miradas de desconfianza.
—Tú primero —pidió Aes a Merilio.
El joven maldijo en voz baja y afrontó el descenso, apoyándose en el astil de la lanza. Colocó el pie izquierdo en una raíz, saltó hacia un montón de hojarasca y resbaló pendiente abajo, acompañado de una avalancha de piedras, hojas, barro y blasfemias. Ictis se acercó para ayudarle a ponerse de pie.
—¿Ves cómo no ha sido tan difícil? —dijo, tendiéndole la mano.
Merilio la rechazó de un doloroso palmetazo.
—Métete la mano donde te quepa —espetó, mientras se levantaba—. Espero que esto merezca la pena y no sea una maldita trampa.
A Ictis se le desorbitaron los ojos, ofendido.
—Merilio, ¿hasta cuándo vas a desconfiar de mí? Si mis intenciones fueran perversas, podría haberos rebanado el cuello mientras dormíais...
—Te quitamos la daga la primera noche, antes de irnos a dormir —le recordó Ramix, que bajaba la pendiente ayudado de manos y pies, con bastante mejor fortuna que Merilio—. No me explico cómo nos convenciste para que te acompañáramos en esta locura. El vino nos jugó una mala pasada. —Una vez abajo, Ramix señaló a Ictis con la lanza—. ¿Por qué no le has robado el oro al Cíclope antes, si sabes desde hace tiempo que lo tiene y vive solo?
Ictis se irguió y adoptó una expresión solemne.
—Puedo ser el mejor rastreador de Panonia, pero yo solo no me atrevería contra el Cíclope, no soy un guerrero —explicó, ajustando la cabeza de perro sobre la suya—. No soy diestro ni con el arco ni con la lanza. Además, confío en vosotros, Ramix, no me preguntes por qué —añadió.
—No será un cíclope de verdad, ¿no? —preguntó Merilio, que andaba mejor de músculos que de entendederas.
—No seas idiota —le gritó Ramix, golpeándole el pecho con el dorso de la mano—. Todo el mundo sabe que los cíclopes no existen.
—Ramix tiene razón —corroboró Ictis—. El Cíclope es fuerte, muy fuerte... pero entre los cuatro podremos con él. Miraos, sois una partida de caza fabulosa.
Aes, que iba armado con un arco, decidió iniciar el descenso deslizándose pendiente abajo sobre sus posaderas. Al llegar abajo, también se encaró con Ictis.
—¿Sabes qué, vándalo? Como todo esto sea un cuento, te despellejaré, pondré tu piel encima de la de ese perro de mierda que llevas en la cabeza y te clavaré en el primer huerto que encuentre, de espantapájaros.
—¡Eh, eh, tranquilidad! —exclamó Ictis, mostrando las palmas de las manos en gesto de paz—. Y no te equivoques, no soy vándalo. Al menos, ya no. Ahora soy ciudadano romano, como vosotros.
—Y una polla —escupió Merilio, que andaba rebuscando en su morral—. Espero que este viaje no se alargue mucho, ya nos queda poca carne seca.
—¿Ese es el problema, la comida? —preguntó Ictis, con los brazos abiertos—. Puedo localizar una presa en un momento. Esperad un segundo, os lo demostraré...
Ictis se agachó y recorrió unos metros a cuatro patas. Palpó el suelo, se puso en cuclillas y agarró una masa de excrementos que ocupaba media mano.
—¿Veis? Es de un venado. —Para desmayo de sus compañeros, rompió la mierda en dos y la mordió—. Es fresca, no hace ni media hora que pasó por aquí —dedujo, hablando con la boca llena—. Las huellas siguen por ahí. —Señaló un punto a su derecha—. ¿Lo localizo y lo cazáis?
—Dioses, qué asco —logró pronunciar Ramix, entre arcadas—. Eres el ser más repulsivo que he conocido jamás.
Aes le hizo un gesto a Merilio con la ceja. Este desenfundó la espada y colocó la punta bajo la barbilla de Ictis, que ni siquiera tuvo tiempo de incorporarse. El explorador bizqueó al mirar la hoja. Aes se acuclilló a su lado y habló en voz baja. Su tono era tranquilo, pero amenazador.
—Basta de tonterías. ¿Cuánto falta para llegar a la guarida del Cíclope?
—Ya casi hemos llegado —balbuceó el rastreador, cuya nuez subía y bajaba al ritmo del miedo—. Está a unas tres millas de aquí.
—Más te vale —dijo Aes—, o te arrancaré esa lengua embustera de comemierda.
—De acuerdo, de acuerdo —repuso Ictis.
—Venga, camina —ordenó Merilio, que rubricó la orden con un pinchazo que arrancó a Ictis un quejido de dolor.
El terreno delante de ellos no era mucho mejor del que acababan de bajar. La ladera descendía entre árboles retorcidos, matorrales espinosos y hojarasca mojada que resbalaba como si estuviera regada con aceite. Ictis avanzaba como si paseara por la vía magna, pero los demás tropezaban y se deslizaban cuesta abajo, jurando sin parar y atesorando una generosa colección de arañazos y moratones. Después de un buen rato de atravesar una espesura siniestra, Ictis los detuvo con un gesto de la mano.
—Esperad —susurró.
Habían llegado. Aunque aún no estuviera a la vista, la guarida del Cíclope se encontraba en la hondonada que se extendía detrás de los matorrales que tenía frente a él. Ictis cerró los ojos y se concentró en los olores del bosque, hasta localizar el que buscaba. Giró la cabeza hacia la brisa que lo arrastraba. Su oído se transformó en el de un lobo. Oía las ráfagas de aire, cada crujido de las hojas, el cimbrear de las ramas...
La respiración agitada de los tres hombres detrás de él.
Y el bronco aliento que acompañaba el hedor que despedía el Cíclope.
No estaba en su guarida. Estaba fuera, acechando.
—Seguidme, muy despacio —susurró Ictis.
El Cíclope se acercaba, pero solo él podía oírlo. Ictis avanzó hasta dejar atrás los matorrales y llegar a un claro de unos cuarenta pasos de diámetro. El bosque se cernía a su alrededor como una bestia multiforme y torturada. Al pie de una colina pedregosa, se abría una caverna que semejaba la boca de un anciano decrépito en su último estertor.
Pero lo más terrorífico era el suelo.
Huesos. Muchos huesos.
«Acuérdate de nuestro trato, Cíclope», rezaba frenético Ictis, que sudaba como si estuviera en unas termas. «Acuérdate de mí.»
—¿Qué cojones es esto? —gruñó Ramix, contemplando el osario con ojos desencajados—. ¿Dónde coño nos has traído?
Había osamentas de bestias y hombres, incluso algún que otro esqueleto completo. Algunos conservaban parte de sus ropajes, desgarrados y descoloridos por el paso de las estaciones. Había cascos oxidados y piezas de armadura. Un poco más allá, vieron un cadáver reciente devorado hasta los huesos. Un enjambre de moscas se elevó en el aire, adoptando la forma corpórea del hedor nauseabundo que flotaba en aquel claro de muerte.
«Acuérdate, Cíclope. Soy tu amigo...»
De repente, para sorpresa de Aes, Ramix y Merilio, Ictis cayó fulminado al suelo.
—¡Qué! —exclamó Aes, acercándose al cuerpo inerte del vándalo; le propinó una patada, pero no reaccionó—. Levanta, ¿qué broma es esta?
Ninguno de ellos vio al Cíclope saltar sobre Merilio y degollarlo de un golpe. De la arteria cercenada brotó una fuente roja, entre jirones de carne desgarrada. Ramix, asustado, retrocedió tres pasos, tropezó con los restos de un ciervo y cayó de espaldas al suelo. Para su desgracia, la lanza se le escapó de la mano al caer. El Cíclope clavó su único ojo en él y cargó como un ariete.
Aes tensó el arco, apuntó y disparó antes de que fuera demasiado tarde. La flecha rebotó en la armadura metálica que cubría la voluminosa anatomía del Cíclope. A Ramix, en cuclillas, le faltó tiempo para recuperar la lanza. Las tres púas afiladas que remataban el casco de aquella mole lo ensartaron. No tardó ni tres segundos en morir.
La segunda flecha de Aes no llegó a salir del carcaj. Ictis le agarró los tobillos, rodó sobre sí mismo y lo hizo caer al suelo. El Cíclope pasó por encima del rastreador, que volvió a quedarse inmóvil, sin respirar. La sangre de Aes le salpicó como si alguien le hubiera tirado una jarra de vino a la cara.
«Respeta nuestro trato, Cíclope», repetía Ictis para sus adentros, con los ojos muy cerrados. Olía al monstruo a dos palmos de su cara. Olía la sangre. Oía sus gruñidos mientras devoraba a Aes. «Para ti la carne, Cíclope... para mí el botín.»
Después de unos minutos eternos, el Cíclope arrastró el cadáver de Aes hasta su cueva. Ictis maldijo a los dioses: la bolsa de Aes había pasado a engrosar el tesoro del Cíclope. El vándalo no tuvo más remedio que conformarse con las de los otros dos. Cuando la hondonada quedó en silencio, Ictis se incorporó.
Arrancó la bolsa de monedas del cinturón de Merilio sin hacer ruido, la sopesó y torció el gesto: había obtenido mejores botines en el pasado. A continuación, se dirigió al cadáver destripado de Ramix. Su bolsa era algo más abultada que la de Merilio, pero ni punto de comparación con la que el Cíclope se había llevado junto con el cuerpo de Aes. Como compensación, Ictis también se llevó la lanza de Ramix. No es que supiera usarla, pero seguro que podría sacar un buen precio por ella.
El explorador se echó al hombro el morral con la comida y un par de pellejos de agua. Una vez equipado para el viaje de vuelta, se volvió hacia la cueva del Cíclope.
—Gracias por respetar nuestro pacto, viejo amigo. Hasta el año que viene. —Dio unos pasos hacia la vereda por la que habían llegado y echó la vista atrás por última vez—. Para la próxima, hazme un favor: llévate al más pobre.
Ictis se ajustó la piel del perro y emprendió el camino de regreso a la civilización. Mientras rodeaba los barrancos por los que había descendido, se dijo que aún no iría a Vindobona, y eso que hacía tiempo que tenía ganas de conocer la ciudad. Según decían, las legiones se reunían alrededor de Carnuntum. Con el dinero que acababa de reunir, podría comprar ropajes nuevos, comer caliente y dormir bajo techo durante tres o cuatro meses.
Enseguida rechazó ese pensamiento. Se conocía demasiado bien.
Comería una vez hasta hartarse. Bebería hasta perder la sensatez y se jugaría hasta el último sestercio, como hacía una y otra vez, sin poder evitarlo. Lo peor es que tendría que esperar a que pasara el invierno para conducir a algún otro incauto hasta el Cíclope.
Tendría que buscarse la vida hasta que pasara el invierno.
Y cuando se derritiera la nieve, rezaría para que el Cíclope respetara el pacto que no tenía con él.
4
Los dos generales que llegaron al palacio imperial de Carnuntum lo hicieron sin escolta, envueltos en un halo de invulnerabilidad. Sus corazas, metálicas y brillantes, reflejaban el entorno como si fueran espejos. Sus cascos lucían esmeraldas incrustadas, sus escarcelas eran de cuero blanco y las capas, rojo sangre con bordados de oro. Ambos portaban espadas enjoyadas, vestidas con fundas de madera noble y remates de plata.
Pero había algo que resplandecía más que su atuendo.
Su reputación.
El más alto era Tiberio Claudio Pompeyano, gobernador de Panonia Inferior y yerno del emperador. Le acompañaba Publio Helvio Pertinax, legado de la Primera Legión, Adiutrix, puede que el general más famoso del Imperio por haber liberado las provincias de Recia y Nórico de los invasores bárbaros.
El año anterior, Bellomarius, un caudillo marcomano, logró reunir una fuerza lo bastante grande para derrotar a veinte mil legionarios romanos cerca de Carnuntum. Enardecidos por la victoria, una marea de jinetes se abrió paso a través de las ciudades de Scarbantia, Sabaria, Poetovio, Celeia, Emona... No se detuvieron hasta llegar a los muros de Aquilea, al norte de Italia. El ataque a la ciudad fue la gota que acabó con la paciencia de Marco Aurelio. Los invasores habían llegado demasiado lejos, en el sentido más literal de la expresión.
Y también cometieron un grave error.
Mientras Aquilea resistía el asedio, Marco Aurelio tuvo tiempo para reunir un ejército de veinte mil hombres para expulsar a los invasores. Al tiempo que avanzaba por el suroeste desde Roma, otra fuerza, esta liderada por Tiberio Claudio Pompeyano, se dirigió a Aquilea desde el noreste para cortar la retirada a las huestes de Bellomarius.
Publio Helvio Pertinax formó parte de ese ejército constituido por cuatro legiones. Los bárbaros, conscientes de su inferioridad, saquearon Aquilea a toda prisa y se retiraron a sus campamentos de Recia y Nórico, donde se dispersaron para escapar de los romanos. Aquella maniobra evasiva frustró sobremanera al emperador y a sus generales, que no podían soportar la idea de que Bellomarius saliera indemne de una afrenta tan grave.
Pero lo que más indignó a Marco Aurelio y acrecentó su odio a los bárbaros fue el mensaje que recibió de los mandatarios germanos, que culpaban de la invasión a unos rebeldes que, aseguraban, ya habían sido castigados por sus felonías. Aquella desfachatez propició que Marco Aurelio decidiera darles un escarmiento.
La fase inicial del castigo fue enviar a la Primera Legión a liberar Recia y Nórico, algo que Pertinax hizo con gran eficacia. Pero Bellomarius seguía libre, y eso el emperador no estaba dispuesto a tolerarlo. Por ello Marco Aurelio decidió reunir diez legiones en Carnuntum. Su objetivo: acabar con Bellomarius e impedir que una invasión como la de Aquilea volviera a repetirse.
El centurión de guardia condujo a Tiberio y Pertinax hasta el segundo piso, donde se encontraban los aposentos de Marco Aurelio. Pertinax sonrió al identificar a una figura pequeña y barriguda al final del pasillo, que parecía comentar algo con los pretorianos apostados en la puerta del emperador.
—Pero ¿a quién tenemos aquí? —exclamó el general, yendo a su encuentro—. El gran Eudor de Atenas. Por los dioses, qué alegría verte.
Ambos se palmearon los hombros, para luego abrazarse.
—Mi joven Pertinax —dijo el médico; al igual que su antiguo alumno, estaba feliz de verlo—. Bueno, ya no tan joven. ¿Cuántos tienes ya?
—Cumplí cuarenta y cinco en agosto, me hago viejo. —Pertinax le presentó a su acompañante—. ¿Conoces a Tiberio Claudio Pompeyano?
—Asistí a su boda con Lucila —recordó Eudor, refiriéndose a la hija de Marco Aurelio, que se casó con Tiberio tras la muerte de su esposo, el emperador Lucio Vero—. Es un orgullo conocer al legado de Panonia Inferior.
—Aquí solo soy un general más —repuso Tiberio, con humildad.
Eudor se volvió de nuevo hacia su antiguo alumno.
—Felicidades por tu campaña en Recia y Nórico —dijo—. También oí que rechazaste a los marcomanos en Brigetio.
—Sí. Esos cabrones están por todas partes.
—¿Y cómo te fue en el Senado de Roma? —quiso saber Eudor—. ¿Te sirvieron de algo mis enseñanzas?
Pertinax puso los ojos en blanco y miró a su alrededor, comprobando que no había soldados ni civiles cerca.
—Menos mal que estalló la guerra y tuve que venir para acá —rezongó—. Prefiero pelear con los marcomanos que bregar con los senadores. Me odian, Eudor, seguro que hacen sacrificios a los dioses para que una flecha germana me deje clavado aquí. Ya sabes cómo funciona esto: sonrisas visibles y dagas ocultas. A todo esto, ¿y Marco Aurelio? ¿Sigue escribiendo esas memorias suyas? —preguntó Pertinax.
—Ya lo creo —dijo Eudor, elevando las cejas—. Sus meditaciones, las llama. Guarda dos copias en Roma y lleva una con él a todas partes. Ese maldito arcón pesa más que el del tesoro —rio—. Está deseando organizar las expediciones de castigo para volver a enfrascarse en ellas.
—Lo cierto es que Roma está en deuda contigo y con el resto de sus mentores —sentenció Tiberio—. habéis formado a un emperador inteligente, culto, justo y benévolo.
Eudor torció el gesto.
—Hay algo con lo que no es tan benévolo —advirtió—. El asedio a Aquilea instauró en su alma un odio hacia los bárbaros impropio de él. Todo lo entiende, todo lo tolera, todo lo perdona... menos a las tribus germanas.
A Pertinax le extrañó aquel hecho. Conocía bien a su amigo y le costaba imaginarlo odiando a alguien. Marco Aurelio podía ser implacable, pero siempre dentro de los límites de la justicia y la piedad.
—¿Tan fuerte es la aversión que siente hacia ellos? —preguntó.
—Es como si su mente hubiera dibujado una idea distorsionada de ese pueblo; los ve como monstruos irracionales, sin sentimientos. Si por él fuera, los crucificaría a todos sin juicio previo.
—Estoy seguro de que obrará con justicia cuando llegue la hora de la verdad —apostó Tiberio, que conocía la forma de actuar de su suegro—. Lo de Aquilea nos indignó a todos; y más nos indignó no poder aplastarlos del todo en Recia y Nórico. Esos zorros saben cómo desaparecer cuando las cosas se ponen feas.
—Para eso estamos aquí, para darles el golpe de gracia —alardeó Pertinax, que cambió de tema—. ¿Han llegado los demás generales?
—Sois los primeros —respondió Eudor, que giró la cabeza al oír abrirse las puertas de la oficina—. Ahí sale el tribuno con el que despachaba. Entremos —dijo, impidiendo que se cerraran.
El tribuno Marco Bassaeo Rufo saludó a los generales y pasó de largo. Los cuatro guardias de la puerta se cuadraron ante ellos. Marco Aurelio estaba sentado frente a una mesa llena de rollos de papiro en blanco, tinteros, cálamos y velas apagadas. A su izquierda, un balcón abierto dejaba entrar la luz diurna a raudales. Detrás del emperador, una estantería de compartimentos romboides, a rebosar de pergaminos, ocupaba casi toda la pared. Dos estandartes la flanqueaban: el escorpión de la Guardia Pretoriana y el capricornio de la legión residente en Carnuntum, la Decimocuarta Gémina. Marco Aurelio estaba inmerso en sus escritos, y eso que no hacía ni veinte segundos que el tribuno había salido por la puerta. Eudor atrajo su atención llamando dos veces con los nudillos.
—Marco Aurelio, tienes visita.
El emperador levantó la vista, esbozó una sonrisa sincera y se levantó a la vez que devolvía el cálamo al tintero. Se acercó a los generales y los abrazó. Eudor se quedó un poco atrás, disfrutando del encuentro.
—Qué alegría veros —dijo—. Por Júpiter, oléis a victoria.
—Y ojalá sigamos oliendo así cuando esto acabe —repuso Pertinax, riendo—. Mis legionarios se mueren de ganas de patear culos bárbaros, y eso que muchos de ellos son germanos.
—Quien cata el modo de vida romano es romano de por vida —sentenció Marco Aurelio—. Los marcomanos de Bellomarius son tan salvajes que no pueden entender el progreso que les ofrecemos. —Se volvió hacia Tiberio y lo agarró con suavidad por los hombros—. Tiberio, Tiberio... No te veía desde la boda.
—Solo nos queda tiempo para la guerra, Marco —dijo el general.
Pertinax se colocó entre ambos y abrió las manos, como si no entendiera nada.
—Espera, espera... ¿no llamas a tu suegro padre? ¿Qué desfachatez es esta?
Marco Aurelio y Tiberio se echaron a reír. Eudor sacudió la cabeza desde su posición, junto a la entrada. Él los veía aún como jovenzuelos picándose entre ellos con chanzas.
—Según mis cálculos, tendría que haber engendrado a este zoquete con tres años —exclamó el emperador—. Si algún día osa llamarme padre delante de alguien, le enviaré a Egipto para que se le terminen de tostar los sesos.
Tiberio dio dos pasos atrás para examinar al emperador de arriba abajo. Entre ellos no solo existía un vínculo familiar por su matrimonio con Lucila, también compartían una antigua amistad y una lealtad a prueba de maremotos políticos.
—Te veo muy bien, amigo —observó Tiberio—. Hasta pareces más joven.
—Los cuidados de Eudor —respondió Marco Aurelio—. Entre Galeno y él, o me matan, o me hacen inmortal.
—¿Sabes cuándo llegarán los demás generales? —preguntó Pertinax.
—Tienen que estar al caer —respondió el emperador.
Pertinax se acercó a una mesa baja y se sirvió una copa de vino de una jarra que había en ella.
—Los bárbaros llevan años desarrollando una red de espionaje mucho más sofisticada de lo que creemos —comentó—. Me gustaría ver la cara de los caudillos cuando reciban el informe de sus espías y conozcan el despliegue que tenemos ahí fuera. Si yo estuviera en su lugar, me rendiría sin pensarlo.
—La rendición es una posibilidad que tenemos que contemplar —apuntó Tiberio—. ¿Cómo gestionarías una rendición sin lucha, Marco?
El emperador le dedicó una sonrisa enigmática.
—¿Me permites que te lea algo que escribí hace unos días?
—Adelante.
Marco Aurelio rebuscó en uno de los compartimentos romboidales de la estantería, sacó un papiro y lo desenrolló.
—Perseguir lo imposible es propio de locos; pero es imposible que los necios dejen de hacer necedades.
Pertinax levantó la copa hacia Marco Aurelio, sin estar demasiado seguro de haber entendido bien lo que acababa de escuchar. A pesar de haber recibido una educación parecida a la de su amigo, el general acabó siendo un hombre de armas sencillo, mundano, con la espiritualidad justa para dedicar un sacrificio a los dioses y permitirse alguna que otra superstición antes de cada batalla. Entender o no al sabio le daba igual. Quería a Marco Aurelio como si fuera de su propia sangre, y eso le bastaba. Tiberio, en cambio, se quedó unos instantes interrogando al emperador con la mirada. Viendo que este seguía con los ojos clavados en él, sin pronunciar palabra, decidió preguntarle.
—¿Qué has querido decir con esa reflexión, Marco?
El emperador enrolló el papiro muy despacio, recreándose en el gesto.
—Lo que quiero decir, querido yerno, es que los bárbaros no se rendirán sin luchar.
Una voz sonora interrumpió la reunión. En la puerta, descubrieron el rostro adusto de Jano Convector.
—Los demás generales han llegado.
5
El Bastión de Banadaspo era lo más parecido a una ciudad que pudiera encontrarse en territorio yacigio. Estaba ubicado a más de doscientas cincuenta millas del limes, a orillas del río Tisza, rodeado por una empalizada de troncos que imitaba, en cierto modo, a los castros romanos. En sus torres de madera, centinelas armados vigilaban con celo los alrededores. Al estar tan lejos de la frontera, los habitantes del Bastión vivían su día a día con cierta tranquilidad, a pesar de que corrían tiempos extraños por todas partes.
Tamura llegó al trote desde el oeste, con su cabello negro ondeando como un estandarte de batalla. Zambil, su caballo tordo apizarrado, casi azul, iba cargado con cuatro alforjas donde la guerrera llevaba sus enseres para acampar, su equipo personal y el botín que a veces obtenía durante sus viajes.
Uno de los centinelas reconoció a Tamura a un cuarto de milla de distancia. El soldado, un joven que aún no había cumplido los diecisiete, sintió un cosquilleo en el estómago cuando anunció su nombre a gritos.
—¡Tamura de los Cuarenta! ¡Viene Tamura de los Cuarenta!
Un grupo grande de niños persiguió al caballo en cuanto cruzó las murallas del asentamiento. Los hombres y mujeres que la veían pasar la saludaban por su nombre y alzaban las armas en señal de camaradería. Junto a las casas había cercados repletos de ovejas y vacas, caballos atados a postes, y carros que parecían listos para partir en cualquier momento.
Tamura detuvo el caballo frente a la casa del rey. La residencia de Banadaspo era como el resto de las chozas del Bastión, aunque mucho más grande. Estaba edificada sobre una base de piedras sobre la que se alzaban muros fabricados con troncos. La cubierta la formaba un tejado irregular que habría hecho que un arquitecto griego o romano se echara a la bebida para olvidarlo. Lo importante era que protegía el interior de la lluvia, y para Banadaspo —y para la inmensa mayoría de los sármatas—, el lujo superfluo era cosa de débiles.
Una adolescente bajita y pelirroja, vestida con una cota de escamas de metal y trozos de hueso, salió a recibir a Tamura. La guerrera bajó del caballo y le dedicó una sonrisa que iluminó su rostro hasta el punto de hacerla parecer una persona distinta.
—Me alegro de verte, Valia —la saludó Tamura, palmeándole el hombro—. ¿Sigues con tu entrenamiento como espía guerrera?
—Soy la mejor de mi grupo —contestó Valia, que rondaría los quince años—. Banadaspo ya me deja hacer guardia en palacio.
—¿Y qué tal con el arco?
—Se me da bien. Últimamente soy yo la que caza para el rey.
Tamura lo aprobó con un alzamiento de ceja.
—Ya veo... ¿Y hombres? ¿Has matado alguno?
—No hay nadie a quien matar —refunfuñó Valia, con fastidio—. La cosa se ha vuelto muy aburrida desde que dejamos de hostigar a los romanos.
—Entre tú y yo: tienes razón. Seguro que vendrán días mejores.
La cría sonrió.
—Me gustaría llegar a ser como tú —confesó Valia, que sentía una profunda admiración por Tamura—. Ser espía del rey, además de una guerrera temible. Seguro que tus enemigos se cagan encima cuando te ven.
Tamura no pudo evitar reírse.
—Dale de beber a Zambil, anda —le pidió a Valia, pasándole las riendas del caballo—. Y si quieres ser como yo, ya sabes: entrena mucho con las armas y estudia latín y griego hasta hablarlo como uno de ellos.
—Ya casi domino la lengua de los romanos. —Lo dijo en un latín mejor que el de muchos legionarios—. El griego, un poco menos.
—De todos modos, sigue practicando. —Tamura señaló la puerta de la residencia del rey—. ¿Está Banadaspo?
—Sí. Entré hace un rato y estaba adormilado. —Valia se acercó el pulgar a la boca, simulando beber—. Últimamente le da demasiado al vino, se aburre mucho. Como todos nosotros —añadió.
Tamura sacó el falso estandarte romano de los arreos de Zambil y dejó que Valia se lo llevara al abrevadero. La espía la miró mientras se alejaba. Quería mucho a aquella pequeñaja, más de lo que nadie pudiera imaginar. Le recordaba tanto a ella... Pero Tamura no guardaba buenos recuerdos de su adolescencia. A los dieciséis, ya asesinaba romanos y guerreros de tribus rivales, y empleaba el poco tiempo libre que le quedaba en estudiar todo aquello que pudiera serle útil para hacerse pasar por una ciudadana romana de clase alta.
Abrió las puertas del salón. Las paredes, forradas de pieles y tapices para aislar el interior del frío, exhibían trofeos de caza y alguno que otro de guerra, como un par de estandartes romanos que aún conservaban manchas de sangre. Estandartes muy diferentes a la burda imitación que había recogido días atrás. Unos bancos de madera adosados a las paredes servían de asiento para asambleas y audiencias. Al fondo, repantigado en su trono de haya y con la cabeza apoyada en el puño, dormitaba Banadaspo.
El rey yacigio tenía unos treinta y cinco años, era fuerte y de facciones hermosas, a pesar de las cicatrices que surcaban su rostro. Para un sármata, las heridas de guerra eran los mejores tatuajes, los más legítimos. Como el resto de su pueblo, el rey también tenía brazos, piernas, pecho y cuello tatuados. Tamura, como espía guerrera, los tenía prohibidos, ya que le imposibilitarían hacerse pasar por una patricia romana en caso de que la misión lo requiriera. La estancia, provista de candelabros y braseros, hacía brillar la piel del rey con reflejos anaranjados. Banadaspo abrió un ojo cuando Tamura iba por mitad de la sala. No había hecho ruido, pero su sexto sentido lo sacó de su adormecimiento. Al llegar frente al trono, la mujer se arrodilló.
—Levanta, Tamura de los Cuarenta —dijo Banadaspo, posando la mano en la mesa que tenía junto al trono; sobre ella había una vasija de vino, fruta y un cuenco que contenía cecina de vaca—. Bebamos juntos para celebrar tu regreso. —El rey reparó en el estandarte que traía la mujer y lo señaló con cara de preocupación—. ¿Qué es eso? Te dije que no atacaras a los romanos.
La exploradora le pasó el estandarte.
—Hay órdenes que son difíciles de obedecer —gruñó Tamura, mientras llenaba la jarra del rey y se servía otra para ella—. ¿No notas nada raro en esa cosa?
Banadaspo manipuló el estandarte como si lo acabaran de sacar de una letrina. Notó la diferencia en cuanto lo comparó con los que había detrás de él.
—Dime que han crucificado a quien ha fabricado esta mierda...
—Hace dos semanas, a varias millas al este de Intercisa, encontré los restos de una caravana sármata. Todos muertos, ni un solo superviviente; los habían rematado a todos. No estoy segura de a qué tribu pertenecían. —Tamura dio un sorbo al vino y miró al rey a los ojos; Banadaspo vio en ellos una mezcla de rabia y tristeza—. Había niños y bebés entre los muertos. Por los carros, la indumentaria y las armas que portaban, no iban preparados para la guerra; más bien se trataba de un clan familiar en busca de un lugar donde asentarse. El ataque los pilló por sorpresa, y fue desproporcionado y devastador.
—¿Quién es capaz de asesinar a un bebé? —Banadaspo no pudo disimular su horror; lo normal era respetar la vida de los niños, aunque fuera para adoptarlos y convertirlos en guerreros. Muchos niños arrancados de los brazos de sus madres después de una batalla habían sido criados como sármatas sin saber que no lo eran—. ¿Tienes idea de quiénes lo hicieron?
—No dejaron ni una flecha, ni una pieza de armadura, ni cualquier otra cosa que pudiera servirme de pista... aparte de esa falsificación. Los que la dejaron querían que la encontraran —afirmó.
El rey arrojó el estandarte al suelo.
—¿Para qué querrían dejar esta mierda en un campo de batalla?
Tamura lo tenía muy claro.
—Quien dejó ese estandarte quería culpar a los romanos del ataque. Justo había terminado de honrar a los muertos cuando oí caballos a lo lejos. Me alejé de allí, pero me hervía la sangre y regresé. Encontré una patrulla romana en el claro, examinando los cadáveres. Parecían tan sorprendidos como yo.
Banadaspo adivinó lo que sucedió después. Conocía demasiado bien a Tamura.
—Los mataste, ¿verdad?
—Necesitaba sangre, Banadaspo. Tú no viste a esos niños...
—Pero no crees que lo hicieran los romanos...
—En ese momento, me dio igual si eran culpables o no —reconoció Tamura—. Eran romanos... —Agachó la cabeza—. Lo lamento, Banadaspo.
El rey golpeó el reposabrazos del trono con el puño. Si bien el gesto era de disgusto, la expresión de su rostro no reflejaba furia. Al menos, no demasiada.
—Tamura, no nos conviene llamar la atención de los romanos.
—Tranquilo, murieron sin saber quién los mató —aseguró ella.
Banadaspo se puso a pasear por el salón. Se le veía preocupado.
—Emisarios del rey Zántico han informado de ataques parecidos en su región —comentó Banadaspo, refiriéndose al otro rey de los yacigios, bastante más joven y mucho más belicoso que él—. Zántico afirma que los que atacan a los nuestros son romanos, pero esta prueba y tu testimonio me hacen dudar —reconoció, señalando el estandarte falso.
—Los romanos son el enemigo, no Zántico —sentenció Tamura, en un tono que al rey le sonó insolente. Aun así, se lo pasó por alto.
—Estoy en una posición difícil —comenzó a decir el rey—. Los yacigios no apoyamos la campaña de Bellomarius cuando cometió la locura de atacar al Imperio. Hemos combatido contra los romanos durante mucho tiempo, y si hay algo que he aprendido de ellos es que, si no se les molesta, te dejan en paz. No te equivoques —advirtió; a pesar de que Tamura lo escuchaba en silencio, la mirada de la mujer hablaba por sí sola—, no me gustan los romanos, pero no podemos permitirnos más pérdidas. Tenemos que ser fuertes, permanecer unidos, y seguir creciendo para aplastarlos si algún día quieren ampliar sus fronteras a costa de nuestros territorios. Solo de esa forma podremos acabar con Roma, pero no hoy.
—Sabes que muchos de los nuestros cuestionan tu liderazgo por eso, ¿verdad?
—Claro que lo sé, y Zántico se aprovecha de ello. Ese mozalbete no me perdona no haber firmado una alianza con los marcomanos. ¿Para qué? Mira lo que le ha sucedido a Bellomarius: al final ha tenido que huir con el rabo entre las piernas. Por fortuna, Zántico no se embarcó en una campaña militar por su cuenta, eso nos habría llevado al desastre. Al menos, por ahora, los yacigios seguimos unidos. —Banadaspo hizo una pausa para dar un trago al vino—. Pero hay otra mala noticia procedente de nuestros espías en el oeste. Una que podría afectarnos.
Tamura observó a Banadaspo. Cada vez que veía a su rey, este le parecía más viejo. Soportar la responsabilidad de cuidar de cincuenta mil almas estaba acabando con su juventud.
—Por culpa del imbécil de Bellomarius, un ejército como nunca hemos visto antes se reúne alrededor de Carnuntum. Se rumorea que son diez legiones completas, con maquinaria de guerra y una flota atracada en el río.
Tamura detuvo la jarra a mitad de camino de la boca.
—¿Diez legiones? Eso son más de cien mil soldados —calculó.
—Por ahora no sabemos qué pretenden. Puede que solo estén aquí para represaliar a Bellomarius, pero me asusta que después de derrotarlo decidan ampliar el limes y vengan a por nosotros.
—¿Qué harías, en ese caso?
—Lo mejor sería actuar antes de que eso suceda. Los ánimos de Roma están encendidos, y el emperador querrá demostrar al mundo que es una insensatez atacarle en su territorio. —Banadaspo hizo una pausa—. Lo ideal sería enviar ahora un emisario a Carnuntum, alguien al que no le corten la lengua en cuanto empiece a hablar. Alguien preparado, resolutivo... que hable latín a la perfección y que pueda pasar por uno de ellos.
—¿No tienes a nadie desplegado en Carnuntum que pueda tantear el terreno para una conversación de paz? —preguntó Tamura, que veía la flecha apuntada entre sus ojos.
Banadaspo negó con la cabeza.
—Ni son tan habilidosos, ni están lo bastante preparados para enterarse de qué se cuece en las esferas más altas. Conoces a algunos de ellos, y conoces sus límites.
Sus miradas se enfrentaron durante unos segundos de interminable silencio que Tamura quebrantó dando en el clavo.
—Quieres que yo me encargue, ¿verdad?
El rey se plantó frente a Tamura. La conocía desde niña. Él mismo había supervisado su entrenamiento y confiaba más en ella que en sí mismo. Qué demonios, en cualquier otro momento, le habría cedido la corona sin dudarlo. Pero si lo hacía, la paz con Roma sería innegociable.
—No me queda otro remedio —dijo Banadaspo, apoyando una mano paternal en el hombro de Tamura—. Solo tú eres capaz de llegar a donde yo quiero llegar. Necesito que te infiltres en la ciudad y te ganes la confianza de alguien capaz de hacerle llegar al emperador una oferta de paz en mi nombre.
—¿Y qué pasa con las demás tribus? —quiso saber Tamura. Los sármatas eran un pueblo guerrero, y le preocupaba que una petición de paz fuera mal vista por los otros reyes—. Ya sabes que Zántico estará en tu contra. ¿Y los demás?
—No soy nadie para interferir en las decisiones de los alanos y los roxolanos. Si sus reyes quieren guerra, allá ellos, pero que no me pidan ayuda ahora. Expulsaremos a los romanos de nuestras tierras cuando estemos preparados, Tamura, te lo prometo... pero después del desgaste que hemos sufrido en guerras pasadas, sería una locura enfrentarnos al ejército que se está reuniendo en Carnuntum. Si me das a elegir, prefiero enfrentarme a los míos.
El desprecio de Tamura se clavó en Banadaspo convertido en mirada de acero. Cualquiera que los hubiera visto en ese momento, habría dudado de quién era el rey y quién el súbdito.
—¿Serías capaz de enzarzarte en una guerra civil por ganarte la paz romana? Banadaspo, sabes que te debo agradecimiento y lealtad, pero ambas cosas tienen un límite.
—Soy responsable de cincuenta mil yacigios —le recordó el rey—. Si mi cabeza tiene que rodar porque unos idiotas quieren suicidarse, que ruede. Y si tiene que ser tu espada la que la separe de mi cuerpo, que así sea. Pero mientras yo esté vivo, y mientras siga siendo tu rey, mantendré vivos a los míos para luchar cuando de verdad podamos ganar.
La espía acabó su jarra de vino y la dejó sobre la mesa. Sabía lo que el rey esperaba de ella. Aunque no compartiera sus ideas de paz, cumpliría sus órdenes como siempre las había cumplido. Se arrodilló ante Banadaspo de forma fugaz y salió a buscar a Valia. La encontró cerca de los establos, acariciando a Zambil.
—¿Hay algún caballo que me pueda llevar? —preguntó Tamura.
—¿Y Zambil? —preguntó Valia, extrañada.
—No me sirve para la misión que me ha encomendado Banadaspo. —Tamura señaló a Valia con un índice amenazador—. Sabes que quiero horrores a ese caballo —le recordó—. Prométeme que lo montarás dos veces al día y que lo cuidarás mejor que si fuera un hijo parido por ti.
—¿Y qué pasará con él si no vuelves? —se atrevió a preguntar la joven.
—Si no vuelvo, será tuyo —prometió Tamura—. También te puedes quedar con todas las cosas que hay en mi choza. No te harás rica —advirtió.
—Qué honor, soy la heredera de Tamura de los Cuarenta —recitó, bromeando.
—No me des por muerta todavía —rio Tamura, marcando un puñetazo leve bajo las costillas de Valia—. Por ahora, es solo un préstamo. Como vuelva y no lo encuentre mejor de lo que te lo dejo, no tendrás praderas para correr ni arboledas donde esconderte.
—Lo cuidaré bien, te lo juro. Vamos a la cuadra, te prestaré a Rindar. Es algo viejo, pero aún galopa con brío y sabría regresar solo al Bastión, aunque lo abandonaras en la Galia. Es un caballo muy sabio —añadió, lo que arrancó una sonrisa a Tamura.
Recogieron al viejo Rindar de su cuadra. Si bien cargaba con más de quince años sobre su grupa, era evidente que había sido un magnífico caballo de guerra. Tamura se familiarizó muy pronto con él. Después de pertrecharlo con sus alforjas, se despidió de Valia con un fuerte abrazo. Poco después, Tamura entraba a su choza tras muchos meses de ausencia.
La encontró vacía y polvorienta, como siempre. Se preguntó si algún día llegaría a pasar más de cuatro días seguidos entre sus paredes. Algo melancólica, se aseó en una palangana de cobre que contenía agua desde solo los dioses sabían cuándo, y abrió un arcón de madera en el que empezó a rebuscar con brío.
Eligió cuatro vestidos largos, los dobló con cuidado y los metió en una de las alforjas. También introdujo joyas, un peine, perfumes, afeites y un espejo de mano. No olvidó la bolsa llena de sestercios que Banadaspo le había dado para ocasiones como aquella.
Tamura abandonó el Bastión a lomos de Rindar. Aún tardaría algunos días en llegar a Carnuntum. Mientras cabalgaba no dejaba de darle vueltas a las palabras que había pronunciado su rey.
«Si tiene que ser tu espada la que me separe la cabeza del cuerpo, que así sea.»
Tamura rezó para que eso nunca tuviera que suceder.
6
La sala de guerra sería el sueño de cualquier niño.
En el centro había una mesa con un mapa gigante poblado por cientos de figuras de madera armadas con lanzas, espadas y escudos. Algunas montaban a caballo, muchas otras iban a pie, y unas pocas enarbolaban estandartes de colores representados con todo detalle.
Pero en la sala de guerra no se jugaba. Al menos no a inocentes juegos infantiles. En aquel subterráneo se jugaba con la vida y con la muerte. Y las apuestas corrían altas.
El sótano donde la habían dispuesto ocupaba gran parte de la planta total del palacio imperial de Carnuntum. Varios ventanucos dejaban entrar algo de luz del exterior, pero la mayor parte de la iluminación provenía de una generosa ostentación de candelabros, braseros y antorchas adosadas a la pared. El ambiente era solemne y tétrico a la vez. Sobre el mapa que representaba Germania flotaba el destino de decenas de miles de hombres, mujeres y niños.
Los legados de las diez legiones rodeaban la mesa, algunos acompañados de sus tribunos de confianza. Marco Aurelio se apoyaba con las dos manos sobre el mapa, flanqueado por Jano Convector, Tiberio y Pertinax, a la espera de que los generales terminaran de intercambiar saludos y chascarrillos. La algarabía era normal, ya que muchos de ellos no se veían desde hacía meses o años, y otros ni siquiera se conocían entre ellos. Cuando el emperador consideró que habían tenido tiempo prudencial para ponerse al día, carraspeó, captando la atención de sus generales.
Al contemplarlos en posición de firmes, con los cascos relucientes bajo el brazo, las armas impecables y los rostros decididos, sintió una oleada de orgullo. Consideró bien gastado hasta el último sestercio invertido en la campaña. El coste de aquella operación de castigo había salido de sus arcas personales, ya que el tesoro imperial había quedado muy mermado tras la guerra contra los partos. Hasta tuvo que vender sus propios muebles. Roma ya no era aquella marea imparable con hambre de conquistas, pero Marco Aurelio se juró a sí mismo conservar cada palmo del Imperio construido por sus predecesores. A Roma todavía le quedaban muchas bocas que callar y muchos cuellos que pisar.
—Generales —comenzó a decir—, hoy es un día de gloria. Como si fuéramos dioses, hoy decidiremos la suerte de muchos. Hoy aseguraremos la tranquilidad de los nuestros, y el terror y la sangre a nuestros enemigos. —Clavó una mirada firme en todos y cada uno de sus legados; Jano sintió un escalofrío. Cada vez que veía a Marco Aurelio ejercer como general, se le ponía la piel de gallina—. Todos me conocéis, al igual que yo os conozco a vosotros. Nunca os he defraudado, como confío con toda mi alma en que vosotros no me decepcionaréis. Todo el mundo sabe que no soy el mejor militar del Imperio, pero yo sé que vosotros lo sois, y que sois leales a Roma. Juntos, devolveremos a esos bárbaros a sus bosques, y eso si somos piadosos —recalcó—. Porque, aunque yo me considere un hombre justo, no permitiré que el ataque a nuestras ciudades y el asedio a Aquilea quede impune ante los ojos del pueblo ni ante los ojos de los dioses. Es de justicia tomar represalias. Es de justicia no aceptar las súplicas de hombres que son más monstruos que hombres.
La sala de guerra estalló en un clamor. Marco Aurelio sonrió para sus adentros. Sus ejércitos estaban motivados, y la moral, alta. A su lado, Pertinax le dedicó una mirada de aprobación. Junto a él, Jano tragaba saliva por la emoción y contemplaba con envidia a los legados con legiones a su mando. Lo que él daría por estar al frente de una de ellas...
El emperador alzó la mano, pidiendo silencio.
—Todos conocéis al legado de la Primera Legión, Publio Helvio Pertinax. —Un murmullo de afirmación reverberó en la sala unos segundos—. Él conoce a los bárbaros mejor que nadie y los ha expulsado de nuestros territorios. He decidido que sea él, junto con el general Tiberio Claudio Pompeyano, quienes comanden el grueso de esta campaña. —Marco Aurelio le cedió la palabra—. Pertinax...
El general desenvainó el gladius y lo usó como un puntero para señalar un área del mapa cercana al limes.
—Después de escapar de nuestras fuerzas en Aquilea, el ejército de Bellomarius se escondió en Recia y Nórico. Ese ejército estaba compuesto, principalmente, por una alianza de marcomanos, vándalos de diferentes tribus y cuados. Nadie conoce el aspecto de Bellomarius. Puede que esté vivo, puede que no. Pero restos de ese ejército sigue entero, tal vez buscando la unión con otras tribus. Mi ejército los encontrará y los aplastará de una vez por todas —aseguró—. La alianza germana se resquebraja: los cuados tienen las pelotas arrugadas por el miedo, y hasta han enviado emisarios para echarle la culpa de la invasión a los marcomanos. ¡Incluso han pedido al emperador que sea él mismo quien designe a su nuevo rey!
Los generales estallaron en carcajadas. De la forma en que lo explicaba Pertinax, aquello resultaba hasta gracioso. Era como si las matanzas, los secuestros y las violaciones cometidas durante la incursión bárbara no tuvieran importancia. Pertinax siguió hablando.
—Os preguntaréis: ¿por qué, si todo parece tan fácil, el césar ha reunido un ejército formado por diez legiones? —La punta del gladius señaló la línea de la frontera—. El limes es un territorio inmenso. No podemos volver a dejar un hueco para que una horda lo traspase a hurtadillas. Reforzaremos las ciudades fronterizas y desplegaremos fuerzas por todo el Danubio. Instalaremos campamentos aquí, aquí y aquí —dijo, señalando puntos entre emplazamientos ya existentes, justo al lado del territorio de los cuados—. Al norte de esta región está Marcomania, y al sur, el territorio de los sármatas yacigios. Si bien estos llevan tiempo sin mostrar hostilidades, es la fuerza enemiga más temible de todas. Su caballería acorazada es imparable.
Un legado calvo, con cejas espesas, alzó la mano para intervenir. Pertinax lo reconoció: Fidio Nemesio Octavio, general de la Duodécima Legión, Atronadora.
—¿Por qué no aplastamos a los sármatas ahora que tenemos un ejército descomunal ahí afuera? Su total eliminación serviría de ejemplo al resto de los pueblos bárbaros.
En la sala de guerra se dejaron oír murmullos de aprobación. Marco Aurelio los acalló con un ademán e instó a Pertinax a proseguir con su discurso.
—Pronto llegará el invierno, y con él las nevadas —continuó el general—. Los ríos y los lagos se congelan. Para nosotros, ese frío extremo supone un grave problema. Sin embargo, para esos sármatas, el invierno es su aliado; están acostumbrados a él, y sus caballos galopan sobre el hielo con la misma facilidad con la que nuestros infantes marchan por un prado de hierba fresca. Olvidaos de las tácticas convencionales —advirtió Pertinax, señalando a los presentes con la espada—. No esperéis planicies abiertas donde formar vuestras legiones según los manuales de estrategia. Tendremos que pelear en bosques oscuros, zonas pantanosas, caminos embarrados y desfiladeros propicios para una emboscada. Un territorio hostil que el enemigo conoce a la perfección y que no dudará en aprovechar. Lo común será recibir ataques de pequeños contingentes de jinetes durante las largas marchas que tendréis que hacer. Trescientos caballos al galope, un par de lluvias de flechas y vuestros atacantes desaparecerán como fantasmas en la niebla, dejando un centenar de muertos entre vuestras filas. Así, poco a poco, irán debilitando vuestras fuerzas. Atacarán el bagaje por la retaguardia, os robarán las provisiones por la noche, incendiarán las tiendas... harán cualquier cosa para desmoralizarlos, hasta que el frío acabe el trabajo por ellos. Es por eso por lo que tenéis que desplegar a vuestros exploradores y levantar campamentos amurallados cada vez que os detengáis. Dividid vuestras legiones en vexillationes, de forma que puedan maniobrar mejor en terrenos angostos. Usadlas al completo solo si el enemigo reúne una fuerza lo bastante grande para pelear en campo abierto.
Pertinax se tomó un respiro para examinar los rostros de los demás legados. No vio signos de preocupación en ellos, a pesar del aciago escenario que acababa de describir. La determinación de aquellos generales era imparable. A pesar de los siglos transcurridos, Roma seguía siendo Roma, la fuerza militar más poderosa del mundo. Nadie podía alzarse contra ella sin pagarlo.
—Tened en cuenta lo que os he dicho, y no os pillarán por sorpresa. —Pertinax volvió a señalar el mapa con la espada—. Mi plan es el siguiente: que un ejército formado por al menos tres legiones controle el territorio de los cuados para que no nos molesten mientras atacamos el noroeste. Marcomania es nuestra prioridad: allí se esconde el ejército de Bellomarius. De momento, olvidaos de los sármatas yacigios. Si no nos atacan, les dejaremos vivir... por ahora.
El tono burlón de Pertinax hizo que la sala de guerra volviera a llenarse de risas y chanzas.
—Mañana decidiremos qué legiones participarán en cada frente —intervino Marco Aurelio, que empezaba a sentirse indispuesto y deseaba dar por finalizada la asamblea; el estado de salud del emperador era algo delicado: cuando no le molestaba el estómago, sufría afecciones respiratorias. Según Galeno, su médico personal, no era nada importante, pero el césar necesitaba ciertos cuidados—. Os adelanto que estaré con vosotros en el frente cuanto me sea posible. Nunca se sabe cuándo puede necesitarse un filósofo en la batalla.
Los generales rieron de buena gana. A Jano le complació saber que Marco Aurelio iría al frente. Al menos, el Puño del Emperador podría pelear contra los marcomanos, si es que el emperador le dejaba asumir ese riesgo. Cualquier cosa le parecía mejor que holgazanear en Carnuntum.
Pertinax y Tiberio repasaron el plan de ataque una vez más, sin que nadie mostrara el menor signo de oposición. Durante el tiempo que duró la reunión, Marco Aurelio disimuló su malestar con una sonrisa forzada que mantuvo hasta disolver el consejo. Cuando solo quedaron en la sala de guerra él, Jano, Pertinax y Tiberio, este último se dirigió al emperador.
—¿Qué te pasa, Marco? No te veo bien...
—No es nada grave, Tiberio, no te preocupes. Hoy no he tomado la triaca. Jano, ¿puedes avisar a Eudor, a ver si la tiene preparada?
—A tus órdenes, césar.
—Espera, Jano, te acompaño —dijo Pertinax, que se dirigió al emperador para pedirle permiso—. Me gustaría charlar un rato con Eudor, ¿puedo?
—Ve, ya te llamaré si te necesito.
Jano y Pertinax desaparecieron escaleras arriba. Marco Aurelio y Tiberio las subieron detrás de ellos. No había nadie por los alrededores que pudiera oírlos.
—¿Qué te ha parecido el consejo, Marco? —preguntó Tiberio—. ¿Cómo has visto a tus legados?
—No puedo estar más orgulloso de ellos.
—Tenemos que partir cuanto antes —recomendó Tiberio—. Los cuados me preocupan menos que los marcomanos, podemos usar legiones menos preparadas contra ellos. Yo marcharía hacia Marcomania siguiendo el río Morava, para peinar el norte. Pertinax y yo estamos seguros de que lo que queda del ejército de Bellomarius se oculta allí. Si ese cabrón estuviera vivo y lo humillamos delante de su pueblo, los marcomanos dejarán de ser un problema.
—¿Cuánto tiempo necesitas para preparar tus tropas?
—La Primera Adiutrix y la Segunda Itálica están listas. En tres o cuatro días nos podríamos poner en movimiento... si lo ordenas.
Marco Aurelio se detuvo en un descansillo; sonrió a su yerno y este le devolvió la sonrisa. Las arrugas de expresión de sus rostros eran profundas, añejas, pero derrochaban confianza. No eran jóvenes, pero aún conservaban el ímpetu de cuando tenían veinte años.
—Considera la orden dada —dijo Marco Aurelio—. Y dile a Pertinax que esta vez no pienso perderme la diversión: os acompañaré en esta batalla.
7
El alba despuntó entre nubes oscuras y fanfarrias.
La Primera Legión Adiutrix, la Segunda Itálica y dos vexillationes de la Guardia Pretoriana de Marco Aurelio emprendían el camino hacia la guerra.
El sol de la mañana aprovechaba los pocos huecos entre los nimbos para realzar las siluetas de lanzas y estandartes. Pegasos, lobas, escorpiones... cada unidad lucía su enseña. Todas bien enarboladas, para que el pueblo las viera. Infantes, jinetes, carruajes y máquinas de guerra desfilaban rumbo a los barcos o a los puentes flotantes que los llevarían al otro lado del Danubio.
El plan consistía en cruzar el limes hacia el norte, atravesar territorio naristio y arrasar Marcomania. La tribu que no aceptara las condiciones de victoria estaría condenada a la aniquilación.
Carnuntum despedía a las legiones entre vítores. Pero esa mañana no todo el mundo estaba borracho de victoria. De hecho, había alguien que había pasado dos noches en vela, rebozado en su propia ira, a pesar de que fue el hombre más feliz del universo por un instante más fugaz que un parpadeo.
Ese alguien era Jano Convector, que ahora cabalgaba junto a Marco Aurelio.
Dos noches antes, en la sala de guerra, Jano ayudaba a Marco Aurelio a mover las miniaturas de madera que representaban las legiones de Pertinax y Tiberio. El emperador cogió con dos dedos la que correspondía al legado de la Decimocuarta Gémina, la suya, y se la enseñó a su lugarteniente.
—Jano, ¿sabes a quién representa esta figurita? —preguntó.
—Eres tú, césar —respondió—, ¿quién va a ser?
—Te equivocas, amigo. Eres tú.
El joven se quedó perplejo, sin saber qué decir.
—¿Yo?
—Sí, tú. Desde hoy, eres el legado de la Decimocuarta. Mañana haré oficial el nombramiento.
Marco Aurelio acababa de despojar a Jano Convector del doloroso título de «general sin legión». Jano trató de articular unas palabras de agradecimiento, pero fracasó en el intento. Durante un segundo, se imaginó encabritando a Sagita, su caballo, al frente de sus cohortes, bajo un cielo tormentoso donde los pilos refulgían con luz propia y los escudos rojos reflejaban el resplandor de los relámpagos. Los estandartes se elevaban junto a los gritos de guerra, y el enemigo temblaba de pavor frente a ellos.
Jano quiso decir muchas cosas, pero acabó cayendo de rodillas ante Marco Aurelio, musitando una serie de gracias en un bucle que parecía eterno.
—En pie, general Convector. El legado de la Decimocuarta no se arrodilla ni delante del emperador —bromeó.
Jano se incorporó. Intentó que las lágrimas se limitaran a dar brillo a sus ojos, sin llegar a derramarse. Un legado tampoco llora.
—Gracias, césar —consiguió articular; las siguientes palabras brotaron sin poder disimular su entusiasmo—. ¿Partiré contigo hacia el norte o me enviarás a otra región a luchar contra los bárbaros?
—De eso se encargarán otras legiones —respondió Marco Aurelio, como si le hiciera un favor—. Tu labor, al mando de la Decimocuarta, será defender Carnuntum de un eventual ataque bárbaro; aparte de ser mis ojos, mis oídos y mi boca aquí, por supuesto. Me llevo a Vindex conmigo, pero no me fío demasiado del resto de la Guardia Pretoriana. Tu palabra prevalecerá sobre la de ellos, será como si yo hablase por tu boca, y así se lo haré saber al segundo pretor Marco Bassaeo Rufo y a los magistrados de la ciudad. Tendrás el poder absoluto —resumió el emperador—. Y no pongas esa cara, amigo Jano: eres digno del honor que te otorgo, lo harás mejor que yo mismo.
Era evidente que el emperador no supo interpretar la expresión del joven. Porque no era de alegría, ni de nerviosismo ante la responsabilidad del cargo, ni mucho menos de agradecimiento.
La cara de Jano Convector era la alegoría de la decepción. Se sentía como si le acabaran de regalar el mejor corcel de guerra del mundo, para luego romperle las piernas con un pilo delante de sus narices.
—Colabora con los magistrados y mantén a la guardia bajo control, Jano —le recordó el emperador—. Ahora, vete a dormir para que tus legionarios te vean fresco y en forma. Que tengas felices sueños.
Jano fue incapaz de cumplir la orden de Marco Aurelio. No pudo conciliar el sueño esa noche, ni la siguiente, y esa mañana avanzaba a lomos de Sagita con rostro circunspecto, acompañando al emperador en su partida. Recorrió el camino en silencio, entre legionarios que desfilaban cargados con sus pertrechos de campaña, emocionados ante la idea de dar un escarmiento ejemplar a los bárbaros.
—Regresa a la ciudad, Jano —le pidió Marco Aurelio cuando se encontraban a medio camino del muelle donde abordaría el barco en el que cruzaría el Danubio—, y tómate tiempo para divertirte. Estoy seguro de que la ciudad estará tranquila: el enemigo estará demasiado ocupado, huyendo de nuestras legiones.
—¿No puedes dejar otra legión en Carnuntum, césar? —preguntó Jano, en un último intento por cambiar su suerte—. Daría cualquier cosa por combatir a tu lado. Nadie te protegerá como yo —afirmó.
—Ya sabes que no combato en primera línea, Jano, no soy bueno en eso. Además, mira a tu alrededor. —Marco Aurelio abarcó con un gesto a las legiones que avanzaban a ambos lados de la vía—. ¿Crees que alguien osaría acercarse a mí?
—Hasta Eudor va contigo al frente —le reprochó.
—Eudor es el único capaz de prepararme la triaca, y sabes que la necesito. —Marco Aurelio decidió dar por terminada la charla—. Vuelve a la ciudad, Jano, y haz todo lo que yo haría para mantener el orden y la moral alta. Que los dioses te propicien buena fortuna.
Tras ese último deseo, Marco Aurelio hizo que su caballo acelerara un poco el paso, dejando a su lugarteniente atrás. Jano se dio por vencido. Justo en ese momento, apareció Vindex por detrás, también a caballo. El prefecto pretoriano portaba su mejor armadura y una capa de un rojo insultante.
—No he tenido ocasión de felicitarte por tu ascenso, Jano —dijo Vindex; su sonrisa se deformaba por las cicatrices que le cruzaban el rostro—. Y alegra esa cara, general. Muchos querrían estar en tu lugar.
Jano se despidió con un movimiento de cabeza que en realidad no quería decir nada. Tiró de las riendas de Sagita y salió de las filas formadas por los legionarios. Ni siquiera dedicó una última mirada al emperador.
«Tómate tiempo para divertirte», le había dicho el césar.
Regresó a la ciudad al paso, con la cabeza gacha y la vista clavada en el suelo, delante de él. A pesar de su frustración, no quería culpar a Marco Aurelio de su desdicha. El emperador era el hombre más inteligente que conocía, pero, en ocasiones, los sabios no saben leer el corazón de los que aman.
Porque Jano estaba convencido de que el emperador le quería tanto o más de lo que Jano le quería a él. Aunque a veces... a veces ese amor al emperador le había hecho cometer actos atroces.
Optó por hacer caso a Marco Aurelio y salir a dar una vuelta de incógnito por el barrio de las tabernas. Antes se pasó por el palacio para comprobar que todo estaba en orden. Dio algunas instrucciones rutinarias a Marco Bassaeo Rufo, que las recibió con expresión indiferente. No se caían ni bien ni mal, pero, al menos, el tribuno era lo bastante disciplinado para acatar sus órdenes.
Mientras se aseaba en sus aposentos, Jano decidió que se tomaría su acuartelamiento en Carnuntum como unas vacaciones, hasta que Marco Aurelio regresara victorioso de su campaña contra los marcomanos.
Poco se imaginaba el Puño del Emperador que las cosas se complicarían en las próximas semanas.
Mucho.
8
El trabajo del barquero terminaba en invierno, cuando el Danubio se congelaba.
Los vientos de guerra cortaban el aire, arrastrando con ellos el temor y la incertidumbre. El barquero tenía familia y un invierno incierto por delante, por lo que estaba decidido a aprovechar hasta el último hueco de su pequeña embarcación. Si eso significaba tener que aguantar las protestas de los viajeros que ya habían pagado su tarifa, las aguantaría. Peor era no poder dormir por los sollozos de hambre de sus hijos.
El Danubio era un hervidero de navíos de guerra, y los puentes de barcas desplegados por los romanos solo podían usarlos sus tropas. Durante esos días, cualquier civil que quisiera cruzar el río no tenía más remedio que pagar al barquero o buscar algún pescador que tuviera a bien llevarlos.
—¿Cuándo salimos? —preguntó un hombre con varios conejos muertos alrededor del cuello; su mujer, al lado, cargaba con cuatro gallinas vivas que, de vez en cuando, se unían a las quejas de los pasajeros con un molesto cloqueo—. Es casi mediodía, al final llegaremos cuando las puertas de la ciudad estén cerradas —auguró.
—O cuando no quede nadie a quien vender nuestra mercancía —se lamentó un anciano que abrazaba el saco que transportaba como si contuviera el mismísimo tesoro imperial.
—Enseguida zarparemos —prometió el barquero—. Creo que ahí vienen dos pasajeros más.
Las catorce personas que se apelotonaban a bordo de la embarcación verbalizaron su impaciencia en un puré de quejas, maldiciones e insultos. El barquero entrecerró los ojos y distinguió a dos hombres que se aproximaban a pie por la pista de tierra.
—¡Que se den prisa, coño! —gritó un joven malcarado que luchaba contra su impaciencia tamborileando con los dedos sobre la tabla de borda. Su esposa, encinta de ocho meses, trataba de calmarlo acariciándole el brazo con energía.
Los caminantes llegaron trotando al muelle. Uno de ellos era un hombre de unos veintitantos, gordo en exceso y con las mejillas sonrojadas a punto de entrar en erupción, que jadeaba como jabalí herido. Apoyó las manos en las rodillas a medio flexionar e hizo un gesto de no poder hablar.
El segundo viajero era algo mayor que él, menudo, muy delgado, y embadurnado con tanto polvo y barro que parecía como si se hubiera rebozado en ellos a cosa hecha. Sus ropas estaban desgarradas en algunos puntos, y las botas, despellejadas en puntera y talones. Lo más llamativo de su atuendo era una cabeza de perro roñosa que llevaba a modo de sombrero. Portaba una lanza larga, aunque no tenía aspecto de soldado. El tipo se acomodó su tocado hasta comprobar que los colmillos del can estaban centrados sobre sus cejas y esbozó una sonrisa llena de sarro.
—Gracias, amable barquero —dijo Ictis—. Este pobre hombre ha corrido tanto que no puede ni hablar —añadió señalando al gordo, que parecía al borde de la apoplejía—. En su nombre y en el mío propio, agradezco que nos hayas esperado.
El barquero echó un vistazo a su barca —un cascarón ajado y cochambroso—, frunció el ceño ante lo que consideró ironía y escupió.
—Diez sestercios cada uno, pico de oro.
El resto del pasaje disfrutó en silencio: el barquero les cobraba a los recién llegados más del doble que a ellos. El hombre del perro en la cabeza abrió mucho los ojos, indignado.
—¿Diez sestercios por cruzar media milla de agua? Por los dioses, si hasta Caronte cobra menos por su viaje a través de la laguna Estigia...
El barquero hizo amago de quitar el cabo que mantenía el bote amarrado a tierra sin siquiera contestarle. El hombre gordo alzó la mano hacia él y consiguió recuperar el aliento justo para hablar.
—¡Un momento, un momento! —Volvió a tomar aire—. Pagaré mi pasaje.
Los dedos regordetes trastearon debajo de la prominente barriga, como si tañera un instrumento invisible. En tres segundos, las mejillas de aquel desgraciado pasaron del rojo ígneo a un gris ceniza.
—¡Mi bolsa! —gritó desencajado, sin dejar de aporrearse el cuerpo; dejó su morral en el suelo, lo abrió y rebuscó en él—. ¡He perdido la bolsa! ¿Cómo ha podido pasar? La tenía hace una hora o así...
—Es tu problema —sentenció el barquero, que acababa de deshacer el nudo que mantenía la barca atada al pantalán—. No hay dinero, no hay viaje.
—Espera, espera, espera —intervino Ictis, abriendo mucho los brazos—. No irás a dejar a este pobre desdichado en tierra, encima que ha sufrido la desventura de perder su pecunio. Eso haría llorar a los dioses.
—Deja de liarme, rufián —le advirtió el barquero, amenazador—. Si quieres cruzar el río, tendrás que pagar. Y ahora son quince sestercios.
Ictis agachó la cabeza, fingiendo pensar, mientras el hombre gordo clamaba a los dioses y levantaba la vista al cielo, al borde del llanto. Como suele pasar en estos casos, el cielo no le hizo caso. Volvió la cabeza hacia el camino e incluso hizo amago de volver sobre sus pasos para buscar la bolsa, pero no se atrevía a alejarse demasiado por miedo a perder el barco, a pesar de que haría falta un milagro para que el barquero le dejara embarcar.
Pero, por una vez, el milagro aconteció.
—Hagamos un trato —propuso Ictis de repente, tendiéndole la lanza al barquero—. Observa esta formidable arma. La consiguió el padre de mi abuelo durante la campaña de África, donde peleó codo a codo con el emperador Augusto y le salvó la vida en más de una ocasión, en más de dos y en más de tres. Por la maravillosa factura del astil y la hoja, es probable que perteneciera a un príncipe nubio, o tal vez a un rey; un rey de piel más negra que el alma oscura de aquel que no conoce la caridad... y estoy seguro de que tú no perteneces a esa vil casta.
El barquero arrugó la nariz, pero cogió la lanza y la sopesó. Lo cierto es que el arma de Ramix era de buena calidad. La paciencia a bordo se evaporaba por momentos. El joven que tamborileaba la borda con los dedos se puso de pie de un salto, hecho un energúmeno.
—¿Queréis aclararos ya, hijos de puta? ¡Zarpemos de una vez!
El barquero se volvió hacia él y lo mandó callar, apuntándole con la lanza. La esposa del indignado colocó una mano en su vientre abultado y tiró de la manga de su marido para que se sentara. Los demás pasajeros se revolvían en sus asientos —los más afortunados; los que iban en el suelo o sentados en la borda apenas podían moverse— y mascullaban entre ellos, desesperados.
—Podría servirme para cazar en invierno —barruntó el barquero—, y es bonita.
—También podrías sacar un buen precio por ella —apuntó Ictis—. Mucho más de los treinta sestercios que nos pides.
El barquero claudicó.
—A bordo, rufianes, antes de que me arrepienta.
El gordo miraba a Ictis y al barquero sin enterarse demasiado bien de lo que sucedía. Bastante tenía con recrearse en su desgracia. Cuando el hombre con el perro en la cabeza le hizo una seña para que embarcara, no lo dudó. El pasaje volvió a protestar cuando el gordo hizo sitio a su oronda mole a base de encajonarse entre unos y otros. Ictis, en cambio, apenas ocupó espacio; se sentó justo en la zona de la borda que el joven enfadado había estado golpeando con los dedos, cerca del gordo, que acunaba su escuchimizado morral de viaje como si fuera su primogénito enfermo. Los ánimos de los pasajeros se calmaron cuando el barquero desplegó la pequeña vela y la barca partió hacia la orilla opuesta del Danubio.
—De nada —dijo Ictis al gordo, llevándose dos dedos a los dientes del perro disecado. El desconocido pareció despertar de una pesadilla.
—Es cierto, gracias, muchas gracias por compadecerte de mí. No sé cómo pagártelo...
—No te preocupes de eso ahora. Soy Ictis.
—¿Solo Ictis?
—Solo Ictis. De los bosques —improvisó, solo porque le sonó bien.
—Filemón Voulgaris, de Naxos —se presentó, y ambos se agarraron la parte superior de los brazos.
—¿Griego?
—Sí, aunque crecí en Dacia. ¿Me ha parecido ver que cambiabas nuestros pasajes por tu lanza?
—Sí, no te preocupes. Me apaño fatal con las lanzas. —Ictis acercó la boca al oído de su nuevo amigo—. No te creas el cuento que le he contado a ese... La lanza la encontré en el camino, junto a un explorador muerto.
—Ah, me quedo más tranquilo.
—¿Vas a Carnuntum?
—Sí. Voy a trabajar en la taberna de un amigo de mi padre, Ludovico Corocotta.
—No lo conozco, y