Cartas a Palacio

Jorge Díaz

Fragmento

1

—Puede que el día de tu boda sea el mejor de tu vida, aún no lo sé. Lo que te garantizo es que el día anterior no lo es.

Los martillazos llevan sonando desde primera hora en el palacete de los marqueses de los Alerces. Los carpinteros instalan el escenario en el que los músicos de la orquesta del hotel Ritz, contratados para la ocasión, amenizarán el banquete que los marqueses ofrecen mañana con motivo de la boda de su hija Blanca.

—Mira el cielo, más de un mes sin llover y no para desde ayer. —He estado en las Clarisas antes de venir.

Según la costumbre, alguien, no puede ser ni la novia ni nadie de su familia, debe llevar dos docenas de huevos a las Clarisas del Paseo de Recoletos y entregarlos en el torno con una nota en la que consten los nombres de los contrayentes, el lugar y la fecha de la boda; así se asegurará de que la lluvia los respete. La encargada de llevar los huevos ha sido Elisa Fuentes, la mejor amiga de la novia. La misma que se ríe con los nervios de Blanca.

—No te cases nunca, Elisa, te vuelven loca.
—Lo está preparando todo tu madre… Tú sólo tienes que pensar en el paso que vas a dar mañana.

—Mi madre es la que más nerviosa me pone. ¿Qué te apuestas a que no tarda ni un minuto en entrar? ¿Y los martillazos? Me he despertado con ellos y todavía no eran ni las ocho de la mañana, no aguanto más… En qué mal día decidí casarme.

Elisa se asoma a la ventana que da al jardín. Allí trabaja más de una docena de operarios. Pronto terminarán los golpes de quienes levantan el escenario y su amiga Blanca podrá olvidarse de ellos, pero después deberá escuchar a los obreros que fabricarán allí mismo las mesas. En las cocinas ha empezado a elaborarse el menú y las criadas, contratadas desde hace tres días para ayudar a prepararlo todo y reforzar el servicio habitual, limpian la plata y enceran el suelo del gran salón de baile por si el cielo impide que la fiesta se celebre al aire libre.

Como si temiera no cumplir el plazo de un minuto previsto por su hija, doña Ana entra en la habitación sin llamar.

—Hola, Elisa, ¿entregaste los huevos?
—Sí, vengo de hacerlo. Dos docenas. En realidad trecenas, me dijeron que daba suerte que fueran docenas de trece, así que eso llevé, aunque no estoy segura de que se diga así.

—Esas monjas cada día inventan una cosa nueva para sacarle los cuartos a la gente. Muchas gracias. Me fío más del pastelero al que hemos encargado la tarta, está seguro de que hará buen tiempo. Dice que lo nota en los huesos.

—Seguro que no llueve, mamá. Tengamos fe, o en las Clarisas o en los huesos del pastelero.

Los martillazos siguen oyéndose y a ellos se suman ahora los gritos de un operario que da instrucciones a su cuadrilla para descargar, de unos carros tirados por mulas, los tableros con los que se fabricarán las mesas. Elisa nunca había visto a su amiga Blanca tan nerviosa; no puede tratarse sólo del barullo que hacen los obreros, tiene que haber algo más, seguro que se lo cuenta tan pronto como se queden solas.

—Mamá, me van a volver loca… ¿Hace falta tanto ruido? —Tendrás que aguantarte porque vamos a estar así todo el día. Ha llegado un telegrama de don Alfonso XIII felicitándote por el enlace y excusándose por no poder asistir.

—No sabía que lo hubiéramos invitado.
—¡Cómo no lo íbamos a invitar! Le visitó tu padre. Si estuviera en Madrid nos honraría con su presencia.

—Pues menos mal que está ya de veraneo en La Granja, no quiero ni imaginarme el caos que sería esto si además viniera el rey a casa.

—Ojalá hubiera podido venir, le recibiríamos como debe ser. Otra cosa, la modista tiene que estar a punto de llegar, en cuanto lo haga le digo que suba. Voy a ver cómo van en la cocina.

Blanca y Elisa son amigas desde niñas, nacieron con poco tiempo de diferencia y se conocieron jugando en el Parque del Retiro. Han sido íntimas desde entonces, pese a las temporadas que Blanca ha pasado fuera de España por los destinos diplomáticos de su padre. Cuántas veces habrán fantaseado con el día de su boda. Miles. Desde mucho antes de que tuvieran edad para pensar en ello. No se imaginaban tan nerviosas la víspera.

—Tengo que contarte una cosa, Elisa; no sé si me quiero casar.

—¿Qué?
—No sé, ¿y si no estoy enamorada…?
—Eso es absurdo. Estás enamorada. Ayer lo estabas. No lo estás un día y el día siguiente no. Puedes enamorarte de repente, pero en desenamorarte tienes que tardar más.

—Yo qué sé. Lo mismo ayer tampoco lo estaba, igual no lo he estado nunca.

Quizá eso también sea normal, seguramente todas las novias estén a punto de echarse atrás el día antes de la boda. O puede que sea uno de los caprichos de Blanca, a los que Elisa se ha acostumbrado a la fuerza.

—¿Has visto hoy a Carlos?
—No. Hoy no y tampoco ayer. Yo pensaba que tendría más ganas de verme, pero al parecer estaba equivocada… Quizá él tampoco quiera casarse conmigo.

Carlos de la Era, el duque del Camino, es el novio, uno de los hombres más guapos que ninguna de las dos haya visto jamás. Elegante, alto, fuerte, educado, y dicen que muy rico. No es posible que Blanca no esté enamorada de él. Elisa desde luego lo está. Lo ha estado siempre, aunque no se lo haya contado a Blanca. Sueña con él, envidia a su amiga, incluso a ratos la odia por ser la elegida. Le habría gustado tanto ocupar su lugar mañana… pero claro, Blanca siempre ha destacado hasta volverla casi invisible. Bella y elegante, refinada, simpática, con una sonrisa que le ilumina el semblante. Cuántas veces habrá deseado Elisa cambiarse por ella, dejar su piso y vivir en el palacete de los Alerces; cambiar a su padre, un autoritario general, por el agradable y distinguido don Jaime; olvidar a su madre muerta, a la que recuerda siempre triste, siempre vestida de negro, por la sofisticada doña Ana; sus rotundas caderas por la delgadez de Blanca, sus pequeños ojos oscuros por los alegres ojos claros de su amiga… Pero, ante todo, envidia su suerte, esa que la ha llevado a enamorar a un hombre como Carlos de la Era.

Elisa ve por la ventana a don Jaime, el padre de su amiga. Su amado jardín, su lugar favorito en el mundo hasta hace unas horas, ha sufrido una transformación absoluta después de que tantos obreros lo hayan pisoteado. El hombre mira desolado alrededor, es tal su tristeza que causa una mezcla entre risa y pena. Pero no dice nada; tras evaluar los daños entra callado en la casa, al fin y al cabo es la boda de su única hija, lo más importante que existe. El jardín se puede volver a levantar las veces que haga falta. Blanca sólo se casará un día: mañana.

—Blanca, no puedes decir que no te quieres casar el día antes de tu boda. Tu padre se moriría del disgusto.

—Ya, por eso te lo digo a ti y no a él.
—¿Y qué vas a hacer?
—Casarme, pero ser muy infeliz. Tengo que casarme, hay trescientos invitados, una tarima para la orquesta, un telegrama del rey, un ejército de camareros y cocineros y mi madre entra cada dos por tres en mi habitación. No me queda más remedio.

Ojalá fuera verdad que Blanca no le amara, piensa Elisa, le gustaría que Carlos se diera cuenta y se suspendiera la boda. Que ella le ofreciera consuelo y acabara en sus brazos, en el altar. Ha ensayado mucho su sonrisa para mañana, para que todo el mundo crea que se alegra por su amiga, pero será la persona más desdichada de las que estén en la iglesia cuando los vea convertidos en marido y mujer.

La puerta se vuelve a abrir, es otra vez doña A

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