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—Aquí EAJ-1 de emisiones Unión Radio Barcelona. Hoy, treinta y uno de diciembre de 1929, doña Pilar Puig se dispone a leer un comunicado en nombre de su familia. Adelante, señora Puig —anuncia Marta Pou ante el micrófono con una mescolanza de orgullo, alivio e incertidumbre.
Pilar se encuentra en el centro del estudio radiofónico más grande de la ciudad, una estancia insonorizada que ha llegado a albergar una orquesta y un coro al completo. Se siente indefensa ante el vacío inefable que la rodea y que todavía la desgarra por dentro. Sostiene los papeles del discurso con las manos temblorosas. Cruza la mirada con Mireia Grau, su cuñada, que asiente para infundirle valor desde la cabina de control.
—Buenas tardes a todos los radioyentes —se aventura finalmente a decir. Trata de serenarse, necesita hablar con más seguridad—. Me dirijo a ustedes con la esperanza de enmendar los errores cometidos por mis predecesores. Espero lograrlo mediante estas palabras —consigue leer con firmeza y contundencia—, pero también gracias a la iniciativa que les revelaré al final de este parlamento. Después de sopesar los pros y los contras minuciosamente, doña Mireia Grau, viuda de mi hermano, y yo misma hemos decidido dar un paso poco habitual por medio de este prodigio de la modernidad, la radio, que, con apenas cinco años de vida, se ha instalado en nuestras casas como un conviviente más.
La señora Puig cierra los ojos y, por un segundo, recuerda el horror que vivió en este mismo estudio días atrás. Es una suerte que todavía siga con vida.
—Sin más dilación, condeno los delitos con los que se relaciona a don Julià Puig —asegura estremecida y en un tono desgarrador—. No es mi cometido, ni tampoco sería de buen gusto, enumerarlos en este momento, pues lo más probable es que ustedes los hayan leído ya en la sección de sucesos de los diarios o que los hayan escuchado en los chismorreos que se propagan por los cafés. Así pues, rechazo las decisiones que mi padre tomó en el pasado y que yo desconocía hasta hace pocos días, en un gesto que me gustaría que interpretasen como honesto y humilde. —Se detiene unos segundos para tomar aire—. Asimismo, pido perdón por el sufrimiento causado, no en su nombre, sino en el de mi apellido, que espero que siga asociado a los beneficios que ha aportado a esta ciudad, y también al país.
Pilar levanta la vista del papel y se topa de nuevo con la mirada de Mireia, quien, a pesar de encontrarse al otro lado del cristal, le transmite su calor como si estuviera abrazándola.
—Valgan, pues, estas palabras como el preludio de una serie de iniciativas pensadas para ayudar a muchas mujeres como las afectadas. Tengo el privilegio de anunciar que está en fase de desarrollo la Biblioteca Irene Claramunt para mujeres, donde se ofrecerán clases gratuitas de lectura, de escritura y de cultura general. —Pilar relaja el tono y lo torna algo más distendido—. Invito a todas aquellas interesadas en el proyecto a que acudan a la inauguración, cuya fecha difundiremos a través de la prensa cuando la conozcamos.
»Sin voluntad de robarles más tiempo, les deseo un feliz 1930. También les agradezco que me hayan escuchado y les pido que mantengan sus transistores encendidos para disfrutar de la programación de fin de año de esta emisora que tanto amamos los barceloneses. Buenas tardes.
1923
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11 de septiembre de 1923
«No sé qué hago aquí», piensa Mireia Grau mientras se acaricia la barriga. Acaba de notar otra patada en el vientre y, a pesar de que semanas atrás las recibía con júbilo, el calor, el gentío que la rodea y la enorme panza que acarrea en las últimas horas de su embarazo no le dejan margen para la alegría. Su reloj marca la una y cuarto del mediodía. Apenas han pasado dos minutos desde la última vez que ha consultado la hora.
—Ya sabes lo que opino. Deberías guardar luto y no vestir así, como una blasfema —le recrimina su cuñada Pilar Puig, que intenta serenarse mientras la coge por el brazo—. A ver, ya sabes que respeto tus decisiones, y que conste que lo hago porque no me queda más remedio —la señora Puig suspira—, pero al menos hoy podrías haber escogido un atuendo más apropiado para tus circunstancias. Todo el mundo nos está mirando.
—Nadie se fija en nosotras, Pilar —asegura Mireia—. Y ya me dirás tú por qué las viudas tenemos que vestir de negro. —Se pregunta si ha escogido un vestido verde y floreado porque le gusta o si lo lleva para fastidiar a su cuñada. En plena calle, y rodeada por una notable cantidad de festivos manifestantes, advierte que estos solo atienden a sus propias conversaciones—. Mira, Josep murió en junio y yo sigo viva. Por eso me niego a dar a luz vestida para un entierro.
Pilar frunce el ceño mientras comprueba que su pelo castaño, tensado como las cuerdas de un arpa y recogido en un moño, se mantiene tan perfecto como antes de salir de casa. Una tercera mujer las acompaña. Se trata de Juana, el ama de llaves de la familia más duradera, que permanece cerca de sus señoras cual leona custodiando a sus crías. Otea alrededor en busca de posibles contratiempos mientras ahuyenta una certeza de sus pensamientos: en la vida no ha hecho otra cosa que perder a las personas que aprecia.
Hace más de veinte años que la Diada de Catalunya se celebra con las ofrendas florales a la estatua de Rafael Casanova. Aunque antes estaba ubicada en el Saló de Sant Joan, ahora se encuentra en el cruce de ronda Sant Pere y las calles Alí Bei y Girona, donde hoy no cabe ni un alfiler. Reposa siempre expuesta al sol porque los edificios señoriales que la bordean no llegan a cobijarla con su sombra. Miembros de algunas asociaciones catalanistas, excursionistas, sardanistas, de ateneos y de agrupaciones obreras de lo más variopinto se han congregado aquí junto a varios representantes del Ayuntamiento y de la Mancomunitat, a ciertos diputados catalanes del Parlamento español y a otras autoridades, embriagados todos por el optimismo que se respira en el ambiente. Manifiestan la defensa del catalanismo juntos pero no revueltos, pues cada uno se agrupa con los de su propia casta.
La mayoría de los burgueses que rodean a Mireia, Pilar y Juana lucen trajes almidonados que varían del negro al gris, se protegen del sol con canotiers y gritan «¡Visca Catalunya!» al tiempo que los más mayores golpean los adoquines con unos bastones que soportan el peso de las batallas pasadas. Las contadas mujeres que han acudido al acto dan la nota de color y se dejan llevar por los arrebatos de sus acompañantes. Son doñas barcelonesas que escenifican su poderío mediante vestidos todavía de estética orientalista, cuellos enjoyados y fragancias sofisticadas compradas en las perfumerías del paseo de Gràcia. Algunos de los huéspedes del Palace Hotel, que emerge lujoso en la esquina donde se ubica la estatua, son testigos de excepción del homenaje desde sus ventanas.
—¿Podemos irnos ya? —pregunta Mireia mientras se coloca el cabello azabache tras la oreja—. Ya sabes que las contracciones me importunan desde hace días, y ahora mismo me están molestando.
—Ya no sé cómo decírtelo, de verdad. —Suspira—. Te lo repito una vez más, a ver si así te entra en la cabeza: ahora eres la socia individual mayoritaria de la empresa de mi familia —responde Pilar con tono paternalista—. Por el bien de la compañía y por el de tu futuro hijo, tienes que dejarte ver en estos eventos. Barcelona solo te respeta si estás donde debes estar.
—De poco me sirven las acciones que me dejó Josep —dice Mireia al tiempo que apoya la mano sobre la cadera, antes de avispa, ahora con forma de botijo. Necesita llegar a casa para tumbarse y descansar—. Él sabía camelarse a los socios americanos y a los empresarios de esta ciudad, pero a mí no me harán caso ni unos ni otros. Ahora es tu marido el que controla las fábricas: Claudi es quien debería estar aquí.
—Sé que Claudi tampoco es un Puig —afirma Pilar, apesadumbrada—. Aun así, es el único hombre que nos queda. Mis dos hermanos han muerto y mi padre está senil y postrado en una cama. —Mireia tuerce el gesto dado que Pilar es experta en contarle lo que ella ya sabe—. Mi marido es el único que puede mantener a la familia al frente del consejo de administración de la Puig & Mckey, sí. —Siente un pinchazo en el corazón tan pronto como termina la frase, un pesar que no permite que Mireia advierta—. Si él no quiere codearse con la flor y nata de la ciudad, lo haremos nosotras por él. Y punto.
—A mí me importan un bledo la Diada, la Mancomunitat y la empresa. Solo he venido porque llevas días acosándome para que te acompañe.
La señora Puig suspira y centra su atención en la estatua de Casanova. Contempla a quien fue el último consejero jefe de Barcelona, en 1714, antes de que la ciudad cayera en manos borbónicas. El homenajeado, herido, rodea el pendón de Santa Eulàlia con un brazo y se apoya en la espada con la otra mano en actitud heroica. Pilar desea calmar esa angustia que la gobierna y que se transforma en desdén cada vez que abre la boca, pero esta persiste en su interior como un depredador al acecho constante de su tranquilidad. Aunque muchos piensan que la delgadez de Pilar es equivalente a sus capacidades, la levedad de su cuerpo no se corresponde con su potencial ni con la carga que soporta su alma, que siempre ha sentido tan grávida como la figura de bronce que ahora observa.
Para Mireia, sin embargo, es más interesante el pedestal que eleva la estatua hasta unos tres metros por encima de la acera. Contempla a las dos mujeres plasmadas en el relieve: una de ellas, en el suelo y semidesnuda, parece desvelarse; la otra, firme y de pie, muestra una comprensión profunda de los vaivenes de la vida. Mireia se pregunta con cuál de las dos se identifica más.
—Señoras, aquí hay mucha gente. ¿Por qué no nos movemos hacia esa acera de allí enfrente? —propone Juana, pendiente de que Mireia no tropiece—. Está menos abarrotada y podremos cobijarnos bajo la sombra de los árboles.
—Es una buena idea —le responde la embarazada.
Mireia tira del brazo de su cuñada mientras guiña un ojo a Juana para que las siga.
—A ver, que conste en acta que yo confío en mi hermano —prosigue Pilar, en movimiento—. Estoy segura de que Josep te dejó sus acciones y todo su patrimonio porque creía que los usarías con cabeza. Además, en el caso de que traigas un varón al mundo, ese treinta por ciento que has heredado allanará su futuro. Por eso debes tomarte estos actos en serio.
—¡Me cago en la hostia! —exclama Mireia, contrariada.
—Querida cuñada, no voy a tolerar blasfemias en mi presencia. —Pilar no ha perdido ni un segundo en responder—. Da igual lo diferentes que sean nuestras opiniones, usa argumentos.
—No es eso, mira.
La embarazada señala la falda de su vestido, que Pilar advierte húmeda en su mayor parte. Por los tobillos de Mireia chorrea un líquido que se encharca en el suelo.
—Cielo, has roto aguas —comenta la señora Puig con dulzura.
Mireia se sorprende, su cuñada no acostumbra a tratarla con cariño.
—Salgamos de aquí —dice Juana—, tenemos que llevarla al médico.
Las tres mujeres oyen una barahúnda procedente del otro extremo de la calle. Mireia y Pilar no son conscientes de que un grupo de policías vestidos de paisano se han reunido minutos atrás en la esquina de Méndez de Núñez, ni de que el comisario al mando les ha ordenado mezclarse con los manifestantes para caldear el ambiente.
—¡Ese hombre ha sacado un arma! ¡Es un terrorista! —grita un tipo sin saber que el pistolero al que alude es uno de los policías alborotadores.
Pilar, Mireia y Juana se sobresaltan. A su alrededor, todos se mueven de un lado a otro, desconcertados y asustados. El caos se apodera de la calle.
—¡La policía nos ataca! —vocea incrédulo un joven al pasar cerca de Juana.
Gritos, reniegos y maldiciones. Un grupo de guardias civiles de uniforme aparecen en escena con sables y porras y cargan contra los dones y las doñas de Barcelona y contra el resto de la población civil congregada. Algunos agentes a caballo provocan pavor entre los ciudadanos, que corren para no ser envestidos por los animales. Mireia interpreta la intervención policial como un intento de dispersar a los asistentes; sin embargo, algunos todavía consideran que las fuerzas del orden los están protegiendo de un peligro ajeno al homenaje. Los agredidos que forman parte de la élite de la ciudad, al contrario que las clases más humildes, no están acostumbrados a que los traten a palos. No hay golpe más duro que el inesperado.
«Por Dios, esto es solo una celebración», piensa Pilar mientras observa a un hombre que, con la cara ensangrentada, se agacha para buscar sus gafas entre los adoquines al tiempo que intenta evitar que lo pisen. Otro se aleja del foco del conflicto con la cara desencajada por el dolor y, posiblemente, con una mano rota. Dos guardias civiles destrozan las coronas de flores depositadas ante la estatua y otros arrean golpes a un grupo de mujeres que tratan de huir. Ni siquiera respetan a los niños. Un pensamiento se repite en la cabeza de los manifestantes: esta misma tarde, el señor Vera, gobernador civil interino, y Miguel Primo de Rivera, marqués de Estella y capitán general de Cataluña, deberán rendir cuentas ante la población.
—Hay que llevarse a la señora Mireia de aquí —concluye Juana a voz en grito en cuanto consigue reaccionar.
Pilar y el ama de llaves escudan la barriga de la embarazada mientras huyen conturbadas junto con el resto de los manifestantes. Mireia jadea por el esfuerzo, se protege el vientre con las manos y avanza doliente debido a una nueva contracción.
—¡Salvajes! —grita Pilar mientras se santigua.
Los ciudadanos de a pie conocen el recelo con el que los militares, el somatén o los partidos como Unión Monárquica Nacional miran al catalanismo, por un lado, y al sindicalismo de corte anarquista, por el otro. «Pero esto traspasa demasiados límites», piensa Pilar.
En este momento, la estampida de personas se descontrola debido a que las cargas se intensifican. Las tres mujeres toman la calle Girona porque la consideran más segura. No pueden evitar los empujones, los codazos y el miedo de quienes las rodean. Al cabo de unos trescientos metros, ya alejadas del foco del conflicto, se detienen para recuperar el aliento.
—¿Estás bien? —pregunta Pilar a Mireia, más preocupada que resuelta.
—No lo sé, creo que sí. Deberíamos apresurarnos, no quiero dar a luz en medio de la calle.
—Vayamos al piso familiar —se aventura a proponer Juana—. La señora Pilar y yo llevamos unos días instaladas allí para atender al señor Julià. Estamos a pocas calles, no se me ocurre lugar mejor para cuidarla tras el parto.
—Me parece la mejor opción —confirma la señora Puig—. El médico llegará allí en menos que canta un gallo. Voy a buscarlo a su consulta, nos vemos en el piso.
La embarazada acepta la propuesta con un leve movimiento de cabeza y sin estar convencida, forzada por la incertidumbre y las pocas ganas que tiene de discutir. Mientras Juana busca un coche de punto que haga el trayecto más rápido y cómodo para la parturienta, esta tuerce el gesto. Si meses atrás le hubieran dicho que su marido se perdería el nacimiento de su primogénito y que pariría asistida por su cuñada, una de las personas a las que más ha criticado en la vida, no se lo habría creído.
Mireia se encuentra tumbada en la cama de la habitación de invitados del piso familiar que Juana ha preparado en un santiamén. Con las piernas elevadas y las plantas de los pies sobre el colchón, no ve lo que sucede ante sí porque una sábana la cubre desde la cintura hasta las rodillas. «Es mejor así —le ha dicho la señora Puig—, por si acaso». De hecho, Pilar y Juana están situadas una a cada lado de la parturienta y le agarran las manos con fuerza mientras alternan palabras de aliento. Detrás de la sábana, un médico y una comadrona aseguran que el nacimiento es inminente y, acto seguido, anuncian que ha llegado el momento de empujar. Cuatro personas acompañan a Mireia, pero la soledad es una intrusa que se aferra a su piel debido a la ausencia de Josep.
Mireia empuja. Un malestar punzante le paraliza el cuerpo y otro asfixiante, una parte importante del ánimo; pues, tendida en esta cama, a punto de alumbrar con los cuidados que la mayoría de las mujeres de Barcelona anhelan y de los que apenas unas pocas disfrutan, jamás se ha sentido tan desvalida. Recuerda el día de su boda, cómo avanzó a regañadientes hacia un altar del que deseaba huir, forzada por la precaria situación económica de su familia y por las escasas alternativas que la sociedad ofrece a una mujer con un potencial tan apabullante como el suyo. Durante los dos primeros años de convivencia, el matrimonio acumuló una serie de divergencias que parecían irreconciliables, discusiones de pareja en las que uno buscaba doblegar la voluntad del otro. Sin embargo, Josep era un diamante en bruto en el camino de brillar como esposo y ella, una artesana de las emociones capaz de dejar marca en la joya más resistente. Así que ambos aprendieron a escucharse, a comprenderse y a respetar los apetitos del otro hasta que se convirtieron en algo más que un equipo, en mucho más que simples amantes. Mireia siempre ha creído que fueron más felices que la mayoría de los matrimonios que los rodeaban, que fueron una verdadera fuerza de la naturaleza; y ahora que esta pelea por seguir su curso a través de sus entrañas, el sudor le empapa la frente, los olores son intensos y desconcertantes y el dolor constriñe toda posibilidad de alivio.
—Ya se le ve la cabecilla —anuncia la comadrona—. ¡Y tiene mucho pelo! Será un rubiales.
—Empuja un poco más, en breve habrá acabado —asegura Pilar con una cara de preocupación que desconsuela a su cuñada.
Mireia empuja mientras bucea a contracorriente por un río de agujas que se le clavan sin cesar en el corazón. Se pregunta si la libertad que Josep y ella se habían concedido para satisfacer las respectivas necesidades extramatrimoniales, así como las horas dedicadas a descubrir los cuerpos y las vidas de otros hombres, no habían sido una cortina de humo epicúrea que tapaba su insatisfacción vital. ¿Debería haber exprimido todas las noches que la vida le había regalado junto a su ahora difunto esposo? ¿Habría sido feliz sin aquel acuerdo al que no fue fácil llegar y que luego les ofreció el paraíso? ¿Podría haber abrazado la hipocresía burguesa, los postulados de la institución del matrimonio y la moral religiosa que limitan los deseos de sus coetáneos? Preguntas tormentosas que se suman al miedo por convertirse en madre primeriza a sus treinta y tres años, y que potencian aún más los gritos que se siente con la potestad y la necesidad de emitir.
—Venga, que la cabeza ya ha salido —sigue relatando la comadrona—. Ahora llega un último apretón. Doña Mireia, ¡empuje como si le fuera la vida en ello!
Y sí, la vida le va en ello, porque Mireia no sabe qué habría hecho sin el embarazo. Josep se despidió una mañana y, sin avisar, se esfumó durante dos semanas para luego aparecer muerto, desfigurado y sin explicaciones bajo el brazo. La policía lo achacó a un ajuste de cuentas con algún empresario rival o a un atentado sindical, excusas recurrentes que los agentes ofrecen a las viudas cuando no encuentran al culpable.
Su marido, director de una de las siete fábricas de la Puig & Mckey durante años y presidente del consejo de administración del grupo empresarial familiar tras la renuncia de su padre al cargo, precipitada por una pérdida evidente de sus facultades, no pudo vivir ajeno a las grandes huelgas obreras, a las presiones sindicales o a los grupos violentos de afinidad anarquista, así como tampoco a la corrupción política y policial, a los lockouts patronales que consideraba excesivos e inútiles, a los pistoleros contratados por otros burgueses que dificultaban la toma de decisiones en su propia empresa, ni a los tiranos que movían los hilos en la sombra. Meses antes, se había visto obligado a hacer tratos con uno de ellos, el deleznable Hans Kohen, un supuesto barón que acabó asesinado dos semanas antes que Josep. Era un hombre de tentáculos tan poderosos que Mireia cree que la pueden atacar desde el más allá. Presiente que el final del aristócrata está relacionado con el de su marido; no obstante, no tiene pruebas para demostrarlo. Por eso se ha aferrado a su embarazo, porque es lo único que le queda de Josep.
—Siga, doña Mireia, que ya casi está —informa la comadrona.
—Señora Mireia, se está comportando como una valiente —la arenga Juana—. En un abrir y cerrar de ojos tendrá entre los brazos al último de los Puig.
Mireia empuja atormentada por la sentencia del ama de llaves. Las hijas de Pilar llevan otro apellido; Tomás, el único hermano varón de Josep, falleció sin descendencia; y este, que ella sepa, es el único embarazo fruto de la semilla de su difunto marido. No soporta esta responsabilidad, desea romper vínculos con la familia Puig y, aun así, siente que es cuanto tiene. Empuja, y el cuerpo y el alma le duelen porque la ausencia que ha dejado Josep se le ha enquistado en el corazón y en la garganta. Le duelen porque se sabía una mujer emancipada de los designios de su marido, una dama moderna de los años veinte, culta, leída y libre; tan libre y afortunada que ni siquiera necesitaba trabajar. Le duelen porque el vacío que siente es tan exagerado que no es capaz de albergarlo y, aun así, ahí está, en su interior, desgastándole el cuerpo y reclamando el gobierno de sus ánimos. Con Josep lograron que el único lazo que los atara fuera el del amor y el respeto; sin embargo, nunca se ha sentido tan ligada a él como tras su muerte.
El lloro de un bebé la desconcierta.
—Es un niño —dice la comadrona—. Es un niño sano y, a juzgar por la potencia del llanto, fuerte como un toro.
Mireia cierra los ojos relajada y satisfecha.
—Dios mío, ¡qué alegría! ¡Bienvenido, sobrino! —exclama Pilar dando rienda suelta al entusiasmo por primera vez en mucho tiempo.
—Señora, ¡felicidades! —celebra Juana sin soltar la mano de la madre novel.
Cuando Mireia levanta los párpados, observa que la comadrona se acerca con el pequeño en brazos, bañado en sangre y otros líquidos, y cubierto por una mantita. Con una sonrisa de oreja a oreja, Mireia coge al bebé.
—Encantada de conocerte, Josep —dice la madre a su hijo entre lágrimas, al tiempo que contempla al que considera el crío más bonito que ha visto jamás.
3
12 de septiembre de 1923
«No es el momento», se dice a sí misma cuando la asaltan unas ganas terribles de agarrar un palo para destrozar cuanto encuentre a su paso. A pesar de la ferocidad del impulso, Marta Pou posee una capacidad extraordinaria para contenerlo, una habilidad imprescindible para sobrevivir a la vida que le ha tocado llevar.
Marta monta guardia a estas horas de la noche sin que le tiemble el pulso. Se encuentra en la calle Reina Amàlia, en el Distrito V, el barrio que agrupa a golfos, canallas y delincuentes de lo más diverso. No le asustan las aceras sombrías, ni las fábricas desiertas que se llenarán de trabajadores antes de que despunte el sol, ni los edificios de varias plantas separados de la acera de enfrente por pocos metros. Tampoco lo hace el hampa, que se pasea a sus anchas por los innumerables negocios que regenta, o los borrachos que se debaten entre continuar con la jarana o retirarse a descansar. Ni siquiera le espanta el estado de guerra declarado esta misma mañana por Miguel Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, ni los soldados ni los somatenes que han tomado las calles. «Nada me va a sorprender ya», piensa cada vez que se acusa a sí misma de temeraria. Se pregunta cuándo se acostumbró a que varios hombres aparecieran muertos a balazos cada semana, en qué momento la ciudad se convirtió en una metrópoli sin ley donde los pistoleros de ambos bandos deambulan protegidos por los suyos y atacados sin piedad por sus rivales de clase. Burgueses contra obreros, obreros contra burgueses, policías y matones actuando de la mano, una despiadada guerra de clases que nunca acaba. ¿Qué le importa a ella?
Marta lleva tres meses vigilando un almacén de la calle Reina Amàlia desde una esquina de la manzana. Llega allí sobre las seis o las siete de la tarde y permanece alerta tanto tiempo como el cansancio y la voluntad se lo permiten. Sabe que alguien aparecerá tarde o temprano, cree que en el interior del local encontrará la respuesta que busca. Sin embargo, no tiene otra opción que esperar a que alguna de las aves carroñeras que trabajaban para Hans Kohen, su antiguo jefe, hagan acto de presencia con el objeto de devorar los restos de su tiranía.
Se pregunta dónde estaría ahora si no hubiera conocido a Kohen. El mafioso levantó un imperio gracias a la conquista de las casas de juego y los prostíbulos del Distrito V. Pronto entendió que sobornar primero a la policía para chantajearla después era una práctica estratégica con beneficios múltiples: no solo le proporcionaba libertad para delinquir y salvoconductos para sus crímenes, sino también la posibilidad de condenar a sus enemigos con pruebas que él mismo fabricaba. De este modo, se convirtió en un maestro del lucrativo negocio de la coacción. Primero identificaba los puntos débiles de empresarios, militares o políticos destacados, y luego los obligaba a concederle favores, unas acciones con las que estos plutócratas cometían otro crimen susceptible de un futuro chantaje. Kohen controlaba Barcelona desde la trastienda gracias a los secretos vergonzosos que había recopilado de los personajes más influyentes. Dicha información es ahora un tesoro que, en parte, se guarda en este almacén de la calle Reina Amàlia.
Marta trabajó como una agente de Kohen, en contra de su voluntad, y a pesar de que nunca mató a nadie con sus propias manos, las considera manchadas de sangre. Cuando los remordimientos la asaltan, se distrae concentrándose en esta maldita puerta a la espera de que alguien la abra para que ella pueda dar al fin con lo que valora tanto como su propia vida.
Los vecinos la toman por loca y a Marta no podría importarle menos. Lustros atrás, decidió que las opiniones ajenas son solo moscas que revolotean a su alrededor sin apenas molestarla. Podría escribir un libro con las anécdotas vividas en las últimas semanas: le han pedido precio, la han acusado de espía y la policía la ha confundido con una ladrona. Y todo porque una mujer permanece de pie en una esquina sin motivo aparente.
Marta empezó a trabajar meses atrás como secretaria en una empresa llamada Calcetería Núñez gracias a la intercesión de un amigo. Ella llama «amigos» a algunos de los antiguos clientes que la trataron con respeto en su momento y que ahora aceptan que haya dejado atrás la mala vida y la ayudan en sus nuevas circunstancias. Aunque se comenta que vive desamparada sin la tutela de Kohen, ella se siente más libre y poderosa que nunca. Reside en un piso que perteneció al tirano durante muchos años y que ahora es de su propiedad porque, tras la muerte del criminal, recibió la documentación que la acredita como la dueña del inmueble. Encima tendrá que estarle agradecida al filibustero responsable de la culpa que la atormenta.
Como siempre, esta mañana ha llegado a las ocho a la oficina, y se ha sentado delante del escritorio de roble que la sitúa de espaldas al despacho del jefe, un tipo mayor, descuidado y sin atisbos de malicia, aunque de carácter firme. Por encima de él se encuentra el director de Calcetería Núñez, un tipo llamado Vincent Mckey, de origen estadounidense y de tendencias beodas y libertinas.
Su primer cometido del día ha consistido en redactar un par de cartas en su recién estrenada Underwood con teclado español. Este tipo de tareas la abstraen de las miradas lascivas de los chupatintas que la rodean y que se dedican a la gestión de la confección y a la venta de las medias que se producen en esta fábrica condenada a desaparecer. «El sistema de producción está cambiando», le contaba uno de sus amigos cuando todavía contrataba sus servicios. «Debido a la crisis estructural y al atraso que se perpetúa en este país, las empresas importantes están comprando las pequeñas y están provocando la ruina de los artesanos. El monoproducto ya no tiene sentido, los grandes almacenes consiguen tratos de favor y descuentos de las marcas que ofrecen género variado», recuerda ella mientras escribe una carta a unos clientes de Sevilla que hace tiempo que no realizan un pedido.
Tras terminar la jornada, Marta ha cambiado levemente su rutina. En lugar de dirigirse al almacén del Distrito V que vigila cada tarde, se ha acercado al barrio de Poble Nou para dejar una carta en el buzón de una viuda. Espera que la mujer la lea antes de irse a dormir porque, de ser así, podrá conciliar el sueño por primera vez en mucho tiempo. Acto seguido, ha abierto la libreta con tapa de piel y de tamaño cuartilla que acostumbra a llevar encima y ha tachado el nombre de la viuda de una interminable lista. Quizá otra persona habría sonreído en el acto, pero Marta ha tragado saliva, consciente del enorme trabajo que se ha autoimpuesto. Todavía le quedan demasiadas tareas por cumplir antes de permitirse una mínima satisfacción. «Una no puede limpiarse los pecados de las manos —se dice con frecuencia—, aunque puede procurarse unos guantes».
De camino a la calle Reina Amàlia, se ha topado con un cartel que anuncia el nuevo espectáculo de María Green, la famosa actriz del Paralelo, la gran diva de la escena, la mujer hecha a sí misma que muchos admiran y tantos otros odian; y Marta ha recordado el éxtasis que experimentaba cuando ella misma se subía a un escenario, cantaba desde el corazón y recibía los aplausos y los vítores del público. Como de costumbre, ha borrado aquella época de la mente. Hace tan poco que se terminó que todavía quema en su interior.
Por todo ello, hoy ha empezado la guardia más tarde de lo habitual. No puede abandonar el trabajo de secretaria porque necesita el dinero para vivir, y justo por eso descuida la vigilancia varias horas al día. Cualquiera puede entrar en el almacén por la mañana sin que ella se entere, y la única información de la que dispone cuando se ausenta la obtiene de unos críos a los que paga para que estén alerta, pero de los que desconfía. También piensa que su presencia a pie de calle, aunque discreta, podría ahuyentar a aquellos que tienen en su poder la llave que tanto anhela.
El caso es que, pocos minutos después de su llegada, Marta descubre a un tipo que camina inseguro por la calle y que mira a uno y otro lado de la acera, quizá temeroso de que lo reconozcan, quizá vencido por la curiosidad de lo que sucede en un barrio donde no acostumbra a poner el pie. El hombre viste un traje elegante y se detiene enfrente del almacén. Saca una llave del bolsillo interior de la americana y entra en el local del que sale diez minutos más tarde con un archivador en las manos. «Se acabó la guardia», piensa Marta mientras agarra con fuerza la estrella de plata que pende de un colgante del que nunca se separa. Ahora tiene un blanco al que apuntar. Sabe perfectamente de quién se trata y se dice a sí misma que debería haber pensado antes en él. Claro, era obvio que el Trampas podía ser uno de los testaferros de los secretos acumulados por el deleznable Kohen. Marta no desea el poder que heredará el propietario de los papeles aquí guardados; sin embargo, cree que, enterrada entre fotografías y documentos incriminatorios, se halla la dirección que lleva años buscando y que nada tiene que ver con el dinero o las intrigas políticas.
4
13 de septiembre de 1923
«Me pregunto qué haría mi madre», piensa Pilar mientras camina por el pasillo principal del piso situado en la calle Aribau que la vio crecer, al que actualmente llama el piso familiar y en el que solo vive su padre. Lleva una bandeja con el almuerzo de Mireia, un servicio que debería realizar Juana pero del que Pilar se hace cargo como excusa para echar un vistazo a su sobrino. La luz se cuela a través de las puertas de las diferentes estancias y resalta el tono porceláneo de su piel. Ignora los retratos familiares que decoran el pasadizo y que describen las etapas de la vida que atravesó antes de casarse y mudarse a su residencia actual. En la mayoría de los cuadros, don Julià, su padre, y Josep y Tomás, sus hermanos, aparecen de pie y sonrientes; todo lo contrario que Pilar, quien, con frialdad, solía sentarse de la mano de doña Teresa, su madre, en un extremo de la imagen.
La señora Puig lleva una semana instalada en su antiguo dormitorio y permanecerá en el piso familiar unos días más. Lo hace por su padre, o al menos es lo que se dice a sí misma, pues no desea aceptar la verdadera razón, la que oculta tras el papel de buena hija. Don Julià no la reconoce, tampoco se mueve de la cama, y Pilar apenas pisa los aposentos del viejo patriarca. Juana trabaja para ella y desarrolla su cometido allí donde Pilar pernocta, ya sea aquí o en el piso de la calle Provença, donde la señora vive habitualmente con su marido y sus dos hijas.
Tras cruzar la puerta de la habitación de invitados, la señora Puig recuerda por qué, tras la muerte de su madre, desterró aquí el cabezal de la cama en la que ahora descansa su cuñada. Lo considera una frivolidad. De madera de roble americano, se levanta recto por ambos lados y se convierte en dos espirales que coronan cada uno de los extremos de la pieza, unidos entre sí por varias ramas de las que brotan flores. El armario de dos puertas encarado al pie de la cama replica motivos parecidos. Después del auge del modernismo, surgió un movimiento en contraposición, el novecentismo, que promovía la razón, la precisión, el orden, la medida o la claridad y que estaba fuertemente relacionado con la identidad y la política catalanas. Ella es hija de dicha corriente: la sobriedad es un imperativo en su vida.
Mireia no se da cuenta de la presencia de su cuñada porque está ensimismada en la edición matinal de La Vanguardia. Pilar otea la habitación y se escandaliza de que la madre primeriza la tenga manga por hombro. De hecho, Mireia no deja que las sirvientas entren a limpiar, un capricho que la señora Puig no comprende. Hay ropa esparcida por todos los rincones de la estancia, como en la barandilla de la cuna donde el pequeño Josep duerme como un angelito, un lecho de madera que Pilar y sus hermanos usaron cuando nacieron y que hizo el fundador de la saga familiar, su abuelo, que resultó ser un as en los negocios y un manitas en su tiempo libre.
—Buenos días, te he traído el almuerzo —anuncia la señora Puig.
—Gracias —dice Mireia sin levantar la vista del diario—. ¿Lo has leído? ¿Te has enterado?
Pilar advierte que su cuñada no va a comer de inmediato, así que deja la bandeja sobre una cómoda baja que se encuentra a su izquierda. Aparta como puede una palangana y una jarra de latón con el objeto de hacer un hueco para el desayuno. Considera prioritario que las saneen, porque deberían haberlas limpiado después de usarlas durante el parto.
—Todavía no he salido de casa —responde Pilar—. No sabía que teníamos el periódico del día.
—Me lo ha traído Juana. Sabe que me aburro. Algo tendré que hacer aquí, ¿no crees? Me ha tocado el niño más tranquilo y dormilón del mundo; si sigo en esta cama, me convertiré en una mota de polvo más —termina divertida y sin referirse al estado de la estancia.
Pilar recibe el comentario como una ofensa. De no ser por las actitudes de su cuñada, la habitación estaría limpia como una patena. Se dispone a dejárselo claro, pero Mireia se adelanta:
—Mira, te leeré el texto que precede al manifiesto del general Primo de Rivera. Lo habrá escrito algún redactor: «Confirmados los rumores que acogemos en nuestra sección telegráfica sobre importantes acontecimientos políticos acaecidos en Madrid. Esta madrugada, a las dos, se nos ha entregado en la Capitanía General el siguiente manifiesto dirigido al país, para que lo reproduzcamos íntegramente. No nos es posible ser más explícitos y por esto nos limitamos a transcribir el citado manifiesto».
—¿Qué ha pasado? —Pilar empieza a preocuparse—. ¿Qué han hecho ahora esos anarquistas?
—Nada, no han hecho nada. Creo que Primo de Rivera va a dar un golpe de Estado hoy, si no lo ha hecho ya a estas horas —concluye con un gesto de desaprobación—. Espero que el rey no lo secunde.
—Esto es justo lo que necesita el país —espeta la señora Puig—. Llevamos demasiados años amedrentados por los terroristas y por esos obreruchos que paralizan la producción con sus huelgas. Así es imposible prosperar. Ellos tienen la culpa de todo.
—Los obreros defienden sus derechos, Pilar. Tú también lo harías.
—Yo seguiría las normas. Además, son peligrosos —asegura con contundencia—. La CNT ha demostrado ser una fuerza que actúa por encima del poder legalmente establecido. Lo hace con sus huelgas y con sus doctrinas, y eso es inadmisible. Los partidos tradicionales no consiguen imponer el orden. Mano dura, eso es lo que necesitamos, mano dura.
—No sé yo, me huelo que esto acaba en guerra civil. Si no empieza ahora, lo hará en unos años. —La señora Puig tuerce el gesto en señal de desacuerdo—. ¿No me crees? Dale tiempo al tiempo. Mira, además, el manifiesto no dispone nada bueno para nosotras: «Este movimiento es de hombres: el que no sienta la masculinidad completamente caracterizada, que espere en un rincón, sin perturbar, los días buenos que para la Patria preparamos. Españoles: ¡Viva España y viva el Rey!». —Termina de leer y lanza una mirada a Pilar—. Qué quieres que te diga, afirmaciones como esta no me calman; es más, me consternan. Está claro que con él no conseguiremos nunca el sufragio femenino, pero si dan un golpe, ¡no podrán votar ni los hombres!
A Pilar le encantaría ser tan cosmopolita y abierta como su cuñada. Aunque le gustaría creer que las mujeres pueden acometer las mismas tareas que los varones, e incluso argumentar que serían mejores políticas que ellos, su familia le tatuó ideas contrarias a estos preceptos desde que tuvo uso de razón. Su madre la preparó para la procreación y la servidumbre y se ocupó de censurar cualquier atisbo de divergencia; la educó constreñida por las cadenas de su propio matrimonio y de su estatus. Sin más, arrebata a Mireia el diario de las manos, comprueba que se trata de la edición del 13 de septiembre y lee el manifiesto en busca de pruebas que respalden su opinión.
—¿Ves? Aquí lo dice —responde Pilar con entonación de sabelotodo—. Van a constituir un Directorio Militar provisional para restablecer el orden y el buen funcionamiento de los ministerios. Estoy convencida de que luego devolverán el poder a los estamentos civiles. Además, el capitán general Primo de Rivera no va a permitir que se repitan unas cargas como las que sufrimos en la Diada. Ya sabes que goza de una muy buena relación con la Lliga Regionalista. Él defenderá los intereses catalanistas.
—Sí, y también van a declarar el estado de guerra en todas las regiones —dice con preocupación—. El manifiesto pide a los capitanes generales que destituyan a los gobernadores civiles y que los sustituyan por mandos militares. Harán lo que les dé la gana, Pilar. —Mireia niega con la cabeza—. Cuando un hombre se hace con el poder, rara vez lo abandona si no es por la fuerza.
—Patrañas. Mira, aquí cuenta por qué se ha visto obligado a intervenir: «Asesinatos de prelados, exgobernadores, agentes de la autoridad, patronos, capataces y obreros; audaces e impunes atracos; depreciación de moneda; francachela de millones de gastos reservados, sospechosa política arancelaria por la tendencia, y más porque quien la maneja hace alarde de descocada inmoralidad; rastreras intrigas políticas tomando por pretexto la tragedia de Marruecos; incertidumbre ante este gravísimo problema nacional…».
—Está bien, Pilar, está bien —la interrumpe la madre primeriza, todavía débil por los estragos del parto—. No tengo el cuerpo para debates políticos.
La sonrisa de Mireia es una señal inequívoca de que alza la bandera blanca. La señora Puig caza el mensaje al vuelo, así que le devuelve el gesto. Acto seguido, coge la bandeja con el desayuno y se inclina hacia delante para acercársela a su cuñada. Entonces, Mireia se fija en el moratón que destaca por encima de la clavícula de Pilar, que hasta el momento había quedado cubierto por el cuello de la blusa. Aunque se dispone a preguntarle por el hematoma, finalmente cambia de opinión, pues sabe que solo recibirá evasivas y que no hará entrar en razón a quien se esfuerza tanto por disimular los pesares.
—En esta casa murió mi madre de tristeza. También aquí, mi hermano Tomás se quitó la vida. —Pilar se detiene para santiguarse—. Y, ahora, mi padre malvive bajo este techo. Creo que estas paredes necesitaban una buena noticia —dice Pilar mientras observa al pequeño Josep.
—Mira, tú y yo nunca nos hemos llevado bien. No me mires así, creo que eso es en lo único en lo que estamos de acuerdo. Por eso me gustaría decirte que os estoy muy agradecida por todo lo que habéis hecho por mí, lo digo de corazón.
La señora Puig observa el trocito de cielo que se vislumbra a través de la ventana y sonríe con la intención de prolongar el tono conciliador que impera en el dormitorio.
—Gracias a ti por compartir estos primeros días conmigo. El agradecimiento es uno de los valores más importantes para las cristianas como nosotras. Ya que nos estamos sincerando… —El semblante de la señora Puig no esconde su preocupación—. Sé que echas mucho de menos a Josep, yo también lo hago. Claro, era mi hermano, ¡pero te veo tan triste y desanimada! No te reconozco, deberías rebosar de júbilo porque acabas de ser madre.
Un nudo retuerce el vientre de Mireia y una explosión de rabia se manifiesta en su pecho. Si bien desea encontrar la manera de entenderse con su cuñada, Pilar acaba de llamar a una puerta interior que Mireia va a mantener tapiada durante años. Por eso espeta una respuesta de la que se arrepiente tan pronto como la enuncia y por la que no va a ser capaz de pedir perdón:
—Tú qué sabrás sobre la alegría. Tú, que vives como alma en pena.
«Si las buscaras, encontrarías más afinidades en tus enemigos que en tus amigos más íntimos», decía el abuelo de Pilar. Como buena creyente, debe promulgar el perdón; por eso, tras la muerte de Josep y por el bien de la familia, se propuso obviar la altivez con la que Mireia la mira desde que se conocieron. No obstante, ahora tiene deseos de estrangularla, así que se levanta y abandona la habitación para no alentar sus diferencias.
Todavía malhumorada por su encontronazo con Mireia, la señora Puig enfila el pasillo y se cruza con Juana, que le pide que la acompañe al salón. Pilar la sigue y se pregunta por qué se dirigen hacia la estancia donde han transcurrido los hechos más relevantes de la historia familiar.
Sentadas en el sofá, una parece una réplica de la otra a pesar de los años que las separan. Cuando doña Teresa murió, Pilar prohibió a Juana que vistiera de uniforme, y la sirvienta se adaptó al requisito de su nueva señora. Ahora, ambas llevan una falda larga y una blusa gris, aunque de calidades muy diferentes, y van peinadas con un moño tensado y rígido. Proclaman así una austeridad que contrasta con los restos de la decoración de un salón de pasado esplendoroso.
—No sé por dónde empezar… La noticia que me veo obligada a comunicarle es horrible. En fin, iré al grano. —Juana toma aire y prosigue—: Acaba de llamar el marido de la señora Irene. Su amiga falleció ayer por la noche.
Pilar emite un leve suspiro, el preludio de una pena inmensa que está a punto de invadirla. No sabe si debe pronunciarse o mantenerse en silencio. ¿Qué se espera de ella en estos momentos? Es incapaz de articular palabra porque un regimiento de recuerdos la asaltan. Las tardes que disfrutaron jugando juntas en una de las casas de veraneo que sus familias poseían en Vilassar. Las miradas que cruzaban con los chicos en el paseo Marítimo del pueblo y las divertidas impresiones que compartían a posteriori mientras se juraban que ningún hombre se interpondría en su amistad. La fuerte oposición que Irene mostró cuando la señora Puig anunció su compromiso con Claudi Guitart, un prometido que Pilar no había escogido y del que su amiga había oído pestes; así como el abrazo y los mejores deseos que esta le ofreció tras comprobar que la decisión de la benjamina de los Puig era firme e irrevocable. Los primeros artículos que Irene se emperró en publicar en revistas femeninas y que, a pesar de que no los veía con buenos ojos, Pilar apoyaba y alentaba porque su amiga nunca la alejaba o la juzgaba por sus opiniones y siempre la hacía partícipe de sus logros y de sus lágrimas.
El caso es que Juana apoya la mano sobre el hombro de la señora, un gesto que Pilar interpreta con escalofríos. «Lo peor está aún por llegar», piensa.
—Señora, sucedió en el despacho de doña Irene. El hijo de su amiga la encontró ahorcada. Aunque parezca imposible, se ha quitado la vida.
—Ella…, ella estaba a punto de terminar su primera novela.
Pilar observa los dos destartalados sofás de tapicería verde esmeralda y acabados dorados, los ventanales blancos que esparcen la luz con elegancia, la vitrina que expone los juegos de té y café con los que sus padres habían recibido a una incalculable cantidad de visitas, el reloj de pared circular también obra de su abuelo, los retratos individuales de don Julià y de doña Teresa, situados cada uno a un lado de la chimenea. Hace inventario de cuanto la rodea como si el orden de la estancia aportara cierto sentido a lo que acaba de escuchar. Aunque siente punzadas en varias partes del cuerpo, permanece inmóvil cual edificio a punto de derrumbarse por el peso de la noticia.
Repasa los últimos meses que ha compartido con Irene. No recuerda ni un pequeño indicio de tristeza en los ojos de su amiga, ni tampoco la confesión de cualquier tormento que justifique una decisión tan indecorosa. Se resiste a aceptar que se haya suicidado, tiene que haber algo más tras el suceso. Pilar no se percibe a sí misma como una mujer inteligente y, aun así, confía en su olfato: siempre encuentra mugre en los relatos más impolutos. No en vano, y a pesar de que debería estar suscrita al popular «piensa mal y acertarás», utiliza su propia versión del dicho: «No hay jardín sin espinas, ni espinas sin jardín».
5
16 de octubre de 1923
«Ya queda menos», piensa Marta mientras pasea por las Ramblas en dirección al puerto. El bulevar arbolado con más vida del litoral barcelonés, epicentro de quioscos, comercios, bares, hoteles y teatros como el Liceu, le produce desconfianza. El jolgorio de la calle ofrece un elixir envenenado que atrapa y devasta a los pordioseros y que entretiene a los granujas adinerados que de día imponen el orden burgués y de noche lo traicionan.
Marta se detiene en el número seis de la rambla Santa Mònica. Observa las dos puertas acristaladas, separadas por un ventanal, que dan al vestíbulo del Gran Café Catalán. El nombre se anuncia con un letrero iluminado sobre el que destacan unas luces de neón que dan forma a la palabra DANCING. Las mujeres que no trabajan en el local acuden siempre acompañadas por sus hombres, así que Marta coloca disimuladamente un billete en el pantalón del pinxo de turno para que la deje acceder a la sala de baile.
La presencia de militares y somatenes en las calles de la ciudad es evidente y amenazadora. Ha empezado una dictadura y, sin embargo, algunos locales de música y de baile siguen abiertos como si el país no estuviera sometido al estado de guerra. Obviamente hay voces discordantes: se dice que el ahora exdiputado Ángel Ossorio ha catalogado las palabras del manifiesto de Primo de Rivera como «zafiedades y groserías», y que Unamuno lo ha tildado de «pornográfico». No obstante, hace un mes que el caudillo capitanea un Directorio Militar formado por ocho generales pertenecientes a cada una de las regiones militares y un contraalmirante, y no parece que vaya a ceder el poder. Se han disuelto las Cortes, se ha suspendido la Constitución y, al decir de muchos, Alfonso XIII ha apoyado el nuevo Gobierno sin advertir el peligro que corre su corona.
Qué más da, son las diez de la noche y los fieles del Catalán llevan varias horas entregados a las distracciones y las copas a precios desorbitados. Nada más entrar, Marta sonríe porque hoy actúa la orquesta Demon’s Jazz, uno de los grupos musicales más exitosos de la ciudad, que se formó en este mismo café y que ya actúa incluso en el Ritz. La banda está capitaneada por Llorenç Torres Nin, un pianista y compositor menorquín apodado Mestre Demon. Barcelona empieza a considerarse la Nueva Orleans del Mediterráneo gracias a artistas como él y a salas como esta.
Hoy toca la Demon’s, así que hoy es noche de jazz. Sin embargo, cuando la formación se toma un descanso, otros músicos interpretan piezas de tango o de foxtrot para el deleite de los más danzarines. En el local trabajan unas sesenta tanguistas, chicas a caballo entre la camarera y la bailarina cuyo objetivo no es otro que incitar a los clientes a beber. También los sacan a la pista para que se dejen llevar por una milonga que, según la complicidad que surja entre ambos, los acercará al más elevado de los placeres carnales. Ya lo dicen los anuncios publicados en los diarios: «Si su marido no funciona como es debido, báilele un tango». Las chicas son consumidoras férreas de cocaína, una sustancia que llega en barco desde Génova o Marsella y que se considera un hábito cosmopolita; y cuando el Catalán cierra, a las cuatro de la madrugada o seguramente antes, algunas de ellas conducen a los clientes a un lugar más tranquilo. Las novatas lo hacen para comer un plato caliente al día siguiente y las experimentadas, para permitirse un modelito francés que adquieren en los grandes almacenes.
Huelga decir que la sala está abarrotada de clientes y que Marta tiene dificultades para llegar hasta la barra. Pronto, un hombre la invita a una copa de champán que ella acepta para afianzar su coartada. Soporta la retahíla de tópicos que el pretendiente dispara para seducirla mientras, de reojo, localiza al Trampas e inicia el juego de miradas. Él se halla al otro lado de la pista de baile y conversa con una chica que lo ha acorralado contra la pared. Tras un tanteo, el Trampas comprende que Marta destaca entre el resto de las mujeres y que se ha propuesto llamar su atención.
Los orígenes de Marta son humildes, pero ha sabido adoptar los andares de una reina, la mirada de una leona y esa pose de femme fatale que triunfa debido a las películas americanas. Enrolla un dedo con su cabello rizado y dorado, cuidadosamente acicalado para la ocasión. A veces desearía tener el pelo azabache; un rubio como el suyo es un imán para los hombres que se creen con la potestad de cortejarla sin miramientos y, a menudo, sin educación. El Trampas, por su parte, le devuelve algunas miradas, otras las retira y, cuando se dispone a acercarse, se da cuenta de que la mujer se ha esfumado.
Marta se ha refugiado en el baño, una estrategia infalible. Una vez ofrecido el caramelo, lo retira diez minutos para que su valor aumente. Ahora observa el reflejo que el espejo del lavamanos le devuelve y comprueba que ha puesto toda la carne en el asador. La cara redondeada cubierta en parte por el cabello rubio, el pintalabios rojo que resalta unos labios carnosos y esos ojos almendrados y pardos contorneados con un maquillaje sutil, aunque efectivo, son un cúmulo de virtudes malditas. Lleva un vestido de noche negro sin mangas y de escote discreto cuya falda termina en las rodillas, un atuendo atrevido que realza la delgadez de su torso y la voluptuosidad de sus caderas sin necesidad de llevar un corsé. Marta sabe que, si se abandona a la moda de las formas rectas que empieza a triunfar entre las mujeres más jóvenes, no cumplirá su cometido. Se convence a sí misma de que, una vez consiga la dirección, nunca más se vestirá así para un hombre.
Antes de volver a la sala, repasa mentalmente los pasos que seguirá. Lo buscará, reemprenderá el baile de miradas y dejará que sea él quien se le acerque. Entonces comenzará el coqueteo, las alabanzas, la ingenuidad. Seguramente le entregará su cuerpo m