El baile de las marionetas

Mercedes Guerrero

Fragmento

Espérame.

Espérame que volveré.

Solo que la espera será dura.

Espera cuando te invada la pena, mientras ves la lluvia caer.

Espera cuando los vientos barran la nieve.

Espera en el calor sofocante,

cuando los demás hayan dejado de esperar, olvidando su ayer.

Espera incluso cuando no te lleguen cartas de lejos.

Espera incluso cuando los demás se hayan cansado de esperar.

Espera incluso cuando mi madre y mi hijo crean que ya no existo,

y cuando los amigos se sienten junto al fuego para brindar por

[mi memoria.

Espera. No te apresures a brindar por mi memoria tú también.

Espera, porque volveré desafiando todas las muertes,

y deja que los que no esperan digan que tuve suerte.

Nunca entenderán que, en medio de la muerte,

tú, con tu espera, me salvaste.

Solo tú y yo sabemos cómo sobreviví.

Es porque esperaste, y los otros no.

KONSTANTÍN SÍMONOV, 1942

Capítulo 1

1

Kabul, Afganistán. Mayo de 2004

Los solitarios amaneceres de Kabul ofrecían un espectáculo relajante desde la azotea del hospital Ahmed Shah Baba. El sol asomaba impasible cada mañana detrás de las altas cumbres de intenso color ocre situadas alrededor de la ciudad, un color parecido al del fuego de los morteros que a diario provocaban muerte y desolación en una región maldita por los dioses. Oficialmente, la guerra en Afganistán había terminado y el país tenía un presidente legítimamente elegido en las urnas. Sin embargo, la paz solo era real en la capital y en algunas áreas bajo el control de las fuerzas internacionales. A lo lejos tronaban obuses y disparos de las guerrillas talibanas, unos sonidos que se habían convertido ya en rutina para los habitantes de aquella ciudad donde no cabía más que estar alerta para conservar la vida. En las calles, en las casas o en las escuelas seguían abiertas las heridas provocadas por las sucesivas guerras civiles y por la invasión de los diferentes ejércitos que habían codiciado el control del país, desde el ruso hasta el estadounidense, pasando por el terrorífico ejército talibán, que tras expulsar al soviético impuso un régimen feroz y sanguinario que estaba lejos de darse por vencido.

Edith Lombard lanzó una última mirada al horizonte y de un sorbo terminó el café que la había acompañado aquella mañana. Estaban en mayo y el calor ya se hacía notar. Tenía treinta y nueve años, pelo castaño y largo recogido en una coleta sencilla. Su atractivo físico eran unos ojos grandes y oscuros que contrastaban con su piel blanca, y la nariz algo respingona y algunas pecas en su rostro le conferían un aspecto juvenil. Había nacido en Quebec, Canadá, aunque años más tarde su familia se había instalado en Montreal, donde contrajo matrimonio y tuvo un hijo.

Edith llevaba un año trabajando como voluntaria de Médicos sin Fronteras en aquel hospital, pero pronto lo abandonaría para siempre. Afganistán estaba en vías de recuperación gracias a la intervención internacional y a las ayudas ofrecidas para el desarrollo; sin embargo, debido al último atentado en la provincia de Badghis, donde habían fallecido cinco de sus compañeros, el personal adscrito a dicha organización había recibido la orden de abandonar el país de forma gradual; la partida estaba prevista para dentro de dos meses.

El trabajo durante aquel año había resultado una experiencia dura en todos los sentidos. Aún ahora, cuando pensaba en regresar a casa, recordaba con nitidez el día en que tomó la decisión de enrolarse en aquella aventura que le había reportado soledad, experiencias traumáticas y una explosión de solidaridad e indignación a partes iguales, al ser testigo casi a diario de hasta dónde podía llegar la naturaleza humana, ya fuera por la violencia ejercida sin piedad por algunos hombres contra sus propios congéneres o por la capacidad de sufrimiento y resignación de las víctimas de esa violencia.

La amarga y desastrosa experiencia vivida con el hombre a quien amó hasta casi perder la razón era apenas un rasguño, comparado con las heridas que curaba a diario a chicas jóvenes que habían perdido el brillo en la mirada, con las amputaciones de brazos y piernas a niños provocadas por las minas antipersonas que aún seguían sembradas en los campos, con los cuerpos quemados por las bombas incendiarias que caían en cualquier parte del país.

En aquel momento, el claxon de varios coches llamó su atención. Se asomó por la baranda y advirtió que las primeras víctimas acababan de llegar a urgencias. Su descanso había terminado.

Al llegar al quirófano, el cuerpo de una mujer cubierta por un burka de color azul claro yacía en la mesa de operaciones. Había una mujer vestida de negro con la cara tapada por un denso velo y dos hombres, uno de edad y otro más joven, que discutían con Marc, el médico que atendía aquella mañana. Este trataba de convencerlos de que tenían que despojar a la mujer del vestido para ver sus heridas y de que debían salir de la sala. El intérprete de inglés, que cubría con una bata médica su indumentaria típica pastún —la tunban perahan— de camisa ancha cerrada hasta las rodillas y pantalón amplio, trataba de mediar, pero los hombres se negaban a que el médico pusiera una mano encima a la joven herida. Aquellas discusiones se producían a diario en el hospital. Los maridos o padres prohibían que sus mujeres fueran atendidas por un médico de género masculino y, si no había más remedio, exigían estar presentes, prohibiéndoles tocarlas. En esos casos el galeno se limitaba a preguntar por los síntomas a la paciente delante de su guardián.

Edith accedió en aquel momento a la sala y colaboró para restablecer la calma.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó mientras se acercaba al cuerpo inmóvil de una mujer cubierta de sangre.

—Doctora, solo usted puede examinarla —explicó el intérprete a modo de súplica, flanqueado por los dos hombres que aún ardían de excitación debido a los acontecimientos.

—Está bien, Marc. Yo me hago cargo de ella —dijo a su compañero médico, instándolo

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