23 de septiembre
1
Ni un soplo de aire. Ni siquiera allí, a la orilla del mar, a un extremo de la ciudad, en la desembocadura del Cuerno de Oro, donde acababa Europa. Suponía que por las noches se levantaría viento y refrescaría el ambiente irrespirable. Pero hacía días que, pese a no verse, el sol se dejaba notar. El calor seguía siendo asfixiante.
Se acercó al agua. Pero no demasiado, no sabía nadar. Y a esa hora tardía no se podía descartar que algún gracioso te arrojara a las oscuras aguas, por puro aburrimiento, por reírse un poco. Durante unos instantes le pareció divertida la idea de desaparecer así, de repente, en la Propóntide, sin dejar más rastro que el cadáver que pescarían (o no) al cabo de unos días. Nadie sabía que estaba allí. Al día siguiente se preocuparían, lo buscarían. Otros se limitarían a esperar.
Se volvió y comprobó que ninguno de los grupos que vagaban por el muelle tuviera un aspecto demasiado amenazador. Uno de ellos se acercaba hacia él. Le entró miedo y se ajustó la capucha. Se ahogaba, se sentía como si tuviera la cabeza metida en una estufa, la frente le chorreaba sudor. Un mal menor.
Eran cuatro. Azules. Pasaron sin mirarlo. Respiró.
Esos repentinos ataques de pánico... Decididamente, nunca aprendería a controlarlos. Miedo a morir, hiciera lo que hiciese. Las salidas nocturnas tampoco lograban apaciguarlo.
Incluso sumida en las tinieblas, Constantinopla nunca dormía del todo. Los barcos seguían llegando al Cuerno de Oro. Los vio acercarse a remo y descargar su mercancía a la luz de las antorchas un poco más allá. El centro del mundo. Ahí era donde estaba, después de todo. La Nueva Roma. El último milagro de un imperio que, cuando muchos lo daban por muerto, había sabido renovarse, reconstruirse lejos, sobre bases diferentes, alrededor de una nueva capital.
Unos marineros charlaban junto a una hoguera. Como si no hiciera bastante calor... Aun así, se acercó. Parecían pacíficos, y la charla era animada. Estaban asando pescado. El olor llenaba el muelle. A lo lejos se adivinaban los oscuros montes de Asia al otro lado del estrecho, el comienzo de esas extensiones vitales, inmensa reserva de hombres y riquezas.
Los pueblos bárbaros habían devorado Europa. Se había perdido todo, y lo que no, Grecia, Tracia, partes de Italia y de Hispania, no tenía gran valor. Provincias debilitadas o periféricas. De la Antigua Roma quedaba poco más que un nombre demasiado pesado, demasiado glorioso para la modesta ciudad en que se había convertido. En cuanto a la lejana África y su capital, Cartago, más dinámicas, ya no cuestionaban su pertenencia al Imperio, pero desde hacía algún tiempo escapaban al control de la Nueva Roma. Hizo una mueca. Quedaba Asia. Hacia ella miraba Constantinopla, con los pies bien plantados en Europa. Como él en esos momentos. Las olas que chocaban contra los muelles a solo unos pasos no eran cuerpos extraños a los que tuviera que temer, se dijo, sino la sangre del Imperio, lo que hacía latir su corazón; no solo le traían medios de subsistencia, sino un fasto que seguramente ni la Antigua Roma había conocido jamás.
Comprobó que por debajo de la capucha no le asomaba ni un mechón de pelo y se unió a los marineros. Habían bebido, y apenas se percataron de su presencia. Buena cosa. Comentaban las últimas noticias: el irresistible avance del general rebelde Nicetas, sobrino del gobernador Heraclio. Dos días antes, uno de los marineros lo había visto cruzando el Helesponto, el otro estrecho que cerraba la Propóntide, a unas cuantas jornadas en dirección sur. Doce mil hombres que pronto amenazarían la capital. Unos locos. Sobre un promontorio, rodeada de mar por todas partes menos por una, protegida por las murallas más altas jamás construidas, Constantinopla era inexpugnable. Al menos, eso quería pensar él.
Agachó la cabeza. Un exceso de prudencia. Pese a la proximidad de la hoguera, nadie advertiría su palidez, ni su cicatriz. Pero no podía descartarse que el marinero hubiera participado en la operación del general Nicetas, se dijo. Procuró quedarse con su cara. Para más adelante.
Dos perros ladraron a lo lejos. Se volvió y los vio. Detrás de ellos, en la oscuridad, distinguió la prodigiosa cúpula de Santa Sofía, que coronaba el templo más imponente de la Cristiandad. Un desafío a las leyes de la naturaleza, el culmen de una eclosión anormalmente tardía.
Durante un milenio, la enorme urbe que se alzaba ante él había sido poco más que una población grande. Pero una población magníficamente situada en la encrucijada de todo, en los confines de dos continentes, de dos mares. ¿Por qué se había necesitado tanto tiempo y la clarividencia de un emperador genial para que se impusiera la evidencia, para que se convirtiera en aquello a lo que su excepcional emplazamiento la destinaba a ser, una metrópolis, una capital? Trescientos años antes, Constantino, el genial emperador en cuestión, la había bautizado con su nombre. La pequeña Bizancio se convirtió en Constantinopla. Una de las ciudades más deslumbrantes jamás vistas. El centro del Imperio, a partir de ese momento. El lugar en el que convergían las riquezas del Mediterráneo y del Ponto Euxino, las aceitunas de Hispania, el vino de Creta, el trigo de Sicilia y Crimea. El de Egipto ya no, era cierto. Apretó el puño. Tampoco las telas ni los cueros de Antioquía. Por no hablar de los dátiles de Cartago: aunque no llegaba nada de Cartago desde hacía años. Desde la rebelión del gobernador Heraclio y Nicetas. Habría escupido, pero se contuvo: más valía no llamar la atención.
Aún llegaba suficiente trigo. Eso era lo único que importaba. El suficiente para alimentar a una masa humana de un millón de habitantes. Decían que, en tiempos, la Antigua Roma había tenido otros tantos. Roma, la que había conquistado el mundo y ahora parecía un pueblo de provincias abandonado a su suerte.
Aquellos hombres no estaban tan locos como para declararlo abiertamente; sin embargo, le daba la sensación de que distaban de odiar al general Nicetas, su juventud y sus hazañas tanto como deberían. Fue más fuerte que él. Escupió. En ese momento advirtieron su presencia. Las sonrisas desaparecieron, y se oyó la palabra «espía». Una hostilidad sorda, nada más, ni golpes ni insultos. Hombres prudentes, estaba claro. Lo contrario que él.
Como era de suponer, la conversación dio un giro. Ya no había esperanzas de que hablaran del emperador, al que muchos se empeñaban en llamar el «Usurpador». Soltaron nimiedades sobre la ofensiva de los persas en el este. Noticias de tercera o cuarta mano. Nada aprovechable. Mencionaron las carreras del día siguiente. Prestó atención. Por supuesto, pensaban aprovechar su llegada a la ciudad para ir al hipódromo y, por qué no, para apostar. Por Porfirio, naturalmente. Sonrió.
El hipódromo estaba allí, sobre sus cabezas, sobre los tejados, un poco a su izquierda, ovalado e inmenso, revestido de mármol y rematado por magníficos arcos: el pulmón de la ciudad, su válvula de escape, lo que impedía que un millón de seres amontonados en una península se mataran unos a otros. Por mucho que el pueblo apoyara a cuadras opuestas —los azules y los verdes—, en lo fundamental vibraba al unísono. Allí las gentes se olvidaban de todo lo que no corriera por la pista tirado por cuatro caballos. Que en cuestión de días doce mil soldados rebeldes procedentes de Cartago estarían al pie de las murallas, por ejemplo. O que, aprovechando las disensiones, el rey de reyes Cosroes, soberano de todos los persas, se había apoderado de la Mesopotamia romana. Pero mañana, se dijo, aunque ninguno de aquellos imbéciles lo sospechara, en esa pista estaría en juego algo más que una carrera.
Mañana. Ahora había que volver a casa. Ya se había arriesgado bastante. Acababa de darles la espalda cuando una mano se posó bruscamente en su hombro y lo retuvo a la fuerza.
—¿Adónde vas?
Se le heló la sangre. Debería haber desconfiado. No eran tan pacíficos como creía. ¿Lo habrían reconocido? ¿Habían esperado hasta el último momento para desenmascararlo? Le arrancaron la capucha. Sí, estaba perdido. No tardarían en llegar los golpes, la muerte. No, risas. Le señalaban el pelo con el dedo. Su color escandalizaba hasta de noche.
—¡Pelirrojo, como Focas! —chilló un larguirucho al que le faltaban todos los dientes de delante.
Miró a su alrededor: ni un vigilante en el horizonte. Estaba solo con aquellos botarates. A su merced. Una solución, la única:
—¡Pelirrojo como el Usurpador, para mi desgracia! ¡Maldito sea! —replicó bajando la cabeza.
Contuvo la respiración. Era una temeridad absoluta, lo sabía. Si se daban cuenta, la situación degeneraría rápidamente. Pero el larguirucho asintió con la cabeza y lo gratificó con una palmada en la espalda.
—¡Que nos ofrezca carreras y juegos, y todo irá bien!
Le dejaron ir. Estaban demasiado borrachos para fijarse en algo más que en su pelo. En cierta cicatriz, concretamente. Eran de los verdes, evidentemente, arrogantes y ciegos. Volvería a encontrárselos mañana, en el hipódromo.
Franqueada la muralla marítima, una calleja ascendía hasta el corazón de la ciudad. La tomó a toda prisa, azorado, temiendo que los marineros corrieran tras él en cualquier momento. Aquel laberinto no tenía secretos para él. Pese a la oscuridad, conocía cada esquina, cada callejón. En Constantinopla, se podía andar durante dos días seguidos sin pasar dos veces ante el mismo edificio. Más que una ciudad, era un mundo. Adivinó las tejas anaranjadas sobre su cabeza, el derroche de colores de las fachadas, el mármol, el oro, los gigantescos edificios. En las esquinas, las antorchas acababan de consumirse. En unas horas, una muchedumbre ruidosa y caótica inundaría aquellas calles vacías. La gente se apelotonaría ante tenderetes con manjares inimaginables, más delicados y mejor preparados que en ningún otro sitio. Sería una explosión de lujo y de miseria en la que las túnicas más espléndidas se rozarían con los harapos, los perfumes de las jóvenes (y no tan jóvenes) patricias se mezclarían con el hedor de los mendigos y las joyas y los brazos de una blancura irreal contrastarían con los sucios muñones y las tripas hinchadas por el hambre. Los palanquines intentarían abrirse paso entre la multitud. Se escucharían insultos y súplicas. Y habría muertos, seguramente.
No había nada comparable al esplendor de aquella ciudad, a la frenética vida que la animaba. Una vez la conocías, se dijo, ya no podías ser feliz en ningún otro sitio. Más allá de las murallas de Constantinopla se extendía un mundo inmenso, pero insípido y casi inútil. Todo lo que hacía que la vida mereciera la pena se concentraba en aquella lengua de tierra barrida por los vientos. Allí hasta los indigentes eran afortunados, en cierto sentido. Era el reino de las alegrías intensas y, a veces, también violentas. Pero fuera erraban seres humanos que ignoraban que solo eran fantasmas.
Llegó al fin. A lugar seguro. Ante él, el edificio más espléndido de la ciudad, después de Santa Sofía. Aplastaba con su masa las calles de alrededor. Rivalizaba con el mismo hipódromo. Los guardias de la entrada surgieron de la garita y le cerraron el paso. Sonrió. Hacían bien su trabajo. Se bajó la capucha, y la reacción de los soldados fue la previsible: se inclinaron y se deshicieron en disculpas. Resultaba cómico. Y también agotador. Era tarde. Se despidió con un gesto de la mano y entró al palacio imperial, su casa.
Unas horas después, cuando el sol apenas había salido, las gradas del hipódromo ya estaban llenas. Cien mil personas, la décima parte de la población, se concentraban alrededor del óvalo. Más gente de la que vivía en la mayoría de las ciudades del Imperio. Más de la que quedaba en las legiones. Una muchedumbre de humor cambiante, de movimientos peligrosos, difícil de contener. Pobres, aristócratas, partidarios de los azules y partidarios de los verdes, jóvenes, viejos y también mujeres, a veces con sus hijos en brazos o mamando de sus pechos, muchos hombres hechos y derechos, unos astrosos, casi desnudos, otros vestidos con ropa que valía una fortuna, pero todos vociferando. Colores, aromas, pestilencia... Muñones alzados hacia el cielo, manos finas con las uñas limadas acariciando hombros desnudos, hábiles dedos deslizándose discretamente entre los pliegues de una túnica en busca de una bolsa...
Los vendedores recorrían los pasillos centrales. El vino peleón refrescaba las gargantas, secas a fuerza de desgañitarse bajo el sofocante calor. Un bullicio espantoso. Olor a sudor y vómitos. De vez en cuando, peleas. Los guardias actuaban de inmediato: ya se habían visto riñas de borrachos que terminaban degenerando en disturbios. En el recinto del hipódromo estaban prohibidas las armas, lo que no obstaba para que corriera la sangre. Salpicaba las togas inmaculadas y las túnicas ya sucias, y luego las sandalias de cuero y los pies mugrientos chapoteaban en ella hasta borrar del mármol los últimos regueros rojizos. Allí se quedaban olvidados los heridos, los muertos. La furia continua que se desataba allí lo acaparaba todo.
Las carreras de cuadrigas acababan de empezar. Los espectadores aún no les prestaban demasiada atención: enfrentaban a corredores de segunda categoría. Su interés se despertaría por la tarde, cuando las cuadras presentaran a sus conductores estrella en carreras a menudo mortales. Cuando apareciera al fin el famoso Porfirio. Entonces, las apuestas subirían como la espuma.
De momento, el espectáculo estaba en otra parte. En las gradas. En el diálogo entre la muchedumbre y un hombre. La una estallaba en carcajadas, aplaudía, gruñía. El otro respondía con un gesto de la mano, asintiendo con la cabeza y a veces por medio de un pregonero. A su alrededor, una doble hilera de guardias, una barrera infranqueable, que debía protegerlo del populacho. En la medida de lo posible, dadas las dimensiones del recinto. De estatura mediana, delgado, casi flaco, todo nervio y pelirrojo, exhibía una larga y profunda cicatriz que se prolongaba hasta una oreja. Lo apodaban «la Gorgona», pero se llamaba Focas. Era el emperador. El hombre que horas antes recorría disfrazado las calles de su ciudad para tomarle el pulso.
Ese día, se jugaba su supervivencia.
2
Nicetas se despertó empapado en sudor y con el corazón palpitante. Por instinto, asió la daga. Siempre al alcance de la mano. Pero ¿de qué le servía ante una pesadilla?
A su lado, la chica seguía durmiendo. La sacudió ligeramente. No, no fingía. Dormía tranquila, ajena a todo. ¿Cómo había dicho que se llamaba?
Algún día, una de ellas lo mataría mientras dormía. Lo sabía. Se lo habían advertido muchas veces. Su tío, el primero. «Puedes tener los mejores soldados del mundo delante de la puerta, que si el asesino está en tu cama...» Aún oía resonar la voz del viejo gobernador, tajante, amarga.
Dejó la daga. Ni un ruido. Una de las pocas horas en que el campamento estaba silencioso. Alrededor de él, doce mil hombres. El mejor ejército del Imperio. Su ejército. A cinco jornadas de Constantinopla. Oyó pasos, una voz lejana y, luego, de nuevo silencio. Los centinelas permanecían en alerta: en las cuatro torres del campamento, en las calles, junto a los caballos y, por supuesto, a la entrada de su tienda. Además había muchos hombres que no podían dormir, que esperaban la llegada del día con el miedo en el cuerpo. Bebiendo, jugando a los dados, procurando recordar que habían ganado muchas batallas, procurando olvidar que habían ganado muchas batallas y podían perder la decisiva.
Se levantó y dio unos cuantos pasos por su tienda respirando la húmeda atmósfera. El pelo se le pegaba a las sienes de un modo desagradable. ¿Qué pesadilla lo había despertado de esa manera? Algunas imágenes imprecisas acababan de borrarse en su mente. ¿Un rostro de mujer? Ni siquiera estaba seguro. Pero era posible. Lanzó una mirada a la que yacía en su lecho con la espalda al aire, una voluptuosa mejilla asomando entre los rizos castaños, largas pestañas negras, y un brazo abandonado perezosamente sobre los almohadones... ¿Una enviada de Focas? Sonrió. Estar tan cerca de Constantinopla, tan cerca del objetivo, lo ponía nervioso. Eso era todo. Inspiró. La guapa desconocida olía bien. Debía de haberse bañado en perfumes y dedicado horas a hacerse esos rizos, que desde luego la favorecían. Puede que la hubiera ayudado alguien de su familia, una hermana. No todas las noches se tenía el privilegio de ser la invitada del general Nicetas. Por supuesto, recibiría una generosa recompensa. Esa misma mañana le entregarían una bolsa llena de monedas de oro. Luego abandonaría la tienda y el campamento, y volvería con su familia. Campesinos de la región, sin duda. No lo había preguntado. Nunca volvería a verla.
3
Bonoso se sentó a la derecha de Focas. Sudando, resoplando. Ignoró los ladridos que acompañaron su llegada. Unos años antes, esas pullas le habrían provocado una rabia homicida. Habría enviado a veinte guardias a las filas de las que creía que provenían. Los culpables, o en su defecto cinco individuos elegidos al azar, habrían sido escoltados fuera del hipódromo y arrojados a ciertas celdas que eran el terror de la ciudad, porque generalmente se salía de ellas irreconocible. Si se salía.
Pero esos ladridos ya no le molestaban. Estaba orgulloso de ser el perro fiel del emperador, dispuesto a usar los colmillos a la menor indicación de su amo. Su cerbero. Orgulloso de ser tanto el generalísimo de los ejércitos romanos como el jefe de la guardia imperial. Le temían. Lo zaherían precisamente porque le temían. Para exorcizar el miedo que inspiraba. Había acabado comprendiéndolo. A menos que, como tantas otras veces, se lo hubiera hecho comprender Focas.
Su mal humor no lo provocaba la mofa de la muchedumbre, ni el espantoso calor que seguía aplastando la ciudad (una tortura a cada paso, para un hombre de su corpulencia). Lo que le preocupaba esa mañana era el propio Focas. La plebe lo había llevado al trono. Él la colmaba de pan y circo. Eso estaba muy bien. Pero hasta un individuo tan poco perspicaz como Bonoso sabía que había ciertos límites que no convenía traspasar. Y estaba a punto de ocurrir.
—¡Dos! —gritó Focas de pronto indicando la cifra con los dedos.
La muchedumbre soltó un bramido. El emperador, que llevaba más de una hora negociando con ella, acababa de concederle dos semanas enteras de diversiones. Una locura.
Bonoso no pudo más.
—Quieres acabar a lo grande, ¿no es eso?
—Eres idiota, Bonoso —murmuró el emperador sin volverse hacia él; sonreía a la plebe, que lo aclamaba.
Bonoso no rechistó. Al lado del frágil Focas, parecía un coloso. Un coloso obediente. Jamás mordería la mano de su amo. Focas debía de saber cosas que él ignoraba. Como siempre.
Pero entonces estalló otro debate en el hipódromo: el pueblo reclamaba un aumento de la ración de trigo. Desde que Roma se apoderara de las mejores tierras de cultivo, había una ley no escrita pero inviolable: se distribuía gratuitamente a una parte de la población lo necesario para hacer pan durante un mes. No a los más necesitados, por supuesto: la pobreza extrema tenía la no despreciable ventaja de ser la solución a su propio problema, y en consecuencia se les dejaba morir de hambre. Sin embargo, a los que no eran lo bastante pobres ni lo bastante ricos para satisfacerse por sí mismos había que amansarlos. Esos eran peligrosos. El verdadero sostén del Imperio.
La tradición había pasado de Roma a Constantinopla, donde un tercio de la población sobrevivía de ese modo, sin hacer nada, gracias al trabajo de las provincias.
—¡Dos celemines! ¡Dos celemines! —aullaba la multitud.
Era la cantidad de trigo que exigía por familia y mes. Focas se mantenía firme en el celemín y medio. El regateo parecía divertirlo. Bonoso estaba inquieto. Dos celemines significaban la ruina del Imperio, pero no en un futuro impreciso, cuando todos los responsables de la bancarrota estuvieran enterrados, sino en seis meses a más tardar.
—¡Un celemín y tres cuartos! ¡Un celemín y tres cuartos!
La plebe se volvía más razonable. Pero Focas seguía sin ceder. Los jefes de las facciones, enemigos irreconciliables por regla general, se habían puesto de acuerdo. En unas negociaciones tan cruciales, el pueblo tenía que hablar con una sola voz, así que habían decidido dejar a un lado la rivalidad y su odio a muerte. Rebrotarían cuando empezaran las carreras de la tarde.
Juan Krukis, jefe de los verdes, y Caliopas Trimolano, jefe de los azules, estaban sentados juntos, rodeados por sus fieles, al otro lado del hipódromo, frente al palco imperial. Bonoso los observaba. Todo partía de ellos: una vez se ponían de acuerdo, cada cual susurraba al oído de uno de sus partidarios, que corría por las gradas para transmitir el mensaje al grueso de la facción. Los gritos que soltaba la muchedumbre eran obra suya; la cantidad de trigo exigida, decisión suya. Oficialmente solo eran los jefes de las dos grandes cuadras de la ciudad; en la realidad, se trataba de los dos individuos más importantes de Constantinopla después del emperador. Los habían elegido para que criaran y entrenaran caballos de carreras, descubrieran a los mejores aurigas y contribuyeran a organizar los juegos. Pero las carreras se habían convertido en mucho más que un pasatiempo. Cristalizaban las pasiones de la ciudad. Y las facciones ya no eran las asociaciones de simples aficionados que habían sido en tiempos. Eran poderes políticos. Se repartían el hipódromo, pero también la capital. No había un solo habitante que no perteneciera a la una o a la otra. Cada barrio, cada gremio, cada clase era de un color. La aristocracia prefería a los azules y el pueblo, a los verdes. Una regla que, por supuesto, admitía excepciones. Focas, por ejemplo, se consideraba verde.
Los dos jefes de facción debatían entre sí. Lástima no poder oír lo que decían, pensó Bonoso. La próxima vez, sería conveniente tener un espía cerca de ellos. Si había próxima vez.
Se inclinó hacia el oído de Focas:
—¿De dónde vas a sacar ese trigo? ¿De África? Hace años que no recibimos nada de allí. ¿De Egipto? Nos lo arrebató Nicetas. ¡Como Siria, Palestina, Frigia y toda Asia! ¡Lo tenemos a las puertas! Y no está solo: las deserciones en su favor se multiplican. Hasta los árabes...
Focas lo interrumpió con un gesto. Trimolano y Krukis acababan de hacer correr otro mensaje. ¿Cederían?
—Tienes que enviarme contra Nicetas —continuó Bonoso—. Aún no es tarde, pero hay que actuar de inmediato. Cojo una parte de la guardia imperial y...
—¡Dos celemines! ¡Dos celemines!
Las voces repetían la nueva exigencia.
Pujaban al alza. Lo que no era muy reglamentario. Focas tomó una decisión.
—¡Pregonero! ¡Bajemos a celemín y medio!
El hombre al que acababa de dirigirse, un gordinflón agobiado por el calor, levantó pesadamente el brazo. La muchedumbre se calló, pendiente de la respuesta del emperador. El pregonero se aclaró la garganta.
—Su Majestad el emperador os ofrece un celemín y medio —anunció con una voz sorprendentemente enérgica para alguien tan fofo.
Fue un vendaval de gritos indignados, silbidos e insultos, entre los que destacaba el de «asesino». Por un instante, la mirada de Focas se ensombreció. Luego se obligó a sonreír nuevamente.
Juan Krukis y Caliopas Trimolano estaban agitados. Era comprensible: ¿cómo iban a justificar semejante fracaso ante sus respectivas facciones? Sobre todo Krukis. Trimolano acababa de ser reelegido como cabeza de los azules. Tenía todo un año para rectificar, para que aquel tropiezo se olvidara. El jefe de los verdes, no. En unas semanas se presentaría a las elecciones de su facción. La renovación de su mandato podía estar comprometida.
No tardó en circular una nueva consigna. Ahora la plebe imploraba un celemín y dos tercios.
—Eso es. —Focas estaba exultante—. Ven, pregonero. Ha llegado el momento de dar el golpe de gracia.
El gordo se acercó. El emperador le susurró unas cuantas frases.
—¿Vas a bajar? —quiso saber Bonoso—. Vas a rematarlos, ¿verdad?
El pregonero pidió silencio. Al cabo de un instante, no se oía nada. El hipódromo entero esperaba la respuesta del emperador. Los espectadores comprendían que su veredicto sería inapelable. Los dos jefes de facción estaban pálidos. Debían de temer que Focas bajara del celemín y medio.
—Su Majestad el emperador ha decidido poner fin a esta discusión —declaró el pregonero—. Esta es su decisión: a partir de ahora, la ración mensual de trigo distribuida a cada familia inscrita en la lista de indigentes de la ciudad será de tres celemines.
La plebe y sus vociferantes bocas se quedaron mudas. Luego se oyeron murmullos de incredulidad y exclamaciones de sorpresa. Un rumor creció poco a poco. Al fin, estallaron gritos de «¡Larga vida a Focas!» y «¡Gloria al mejor emperador!». Era un hecho insólito. En la memoria de los romanos, ningún emperador había duplicado de ese modo, de golpe, la cantidad de trigo distribuida al pueblo. Y, además, como resultado de una negociación que había conducido con mano maestra y que podía haber zanjado a su favor. Las facciones habían creído que, al atreverse a reclamar dos celemines, lo habían arriesgado todo. Y ahora conseguían tres.
—¿Has perdido la cabeza? —gruñó Bonoso, cuyo enorme torso, hinchado por una respiración que de pronto se había vuelto jadeante, parecía a punto de estallar—. ¡Estaban a tu merced y has cedido! ¡Más de lo que nunca hubieran esperado!
Esta vez, Focas se volvió hacia él:
—No te enteras de nada, ¿verdad? —Bonoso, humillado, lo miraba con perplejidad—. ¿Por qué he decidido conceder dos semanas de juegos a este turbulento e ingrato pueblo? ¿Por qué vaciar nuestros graneros por él? Más nos valdría ir a enfrentarnos con Nicetas y sus tropas de traidores... ¡Ay, Bonoso, Bonoso! ¿Acaso no ves que es precisamente lo que estoy haciendo? Y de un modo mucho más eficaz que mediante lo que tú me propones... ¿Que ese hijo de perra nos amenaza? Cierto. Todo le sale bien, de acuerdo. Pero eso se acabó: cuando el valeroso conquistador de Egipto llegue aquí, dentro de diez días, menos quizá, se estrellará. ¿Y quieres saber por qué? Porque toda esta gente que nos rodea estará en las murallas para recibirlo como se merece. Porque si el pueblo me ama a mí, Nicetas no podrá hacer gran cosa. Y acabo de ganármelo de la única manera que se conquista a los hombres: ¡Por el estómago!
Mientras hablaba se había levantado y ahora saludaba a la multitud. El hipódromo ya no era más que una gigantesca boca que coreaba el nombre de Focas. Las carreras se habían interrumpido. En pie, la plebe aullaba su loco amor por el Usurpador, el antiguo centurión convertido en emperador.
—Bien defendida, Constantinopla es inexpugnable. Y créeme, Bonoso, esta gente hará lo que sea para hacer fracasar a un hombre que podría revocar los privilegios que acabo de concederles. Serán fieles. Y es lo único que me importa en los próximos días. Pero ¡aquí no hay quién se entienda! Ahora verás como puedo permitírmelo todo. ¡Pregonero!
El gordinflón se acercó pesadamente.
—Pídele al pueblo lo que Domiciano le exigió una vez, ya sabes... —dijo Focas, y agitó la mano a modo de explicación.
—Lo sé, majestad —respondió con obsequiosidad el pregonero, que alzó la mano de inmediato.
Fueron necesarios unos instantes para que el frenesí de los espectadores se calmara. Seguían oyéndose gritos aislados, y un rumor enfebrecido llenaba el recinto. El pregonero esperó a que se hiciera un silencio absoluto. Solo entonces preguntó:
—¿Queréis saber lo que desea el emperador?
—¡Sí, sí! —aulló la muchedumbre.
El obeso volvió a levantar el brazo para obtener silencio. La plebe se calló de inmediato.
—Gracias. Eso es exactamente lo que quería el emperador.
Hasta Bonoso se quedó sin habla.
4
En el interior de la tienda, el joven Marco se sacó un pequeño cilindro de metal de un bolsillo discretamente cosido en el reverso de su túnica. El tubo estaba sellado.
—¿Me autorizáis?
—Adelante.
El muchacho se tentó la cadera en vano: la vaina que pendía de ella estaba vacía.
—¿Te han requisado el puñal?
Marco asintió.
—Han hecho bien. —Nicetas cogió una daga que estaba encima de una mesa cubierta de grandes mapas y se la tendió—. Toma, usa esto.
El chico la contempló. Sus dedos acariciaron la empuñadura de marfil, prolongada por una hoja de acero. Nunca había visto algo tan hermoso y tan peligroso a la vez. Nicetas lo sacó de su embelesamiento haciendo chasquear los dedos con irritación. En un instante, el sello estaba roto. Con cuidado, extrajo de él un pergamino extraordinariamente delgado.
—¿Viene de Cartago?
—Creo que sí —respondió el muchacho bajando la vista.
Seguía siendo demasiado tímido. Habría que enseñarle a sostener la mirada de los adultos, incluso de un jefe del ejército, incluso de un futuro emperador. Nicetas le obligó a levantar la cabeza.
—No. Lo sabes.
—Sí.
—Entonces dilo.
Cuando el gobernador de la provincia de África, Heraclio el Viejo, le recomendó a Marco, Nicetas creyó que se burlaba de él: un muchacho tan joven para una tarea tan delicada... «¿Y tú?», replicó Heraclio mirando fijamente a su sobrino, que aún no había cumplido los treinta. Como siempre, Nicetas obedeció al gran organizador de la rebelión, a aquel hombre de palabra mordaz al que nadie contradecía porque veía más allá que los demás. Se llevó a Marco con él, y no lo lamentaba. Aquel muchacho de hirsuta pelambrera rubia y piel atezada por el sol de África tenía un don. Las palomas que criaba siempre llegaban a su destino. «Casi siempre», murmuraba él con una sonrisa extática cuando alguien se lo decía. Respecto a lo demás, estaba por desbastar; seguía siendo dubitativo, temeroso... Era exasperante.
—Devuélveme la daga.
El chico se la tendió con respeto. Nicetas volvió a dejarla en la mesa y empezó a leer el pergamino. Tenía que entrecerrar los ojos para descifrar las minúsculas letras.
—Te haré llamar para la respuesta.
El muchacho salió.
El general Nicetas se sentó ante su mesa. Estaba cubierta de mapas. También había un plano detallado de las murallas de Constantinopla. Suspiró. Hasta ese momento todo habían sido triunfos, y muchos de sus lugartenientes no dudaban de que seguiría cosechándolos. Pero él sabía que sus conquistas eran frágiles, que al primer amago de fracaso, su ejército, en el que se mezclaban griegos, vándalos, árabes y armenios, podía desintegrarse en cuestión de días. Habían tomado Alejandría casi por sorpresa; Damasco, Antioquía y Jerusalén apenas se habían defendido. Pero Constantinopla tenía intención de resistir. Pronto estarían al pie de sus ciclópeas murallas, que hasta ahora nadie había vencido, y no tenía suficientes fuerzas para mantener un largo sitio.
Para mayor comodidad, apartó los mapas y cogió un pergamino diminuto, igual que el que acababa de recibir. Tenía que responder a su tío. Después le esperaba otra tarea, aún más engorrosa y que le repugnaba un poco. Pero Heraclio el Viejo había sido claro: sin ella, todas sus hazañas y todas las complicidades que pudiera obtener en el bando enemigo no servirían de nada. Era la llave que les abriría las puertas de la capital.
5
Juan Krukis era un anciano bien parecido que aún respiraba salud. Lo único que delataba su edad eran sus cabellos blancos y, cuando caminaba, la pierna coja que arrastraba con dificultad. Bonoso lo acompañaba hacia el palco imperial con todos los miramientos debidos a un jefe de facción. El jefe de la facción más poderosa de Constantinopla, por cierto. Una leyenda. Bonoso recordaba haber asistido de niño a algunas de sus carreras. Cuando era auriga. El más famoso de todos, el mejor.
El recorrido a través del hipódromo no era seguro. Pero no había que apresurarse. Pese a su cojera, aquel hombre seguía inspirando respeto. Y además Focas había sido claro: suavidad. Así pues, Bonoso se resignó a avanzar lentamente por los pasillos abarrotados. La gente ladraba a su paso. Un mal menor: no mordía. En cambio, saludaba al anciano con entusiasmo. El itinerario elegido cruzaba la zona de las gradas ocupada por los verdes. Una atención que no podía haberle pasado inadvertida a Juan Krukis y que, por supuesto, no tenía nada de casual. Era crucial predisponerlo favorablemente. El asunto sería delicado.
Al fin, llegaron. Focas los recibió con una gran sonrisa. Qué magnífico comediante... Interpretaba su papel con habilidad, incluso daba la sensación de que con placer. Para empezar, invitó a Krukis a sentarse a su derecha, en el lugar que ocupaba Bonoso poco antes. No había que molestarse: estaba previsto. El perro guardián se quedó de pie detrás de ellos. El numerito podía empezar.
Primero, los elogios. Focas se interesó por su mujer y sus hijos, cuyos nombres había memorizado. ¿La salud? ¿La cuadra? Todo eso era bastante tedioso, pero no había que asustarlo demasiado pronto.
—¿Cuánto tiempo llevas ya a la cabeza de los verdes? —le preguntó de improviso el emperador.
Bonoso admiró la habilidad de su viejo amigo. No tardaría en entrar en el meollo del asunto.
—Pronto hará doce años, majestad.
—Nada de «majestad», Juan. ¿No soy un fiel partidario de los verdes? En teoría, eres mi jefe, y del generalísimo Bonoso también, por lo que tengo entendido... —El aludido asintió, satisfecho—. Te admiro, Juan. Doce años es mucho tiempo. Más que el de mi propio reinado, por ejemplo.
—Es cierto, señor —admitió Krukis.
Focas lo invitó a coger una fruta de la espléndida cesta que tenían ante sí.
—No, no lo has entendido. Ni «majestad» ni «señor». Hablemos como viejos amigos. Después de todo, es lo que somos. Nos hacemos favores, nos ayudamos el uno al otro, nos apoyamos en los momentos difíciles. Doce años... Puede que yo no llegue a tanto. Y eso que no necesito que me reelijan todos los años... A propósito, ¿cómo se presentan las próximas elecciones?
Ya estaba. Ya había llegado. O al menos, estaba cerca. El animal se vería cogido en la trampa sin haberse enterado de nada.
—Ahora no demasiado mal.
De todos modos, Krukis debía de sospechar algo: parecía incómodo.
—¡Ah! ¿Lo dices por...? ¡No, no, eso no ha sido nada! Ni siquiera lo he pensado en ese momento.
Qué gran mentiroso... Qué tono tan inocente... Habría engañado al propio Bonoso de no ser porque estaba junto a Focas cuando, un rato antes, había doblado la ración de trigo que se distribuiría a la plebe.
—Me habéis salvado —repuso Krukis.
Efectivamente, sin la inesperada generosidad del emperador, el jefe de los verdes habría tenido que justificar ante su facción el fracaso de las negociaciones. Ahora podía presumir de un resultado magnífico. En un instante, comprendería por qué había tomado Focas una decisión tan desconcertante.
Un aullido, seguido de miles de gritos, los interrumpió. Bonoso alzó la cabeza. En la pista, una cuadriga había intentado adelantar a otra tomando la curva por dentro. Una de sus ruedas se había destrozado contra el mojón.
—¡Tiene que cortar las riendas! —gritó Krukis.
Enloquecidos, los caballos arrastraban por la arena al auriga, que había salido despedido y tenía los brazos enredados entre las correas: era imposible que alcanzara el cuchillo que todos llevaban en el cinturón en previsión de tales accidentes. La muchedumbre se desgañitaba: los gritos de terror se mezclaban con los silbidos y las carcajadas. A Bonoso también le daban ganas de reír, pero se contuvo. No había necesidad de ofender gratuitamente a Krukis, a quien la caída no debía de traerle buenos recuerdos.
El auriga había dejado de luchar. Cuando la carrera llegó a su fin, su carro siguió avanzando solo por la pista unos instantes, arrastrando tras él un amasijo sanguinolento e inerte. «Azul al empezar la carrera, rojo en la meta», se dijo Bonoso.
—No quiero seguir abusando de vuestra paciencia, majestad —balbuceó Krukis, que, apenado por el incidente, había cogido la muleta y se disponía a retirarse.
Pero aún no había llegado el momento. Había que retenerlo. Instintivamente, Bonoso lo aferró por los hombros y lo obligó a sentarse de nuevo. Comprendiendo, aunque demasiado tarde, la brusquedad de su acto, farfulló una excusa: el cansancio, el calor, no era prudente volver a cruzar el hipódromo tan pronto... Focas estaría furioso por su torpeza. No: le dirigió un imperceptible cabeceo de agradecimiento.
—Todavía tienes tiempo antes de la gran carrera del día, ¿no? —le dijo al jefe de los verdes con voz amable.
—¿Tiempo? Sí, por supuesto.
Una sombra se deslizó por el rostro de Krukis, como el comienzo de una vaga sospecha.
—¿Está en forma Porfirio?
Magnífica, esa falsa solicitud.
—Siempre lo está, majestad.
—Es una suerte que corra para los verdes...
—¡Solo faltaba que corriera para otros! ¡A ese chico lo entrené yo mismo! —exclamó Krukis con un deje de emoción en la voz.
Focas le dio unas palmaditas amistosas en el brazo.
—Y puedes estar orgulloso. Hacía mucho tiempo que no teníamos un auriga como él en Constantinopla.
—Sí, bastante tiempo —admitió el anciano.
El emperador esbozó una sonrisa. Una verdadera serpiente, que sabía hipnotizar a su presa antes de devorarla.
—Encadena las victorias. Es realmente impresionante. El récord no está lejos. Tu récord, Juan Krukis.
El jefe de facción no reaccionó. Con la mano crispada sobre una pera que aún no había mordido, permanecía absorto en sus pensamientos. Focas hizo una seña con el anular, solo perceptible para Bonoso. La señal convenida: era el momento de asestar el golpe definitivo.
—¡El emperador te está hablando! —aulló Bonoso.
Juan Krukis alzó la cabeza y lo fulminó con la mirada. Luego se volvió hacia Focas.
—¿Qué queréis de mí? —le preguntó con voz ronca.
—Que, por una vez, Porfirio pierda —respondió Focas con un susurro. Sus rasgos se habían endurecido, haciendo resaltar la inquietante cicatriz.
—¿Qué me pedís?
El anciano estaba azorado.
—Me has oído perfectamente, Krukis. No quiero que Porfirio gane la gran carrera de hoy.
Probablemente, Focas nunca había merecido tanto el apodo de «Gorgona». Inmóvil, más blanco que el mármol del hipódromo, como petrificado, Juan Krukis escrutaba el rostro coronado de cabellos pelirrojos.
6
Marco volvió para recoger su respuesta al gobernador Heraclio. Otra vez esa actitud timorata, ese apuro al hablar. Nicetas perdió la paciencia y le echó la bronca: le dijo que irguiera el cuerpo y dejara de tartamudear. No soportaba que perdieran los papeles ante él. Respeto y disciplina, sí. En el ejército, eran indispensables. Pero no obsequiosidad y dudas constantes. Quería hombres obedientes, pero eficaces y orgullosos. Hombres como Mundir. O como Pedro.
¿Por qué le venían a la cabeza los nombres de dos mercenarios? Porque los mejores soldados eran los que también podrían estar combatiendo contra ti. Puede que muchos echaran de menos la época en que el ejército romano era un ejército de ciudadanos, pero lo cierto es que los mercenarios hacían la guerra más excitante. A Nicetas le agradaba su compañía; le gustaba el delicado y peligroso juego de esas alianzas precarias, que los hombres no estuvieran con él porque sí, y que si no lo traicionaban de un día para otro fuera debido únicamente a su carisma. Porque no se trataba solo de comprar la lealtad; también había que seducir.
Ni el armenio Pedro ni el árabe Mundir lo habrían seguido a Constantinopla solo por dinero. Por supuesto, seis meses antes los había engatusado con las riquezas que le aseguraba la toma de Alejandría. Pero luego, a medida que su ejército subía hacia el norte, prohibió el pillaje: las provincias conquistadas no eran provincias enemigas, pertenecían al Imperio. No podía liberarlas de Focas y comportarse como él. Así que sus hombres tuvieron que conformarse con lo mínimo, con vivir en la región sin exprimirla, y los mercenarios estaban sometidos a la misma disciplina.
Los jinetes de Mundir, habituados a entregarse a la rapiña, incluso con los romanos, resultaron ser los más difíciles de contener. Tras las tropelías que cometieron en Antioquía, pese a que la ciudad había capitulado sin resistencia ante la promesa de que sus habitantes no sufrirían daños, hubo que ejecutar a unos cuantos para dar un escarmiento. Su jefe aceptó sacrificarlos, y ese día Nicetas le estuvo agradecido por haber antepuesto los intereses de la gran guerra contra el Usurpador a los de su tribu. ¿Podía ser de otra manera? ¿No constataba Mundir cada día la sensatez de las exigencias de Nicetas? Después de Gaza y Jerusalén, el ejército rebelde apenas había necesitado combatir. Las adhesiones se sucedían. Las ciudades les abrían sus puertas. Acababan de cruzar el Helesponto como en tiempos de paz. Hasta para el mercenario más cínico era una aventura embriagadora.
Y Nicetas había sabido acompañarla de atractivas promesas. Adivinó que Pedro, el jefe del contingente armenio, no quería regresar a las montañas del Cáucaso, que soñaba con una vida de rico dignatario en la opulenta y refinada Constantinopla: le aseguró que, tras la victoria final, le confiaría la guardia imperial. En cuanto a Mundir, le había prometido el cargo de generalísimo. Ya se tratara de coquetería o de un verdadero asunto de conciencia, el caso es que el árabe afirmaba que aún no había tomado una decisión: decía que su tribu exigía toda su atención. Era una lástima, porque si bien Nicetas se sentía unido a Pedro, que le llevaba quince años y solía presentarse como un hombre de experiencia, como un sabio consejero, pese a poseer una mente más bien obtusa, sus relaciones con Mundir casi se habían transformado en amistad. Y su deseo de conservarlo a su lado, una vez convertido en emperador, era sincero.
Aunque quizá hubiera una forma de convencerlo. Una prueba de confianza definitiva.
—¡Guardias!
La lona de su tienda se alzó. Aparecieron los dos centinelas. Teodoro, su viejo guardaespaldas, fiel entre los fieles, que ya velaba por él en Cartago, y el otro, el nuevo, cuyo nombre había olvidado.
—¿Te gusta el puesto?
El rechoncho soldado asintió y se deshizo en agradecimientos. Chorreaba sudor. Otro más al que había seducido, conquistado, sumado a su causa, olvidando todo lo que hubiera podido ser en el pasado, enemigo o indiferente, mostrándole confianza, incluso incorporándolo a su guardia personal. Los veteranos como Teodoro protestaban por esos ascensos. Nicetas los consideraba necesarios. Además, el nuevo no lo había decepcionado: tenía el don de encontrar las chicas más bonitas en cada ciudad por la que pasaban.
—Tú, el nuevo, ve a buscar al árabe Mundir. Teodoro, quédate. Quiero hablar contigo.
—¿Y quién va a vigilar la entrada de vuestra tienda, mi general? —preguntó el fornido guardia con el ceño fruncido.
—Nadie, pero tú estarás conmigo.
El nuevo se había marchado.
—¿Cómo se llamaba? —quiso saber Nicetas.
—Eumeno.
—¿Qué opinas de él?
—No me gusta.
Nicetas sonrió. ¿Estaría celoso su bravo Teodoro? Lo invitó a sentarse. El guardia rehusó sin dejar de vigilar la entrada de la tienda con el rabillo del ojo. Reflejos de profesional.
—Solo sirve para traeros chicas —añadió en tono sombrío.
Pero Nicetas no lo había llamado para hablar de Eumeno. Ya imaginaba que Teodoro no lo tragaba. Además, cada uno a lo suyo: el austero Teodoro se ocupaba de su seguridad; el retaco moreno... pues eso, de lo demás.
—Esta noche saldré del campamento.
—Muy bien. Voy a prepararlo todo para...
—No. Saldré solo. Quizá con Mundir, con nadie más.
—¿No os acompaño?
—Esta vez no. —Teodoro asintió, contrariado—. Te quedarás ante mi tienda, porque todos en el campamento deben creer que me encuentro aquí.
7
Juan Krukis se alejaba con paso renqueante. ¿Había comprendido lo que se le pedía? Focas había disfrutado al ver su estupor ante la orden de que hiciera perder a Porfirio, su mejor auriga, en la carrera más importante del día. Ahora empezaba a inquietarse. ¿Le obedecería?
—Krukis ya no es un chaval, pero tampoco está chocho, y después de facilitarle la reelección no puede negarte nada —aseguró Bonoso, que, tras recuperar su sitio a la derecha del emperador, comía racimos de uvas a puñados.
—¿Porfirio sigue siendo el favorito? —le preguntó Focas.
—Más que nunca —respondió su comparsa con la boca llena—. A mediodía, tres de cada cuatro apuestas eran a su favor.
Focas cogió uno de los pocos racimos que había dejado Bonoso.
—Bien. ¿Y te has ocupado de nuestras cien mil monedas de oro?
—Están apostadas por Gorgias, el campeón de los azules.
—¿A qué nombre?
—Sergio.
Focas casi se atragantó.
—¿Sergio? ¿Nuestro patriarca? ¿Te burlas de mí?
—Sí, era broma —admitió Bonoso riendo mientras se limpiaba los labios chorreantes de zumo—. El mercader Cratero y un diácono cuyo nombre no recuerdo. Desde que le concediste al primero el monopolio de la importación de la cebada de Galacia, hará lo que le pidas. En cuanto al segundo... Ya me acuerdo, un tal Zenón, originario de Pisidia. Tenía deudas.
Una admiración sincera asomó al rostro del emperador. Subestimaba a su amigo demasiado a menudo. Tras su físico de obtuso botarate, Bonoso no carecía de inteligencia, ni mucho menos. Pero no sabía cuidar las apariencias...
—Has hecho bien, dos testaferros son mejor que uno. Eso levantará menos sospechas.
El día avanzaba. El sol comenzaba a descender. Las carreras se sucedían, en su mayoría, ganadas por los verdes. Y Focas se alegraba de ello a ojos vista. Saldría de esta, lo presentía. ¿No le había sonreído siempre la suerte? La fortuna que iba a ganar en una sola carrera era su tabla de salvación, un impuesto disfrazado, que le permitiría comprar al pueblo con el dinero del pueblo. ¿Imaginaban siquiera sus enemigos todos los recursos que le quedaban? No, lo despreciaban demasiado. Peor para ellos.
8
En el interior del campamento, la zona que ocupaban los árabes era de todo menos tranquilizadora: calles abarrotadas de jinetes que despreciaban a los soldados de infantería, como él. Una mirada un poco insistente bastaba para herirlos en su honor, sumamente puntilloso. No lamentaba tener que marcharse. Un individuo alto y flaco, con los velos flotando al viento, estuvo a punto de chocar con él. Mendigos que se creían príncipes.
Eumeno había informado a su jefe de que el general Nicetas lo esperaba en su tienda. No era necesario acompañarlo: se sabía el camino y seguro que se hacía esperar. No era el momento de entretenerse. Nicetas se había quedado con Teodoro. Tal vez para confiarle otra misión. Así que era posible que la entrada a la tienda estuviera despejada. Había que aprovechar.
Eumeno tomó la calle principal del campamento. Algunos soldados lo saludaban. Ahora que había entrado en la guardia personal de Nicetas empezaba a ser conocido. Era halagador, pero también peligroso. Seguramente habría sido mejor conservar el anonimato, seguir siendo el «nuevo» el mayor tiempo posible. Apretó el paso. No importaba. Con un poco de suerte, esa misma noche abandonaría el campamento. Todo estaba listo: siempre tenía el caballo ensillado. Y nadie lo detendría en la puerta: disponía de un pase con el sello del general. Era lo bueno de hacerle determinados favores: tenía que entrar y salir a su antojo para encontrarle jovencitas de su gusto en los pueblos vecinos.
Vio la tienda. Vigilada. Teodoro estaba ante ella, tan alto y alerta como siempre. Esta vez tampoco había nada que hacer.
—¿Dónde está el árabe? —le preguntó su compañero con brusquedad.
—Viene enseguida, detrás de mí.
Teodoro le lanzó una mirada de desaprobación.
—Se supone que tenías que acompañarlo...
—Y qué más da...
Teodoro no dijo nada. Un muro. Nada hablador, incluso abiertamente hosco y, sobre todo, siempre en medio. Paciencia. No podría estar siempre allí, cuidando del general Nicetas. Hasta él tenía que ausentarse de vez en cuando.
Eumeno hizo crujir sus nudillos. La ocasión acabaría por presentarse. Bastaba con acecharla. Por un instante sintió algo parecido al remordimiento: el joven general era un buen jefe. Generoso, alegre, amable. Lástima que tuviera que morir.
9
El mundo estaba dividido en dos. De una parte, el Imperio romano; de la otra, el persa. En realidad, si se analizaba con detenimiento, las cosas resultaban un poco más complicadas: la capital de los romanos ya no era Roma, por ejemplo; estaba situada en un promontorio considerado inexpugnable, enfrente de Asia, y se llamaba Constantinopla. Y grandes extensiones de lo que antaño pertenecía a los romanos habían caído en manos de los bárbaros. Pero la rivalidad con Persia no había desaparecido: había atravesado los siglos y sobrevivido a las invasiones y las luchas intestinas. En cierto modo, al trasladar su centro al Oriente, a las provincias de Asia, los romanos incluso habían exacerbado ese antagonismo. Desde hacía siglos, los dos imperios se disputaban las ricas llanuras de Mesopotamia, entre el Tigris y el Éufrates. Dichas llanuras permanecían unos años —a lo sumo décadas— bajo el dominio del uno antes de pasar a manos del otro. Era un vaivén continuo, casi irritante, que ya había costado la vida a cientos de miles de hombres. Un vaivén que cada imperio esperaba que acabase a su favor algún día.
La desgracia quería que ninguno de los adversarios fuera lo bastante fuerte para vencer al otro de forma definitiva. Pese a las convulsiones y el innegable declive, el Imperio romano seguía siendo inmenso, rico y poderoso. El Imperio persa no lo era menos. El primero seguía ejerciendo su influencia sobre el área mediterránea; el segundo controlaba territorios que se extendían hasta la India.
Cosroes, segundo emperador de ese nombre, rey de reyes y soberano de todos los persas, meditaba a menudo sobre ese equilibrio inestable. Estaría bien, se decía a veces, ponerse de acuerdo de una vez por todas sobre las fronteras, que ambas partes se comprometieran a respetarlas y que no