La llama de la sabiduría

Juan Francisco Ferrándiz

Fragmento

cap-1

 

«¿Tienen alma las mujeres?»

Así es como todo empezó, con esta pregunta.

Una cuestión que sólo es producto de la degeneración de consideraciones formuladas en la Antigüedad, cuando Aristóteles afirmaba que las mujeres eran hombres defectuosos o Platón creía que el alma de éstas alcanzaba la perfección si se encarnaban en varón. Calificada de putífera, portadora del hedor y la putrefacción, la mujer se hundía con el paso de los siglos en un légamo de desprecio y pecado.

¿Eran aquellos pensamientos irrefutables? ¿Son ciertas las afirmaciones soeces de Boccaccio en su De claris mulieribus y las de otros tantos autores?

Al igual que Aristóteles rebatió a Platón y san Agustín pasajes de escritos de aquél, son merecedoras de reproche tales ideas, y de este modo tuve la oportunidad de descubrir la «Querella de las Mujeres», un debate intelectual que enfrentaba a autores desde hacía siglos. De Hildegarda de Bingen o Herralda de Hohenburg a otros posteriores como Juan Rodríguez del Padrón, Teresa de Cartagena y María de Zayas, por citar algunos, rechazaban las tesis misóginas y replicaban que los vicios son una inclinación que afecta por igual a individuos de uno y otro género.

Entre los querellantes destacaba por su acérrima defensa de la mujer Christine de Pizán. En su Cité des Dames levantaba piedra a piedra una ciudad imaginaria para ser habitada por grandes mujeres que, a lo largo de la historia, habían destacado en todos los ámbitos de la vida sin por ello obviar la esencia de su condición. Alentada por la Querella, pasaron por mis manos las memorias y los hechos de notables heroínas. Desde sabias hasta reinas, de santas a guerreras o sanadoras, y todas ellas merecen ser recordadas por resultar esenciales para la humanidad. Una tarea que, mi querida hija, deberás acometer con tesón e interés, pues cambiará el modo de enfrentarte a los avatares de la vida.

Tras años de paciente lectura, a aquella primera pregunta («¿Tienen alma las mujeres?») se sumaba otra: ¿qué nebuloso sendero nos condujo a tal estado de postración? Detrás de las puellae doctae, sabias excelsas, del valor de las amazonas y de los mitos sobre diosas y heroínas aparece un rastro sutil, ignoto y atractivo, como perlas dispersas, ocultas en un laberinto intrincado y misterioso.

La «Querella de las Mujeres» es una lid intelectual, pero hunde sus raíces en misterios arcanos, sepultados bajo el polvo de los siglos a causa de la ignorancia, el fanatismo y un intenso miedo.

Como si se tratara del enigma de la Esfinge, su respuesta requiere de una gran dosis de tenacidad y, sobre todo, de la capacidad de abrir la mente y deambular por sendas que pueden rozar lo herético y lo prohibido.

Dos caminos se abren ante ti ahora, hija. Uno es conocido: el que espera a cualquier mujer de buena cuna, respetuosa con sus progenitores, fiel esposa, madre y, por último, discreta y retirada en la viudedad. El otro es brumoso e incierto: es el que hollaron las mujeres que han dejado su impronta en la historia. No siempre se distinguen, pues el camino del héroe es interior, secreto, pero siempre determinante.

Sólo si estás dispuesta a asumir ese riesgo y a convertirte en el custodio de tales misterios podrás adentrarte en las siete lectionis que te conducirán a través del laberinto. Tu vida se verá iluminada entonces por otra claridad, aunque te advierto que su poder puede atraer tanto a criaturas de luz como de oscuridad.

cap-2

1

Valencia, 10 de diciembre de 1486

Ahora debes empujar, niña! —ordenó la partera.

La luz de las velas distribuidas por la estancia brillaba en el semblante sudoroso de la muchacha. Tendida en el camastro estiró el cuello y contrajo las facciones haciendo un esfuerzo titánico. Lanzó un grito y se desplomó sin aliento sobre el lecho.

Desde la puerta de la habitación se oyó un jadeo ahogado, y la morisca, colorada, se volvió hacia la joven recién llegada, que observaba el parto con una mezcla de temor y emoción, aún con la capa oscura de viaje sobre los hombros.

—Bienvenida, Irene Bellvent. Contemplad el milagro de la vida.

—¡Fátima!

Irene se sobresaltó con el grito de una nueva contracción. La parturienta era una niña de quince años con el pelo grasiento y el rostro sucio y crispado por el dolor. Fátima fruncía el ceño mientras palpaba, provocándole alaridos.

—Por favor, secadme el sudor —rogó.

Irene pidió un paño de lino a una sirvienta y, nerviosa, enjugó la frente de la partera morisca. Las dos criadas que asistían el parto estudiaban con disimulo a la que sería la heredera del hospital. Con aquel simple gesto la joven demostró que seguía siendo la misma después de llevar tres años alejada de la casa.

Irene era la hija única del bachiller y ciutadà Andreu Bellvent, el propietario y administrador de En Sorell, uno de los catorce hospitales abiertos en la próspera capital del Reino de Valencia, en la que habitaban más de setenta mil almas; unos eran regentados por la ciudad y otros auspiciados por nobles o burgueses piadosos. No obstante, salvo el De la Reina y En Clàpers —para enfermos de cualquier dolencia o heridos—, el de San Antonio —para aquejados de «fuego maligno»—, el lazareto de leprosos, el orfanato Dels Beguins y el de furiosos, llamado Dels Ignoscents, los restantes eran hospicios para peregrinos y mendigos con unos pocos catres que ofrecer, o bien acogían sólo a miembros de alguna cofradía o a clérigos. A pesar del continuo aumento de la población, entre todos estos hospicios y casas de salud apenas se contaba con doscientas camas para cumplir con el deber cristiano de atender a los enfermos.

En Sorell se fundó el último, treinta años atrás, sin distinguir entre menesterosos o dolientes, pues los físicos atribuían a ambos la misma causa divina y sólo diferían en los efectos y el paliativo. Pronto la buena labor de los Bellvent y sus médicos alivió el hacinamiento de los ingresados en los otros hospitales. Mientras tanto, el Consejo de la Ciudad demoraba la decisión de adoptar la propuesta planteada años atrás de fundar un Hospital General donde atender a un mayor número de enfermos sin la dispersión existente, fuente de dificultades y conflictos.

La carta que había motivado el regreso de Irene desde Barcelona explicaba que su padre estaba enfermo. Había llegado a Valencia con la caída de la noche, entrando por el Portal de Serrans justo antes del cierre de las puertas de la ciudad amurallada. Sabía que debía subir sin demora a las dependencias familiares, pero apenas hubo cruzado el portón del hospital oyó los alaridos desde la sala de curas y se contagió de la tensión que se respiraba. Era la energía palpitante de aquel lugar tal como la recor

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