Es cuento largo

Günter Grass

Fragmento

1. Entre los picoteadores del Muro

1. Entre los picoteadores del Muro

Los del Archivo lo llamábamos Fonty; no, muchos, al encontrárselo, le decían:

—¿Qué, Fonty, otra vez correo de Friedlaender? ¿Y cómo está su hija? Por todas partes corre la voz de la boda de Mete, no sólo en Prenzlauer Berg. ¿Qué hay de eso, Fonty?

Hasta su Sombra-de-noche-y-día exclamaba:

—¡Hombre no, Fonty! Eso fue años antes de las intrigas revolucionarias, cuando usted ofreció a sus compañeros del Tunnel, bajo una luz mortecina, algo escocés, una balada...

De acuerdo: suena idiota, lo mismo que Honni o Gorbi[1], pero tendrá que ser Fonty. Hasta su deseo de una «y griega» final tendremos que refrendarlo con sello hugonote.

Según sus papeles se llamaba Theo Wuttke, pero, como había nacido en Neuruppin, y además el penúltimo día de 1919, había materia suficiente para reflejar las tribulaciones de una existencia fracasada, sólo tardíamente famosa, aunque se le levantara luego un monumento que nosotros, con palabras de Fonty, llamábamos «El Bronce sentado».

Sin considerar muertes ni lápidas, y más impulsado por aquel monumento de cuerpo entero que de niño había contemplado a menudo solo y a veces de la mano de su padre, el joven Wuttke —de estudiante de bachillerato o vistiendo el azul de la Luftwaffe— solía preparar tan verosímilmente su fama después de su fallecimiento, que el Wuttke entrado en años, al que se le quedó de mote Fonty desde que comenzó sus giras de conferencias para la Kulturbund, tenía siempre una multitud de citas a flor de labios; y todas ellas eran tan oportunas que en alguna que otra tertulia podía pasar por su autor.

Hablaba de «mi harto conocida balada de las peras», de «mi Grete Minde y su incendio» y, una y otra vez, se refería a Effi como su «hija del aire». Dubslav von Stechlin y la rubia ceniza Lene Nimptsch, la Mathilde de rostro de camafeo y Stine, que había resultado demasiado pálida, junto con la viuda Pittelkow, Briest con su debilidad a cuestas, Schach, cuando hizo el ridículo, el guarda forestal Opitz y la delicada Cécile..., todos eran su elenco. No guiñándonos un ojo, sino consciente de sus vividos sufrimientos, se nos quejaba de su duro trabajo como boticario cuando la Revolución del 48, y luego de su precaria situación como secretario de la Academia Prusiana de las Artes —«Todavía sigo enormemente desmadejado y de los nervios»—, para hablar inmediatamente de la crisis que casi lo llevó a un psiquiátrico. Él era lo que decía, y los que lo llamaban Fonty le creían a pies juntillas mientras charlaba y envolvía la grandeza y el ocaso de la nobleza de la Marca en anécdotas sabrosas.

De esa forma nos hacía cortas las tardes tristonas. Apenas se sentaba en el sillón de los visitantes, comenzaba a largar. Lo sabía casi todo; hasta podía enumerar los errores de sus biógrafos, a los que, cuando estaba de humor, llamaba «mis beneméritos borradores de huellas». Y, cuando le pareció indudable que se estaba convirtiendo en modelo para nosotros, exclamó: «¡Sería ridículo presentarme como alguien “serenamente por encima”!».

Con frecuencia era mejor que nosotros, sus «diligentes esclavos de las notas de pie de página». La correspondencia que estaba en nuestro poder, por ejemplo con su hija, la podía espigar citándola tan literalmente, que debía de ser un placer para él continuarla con tono epistolar imperecedero; no olvidemos que, inmediatamente después de la apertura del Muro de Berlín, escribió una carta de Mete a Martha Wuttke, la cual, por razón de sus nervios afectados, estaba en tratamiento en Thale del Harz: «... Mamá, naturalmente, se emocionó hasta llorar, mientras que, para mí, esos acontecimientos, que quieren ser grandiosos a toda costa, significan muy poco. Me importan más los detalles curiosos, por ejemplo esos muchachos, algunos exóticamente extranjeros, que en calidad de, así llamados, picadores o picoteadores del Muro, se dedican a la demolición, sin duda loable, de ese logro de kilómetros, como iconoclastas o pequeños comerciantes; arremeten contra esa obra de arte panalemana con mazo y cincel, para que todo el mundo —y no faltan clientes— pueda tener su souvenir...».

Con lo que queda dicho en qué época pretérita hacíamos revivir a Theo Wuttke, al que todos llamábamos Fonty. Lo mismo ocurría con su Sombra-de-noche-y-día. Ludwig Hoftaller, cuya vida anterior había aparecido en el mercado de libros occidental con el título de Tallhover, entró en activo a comienzos de los años cuarenta del pasado siglo, pero no se retiró de sus actividades allí donde su biógrafo fijó el punto final, sino que, a partir de mediados de los cincuenta de nuestro siglo, siguió sacando provecho de su superdesarrollada memoria, debido, al parecer, a los muchos asuntos no resueltos, de los que formaba parte el asunto Fonty.

Por eso fue Hoftaller quien, en la estación de metro del Jardín Zoológico, plateó dinero oriental de hojalata para poder celebrar con su amigo, gracias a la moneda occidental, el septuagésimo cumpleaños de éste:

—Eso no se puede dejar pasar en silencio. Hay que mojarlo.

—Es como si se me quisieran rendir los penúltimos honores.

Fonty recordó a su viejo compinche una situación que se produjo a consecuencia de una invitación del Vossische Zeitung. Se había recibido en casa una carta de Stephany, el redactor jefe. Sin embargo, ya entonces, cien años antes, él había reaccionado con desánimo, a vuelta de correo: «Los setenta puede cumplirlos cualquiera, con tener un estómago sufrido».

Sólo cuando Hoftaller prometió no reunir, como en otro tiempo el Vossische, a unas cuatrocientas notabilidades de la sociedad berlinesa, sino reducir el círculo de los celebrantes e incluso, si quería, limitarlo radicalmente al anciano homenajeado y a él, su salvador en situaciones difíciles, se resignó Fonty:

—Desde luego, preferiría acurrucarme en un rincón del sofá —a los casi setenta años te dejan hacerlo—, pero, si no se puede evitar, que sea algo especial.

Hoftaller propuso el club de artistas Möwe, de la Maternstrasse. Luego rogó a su huésped que considerase el popular restaurante-teatro Ganymed, en el Schiffbauerdamm. A él nada le parecía bien. Y tampoco el Kempinsky, en el oeste de la ciudad, se ajustaba a los deseos de Fonty.

—Me imagino —dijo— algo escocés. No necesariamente con gaiteros, pero podría ser algo más o menos escocés...

Nosotros, los supervivientes esclavos de las notas de pie de página del Archivo, nos exhortamos a no relatar precipitadamente la celebración del septuagésimo cumpleaños, sino informar sobre el paseo que tuvo lugar ya a mediados de diciembre y que sólo después de un rato bastante largo ofreció oportunidad para hablar del próximo cumpleaños y planificar su celebración.

Un día de invierno de frío helador, con el que concordaba un cielo de azul acuoso sobre la ahora

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