1
Enero de 1902
Trinidad esperaba. Se suponía que a alguien. En realidad, esperaba algo desde hacía mucho. Demasiado. Miró el reloj más cercano, habrían transcurrido unos cuarenta y cinco minutos desde que había llegado a aquella sala de espera. Sentía que llevaba los dieciocho años de su vida aguardando aquel momento. Paseó la mirada por la estancia; era toda de suaves tonos pastel, el techo color crema, las paredes sepia. Un par de cuadros con escenas rurales mostraban paisajes donde apetecía perderse. Trinidad pensó que siempre le habían atraído más esos escenarios que los que había frecuentado hasta la fecha; ella había nacido en una ciudad portuaria y anhelaba la tranquilidad que le sugería el campo.
Después su mirada se detuvo en el elemento principal de la habitación. La loza. Contó ciento ochenta y tres piezas de vajilla de distintos colores y ornamentos. Platos, tazas, salseras, soperas, jarrones. De seguro, cualquier invitado que entraba en la estancia por primera vez se quedaba prendado de aquellos objetos de cerámica inmaculada y dibujos monocromáticos. Esa era la magia de la loza, discreta pero embriagadora cuando captaba la atención. Y aquella loza en concreto era admirada en todo el mundo.
Trinidad se atusó el cabello, incómoda. Notó un ligero temblor en la mano diestra. Con la otra seguía aferrada al asa de su maleta. Decidió aflojar los dedos y colocar el fardo de cuero junto al sofá borgoña donde descansaba. Respiró profundamente. Ni la maleta ni su contenido irían a ninguna parte. Ella tampoco. Se avergonzaba de su poca compostura. Había atravesado numerosos jardines y pasillos antes de alcanzar la sala, pero los nervios del momento no le permitieron disfrutarlos. Trinidad llevaba semanas ansiosa, y aquella última espera se le estaba haciendo eterna.
«Ya estás aquí», se dijo.
Sintió la imperiosa necesidad de levantarse, anduvo unos pasos hacia la ventana abierta y desde allí observó las chimeneas de ladrillo en forma de botella. Eran más pequeñas de lo que suponía. Desde hacía meses estaban apagadas, como el resto de las instalaciones.
La impaciencia estuvo a punto de traicionarla, pero logró doblegarla de nuevo.
«Ya estás aquí», se dijo otra vez, «ya solo queda un poco más».
Y Trinidad continuó esperando en aquella sala de espera.
En la contigua estaba teniendo lugar otra lucha mayor. La pared que separaba ambas estancias parecía gruesa, y sin embargo el ardor con el que hablaba el grupo de personas reunidas al otro lado prácticamente llegaba a oídos de Trinidad.
—¡Tiene que haber otra manera!
—¿Cree que habríamos pasado más de dos horas aquí encerrados si existiese alguna otra alternativa, don Guillermo?
—Pues me niego, Lorenzo, usted perdone.
—No le excuso, no. Cuando los caballeros pierden la razón, el mundo entero está perdido —repuso Lorenzo, enfadado.
—El mundo lleva años condenándose a sí mismo, aquí solo nos lamentamos de las consecuencias —sentenció don Guillermo.
—El único que anda lamiéndose las heridas es usted, señor.
—¿Y tú no tienes nada que decir, sobrina?
Tras largo rato en silencio, la mujer abrió los ojos. Lorenzo y su tío Guillermo habían iniciado aquella absurda y acalorada discusión durante la cual aislarse resultaba tan tentador como inevitable. Cuando las miradas apremiantes de ambos la reclamaron, a doña María de las Cuevas no le quedó más remedio que dedicarles una expresión cansada, a ellos y a las otras siete personas que compartían aquella esplendorosa mesa de reuniones.
En otro tiempo, aquel despacho imponente había hecho las veces de salón de recepciones para lo que fue una gran mansión y que ahora había quedado relegada a un simple lugar de desencuentros. Los asistentes volvieron la cabeza al momento, aguardando la reacción de María de las Cuevas. Ella se limitó a suspirar abatida.
—¿Qué espera que diga, tío Guillermo?
—Me conformaría con que hables. Por algo eres la principal accionista de la empresa.
—Ni mi voz ni mi voto cuentan ya a estas alturas, usted y Lorenzo obran como los directivos. Él, de hecho, no tardará en asumir el mando como presidente del consejo.
—De sobra entiendes que nuestros cargos surgen de un mero formalismo. ¿Qué diría tu padre al verte tan indiferente? O peor, ¿qué diría tu abuelo? —exclamó don Guillermo, airado.
Doña María de las Cuevas Pickman y Gutiérrez los fulminó a él y a su primo político con los ojos. ¿Indiferente ella?
Don Guillermo Alejandro Pickman Pickman era su adorado tío y don Lorenzo López de Carrizosa y Giles, el marido de su prima Susana; sin embargo, y a pesar de los estrechos lazos, la expresión de María de las Cuevas consiguió aplacarlos.
¿Podía alguien sentir más impotencia que ella misma en esos momentos?
Nadie había rememorado a sus antepasados tanto como María de las Cuevas aquellos últimos días. Ostentaba el título de tercera marquesa de la casa Pickman, heredado de su padre don Ricardo, quien lo heredó a su vez del abuelo de María de las Cuevas, el famoso comerciante de origen británico Charles Pickman Jones.
No obstante, el mayor legado del caballero no fue el marquesado. Charles Pickman se hizo célebre en España por fundar la fábrica de loza de La Cartuja de Sevilla en 1841. Sesenta y un años después, la que fue la empresa de vajillas más selecta del país se encontraba clausurada temporalmente, y sus directivos y accionistas estaban pasando por el calvario de decidir si el cierre debía ser definitivo.
Tras la pérdida de Cuba, la incertidumbre de la guerra había llegado a la Península, casi rozando el alarmismo. Por esa razón, el peor momento de todos, el que causó más dolor a María de las Cuevas, fue cuando el pasado octubre tuvo que informar a sus empleados de los cientos de despidos; hombres y mujeres virtuosos y leales que se veían en la calle tras generaciones dedicando su vida a la fabricación de loza. Al enterarse, los maestros grabadores y los estampadores renunciaron a sus puestos, temerosos de que tarde o temprano a ellos también los echaran. La inspiración y la productividad cayeron en picado. La marquesa tenía grabadas sus caras de estupor ante la posibilidad de desaparecer.
El rostro de María de las Cuevas se crispó en una expresión de sufrimiento al revivirlo. Las palabras de su tío Guillermo le habían llegado al alma. Se incorporó y fue hacia la ventana más próxima. Desde allí observó las chimeneas y los hornos inactivos. Se vio a sí misma años atrás, en su infancia, correteando y riendo por aquellas parcelas. También se recordó paseando del brazo de su abuelo Carlos, prometiéndole que siempre cuidaría de aquel lugar: era la única hija de su hijo mayor y debía asumir esa obligación. Se sentía perdida, pero el orgullo le impidió reconocerlo y decidió ponerse de parte del marido de su prima.
—Lorenzo tiene razón, tío. El corazón de esta fábrica eran sus artistas. Sin buenos diseños parece difícil que vuelva a la vida, no es culpa de nadie.
—¿Tú también, sobrina? —Guillermo golpeó la mesa—. ¡Por supuesto que tenemos toda la responsabilidad! Esta fábrica y esta familia han pasado por épocas malas, esta es solo una más.
—¿De verdad lo cree?
A la pregunta sin respuesta de María de las Cuevas siguió otro silencio, mucho más incómodo, cortante como una cuchilla. Quizá aquel impasse era la señal que había estado aguardando el mayordomo para interrumpir llamando a la puerta. El caballero británico, de edad avanzada y bigote espeso, se asomó con discreción y se dirigió en un castellano de marcado acento de Oxford a la persona de más rango presente en el despacho.
—Disculpe, señora marquesa, en la sala de recepción se encuentra una joven que pregunta por usted. Lleva rato esperando a que se la atienda.
—Winston, ordené que no se nos molestara durante la reunión —dijo ella en inglés para que no cupiera duda de su malestar.
—¿Una joven? —repitió Guillermo, todavía alterado por la disputa—. ¿Y cómo ha podido acceder a los terrenos de la fábrica?
—Cálmese, tío —medió de nuevo María de las Cuevas—. ¿De quién se trata, Winston?
—Se llama Trinidad Laredo, señora —respondió apurado el hombre—. Afirma que necesita verla con urgencia. Viste muy decentemente, pensé que sería conocida suya, usted me perdone.
Aquella información rebajó la indignación de los presentes, que dejaron la decisión en manos de la anfitriona. El dilema era palpable: priorizar una reunión trascendental o atender la visita, un deber ineludible para una noble. Al final se decantó por lo razonable:
—No conozco a ninguna Trinidad Laredo, Winston. Dígale que me es imposible atenderla hoy. Deberá volver mañana o pedir cita para ser recibida en otro momento, como corresponde. Lo que ella decida. Transmítale mis más sinceras disculpas.
El mayordomo asintió complaciente, se inclinó y cerró la puerta.
Cuando Winston apareció en la sala de espera, Trinidad ya sabía qué iba a decirle: había oído el mensaje de la marquesa a través de la ventana abierta. Se hizo la nueva, no se ofendió ni se frustró. Lo entendía: se había presentado sin avisar. Ellos tenían sus propios problemas y, siendo justa, sus inquietudes eran minucias en comparación. Debería tener un poco más de paciencia. Tras años esperando, le aguardaba otro día más de reflexiones que sabía que se le haría largo, sobre todo porque presentía que las respuestas estaban cerca.
Trinidad agradeció la amabilidad del mayordomo y de su señora y se decantó por la primera opción que le propusieron: regresaría al día siguiente. Se despidió de Winston en un inglés tan refinado que al mayordomo se le notó el desconcierto en su reverencia. El gesto dibujó en el rostro de la chica una sonrisa ladeada. Poco le duró.
Algo alicaída, Trinidad tomó su maleta y salió de aquella habitación, deshaciendo el camino que había recorrido a primera hora de la mañana. Ahora sí que podría recrearse en el trayecto. La fábrica de La Cartuja se ubicaba en el monasterio de Santa María de las Cuevas, al noroeste de Sevilla, al otro lado del río Guadalquivir. La fábrica parecía aislada del mundo, el emplazamiento recordaba los orígenes místicos de los edificios. Aquellos muros centenarios y la inusual quietud en los terrenos le transmitieron una gran serenidad que apaciguó su ansiedad.
Trinidad saludó con la cabeza al guardés y cruzó el umbral del acceso principal a la fábrica. Solo entonces se volvió y alzó la vista para observar la esplendorosa puerta y las paredes blancas, un arco con filos rojizos y hermosos azulejos de colores. Los adornos esféricos, relucientes como el oro, a modo de cuatro llamativas púas. La cruz de hierro fundido en lo más alto, sobre una doble flecha pretendiendo obrar como bandera, corazón y guía indecisa. Las letras en cerámica rezaban: la cartuja. manufactura de productos cerámicos. A Trinidad le pareció una entrada tan imponente que le costaba creer su indolencia al cruzarla esa mañana. Dedicó unos momentos más a contemplarla y luego le dio la espalda con la intención de aprovechar el tiempo hasta el momento en que volviera. Ya se había compadecido lo suficiente por aquella jornada. Había otros sitios de Sevilla que explorar, más personas con las que dar, mejores preguntas por hacerse. Levantó con orgullo la barbilla hacia el inmenso cielo azul plagado de nubes blancas y difusas, el vaho de su aliento queriendo alcanzarlas, el olor seco de la loza dando paso al cítrico de las calles sevillanas.
«Ahora, ¿por dónde debo continuar?», se preguntó.
2
Abril de 1871
Macarena maldecía. Maldijo su suerte, a sí misma, a su estirpe y a la madre que la parió. Cuando comprendió la gravedad de su arrebato ya era tarde. Le solía ocurrir, pero jamás había llegado tan lejos. Deseó parapetarse en la indignación y la rabia ante la injusticia, mas ni su poca vergüenza daba para tanto. Se vio rodeada de todas aquellas personas distinguidas, burguesas del más alto abolengo o con títulos nobiliarios por bandera, como dejaban constancia sus enrevesados trajes y tocados. Ella, en contraste, iba ataviada humildemente, y justo delante estaba la señorita Genoveva, la homenajeada del evento, con su despampanante vestido color vainilla de encaje y piedras preciosas ahora cubierto de chocolate, solo porque Macarena había pensado que le sentaría mejor aquella tonalidad escatológica. Genoveva permaneció conmocionada casi un minuto, boquiabierta por la sorpresa y sus ojos de topillo abiertos como nunca. Se llevó una temblorosa mano a la barbilla para cerciorarse de que lo que tenía en el mentón era efectivamente cacao, al igual que la humillante mancha marrón que se escurría lentamente por los pliegues de su falda. En el momento en que sucumbió al llanto, su voz chillona amenazó con destrozarle las cuerdas vocales y, de paso, dejar sorda a Macarena:
—Pero ¡¿qué me has hecho, andrajosa desgraciada?!
Macarena no era de permanecer callada cuando se la increpaba, pero reconocía que se había excedido. Llevaba un par de semanas trabajando como criada en la mansión de los marqueses de Corbones en la plaza de Doña Elvira, cerca de los jardines del Real Alcázar, considerada la mejor zona de Sevilla. Había buscado el trabajo de mayor categoría al que podía aspirar por puro interés personal, y cada desplante que soportó de los dueños de la casa se lo tomó como una medalla a su escasa paciencia y a sus susceptibles nervios. El marqués de Corbones, don Leandro Ledezma, era un caballero corpulento de andares desequilibrados, que vestía y olía estupendamente, pero cuyo trato se hacía pesado como su presencia. Tenía la sonrisa constantemente a la vista, y también mostraba con exageración las encías. El señor era implacable cuando algo se le antojaba; luego pasaba el rato en el jardín, sentado y fumando en pipa dichoso, sencillo como era en realidad. Su esposa, doña Isabel Sánchez, era igualmente de naturaleza caprichosa, con sus pormenorizadas instrucciones para los detalles más insulsos, y su papada de acordeón hacía un molesto ruido cada vez que le venía con una nueva ordenanza. Ninguno de los dos resultaba especialmente odioso; los nobles parecían ser así de nacimiento, y su amor honesto el uno por el otro provocaba cierta ternura.
El gran tormento de aquella casa procedía de su hija, la señorita Genoveva, que heredaría el marquesado y la considerable fortuna de los Corbones. Crecer sabiéndolo había obrado un daño irreparable a su personalidad: la muchacha era petulante sin tener de lo que presumir más allá de su apellido. Trataba a las criadas peor que a los lacayos por clara envidia hacia las demás jóvenes, todas más lindas que ella. No acertaba a comprender que lo que la afeaba era su carácter. Macarena no fue una excepción, sobre todo porque era la más vistosa de las empleadas, en presencia y actitud. A Genoveva le desagradaban sus ojos almendrados y su cabellera ondulada de ébano, frente a su mirada reducida y a su escasa melena rubia, eternos complejos y justificación de sus lamentos. Insistió a su madre para que Macarena llevase una cofia más apretada que las otras sirvientas, así como el uniforme más sobrio.
Quedó claro desde el principio que ambas muchachas nunca se llevarían bien, pero incluso Macarena, con su temperamento de miura, comprendía que Genoveva era la señorita de aquel hogar y ella, su criada. También achacó más de un comentario a su juventud, puesto que la noble era tres años menor. Aquel día, el de su decimosexto cumpleaños, se celebraba su presentación en sociedad; es decir, que la heredera ya podía ser considerada adulta y estaba oficialmente disponible para contraer matrimonio. En cualquier caso, todo debía ser impecable; por eso, los marqueses de Corbones se habían gastado una fortuna en una fantástica vajilla de loza pintada a mano de La Cartuja, que en aquellos años se había consolidado como la mejor del país.
La fábrica fundada por Charles Pickman, amigo personal de los marqueses, había obtenido en 1862 el reconocimiento de la exiliada reina Isabel II de España, por lo que en abril de 1871 su prestigio estaba más que consolidado. Al comenzar la jornada, don Leandro lamentó la ausencia de su estimado Charles, a quien todos llamaban «don Carlos» por expreso deseo del susodicho, que se sentía un sevillano más. El señor Pickman mandó un obsequio para la homenajeada excusándose por un importante asunto de negocios que debía atender.
En aquel momento, don Leandro agradeció que el caballero de origen británico no se encontrara presente. Genoveva estaba charlando en medio del salón con dos de sus mejores amigas, Gloria Neumann y María Josefa Ortiz, hijas de dos importantes comerciantes, así como con un pretendiente, el abogado Arturo Martínez. En un momento dado, el grupo de jóvenes decidió intercambiar los manjares que estaban degustando. En lugar de pasarse las galletas y las magdalenas con las manos, se les ocurrió jugar con la vajilla. Los carísimos platos de loza iban de mano en mano, en una ruleta peligrosa que divertía a los jóvenes e inquietaba a los testigos adultos. Al final sucedió lo previsible: las piezas chocaron y tintinearon antes de estallar en pedazos. Gloria y María Josefa reaccionaron con un desconcierto muy propio de la inconsciencia juvenil; Arturo se mostró apurado, agitado por las miradas del resto, y se apresuró a asegurar que pagaría los desperfectos. La reacción de Genoveva fue la más sorprendente: continuó carcajeándose y restó importancia al accidente.
—Queridos, no se alteren, los lujos están para disfrutarlos. Esta vajilla es mía y con lo mío hago lo que quiero.
Dicho eso, la joven tomó otro de los bellos platos que había sobre la mesa, uno más grande y con un dibujo mucho más sofisticado, y lo dejó caer al suelo sin parar de reír. Algunos invitados esbozaron una mueca de desencanto por la malicia de la señorita; incluso sus padres apartaron la mirada avergonzados. Macarena, que justo pasaba por allí con una bandeja con tazas de chocolate, sintió que la cólera le abrasaba las entrañas y, sin pensárselo, la dejó en la mesa más cercana y le arrojó el contenido de una de las tazas sobre el vestido. «Ojo por ojo, vestido por plato», pensó. Cuando Genoveva consiguió reponerse de la impresión, no cesó de gritar y de gimotear ante la mirada perpleja de los presentes. Reclamaba la atención de su padre como una criatura, pataleando por que hiciese algo que apaciguara su berrinche. Don Leandro parpadeó varias veces antes de forzar una de esas sonrisas suyas que dejaban sus encías al descubierto. El marqués caminó hacia Macarena y la tomó del brazo.
—¡¿Quién te crees que eres, maldita fregona, para hacerle semejante desplante a mi hija en mi propia casa?! ¡Discúlpate ahora mismo!
Don Leandro apretó la mano alrededor del brazo de Macarena, quien se zafó con un gesto brusco y un golpe de su melena que, como a Sansón, la imbuyó de fuerza ante la adversidad.
—¡No, señor, no pediré perdón ni muerta! Quizá podría hacerlo por excederme en las formas, e incluso por el día elegido para darle un escarmiento a su hija, pero ha sido ella quien ha decidido mostrarse hoy más ruin y consentida que nunca. Seguro que no soy la única que quería afearle su comportamiento. En cuanto a quién me creo que soy para haber reaccionado como lo he hecho, quizá nadie para reprocharles las formas que tienen en su casa, pero sí tengo mucho que decir sobre las piezas que la señorita Genoveva ha destrozado. Soy Macarena, del taller de cerámica Montalván de Triana, crecí entre alfareros y mi madre trabajó en la fábrica de La Cartuja, por lo que sé de buena mano el esfuerzo que hay tras cada pieza de loza. —Y dirigiéndose a Genoveva, añadió—: Usted, señorita, les ha faltado el respeto a todas las personas que han intervenido en la elaboración de esa vajilla, no solo por romperla, sino por asegurar que puede hacer lo que le plazca con ella. ¡El arte podrá comprarse, señores; merecerlo es otra cuestión!
El discurso dejó a los presentes enmudecidos. Hasta Genoveva moderó su llanto. No obstante, aquella muchacha acababa de abochornar a la casa Corbones, por lo que don Leandro se vio obligado a ordenar a los criados que la sacaran de allí. La maniobra fue mucho más discreta de lo que esperaba el marqués. De nuevo, Macarena se zafó de las manos que la sujetaban, en este caso, las de los dos jóvenes que habían sido sus compañeros hasta ese momento: Marcos y Victoriano. Les dio a entender con la mirada que no necesitaba que le indicasen la salida, y ambos negaron sutilmente con la cabeza, apurados por semejante conducta. Las personas de condición similar se entienden sin palabras, y la acompañaron más por solidaridad que por obligación. Los asistentes a la velada también presenciaron la escena, mientras Genoveva se refugiaba en los brazos de su madre, que entre arrullos la invitaba a subir a su habitación para ponerse otro de los cinco vestidos que habían comprado solo para que decidiera cuál usar aquel día. La atención de la mayoría de los invitados se concentró en ellas, puesto que todos estaban interesados en consolar a los anfitriones y a su insoportable hija para ganarse su favor. Solo uno de los presentes continuó observando a Macarena: un caballero maduro, alto, de cabello blanco y ojos claros, a quien el arrebato de la muchacha había suscitado gran interés.
Solo cuando se vio fuera de la mansión, Macarena volvió a maldecir su temperamento. Mantuvo la barbilla y la dignidad bien altas durante el camino a su habitación para recoger sus cosas y el corto trayecto hasta la puerta, mientras Victoriano y Marcos la seguían. Al despedirse, uno le dedicó una mirada de reproche y el otro no pudo ocultar su admiración, pero ninguno pronunció palabra. En cuanto se encontró sola, la joven se abandonó a su enfado y miró con desprecio la ilustre fachada del hogar de los marqueses de Corbones, conteniéndose las ganas de escupir a los pies de la entrada. No lamentaba tanto la pérdida de su empleo como lo que eso implicaba. Había conseguido aquel trabajo por ganarse unas perras y callar bocas; más bien, una muy grande, y cualquiera la aguantaba ahora.
Resignándose a la cruda realidad, Macarena resopló aparatosamente, apretó los dientes y echó a andar rumbo a Triana. No pisaba su barriada desde que consiguió entrar a servir en la mansión de los marqueses. En realidad, desde que la echaron de casa por su mal comportamiento. No era la primera vez que ocurría, ni tampoco era la primera vez que regresaba con el ceño fruncido, enfadada y con la sensación de que había fracasado de nuevo a la hora de demostrar que era una trabajadora digna, capaz de afrontar las dificultades.
Había trabajado como frutera, florista, vendedora ambulante… Cualquier empleo remunerado le parecía bueno; sin embargo, en todos terminó de la misma manera: ofendiendo a alguien, a un cliente o a sí misma. Esta vez tenía una buena excusa, se consoló. ¿La tenía? Reconfortada por su despreocupación natural, se encogió de hombros y tomó la calle Vida en dirección a la calle Agua, sorteando el empedrado y los balcones de hierro casi a ras de suelo mientras tarareaba unas coplas que algún que otro transeúnte aplaudió, más por su actitud, por la alegría que desprendía su persona, que porque su cante fuera realmente loable. De vez en cuando incluso se consentía un giro, unas palmas.
Macarena le dedicó una sonrisa al cielo de su tierra y se deleitó con las flores de los naranjos que bordeaban los muros del Real Alcázar. Ese impresionante palacio, cuyo estilo era una mezcla de arte islámico, mudéjar y gótico, con elementos renacentistas y barrocos, fruto de las distintas manos por las que había pasado a lo largo de la historia, parecía más obra divina que mortal. Y, pese a su infinita belleza, estaba condenado a servir más como reliquia de admiración que como hogar. Macarena estaba convencida de que el Real Alcázar era el sitio más bello del mundo, un paraíso en la tierra; Sevilla entera estaba llena de recovecos que eran insospechados edenes. «A Sevilla le falta mar», decían algunos. «¿Y para qué tanta agua?», replicaba Macarena. No había visto el océano, ni falta que le hacía.
Llevaba ya un buen rato caminando por el centro, distraída entre fachadas y canciones, cuando recordó el incidente de esa mañana y maldijo de nuevo su suerte, esta vez con una sonrisa. Había llegado a la catedral casi sin darse cuenta. Levantó la cabeza al toparse con otro castillo digno de asombro: la Giralda, eterna vigía de la ciudad, delicada cual talla de madera, resplandeciente como el oro. Y la vigía de la vigía, la escultura de hierro de Nuestra Señora de la Fe, que todos llamaban el Giraldillo y que coronaba la torre. Al pasar ante la colosal Giralda, Macarena le lanzó un beso desmedido que hizo reír a una gitana que cantaba junto al muro de la catedral; le ofreció romero por su cara bonita y ella lo rechazó agradecida, tirándole otro beso. Fue por la calle Vinuesa, y luego por la de Adriano, bordeando la plaza de toros de la Maestranza, hasta que alcanzó el puente de Triana. Se detuvo un instante embelesada con la amplitud del Guadalquivir. ¿Quién necesitaba mar? Macarena se inclinó sobre la barandilla de hierro, sintiendo que ese río podía ver a través de su alma. Eso a veces la perturbaba; otras, aliviaba sus cargas.
Continuó paseando. Los hermosos edificios de Triana le dieron la bienvenida, y atravesó el bullicio de la plaza del Altozano. En la calle Alfarería se topó con un grupo de chicos jóvenes que volvían de trabajar, casi todos jornaleros, dos mozos de cuadra y un carpintero. Este último, el más gallardo, la había reconocido de lejos, y observó cómo Macarena pasaba de largo fingiendo ignorarle. Incapaz de contenerse, le lanzó un largo silbido.
—¡Ole las sevillanas buenas, sobre todo las trianeras!
Ante las risas del grupo, Macarena se volvió despacio, con los brazos en jarra, y obsequió al autor del arrebato una mirada altiva.
—Guárdese los cumplidos para sus muchas novias, José Antonio Padilla, que tiene usted ya bastantes pobres ilusas a las que atender.
José Antonio se separó del resto de los muchachos, indicándoles que continuasen sin él, y corrió hacia Macarena. De cerca, resultaba mucho más atractivo: tenía ojos oliváceos, tez tostada, con una amplia sonrisa, de barbilla y hoyuelos marcados. No era de extrañar que provocara suspiros entre las mujeres. Hacía mucho que sus encantos no tenían efecto alguno en Macarena, y jugaba con él de la misma forma que él lo había hecho con ella cuando ambos eran más jóvenes.
—Qué fría eres, Macarena. Nos conocemos desde críos, después de casi un mes sin vernos, pensé que me habrías extrañado tanto como yo a ti.
—Tú no sabes lo que significa esa palabra, Toño. Si echas de menos a alguien, enseguida te entretienes con quien sea, sobre todo si es moza. —Ella hizo por rebasarlo, pero él volvió a pararle los pies con una expresión decidida. Macarena lo miró desde abajo con cara de malas pulgas—. ¿Crees que no he visto cómo le ponías esos mismos ojitos a la vendedora de garrapiñadas nada más doblar la esquina de la calle?
—Qué vigilado me tienes.
«Cómo evitarlo», pensó la muchacha. El desgraciado sabía bien la planta que gastaba y, aunque no tenía abuela, le encantaba que le regalasen los oídos. Macarena se negó, por lo que, para su espanto, Toño se lanzó de nuevo y sacó el peor tema posible:
—¿No deberías estar en casa de los marqueses de Corbones? Oí que habías conseguido que te contrataran como doncella, lo cual me pareció un logro. Te han vuelto a echar, ¿a que sí? Vamos, no lo niegues. Otro podría pensarse que andas en mitad de algún mandado, otro que no te conozca como yo, claro. Fíjate cómo me vienes: parece que te hayan soltado al ruedo y te hayas llevado a dos o tres banderilleros por delante, Macarena. ¡Ay!, si la gente imaginara lo que oculta ese rostro tan bonito…
—Anda, calla, calla, que bastante tengo ya con lo mío.
—Si es que no tienes paciencia, mujer. Doña Justa se ensañará contigo durante semanas.
—Ni me la menciones.
—¿Por qué no vas a pedir trabajo a La Cartuja? Yo llevo ya dos años de carpintero, tratan bien y pagan mejor. Seguro que te contratarían para hacer vajillas: allí solo valoran la buena mano, y la tuya es la mejor de Sevilla.
El rostro de Macarena mostró verdadero pesar por primera vez desde que se habían encontrado.
—Más quisiera, zalamero, de sobra sabes que mis tías no me dejan pisar ese lugar.
—Yo simplemente te lo sugiero. Además, así te vería todos los días, no solo cuando te dejas caer por los tablaos.
La joven esbozó una sonrisa comedida, muy distinta a su habitual mueca burlona. Semejante visión estremeció a Toño y lo animó a inclinarse para robarle un beso. Primero ella se sorprendió, luego se carcajeó y trató de pegarle, pero él huyó raudo entre risas, jactándose de haber conseguido el premio que se había propuesto cuando se acercó a ella. Se despidió ya lejos, agitando su boina.
Macarena negó con la cabeza. José Antonio era dos años mayor y se trataban desde la niñez. Debido a la proximidad de sus casas, coincidían a menudo por Triana y tenían amigos en común; ellos mismos lo fueron cuando todavía eran dos niños inocentes. A aquella primera relación le siguieron demasiados altibajos, o eso consideraba ella. Toño resultaba altivo, comprendió pronto que nació apuesto, elocuente y talentoso, por lo que no tardó en aprovechar aquellas cualidades en su beneficio. Solía conseguir todo cuanto se proponía. A Macarena acabó por molestarle su soberbia, y a Toño, que ella fuera la única en hacérselo saber, solo o delante de sus admiradoras, a lo que él reaccionaba con malicia, con zancadillas o tirándole del pelo, como si tuviese siete años en lugar de catorce.
Macarena sospechaba que Toño le guardaba rencor por una jugarreta de aquellos años. Un día, cuando él estaba en plena exhibición de su carisma y arte gitano, cantando unos fandangos delante de varias niñas guapas del barrio, a ella se le ocurrió contar que el muchacho solía orinarse en la cama de pequeño. La anécdota provocó la estampida de las chicas, que huyeron muertas de risa. Furioso, Toño tiró a Macarena de un empujón y le espetó que en realidad no soportaba que estuviera con otras chicas porque se había encaprichado de él. La joven asintió desde el suelo, sin negar la obviedad, y Toño se puso rojo como un tomate. Ella lo atribuyó a su enfado. ¿A qué, si no? Luego él le gritó «¡Estúpida!» a pleno pulmón y salió despavorido.
Estuvieron bastante sin hablarse, sobre todo porque él se marchó al campo a labrar. Dos años después regresó, distinto, y no solo por la altura y la belleza, todavía más llamativas. Con diecisiete años recién cumplidos había mejorado sus maneras y ya no había moza en Sevilla que se le resistiera. Por eso Macarena no entendió que no le quitase la vista de encima la primera noche que se reencontraron, coincidiendo sus amigos y amigas en la verbena de abril, la cual solía tener lugar en el Prado de San Sebastián. Aquel festejo había empezado como una feria de ganado, pero puesto que la impulsaron dos ilustres concejales, Narciso Bonaplata y José María de Ybarra, despertó el interés de nobles de alta alcurnia, como los duques de Montpensier, y llamó también la atención de las clases populares. A pesar de que compartir un mismo espacio no tenía por qué ser sinónimo de interacción, sí dotó al evento de un encanto singular.
Las carretas, los trajes, los bailes, la buena comida y bebida, todo adquiría otro sabor, otro olor, ¡otra textura en la piel!, cuando lo encontrabas en la Feria de Abril. La gente también parecía diferente, y quizá por eso a Macarena le pareció normal descubrir a un Toño nuevo. Hablaron y rieron, dejando de lado las desavenencias del pasado, que ni siquiera mencionaron. Ella no se imaginó que el joven aprovecharía para arrinconarla y besarla tan pronto como se quedaron solos. Fue su primer contacto con un hombre, mucho más ardiente de lo que esperaba. Toño no se dejó ni una porción de su busto por palpar. Cuando quiso explorar bajo el mantón y la blusa, Macarena lo apartó y huyó de él, entre bromas pero muy digna, lo que pareció complacerlo más que ofenderle. Pasaron así algún tiempo, buscándose y esquivándose mutuamente, hasta que ella descubrió que no era la única con la que el chico «congeniaba», por llamarlo de alguna manera y no pensar en algo peor.
Macarena se desilusionó un poco, mas no se enfadó en exceso; tampoco se había entregado a él y nunca fueron más allá de los besos o de algún piropo burlón. Aunque Toño aseguraba que lo tenía enamorado, Macarena jamás le creyó. Ella no era precisamente un ejemplo de dedicación exclusiva; hacía ojitos a todo buen mozo que se le cruzaba o que la trataba bien. No pensaba demasiado en el amor, valoraba más su independencia: la idea de casarse le aterraba hasta la médula. Tenía claro que cuando amase de verdad a un hombre, lo haría por completo, y esperaría lo mismo de él.
En cualquier caso, amar a un hombre como Toño le parecía impensable. Siempre había tenido un carácter irascible y a Macarena no le gustaba el cambio de registro que había presenciado en las tabernas, principalmente cuando bebía. En un instante se convertía en un animal agresivo y no quedaba rastro del mozo encantador. Un hombre ebrio podía ser una compañía puntual, jamás constante. Macarena se dijo que conocía bien a Toño, pero no a José Antonio. Y en él reconocía cada vez menos a su amigo de la infancia.
Dándole vueltas a todo eso, Macarena llegó finalmente a su destino. El taller Montalván era una enorme construcción situada en el primer tercio de la larga calle Alfarería. Aquella vía estaba repleta de artesanos y ceramistas que trabajaban y dormían en el mismo sitio. La alfarería sevillana era conocida en el mundo entero desde hacía siglos y sus técnicas eran tan únicas como codiciadas, guardadas con recelo y transmitidas de generación en generación. En un principio, la calle Alfarería no se diferenciaba de otras de la ciudad: la mayoría de las casas y los negocios se veían de un blanco impoluto, decorados con imágenes religiosas, jardineras de geranios carmesíes y rosados, o con hermosas cancelas de hierro. Su detalle característico era que casi todos los balcones y las puertas estaban adornados con azulejos pintados a mano, la mayoría de estilo e influencia mudéjar, casi siempre obra de algún antepasado de gran talento que sus descendientes se enorgullecían de conservar y exponer.
En otro tiempo, la sede de Montalván había cobijado a varias familias de alfareros, de ahí su tamaño. Estaba compuesta por dos edificios diferenciados por fuera, pero unidos por dentro, y ambos contaban con dos plantas. La fachada de la derecha, más sobria y con predominancia de blancos y azules, correspondía al Montalván original; la infraestructura de la izquierda, más reciente, que hacía esquina con la calle lateral más angosta, mezclaba los tonos marrones de sus paredes con los verdes de sus verjas, y estaba revestida de mosaicos de colores, un alarde de la magia que creaban allí. El lugar disponía de todo tipo de herramientas, grandes hornos y una luz que llegaba a todas partes. Las mesas de trabajo, los taburetes y las estanterías presentaban un aspecto desvencijado, la madera se había tornado grisáce