La tierra maldita

Juan Francisco Ferrándiz

Fragmento

prolo

Prólogo

Monasterio de Santa Afra, al norte de Girona

Llegaron al humilde monasterio en una noche de tormenta y se acurrucaron tras una losa del cementerio. A lo lejos aullaban los lobos que les seguían el rastro.

En la capilla de piedra, los cinco monjes rezaban completas y oyeron el llanto. El prior Adaldus prosiguió el cántico para conjurar las amenazas de la noche, pero el frate Rainart, ciego desde hacía años, se puso en pie y afirmó que las almas descarnadas que vagaban por los páramos no lloraban así.

Temerosos, salieron con antorchas y rodearon la modesta iglesia. Los lobos husmeaban ya las tumbas y el más grande mostró las fauces. Los monjes agitaron las antorchas para espantarlos y descubrieron a los niños tras un sepulcro. Él tendría unos siete años y ella poco más de tres. Guardaban parecido entre sí, con el cabello rubio, sucio y apelmazado. El niño abrazaba a la pequeña con gesto protector, presa de la más profunda angustia. Al ver a los monjes gimió, suplicante. La niña alzó los ojos, de un intenso azul claro, y luego miró la oscuridad por donde los lobos se habían retirado. No lloraba, a pesar de su corta edad, y eso despertó una sensación extraña en los hombres. Aquellos dos críos quizá fueran hermanos, pero sus almas eran distintas.

—¿Os han mordido? —preguntó el prior, preocupado.

Ellos negaron. La niña tenía la túnica desgarrada y parecía que le hubieran lamido la espalda. Los desconcertados monjes fueron a buscar mantas para cubrirlos con ellas. El niño aferraba un arco de tejo que, a buen seguro, no habría podido tensar. Estaban sin fuerzas, famélicos, empapados y con los pies destrozados tras una larga caminata. Sin embargo, sus túnicas, aun hechas harapos, eran de lino y se veían de buena factura. Sus miradas escondían una trágica historia; una de tantas que se sufrían en aquel sombrío territorio.

—Parece que vienen de muy lejos. ¡Están helados y muy débiles!

—Vivirán —dijo el viejo frate Rainart al tiempo que, intrigado, les palpaba la cabeza—. Dios los ha protegido y guiado hasta aquí por alguna razón. ¿Quiénes sois?

Los niños no respondieron. Tras secarlos y verlos devorar varias hogazas de pan y unos trozos de queso rancio, llegó la respuesta. Era un milagro que ellos solos hubieran llegado hasta allí desde el corazón del condado de Barcelona, a varios días de camino. La pequeña comunidad benedictina los llamó «los Nacidos de la Tierra», para ocultar que eran Isembard y Rotel, hijos de Isembard de Tenes, el último caballero de la Marca, desaparecido durante la cruenta rebelión del conde Guillem de Septimania, que se había alzado en armas en el sur del reino de Francia y usurpado Barcelona tras asesinar a su legítimo conde.

Los monjes se miraban con expresión funesta mientras Isembard balbuceaba su historia. Los peores rumores se confirmaban. La casa de Tenes, elevada a la nobleza para defender la Marca Hispánica, la frontera sur del Sacro Imperio Romano frente a los sarracenos, desaparecía envuelta en una oscura leyenda. De su castillo sobre un peñasco cerca del río Tenes sólo quedaban ruinas silenciosas, y ningún hombre osaría en mucho tiempo hender la azada o talar ni un viejo roble. El lugar había quedado maldito.

Pero los pequeños hablaron también de la presencia de horribles criaturas en los bosques y de crímenes impíos en los yermos despoblados. El frate Rainart se encogió, consciente de que la oscuridad se extendía por la desolada Marca Hispánica y no quedaba nadie para detenerla.

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Año 861

En la segunda mitad del siglo IX, el Sacro Imperio Romano se había dividido entre los nietos de Carlomagno y los hijos de éstos. El sueño imperial se desvanecía entre guerras fratricidas, sed de poder y miseria, al abandonarse la reforma agrícola e institucional del viejo emperador. Las grandes casas nobles acumulaban territorios a cambio de lealtad y tropas, mientras otros peligros amenazaban los confines del agónico imperio: Germania era acosada por hordas eslavas, Italia por los sarracenos, y Francia por los normandos y el emirato de Córdoba.

Tales amenazas se contenían en las marcas fronterizas gobernadas por condes que el rey nombraba para salvaguardar el territorio. Al sur de los Pirineos, dentro de la región llamada la Gotia o Septimania en tiempo de los visigodos, los condados de Barcelona, Osona, Girona, Ampurias, Cerdaña, Urgell, Pallars y Ribagorza guardaban la difusa frontera del reino de Francia frente al emirato de Córdoba. Ni Carlomagno ni sus descendientes habían logrado dominar de manera estable nuevos territorios al sur en las cuencas de los ríos Llobregat, Cardener y Segre. Era la Marca Hispánica, y justo en el límite, entre las sombras de la desolación y el luminoso Mediterráneo, resistía Barcelona: la última ciudad del imperio.

Desde que fue arrebatada al emirato de Córdoba en el año 801, Barcelona había sufrido más de siete devastadores ataques sarracenos y razias que penetraban desde el Llobregat para arrasar aldeas, cenobios y cultivos en los territorios del condado y Osona. La soberbia muralla romana de la antigua Barcino, reforzada tras la conquista, protegía a sus poco más de mil quinientos habitantes, pero la amenaza era tan grave y constante que buena parte de las casas visigodas intramuros dieron paso a huertas y campos, ante la efímera vida de los cultivos del exterior del recinto.

Los reyes y los condes sabían que abandonar la Marca Hispánica a su suerte suponía un grave peligro para el imperio, pero las guerras entre los descendientes de Carlomagno permitieron que un velo de oscuridad y olvido envolviera esa última frontera. De allí llegaban siniestras historias que estremecían a todos los habitantes del reino. Barcelona y la Marca eran un lugar terrible.

En junio del año 860, el acuerdo de paz de Coblenza hizo que los cuatro reyes carolingios, descendientes de Carlomagno, aceptaran el nuevo reparto de los reinos del Sacro Imperio Romano. Carlos el Calvo, hijo de Luis el Piadoso y su segunda esposa, retuvo Francia, y Luis el Germánico, hijo del Piadoso y su primera esposa, la Germania, al este del río Rin. Luis II, hijo del fallecido Lotario I, reinaría en Italia manteniendo el título de emperador, y Lotario II, su hermano, el territorio de Lotaringia, una amplia franja que abarcaba desde el mar del Norte hasta los Alpes.

Pipino II, hijo de Pipino I y sobrino de Luis el Piadoso, hombre de carácter inestable y siempre hostil a su tí

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