El oro del rey (Las aventuras del capitán Alatriste 4)

Arturo Pérez-Reverte

Fragmento

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I. LOS AHORCADOS DE CÁDIZ

«Ya estamos muy abatidos, porque los que nos han de honrar nos desfavorecen. El solo nombre de español, que en otro tiempo peleaba y con la reputación temblaba de él todo el mundo, ya por nuestros pecados lo tenemos casi perdido...»

Cerré el libro y miré a donde todos miraban. Después de varias horas de encalmada, el Jesús Nazareno se adentraba en la bahía, impulsado por el viento de poniente que ahora henchía entre crujidos la lona del palo mayor. Agrupados en la borda del galeón, bajo la sombra de las grandes velas, soldados y marineros señalaban los cadáveres de los ingleses, muy lindamente colgados bajo los muros del castillo de Santa Catalina, o en horcas levantadas a lo largo de la orilla, en la linde de los viñedos que se asomaban al océano. Parecían racimos de uvas esperando la vendimia, con la diferencia de que a ellos los habían vendimiado ya.

—Perros —dijo Curro Garrote, escupiendo al mar.

Tenía la piel grasienta y sucia, como todos nosotros: poca agua y jabón a bordo, y liendres como garbanzos después de cinco semanas de viaje desde Dunquerque por Lisboa, con los veteranos repatriados del ejército de Flandes. Se tocaba con resentimiento el brazo izquierdo, medio estropeado por los ingleses en el reducto de Terheyden, contemplando satisfecho la restinga de San Sebastián; donde, frente a la ermita y su torre de la linterna, humeaban los restos del barco que el conde de Lexte había hecho incendiar con cuantos muertos propios pudo recoger, antes de reembarcar a su gente y retirarse.

—Han ajustado lo suyo —comentó alguien.

—Más lucido sería el cobro —apostilló Garrote— si nosotros llegáramos a tiempo.

Se le traspasaban las ganas de colgar él mismo algunos de aquellos racimos. Porque ingleses y holandeses habían venido sobre Cádiz una semana atrás, tan prepotentes y sobrados como solían, con ciento cinco naves de guerra y diez mil hombres, resueltos a saquear la ciudad, quemar nuestra armada en la bahía y apoderarse de los galeones de las flotas del Brasil y Nueva España, que estaban al llegar. Su talante vino más tarde a contarlo el gran Lope de Vega en su comedia La moza de cántaro, con el soneto famoso:

Atrevióse el inglés, de engaño armado,

porque al león de España vio en el nido...

Y de esa manera había llegado el de Lexte, taimado, cruel y pirata como buen inglés —aunque los de su nación se adobaran siempre con fueros e hipocresía—, desembarcando mucha gente hasta rendir el fuerte del Puntal. En aquel tiempo, ni el joven Carlos I ni su ministro Buckingham perdonaban el desplante hecho cuando el primero pretendió desposar a una infanta de España, y se le entretuvo en Madrid dándole largas hasta que terminó de vuelta a Londres y muy corrido —me refiero al lance, que recordarán vuestras mercedes, en que el capitán Alatriste y Gualterio Malatesta estuvieron en un tris de agujerearle el jubón—. En cuanto a Cádiz, a diferencia de lo que pasó treinta años antes cuando el saco de la ciudad por Essex, esta vez no lo quiso Dios: nuestra gente estaba puesta sobre las armas, la defensa fue reñida, y a los soldados de las galeras del duque de Fernandina se unieron los vecinos de Chiclana, Medina Sidonia y Vejer, amén de infantes, caballos y soldados viejos que por allí había; y con todo esto dieron tan recia brasa a los ingleses que se les estorbó con buena sangría el propósito. De manera que, tras sufrir mucho y no pasar de donde se hallaba, reembarcó Lexte a toda prisa, conocedor de que en lugar de la flota del oro y la plata de Indias, lo que venían eran nuestros galeones, seis barcos grandes y otras naves menores españolas y portuguesas —en ese tiempo compartíamos imperio y enemigos gracias a la herencia materna del gran rey Felipe, el segundo Austria— todas con buena artillería, soldados de tercios reformados y veteranos con licencia, gente muy hecha al fuego en Flandes; que enterado nuestro almirante del suceso en Lisboa, forzaba el trapo para acudir a tiempo.

El caso es que ahora las velas herejes eran puntitos blancos en el horizonte. Las habíamos cruzado la tarde anterior, lejos, de vuelta a casa después de su intento fallido de repetir la fortuna del año noventa y seis, cuando ardió todo Cádiz y hasta los libros de las bibliotecas se llevaron. No deja de tener su gracia que los ingleses se alaben tanto por la derrota de la que llaman con ironía nuestra Invencible, y por lo de Essex y cosas como ésa; pero nunca traigan a colación las ocasiones en que a ellos les salió el cochino mal capado. Que si aquella infeliz España era ya un imperio en decadencia, con tanto enemigo dispuesto a mojar pan en la pepitoria y arrebañar los menudos, aún quedaban dientes y zarpas para vender cara la piel del viejo león, antes de que se repartieran el cadáver los cuervos y los mercaderes a quienes la doblez luterana y anglicana —el diablo los cría y ellos se juntan— permitió siempre conjugar sin embarazo el culto a un Dios de manga ancha con la piratería y el beneficio comercial; que entre herejes, ser ladrón devino siempre respetada arte liberal. De modo que, de creer a sus cronistas, los españoles guerreábamos y esclavizábamos por soberbia, codicia y fanatismo, mientras todos los demás que nos roían los zancajos, ésos saqueaban, traficaban y exterminaban en nombre de la libertad, la justicia y el progreso. En fin. Cosas veredes. De cualquier manera, lo que esta famosa jornada dejaban atrás los ingleses eran treinta naves perdidas en Cádiz, banderas humilladas y buen golpe de muertos en tierra, cosa de un millar, sin contar los rezagados y los borrachos que los nuestros ahorcaban sin misericordia en las murallas y en las viñas. Esta vez les había salido el tiro por el mocho del arcabuz, a los hideputas.

Al otro lado de los fuertes y las viñas podíamos distinguir la ciudad de casas blancas y sus altas torres semejantes a atalayas. Doblamos el baluarte de San Felipe situándonos fronteros al puerto, oliendo la tierra de España como los asnos huelen el verde. Unos cañones nos saludaban con salvas de pólvora, y respondían con estruendo las bocas de bronce que asomaban por nuestras portas. En la proa del Jesús Nazareno, los marineros aprestaban las áncoras de hierro para dar fondo. Y al cabo, cuando en la arboladura gualdrapeó la lona recogida por los hombres encaramados a las antenas, guardé en la mochila el Guzmán de Alfarache —comprado por el capitán Alatriste en Amberes para disponer de lectura en el viaje— y fui a reunirme con mi amo y sus camaradas en la borda del combés. Alborotaban casi todos, dichosos ante la proximidad de la tierra, sabiendo que estaban a punto de acabar las zozobras del viaje, el peligro de ser arrojados por vientos contrarios sobre la costa, el hedor de la vida bajo cubierta, los vómitos, la humedad, el agua semipodrida y racionada a medio cuartillo por día, las habas secas y el bizcocho agusanado. Porque si miserable es la condición del soldado en tierra, mucho peor lo es en el mar; que si allí quisiera Dios ver al hombre, no le habrí

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