El verano antes de la guerra

Helen Simonson

Fragmento

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1

 

 

 

 

La ciudad de Rye se alzaba por encima de la superficie plana de las marismas como una isla y sus tejados rojos creaban una pirámide de formas erosionadas que resplandecía bajo la luz oblicua del atardecer. Los altos acantilados de Sussex formaban una impresionante línea ininterrumpida de sombra que se desplegaba de este a oeste, los campos exhalaban el calor de la jornada y el mar era una sábana de peltre trabajado a martillazos. De pie junto al ventanal, Hugh Grange contuvo la respiración en un vano intento de suspender aquel momento en el tiempo, como solía hacer de pequeño en ese mismo salón, ahora más deslucido, cuando el encendido de las lámparas era la señal que esperaba su tía para mandarlo a la cama. Sonrió al recordar hasta qué punto llegaron a prolongarse aquellas noches de verano y lo amargamente que se quejó hasta que le permitieron quedarse despierto hasta mucho más tarde de la hora de acostarse. Los niños pequeños, sabía ahora, eran timadores habituales que suplicaban, rogaban y lisonjeaban para acumular derechos y amenazaban a los mayores con ojos inocentes y corazones oscuros.

Los tres niños con los que su tía le había pedido que trabajara como tutor ese verano lo habían dejado con medio soberano menos y sin la mayoría de sus libros antes de que cayera en la cuenta de que ninguno de ellos tenía tanta hambre como sus suspiros daban a entender, ni tenía otro interés en Ivanhoe que no fuera el que había despertado en su momento el hombre que cantaba sus bondades en el puesto de libros de segunda mano del mercado de la ciudad. No les guardaba rencor. Más bien al contrario, su ingenio de hurón era de admirar y soñaba en el fondo con que su breve periodo de enseñanzas y el ejemplo que pudiera darles sirvieran para transformar esa agudeza en cierta curiosidad intelectual cuando volvieran a empezar sus clases en la escuela de secundaria.

En aquel momento, una mano robusta abrió la puerta de acceso al salón y Daniel, el primo de Hugh, se apartó con una reverencia jocosa para ceder el paso a su tía Agatha.

—Tía Agatha dice que no habrá guerra —comentó Daniel riendo y entrando también en la estancia—. Así que, por supuesto, no la va a haber. Ni en sueños se atreverían a desafiar a nuestra tía.

Tía Agatha intentó poner una expresión severa, pero lo único que consiguió fue bizquear, y debido a la visión borrosa resultante a punto estuvo de tropezar con una mesita auxiliar.

—Yo no he dicho eso, ni mucho menos —replicó, tratando de colocar en su lugar su largo pañuelo bordado, un esfuerzo tan inútil como el de descansar una cometa plana sobre una roca redondeada, pensó Hugh, al ver cómo el pañuelo empezaba de inmediato a deslizarse hacia un lado.

Con cuarenta y cinco años de edad, la tía Agatha seguía siendo una mujer guapa, aunque tendía a la corpulencia y poseía escasas formas puntiagudas a las que sujetar la ropa. El vestido elegido para aquella noche, confeccionado en resbaladizo raso, tenía un escote de vértigo y manga larga oriental. Hugh confiaba en que la prenda consiguiera mantener la dignidad a lo largo de toda la cena y tolerara los gestos exagerados con que su tía solía embellecer su conversación.

—¿Y tío John qué dice? —preguntó Hugh, acercándose a la bandeja de los decantadores para servirle a su tía su habitual copa de Madeira—. ¿Alguna posibilidad de que baje mañana?

Hugh confiaba en poder pedirle a su tío opinión con respecto a un tema menor aunque no por ello menos importante. Después de años volcado en sus estudios de medicina, Hugh se encontraba en el punto no solo de convertirse en cirujano asistente principal de sir Alex Ramsey, uno de los cirujanos más destacados de Inglaterra, sino también de haberse enamorado muy posiblemente de la bellísima hija de este, Lucy. Durante el año pasado, se había mantenido bastante distanciado de Lucy, tal vez para demostrarse a sí mismo, y también a los demás, que el afecto que sentía hacia ella no tenía nada que ver con sus esperanzas de progreso profesional. Pero lo único que había conseguido con esa actitud había sido convertirse en el favorito de ella y diferenciarse de los varios estudiantes y médicos jóvenes que se apiñaban alrededor de su padre, aunque no había sido hasta aquel verano, cuando ella y su padre emprendieron una larga gira de conferencias por los lagos italianos, que Hugh había experimentado una placentera tristeza provocada por la ausencia. Había descubierto que echaba de menos sus ojos danzarines, el movimiento de su cabello rubio cuando reía por algún comentario mordaz que pudiera hacer él; echaba incluso de menos las gafitas que se ponía cuando se dedicaba a copiar los archivos de casos de su padre o a responder su voluminosa correspondencia. Lucy acababa de dejar atrás las aulas y a veces se distraía con todos los placeres que Londres ofrecía a la juventud, pero estaba consagrada a su padre y podría ser, pensaba Hugh, una esposa excepcional para un joven y prometedor cirujano. Por ello quería consultar, con cierta urgencia, si estaría en posición de plantear el matrimonio.

El tío John era un hombre sensato y con los años siempre había comprendido rápidamente cualquier dificultad que Hugh le hubiera expresado con vacilación y le había ayudado hablando sobre el tema hasta que Hugh se quedaba convencido de que había solventado el complicado problema por sí mismo. Hugh ya no era un niño y ahora comprendía que parte de aquella sabiduría era resultado de su formación diplomática, aunque sabía también que el cariño que sentía su tío por él era sincero. Las palabras de despedida de sus padres, cuando partieron para su esperado viaje, de un año entero, habían sido que recurriese al tío John en caso de necesidad.

—Tu tío dice que están trabajando febrilmente para calmar la situación antes de que todo el mundo inicie sus vacaciones de verano —contestó su tía—. A mí no me cuenta nada, claro está, pero el primer ministro y el secretario de Asuntos Exteriores se pasan el día encerrados con el rey. —Tío John era un alto funcionario del Foreign Office y de todo el mundo era sabido que, desde el asesinato del archiduque en Sarajevo, el distrito de Whitehall, que en verano siempre solía quedar adormilado, estaba abarrotado de funcionarios, políticos y generales—. Me ha llamado por teléfono para decirme que ya ha visto a la maestra y que la ha acompañado a Charing Cross para que cogiera el último tren, por lo que calculo que llegará después de cenar. Le preparemos algo de comer para entonces.

—Si llega tan tarde, ¿no sería mejor que fuera directamente a sus aposentos en la ciudad y tal vez enviarle a la cocinera con una cena fría? —dijo Daniel, ignorando el jerez seco que le ofrecía Hugh y sirviéndose una copa del mejor whisky de tío John—. Seguro que estará agotada y en escasas condiciones de enfrentarse a un salón lleno d

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