El haiku de las palabras perdidas

Andrés Pascual

Fragmento

t r e l l a s f u g a c e s

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Nagasaki, 5 de agosto de 1945

Como cada tarde, Kazuo se introdujo en el mercado del puerto de camino a su rincón secreto. El polvo de los sacos terreros volvía el aire irrespirable. La sirena de una fragata anclada en la bahía sobrevolaba los puestos desvencijados. Estaba infestado de mendigos, soldados ebrios abrazados a sus fusiles y agentes del servicio secreto Kempeitai que le lanzaban aviesas miradas. Se dio cuenta de que una pareja de prostitutas apoyadas en la barandilla de la casa de té le repasaban de arriba abajo a través de sus burdos maquillajes de geisha. Les devolvió una media sonrisa y siguió adelante con la cabeza erguida. Era consciente de que llamaba la atención. El color dorado de su pelo y sus grandes ojos azules, en los que burbujeaba la rebeldía de sus trece años, delataban sus genes holandeses. Soy el único occidental libre de Nagasaki, solía decir a sus amigos japoneses mientras apartaba con un gesto aprendido el flequillo que le caía sobre la frente. Se sabía diferente y necesitaba demostrar a cada momento que no se escondía por ello.

—¿Qué tal está el doctor Sato? —oyó a su espalda.

Se volvió. Era una anciana que le hablaba desde detrás de unas cajas en las que apenas había restos de tierra y media docena de cebollinos recogidos de forma prematura. Tenía el brazo vendado.

—Bien, muchas gracias.
—Dile que ya no me duele la muñeca. Y que le llevaré arroz a la clínica en cuanto pueda.

—Gracias —repitió el chico.
—¿Adónde vas tan serio? ¡Últimamente siempre andas solo!

No respondió. Se dispuso a seguir cuando un hombre de rostro cetrino que estaba en cuclillas junto a un cesto le lanzó un kabosu, un cítrico verde que crecía en los campos de Usuki. Lo cogió al vuelo y le dedicó una leve inclinación de cabeza. En pleno racionamiento, una pieza de fruta era tan valiosa como una perla.

—Agradéceselo al doctor Sato —dijo el hombre.

Al igual que la anciana, se refería al médico japonés que lo adoptó cuando murieron sus padres. Seguro que también le había atendido en su clínica sin cobrarle un solo yen.

Mientras dejaba atrás el mercado estuvo a punto de morder el kabosu, pero lo guardó en el zurrón que llevaba cruzado a la espalda. Aceleró el paso. Para llegar a su rincón secreto aún tenía que atravesar el barrio de Urakami. Era el más poblado de la ciudad. Resguardado entre colinas de diferentes alturas, estaba repleto de casas de estilo tradicional y modernas fábricas de armamento.

Pasó junto a la Mitsubishi, en cuyos hangares se construían los aviones Zero que pilotaban los kamikaze. Evitó el puesto policial que revisaba la documentación de los obreros e inició el ascenso por las faldas de una colina cercana. En la zona más empinada necesitaba presionar con las manos en sus propias rodillas para impulsarse hacia arriba. Poco antes de llegar, se echó al suelo para sortear una zona tupida de matorrales que, como una alambrada de espinos, parecía colocada allí a propósito para proteger el enclave. Cuando por fin coronó la cima dio media vuelta y se alzó de cara al valle, solitario y regio como un faro que siente la caricia del viento.

Aquel lugar era un oasis en medio de la ciudad en guerra. Estaba aislado del ruido, del humo de los carros de combate, de las escasas raciones de arroz y de los llantos prohibidos de las viudas. Pero lo mejor de todo era que desde allí se divisaba gran parte de la ciudad y —esto lo convertía en verdaderamente especial para Kazuo— se obtenía una vista directa del Campo 14, el penal donde estaban confinados los prisioneros aliados.

Se sentó en una piedra lisa que parecía haber sido colocada en la cima a modo de sofá. Sacó unos prismáticos que traía en el zurrón, reguló la ruedecilla de enfoque y comenzó a repasar arriba y abajo los barracones, el patio central, las celdas de castigo enrejadas, las viviendas de los carceleros…

—A ver qué hacéis hoy —se dijo en voz alta.

El día anterior habían traído una nueva remesa de pows, abreviatura de prisioners of war que se utilizaba para denominar a los prisioneros de guerra. Serían unos doscientos en total. Salvo un puñado de británicos y australianos, la mayoría eran holandeses capturados en Indonesia. La inteligencia militar japonesa construyó el campo en plena área industrial para utilizarlos como escudos humanos y de momento había dado resultado, ya que la zona se había mantenido virgen a la voracidad de los bombarderos B-29 del general MacArthur.

Kazuo les hablaba como si pudieran oírle. Les insuflaba ánimos mientras veía cómo adelgazaban hasta la extenuación, dejando el poco sudor que les quedaba en el camino de ida y vuelta a la fábrica de ensamblaje de barcos en la que realizaban trabajos forzados. Cuanto más los veía sufrir, más se estrechaba el vínculo que le unía a ellos. Comenzaba a considerarlos verdaderos miembros de su familia.

¿Qué soy?, se preguntaba últimamente. ¿Holandés o japonés? No era fácil de responder…

Sus padres biológicos, el apuesto matrimonio Van der Veer, descendían de dos familias de mercaderes de la colonia de Dejima, una isla artificial situada en la bahía que durante siglos fue el único puerto del país donde estaba permitido el comercio exterior. Dirigían una empresa de exportaciones y disfrutaban de los ingresos extra que les proveía la patente de un barniz para barcos que inventó el siempre inquieto señor Van der Veer. Pero la próspera trayectoria del clan se interrumpió de forma brusca una mañana de 1938. El matrimonio murió en el muelle al ser aplastado por un contenedor de tuercas que se soltó de una grúa y Victor —así se llamaba Kazuo en aquel entonces— quedó huérfano. Algunos comerciantes extranjeros acudieron a las autoridades para hacerse cargo de él, pero el testamento del señor Van der Veer disponía que debía ser su buen amigo japonés, el doctor Sato, quien adoptase al niño y se ocupase de gestionar su patrimonio. Era uno de los médicos más respetados de la prefectura, con clínica propia en las faldas de una de las montañas que, como las empalizadas de una fortaleza, protegían la ciudad. Al señor Van der Veer le encantaba ir a visitarle, sentarse en unas hamacas desvencijadas que sacaban al porche y beber té verde mientras contemplaban desde lo alto del barranco cómo se ponía el sol por el mar. Hablaban de política, de comercio, de religión, de arte nipón y siempre, en un momento u otro, de ese niño risueño que había puesto patas arriba la vida del holandés errante, que era como el doctor llamaba a su amigo.

Kazuo repasó con paciencia cada rincón del Campo 14. Buscaba a un prisionero en concreto: un holandés —o así lo creía a juzgar por su uniforme— con el rango de comandante, designado por el resto para hacer valer los derechos del grupo de pows ante los guardias japoneses. Tendría unos cuarenta años y, a pesar de los golpes que le propinaban cada vez que alzaba la voz, no perdía la gallardía castrense. Le recordaba muchísimo a su padre. No se trataba de una identificación física; más bien personalizaba la idea que con el paso de los años se había construido de él.

—¿Dónde te has metido? —masculló.

Antes de acabar la frase divisó una actividad anormal en el campo. Limpió el sudor de su frente para que no

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