Prólogo
—El mundo es redondo, como una naranja —pronuncia el juglar frente a la atenta mirada de su público—. Hasta hace poco, todos viajaban hacia oriente. Pero hace cuatro años, un osado marinero puso rumbo a poniente.
—¡Colón! —grita una muchacha.
—Así es, dos travesías a las Indias ha realizado ya el Almirante navegando hacia la puesta de sol. ¿Qué maravillas ha encontrado en aquellas tierras lejanas? ¿Especias, porcelana, té, perlas, oro? En el primer viaje embarcaron apenas cien hombres; en el segundo, más de mil. ¿Cuántos irán en el siguiente?
La concurrencia cuchichea en voz baja dejando volar su imaginación, anonadada con el relato.
—No es solo eso. Se están produciendo muchos más acontecimientos y yo voy a contároslos porque soy… ¡un viajero! Como los protagonistas de los legendarios relatos de la Ilíada y la Odisea, o Marco Polo en sus fabulosas aventuras. Sin embargo, señores y señoras, ese mundo antiguo ha cambiado. La realidad donde vivimos ya no es como la vislumbraban los griegos, los romanos o nuestros abuelos o incluso nuestros padres.
—Pues yo lo veo todo igual —comenta un anónimo al fondo.
—¿Eso cree mi incrédulo amigo? Hemos conquistado el reino de Granada; los portugueses han circunvalado por primera vez África; en Florencia se ha levantado la cúpula más inmensa que podáis imaginar; desde Baviera ha llegado un invento que copia libros a cientos, ¡a miles! —afirma con un entusiasmo inusitado—. Yo he visto a los artistas crear esculturas que parecen estar vivas; pintar cuadros donde las figuras casi salen del lienzo para darte la mano. El tiempo se controla con complejos engranajes mecánicos; los cañones derrumban las murallas más poderosas; los arcabuces sustituyen a arcos y ballestas; el astrolabio es capaz de buscar las estrellas en el cielo. —Hace una pausa—. Es el progreso: ahora el hombre es la medida de todas las cosas.
Las gentes que le rodean lo miran impertérritas, escuchando emocionadas cada una de las esperanzadoras palabras.
—Amigos, estamos en un mundo nuevo.
LIBRO PRIMERO
TODO VIAJE COMIENZA EN LOS LIBROS



1
Cerca del mar Cantábrico, verano de 1496
Él viaja siempre al ritmo que marcan sus pasos, nunca monta a caballo ni va en carruaje. Avanza incansable por parajes donde los cultivos son minoría frente a los bosques, donde campan a sus anchas los osos; los jabalís lo hacen por los abundantes montes que jalonan el paisaje, y las manadas de lobos acechan amenazantes a la entrada de cualquier población.
Le aterra la peste, aún colea el desastre de la pandemia que devastó Europa el siglo pasado y a veces atraviesa ciudades que han sido abandonadas desde entonces y nadie ha osado volver a habitar por temor a que la plaga sobreviva agazapada entre sus muros. En su largo caminar por condados, señoríos y villas, ha pisado las cenizas de pueblos que fueron pasto de las llamas a manos de mercenarios, crueles y despiadados. Y cimientos de antiguos reinos que la arena del tiempo y el olvido cubrió de ignorancia.
También ha conocido ciudades parapetadas tras sus fuertes murallas, con guardias armados vigilando sus puertas y un agorero vuelo de buitres merodeando el entorno de sus cadalsos. En ellas, las torres de sus iglesias apuntan al cielo, y hay un constante ir y venir de gentes; aunque la mayoría viven en aldeas, las cuales parecen inmóviles al paso de los siglos.
El viene de lejos y hasta llegar aquí ha escalado altas montañas, ha franqueado profundos desfiladeros, ha cruzado frondosos valles y ha vadeado caudalosos ríos. Sin ningún mapa, solo con los nombres de unos pocos lugares en la cabeza con los que él mismo ha trazado la ruta.
Se ha perdido en alguna tormenta y ha caminado bajo un sol abrasador. Y la noche le ha sorprendido en la soledad de la nada más absoluta, al alcance de fieras, bandidos y canallas.
Él tiene un temperamento forjado con cada revés del camino, pues han intentado robarle, secuestrarlo y arrebatarle la vida. A lo largo de todos estos años, le han timado, envenenado y contagiado enfermedades para las que aún no existe nombre. Ha cruzado campos de batalla sembrados de cadáveres desmembrados, donde no quedaba atisbo alguno de humanidad.
Solo ha encontrado refugio en las posadas, donde ha bebido vino borgoñés y lombardo; ha comido salazones bretonas y corderos castellanos; ha hablado en lenguas olvidadas sobre lugares que no aparecen en los mapas ni en los libros.
Ha tenido miedo, y dolor, y desesperación. Ha pensado en rendirse, también que le matarían. Ha creído estar muerto y ha vuelto a abrir los ojos en monasterios encaramados en altas cumbres.
Sabe lo que es que su corazón palpite tan fuerte como si pretendiera salirse del pecho; ha sentido el terror de ser perseguido por asesinos y también por gentes que parecían agradables, al menos hasta que el germen de la intransigencia les envenenó la sangre.
En ocasiones, han puesto precio a su cabeza simplemente por ser extraño en tierras hostiles. Ha creído que Dios le abandonaba y lo ha vuelto a encontrar en lugares santos.
En su periplo, ha estado en las orillas de los mares, donde solo hay diminutos pueblos de pescadores porque nadie más se arriesga a vivir al acecho de los piratas. Ha cruzado fronteras todavía no marcadas y ha coronado picos que nadie reclama. Conoce castillos infranqueables, ubicados en riscos que parecen tallados por antiguos dioses para que nadie ose subirlos. Ha conocido fastuosos palacios, y catedrales donde se siente que Dios te habla directamente.
Pero si ha viajado no ha sido en busca de tesoros ni de la verdadera fe. Ni siquiera para descubrir rutas nuevas hasta Oriente o ricas minas de oro. Y tampoco para hallar sabiduría en los libros de grandes bibliotecas como la de Alejandría o la de Pérgamo.
Él ha viajado para conocer cómo es el mundo, y ahora se dedica a contarlo.
Se llama Anselmo de Perpiñán, y es un juglar con una portentosa memoria que recita canciones y romances en castellano, portugués, germano, toscano, catalán y muchas otras lenguas. Hoy su público es de lo más granado, pues se encuentra ante los reyes de Castilla y Aragón, Isabel y Fernando, y sus cinco descendientes: Isabel, la mayor, cuyo marido, el príncipe de Portugal, falleció tras una caída del caballo dejándola viuda y sin hijos; Juan, el heredero al trono, único varón, de dieciocho años; Juana, con dieciséis años y que en unos días parte para su boda en Flandes con el duque de Borgoña, y las pequeñas María y Catalina, de catorce y once años.
Es la última vez que toda la familia real estará reunida, así que el juglar se ha propuesto realizar una actuación que les haga recordar para siempre este feliz día.
No muy lejos de él, dos amigas, María y Laia, observan el espectáculo subidas en un carromato. Han venido desde Bilbao, son jóvenes y se quieren como hermanas. Desde su privilegiada atalaya, logran ver al príncipe Juan, el heredero, y a su madre, la reina Isabel de Castilla.
El juglar comienza a relatar, con su grandilocuencia habitual, que en la Antigüedad más lejana hubo un rey llamado Gilgamesh que lloraba desconsolado la pérdida de su mejor amigo…
—«Enkidu», llamaba el rey a su amigo, que reposaba sobre una cama. «Enkidu, despierta», repetía sin éxito.
»Aquella ausencia hizo que el poderoso rey cayese en la más absoluta tristeza. Y así, Gilgamesh veló sin descanso a Enkidu durante días, hasta que oyó que en el confín del mundo vivían unos hombres que no morían nunca, pues tenían el don de la inmortalidad. Encontrarlas era la única manera de lograr despertar a Enkidu del sueño eterno.
»El consejo real se opuso al completo a tan magno viaje. Nadie había regresado con vida del confín del mundo, y se dudaba si realmente alguna persona había llegado tan lejos. Pero el rey hizo caso omiso, dejó su ciudad de oro y partió en busca de la inmortalidad.
El juglar no escatima en detalles y escenifica su relato cambiando de tono, utilizando voces distintas, realizando acrobacias y saltos; y hasta saca un laúd con el que toca unas notas.
Les cuenta cómo el rey subió una montaña más alta que el cielo, cruzó el mar de la muerte, las cavernas más profundas que el infierno y, a pesar de su largo periplo, no logró la inmortalidad. Regresó a su ciudad convertido en el mayor viajero de todos los tiempos, viejo y cansado; y un día se quedó dormido en el sueño eterno. Pero de Gilgamesh quedó esta leyenda inmortal, que tiene ya miles de años y se sigue recordando.
El público de la corte rompe en aplausos, la actuación es todo un éxito que encandila a los hijos de Sus Altezas.
Hay quien no entiende por qué un hombre decide convertirse en juglar y pasar su vida yendo de ciudad en ciudad por unas monedas; sin un hogar al que regresar, sin el calor de una familia y un reino al que pertenecer. A veces él mismo lo piensa. Hasta que llegan días como el de hoy, cuando las risas y la felicidad que producen sus relatos le reconfortan y le dan fuerzas para continuar el viaje.
—¡Juglar! —le reclama un consejero real—. La reina Isabel desea verte.
—¿Su Alteza?
—¿Acaso eres sordo? Sí, ¡vamos!, no la hagamos esperar.
Se pone nervioso y no le da tiempo a pensar nada. Solo acierta a seguir a ese hombre que le conduce entre guardias, consejeros, damas de honor y criados hasta un pabellón decorado con lujosos tapices y brillantes brocados. Tras una mesa de madera labrada hay dos mujeres que ojean un pergamino. Una de pie, que le mira de reojo y se retira unos pasos, y la otra… Nunca ha visto a la reina, pero esa fuerza que irradia todo su ser solo puede provenir de Isabel de Castilla.
Es más hermosa de lo que imaginaba, de tez blanca y cabellos dorados. No debería extrañarle, es conocedor de la genealogía de las principales casas reales y sabe que su abuela era Catalina de Lancaster, y que esta inglesa fue famosa por su belleza. Sigue mirándola y se fija en que posee unos ojos entre verdes y azules; él mismo los tiene también de un azul intenso que llama la atención.
—Es de suponer que estaréis contento —le dice de forma airada.
—Alteza, ignoro en qué he errado… —El juglar se teme lo peor.
Vacila sobre si debe continuar contestando o permanecer callado, busca ayuda a su alrededor y por suerte encuentra la mirada de la dama que acompaña a la reina, quien le hace un sutil gesto para que no hable.
—A mis hijas pequeñas ya no les basta con ir a las Indias con Colón, ahora quieren imitar a Gilgamesh y viajar hasta el confín del mundo en busca de la inmortalidad. Están encantadas con vuestro relato, las infantas María y Catalina han venido corriendo a contármelo emocionadas. Solemos tener actuaciones de bufones que son graciosas, pero la vuestra ha sido realmente sublime.
—¡Qué alegría escucharlo de vuestros labios, alteza!
—Deseo que os conozcan —dice la reina, y por fin sonríe—. Aunque ahora están con su padre, el rey, despidiéndose de su hermana.
En ese instante entra de manera apresurada un hombre de Dios, de aspecto recio y abundante barba.
—Ilustrísima, ¿qué motivo os induce a interrumpirnos así?
—Uno muy grave, alteza —responde compungido—. Es sobre las Indias.
—Me lo imagino; sin embargo, deberá esperar.
—Pero…
—No es el momento, ilustrísima —le advierte la reina Isabel.
—Por supuesto. —Él asiente y sale del pabellón real sin mostrar discrepancia alguna.
—Juglar, disculpad al obispo Fonseca. Es un hombre recto, si nos ha interrumpido tendrá una buena razón. La labor evangelizadora está ocasionando graves problemas y hay que buscar el modo de llevar la fe a las Indias. Pero solo obtengo excusas, siempre excusas.
—Excusatio non petita, accusatio manifesta —pronuncia el juglar en un perfecto latín cuando ya no está presente el obispo.
—¿Cómo decís?
—Todo aquel que se disculpa de una falta sin que nadie se lo haya pedido se revela él mismo como autor de dicha falta —responde él con su peculiar tono de voz, siempre teatral.
—Beatriz —reclama la reina a la mujer que está a su lado—, ¿lo habéis oído?
—Sí, alteza.
—Beatriz Galindo es mi maestra de latín y también la de mis hijos. —La reina lo escruta con la mirada—. Sois un hombre inteligente, eso sé verlo. Me agradaría que os quedarais con nosotros, en otros reinos hay juglares que amenizan la corte. Habéis encandilado a mis hijos y podríais contarle vuestras historias al príncipe para que se le haga menos dura la espera hasta la llegada de su prometida.
—Me concedéis un gran honor, alteza —dice haciendo una genuflexión—, pero, con todo mi dolor, he de declinar vuestra invitación.
—¿Y eso por qué? —pregunta la reina Isabel, visiblemente contrariada.
—Mi espíritu me demanda estar en constante movimiento, conociendo nuevos lugares y gentes, escuchando otras lenguas. Elegí ser viajero, alteza. Mi trabajo es contar el mundo: lo maravillosa que es la Alhambra de Granada, lo inmensa que es la catedral de Sevilla, cómo es el cantar de las ballenas en el Cantábrico o la imponente estampa de la flota real saliendo hoy del puerto de Laredo.
—¿Contar el mundo? Qué interesante… Pero para eso no solo hay que viajar mucho, también hay que descubrir qué ocurre en cada lugar.
—Así es, y me tengo por un privilegiado. Cada día elijo mi escenario, mi guion y mi personaje —y al decir esto hace un gesto con su mano derecha.
—Entiendo y respeto vuestra elección… —La reina Isabel vuelve a quedarse pensativa—. Sois un viajero, como ese rey Gilgamesh.
—Lo soy, alteza. Recorro el mundo con mis relatos y canciones.
—¿Sabéis? Tengo otra idea que estoy convencida de que sí os satisfará. No enturbiaría vuestros viajes; al contrario, os los facilitaría.
El juglar se queda sorprendido, sin imaginar a qué se está refiriendo. Pero en ese instante se oyen trompetas y jolgorio en el exterior.
—Es un momento de celebración para todo el reino. Hablaremos más adelante, estoy segura de que ahora el príncipe está ansioso por escucharos de nuevo.
El juglar asiente, pues es consciente de que no puede darle dos negativas seguidas a la reina de Castilla. Se incorpora, abandona el pabellón real y se dispone a iniciar un relato derrochando todo su talento para encandilar al príncipe Juan, que está acompañado de los pajes reales. Todos son vástagos de grandes nobles, aunque también hay excepciones entre ellos, como Diego Colón y el pequeño Hernando, los hijos del Almirante.
Junto al puerto, Laia y María se reúnen con el marido de esta última, Antonio.
—¿Has averiguado algo? —pregunta Laia.
—Sí, está a bordo —responde él—, pero no sé en cuál de los barcos, ¡hay tantos! La flota real es enorme, hay miles de tripulantes.
—¿Y qué vamos a hacer? —inquiere María, que se muerde las uñas a causa de los nervios.
—No tenemos alternativa, debemos embarcar, o lo perderemos para siempre, y él es el único que puede contarnos la verdad de lo que sucedió —resopla Laia, que no para de moverse.
—¿Estáis seguras?
—Claro que sí, no podemos permitir que ese malnacido quede impune y que todos se olviden de lo que ocurrió. Tenemos treinta y nueve razones para hacerlo. —Laia se serena y habla con firmeza—: Lo conseguiremos, estoy convencida, lograremos hacer justicia.
Los tres asienten con la cabeza.
2
Lier, condado de Flandes
Su morada es sencilla, mapas y dibujos cuelgan de las paredes ocultando por completo el yeso. No queda ni un pequeño hueco al descubierto. A Noah le apasionan los libros que narran viajes fascinantes, los devora y sueña con los lugares que se describen en ellos. Luego los dibuja y se imagina recorriendo montes, ciudades y costas.
Un mundo que nunca para de crecer. Su centro es el Mediterráneo; hacia poniente, las islas Azores, las Canarias y la inmensidad de la Mar Océana; hacia levante, las tierras de Oriente, Asia, el Índico, Catay, Cipango y los confines del mundo. De algunos lugares apenas se saben unos nombres, historias de viajeros y mercaderes; ciudades hechas de oro, islas de especias, montañas que llegan al cielo; unicornios, dragones y un sinfín de maravillas.
Y se hace muchas preguntas: ¿hasta dónde abarca Asia?, ¿dónde se ubica el imperio del Gran Kan?, ¿de qué modo se cruza la zona tórrida del ecuador?, ¿cómo es que no se caen las criaturas que viven al otro lado del mundo, en las antípodas?
Se abstrae mirando en un mapa el recorrido del río Danubio, donde el Imperio romano fortificó su frontera durante cuatro siglos. O los desiertos del África, que hacen tan impenetrable su corazón de oro. O las gélidas tierras de los reinos de Suecia o Noruega.
Pero sobre todo imagina esa ruta que atraviesa vastos desiertos y cordilleras, donde los viajeros se enfrentan a innumerables peligros: bandidos, tormentas de arena y cambios de clima extremos. Aun así, los comerciantes ven compensados los riesgos porque ese trayecto les permite acceder a bienes tan valiosos como el té, la porcelana, el incienso y las especias. Es el camino que siguió el expedicionario más admirado de todos los tiempos, el veneciano Marco Polo.
Ha leído sus aventuras una y mil veces más. Marco Polo nació en Venecia hace tres siglos y, a los diecisiete años, comenzó su periplo por Asia. Viajó con su padre y su tío hasta la corte de un poderoso emperador mongol, donde el veneciano se convirtió en su confidente, y luego continuó sus andanzas por la India y Persia, acumulando un vasto conocimiento de estos países. Ahora admira a Cristóbal Colón, que ha sido el primero que ha cruzado el Océano y llegado a los confines de Asia por poniente.
Noah adora la cartografía. Hace poco vio el boceto de un mapa donde aparecía escrita una frase que le cautivó: Hic sunt dracones, «Aquí hay dragones». Una inscripción que marca territorios inexplorados y con grandes peligros. Y él se deja llevar por su infinita fantasía: viaja como un águila sobrevolando ciudades y reinos donde nunca estará, navega mares que solo conoce por su nombre, recorre valles que jamás cruzará y escucha lenguas desconocidas.
Se recuesta en su catre y duerme.
Los libros, los mapas, la imaginación y los sueños; esas son sus formas de conocer el mundo porque, en realidad, nunca ha abandonado su pueblo.
Cuando se despierta, intuye que se ha hecho tarde. No hay nadie en su casa. Sale a la calle, el día está desapacible. Llueve, en Lier siempre llueve.
Hoy no tiene por qué ser un día distinto.
Sin embargo, lo es. Porque de pronto se encuentra con un grupo de vecinos que hablan de forma airada. Él no comprende qué puede suceder tan temprano y que provoque tanta expectación en Lier, donde nunca pasa nada. El tumulto es cada vez más numeroso, y conoce a casi todos: están los carpinteros, el barbero, uno de los hermanos que trabajan en el molino, también el hijo del dueño de la posada. Pocas veces los ha visto tan alterados como esta mañana.
Identifica a su primo Otis, algo mayor que él y del que comentan que es quien más porvenir tiene de toda la familia, puesto que está prosperando con el negocio de tintura de paños que abrió hace dos años.
—¿Qué ocurre, Otis?
—¡Es increíble, primo!
—¿El qué?
—Han anunciado que llega un inmenso séquito a nuestra ciudad. Ya sabes que todos pasan de largo camino de Amberes, pero en esta ocasión se van a establecer unos días en Lier. Dicen que se trata de una comitiva enorme, ¡que hasta viene una princesa! —explica su primo antes de que él se marche.
Noah es un muchacho despierto y con buena memoria. Aprendió a leer y a escribir a los cinco años. En cuanto vienen noticias de fuera porque algún viajero llega a Lier, él es el primero que sale a su encuentro y le pregunta por su procedencia y qué maravillas ha tenido la oportunidad de conocer.
Él es así, su cabeza siempre está lejos de Lier; en cambio, sus pies están anclados aquí, en Flandes. Por suerte, ha encontrado la forma de viajar gracias al maestro Ziemers, que posee un taller de relojes donde Noah ayuda en lo que puede, y una colección de mapas y libros que le permite disfrutar y dar rienda suelta a su imaginación desbocada.
—La mayoría de la gente no sabe leer, Noah —le explica el relojero—, por eso los mapas plasman la información a través de símbolos o dibujos comprensibles para cualquiera. Se utilizan elementos religiosos para situar grandes ciudades como Roma o Jerusalén y se dibujan los tres continentes que existen.
—Europa, Asia y África.
—¡Exacto! —exclama complacido Ziemers—. Al igual que los libros que se hacen en los monasterios, los mapas son realizados con cuidado y esmero. Es costumbre decorar los espacios que quedan en blanco con monstruos marinos o criaturas de todo tipo, pero en la mayoría de las ocasiones tienen solo un valor estético.
Él no imagina un lugar mejor que la biblioteca de Ziemers. Tiene casi cincuenta libros, ¡qué barbaridad! Pero el maestro relojero le ha contado que hay nobles y reyes que poseen trescientos y cuatrocientos volúmenes. No se puede hacer una idea de semejante concentración de conocimiento. ¿Será verdad?
¿Cuántos volúmenes habrá en la mayor biblioteca del mundo? ¿Mil?
Tal es la pasión que pone Noah en la lectura de los libros del maestro Ziemers que descuida sus obligaciones, y su padre le recrimina una y otra vez su actitud ausente y los pájaros que vuelan en su cabeza. Él no entiende qué quiere decir eso, aunque, a fuerza de oírselo repetir, hay noches que ha soñado que efectivamente tenía pájaros revoloteando dentro de él. Su madre es más comprensiva, excepto en lo relativo a su vestimenta. No permite que la lleve sucia o arrugada, y le regaña por cualquier diminuta mancha o arruga.
Su familia se completa con su hermana Cloe, de nueve años. Juega mucho con ella, sus cabellos son dorados y tiene los ojos verdes, como los campos en primavera. A menudo, ella le sigue a escondidas y aparece cuando menos se lo espera. Cloe es muy inteligente y perspicaz para su edad, pero a veces tiene tanta malicia que le asombra su precocidad.
Una enorme comitiva ha ido llegando durante todo el día a Lier. Son miles de personas de aspecto singular, que hablan una extraña lengua y hasta se mueven de forma distinta. Se han establecido dentro y en los alrededores del palacio ducal. Han levantado un mar de tiendas y pabellones entre los que circulan carros, caballos y hombres de armas. Emblemas con torres, leones y barras ondean en el cielo de Lier.
Noah los contempla desde la orilla del río, sobre el viejo puente de madera que cruje cada vez que pasa una caballería.
—¿Quiénes son? —pregunta al panadero, que asiste como él al espectáculo de semejante despliegue.
—Extranjeros, de las coronas de Castilla y Aragón.
Noah hace memoria. En efecto, al final de la Cristiandad y frente al mar Tenebroso, ha visto dibujados esos territorios, aunque poco sabe de ellos.
—Son reinos donde siempre tienen sol —Noah mira las nubes porque vuelve a chispear—, no como aquí. ¿Y qué han venido a hacer a Lier?
—Nuestro señor, Felipe de Habsburgo, va a casarse con una hija de los reyes de esas tierras —responde Otis, el primo de Noah, que llega por su espalda—. Así que se han detenido en Lier de camino a Amberes.
—Entonces… sí que hay una princesa en nuestra ciudad —afirma Noah, emocionado.
—Sí, se llama Juana, y he oído que es de una belleza sin igual —añade Otis.
Mientras el panadero y su primo siguen hablando, Noah se ausenta. Aunque esté en medio de una conversación, abandona este mundo y se sumerge en otro que solo él es capaz de ver.
—¡Noah! ¿Me estás escuchando? —inquiere su primo.
—Por supuesto —dice volviendo a la realidad.
—Traen joyas y tesoros —añade el panadero—. Imaginaos cómo es la dote de una princesa: una verdadera fortuna. ¡Lo que daría por ver lo que llevan en esos carruajes!
—Yo preferiría verla a ella —dice su primo riéndose.
—¡Sí, claro! —Ríe el panadero—. Como que te van a dejar acercarte a una princesa.
—¡Y a ti al oro!
La conversación se alarga poco más porque la noche cae inmisericorde como cualquier otro día del año en Lier. Aunque hoy no lo es, ¿cuándo si no ha dormido una princesa extranjera en la ciudad?
Noah regresa con su familia, y después de cenar, con sigilo, sale por el corral de la casa sin que sus padres se percaten. Pasa agazapado junto a las gallinas, que casi le delatan, y salta la cerca de madera que limita su huerta.
—¿A dónde vas? —dice una vocecilla a su espalda.
—¡Cloe! ¡Chis! —Se lleva un dedo a los labios para que guarde silencio—. ¿Qué haces aquí?
—Vas a ver a los extranjeros, ¿verdad? Yo también quiero ir.
—¿Cómo sabes tú…? Cloe, eres una niña, tienes que quedarte en casa.
—Ya soy mayor.
—Mira, Cloe, no puedes venir ahora. Pero te prometo que te contaré todo lo que vea y que mañana iremos juntos a ver a los extranjeros.
—¿Lo prometes? —Le mira con unos ojillos a los que cuesta decirles que no.
Noah sonríe y la observa orgulloso; sabe que cuando crezca llevará de cabeza a todos a su alrededor.
—Sí, te lo prometo.
—Pues ten más cuidado, haces tanto ruido que no sé cómo madre no te ha oído —le recrimina.
Noah camina paralelo al río con un andar lento y reflexivo, y su eterno aire de ensoñación. Se aproxima todo lo que puede al palacio ducal. Se agacha y avanza a hurtadillas hasta unos árboles. Hay antorchas iluminando los accesos y soldados vigilando, enfundados en sus cotas de malla, con sus yelmos calados y las armas afiladas.
Nunca podrá acercarse a ellos.
Otea en busca de un camino alternativo, pero todo el perímetro se halla fuertemente vigilado. Es imposible avanzar más. Abandona su intento y se retira desanimado, bordeando el campamento de los extranjeros. Entonces descubre una zona arbolada que no parece custodiada. Corre hacia ella y se oculta entre unos árboles, excitado y feliz de haber salvado la vigilancia.
Es consciente de que si le descubren tendrá consecuencias, pero confía en su buena fortuna. Hasta que unas palabras golpean su espalda. Se le hiela la sangre, no conoce el idioma. Por fuerza deben ser los guardias, que le han sorprendido fisgoneando.
Vuelven a dirigirse a él, sigue sin comprender lo que le dicen. Teme volverse y encontrarse con el filo de una espada. No obstante, sabe que no tiene alternativa, así que se gira con lentitud y… descubre que quien le habla es en realidad una joven.
No es de Lier, ni cree que de ningún otro rincón del condado de Flandes. Tiene el cabello recogido en un moño alto, oscuro como sus ojos. Su piel es morena y viste un brial blanco que aumenta el contraste. Aunque lo que más le llama la atención es su gesto: desafiante, fuerte, seguro, más propio de un hombre adulto que de una joven extranjera.
3
Lier
A Eulalia nadie la llama por su nombre. Fue su abuela materna la que comenzó a usar su diminutivo, Laia. Y desde que tiene uso de razón todos la han llamado así. Laia no quería viajar tan lejos, lo ha hecho porque tiene una obligación que no puede eludir. Ni ella ni los que la acompañan en esta misión. No les ha resultado fácil embarcarse con la comitiva nupcial de la infanta Juana; pero no han tenido más remedio que hacerlo, aunque haya supuesto poner su vida patas arriba.
Así que ahora están en Flandes, pendientes de la boda de la infanta Juana con Felipe de Habsburgo, primogénito de Maximiliano, archiduque de Austria y rey de Romanos; y, quién sabe, quizá futuro emperador. En realidad serán dos bodas y el viaje tiene doble trayecto. Se casan dos hijos de los reyes de Castilla y Aragón con dos vástagos del archiduque de Austria. El inicio de una poderosa alianza, dicen que de un tiempo nuevo. La flota ha trasladado a doña Juana y después regresará llevando a doña Margarita para la boda con el príncipe Juan.
Aunque está muy atenta a cada detalle, a Laia estas bodas reales no la distraerán de lo que de verdad es relevante, ese mal que amarga su alma y que necesita curarse.
Salieron al mar Cantábrico en una flota nunca vista hasta entonces para una misión de esta índole. Diecinueve buques y más de sesenta barcos mercantes, con una tripulación de miles de hombres y mujeres. Los reyes debieron de pensar que todo era poco para impresionar a la corte borgoñesa. La travesía no ha sido precisamente placentera. Los vientos no jugaron a favor y la flota permaneció varios días en el puerto inglés de Portland, hasta que pudieron desembarcar en Midelburgo. Hubo cuantiosas pérdidas, incluida la carraca en la que viajaba la infanta Juana, que quedó encallada y en la cual tuvieron que abandonarse joyas, ropajes y múltiples pertenencias tanto suyas como de su séquito más próximo.
En las capitulaciones matrimoniales se estipuló que ninguna de las dos novias aportaría dote, pues se consideró recíprocamente compensada, y que el traslado de ambas debía hacerse por mar, lo que significaba un riesgo y a la vez un lance imprescindible debido a las malas relaciones con Francia.
Además de los infortunios del viaje, cuando la flota arribó, el futuro esposo, el duque de Borgoña, no salió a recibir a la infanta Juana ni a agasajarla. De hecho, aún no ha dado señales de vida. La excusa fue que se hallaba en el Tirol y no le informaron a tiempo de la llegada de su prometida.
Laia no puede creerlo. Si ella fuera Juana, habría puesto el grito en el cielo.
Como tiene buen oído y mejor intuición, no le ha costado enterarse de lo que se rumorea: que los consejeros del duque Felipe no ven con buenos ojos su enlace con Juana y preferían buscar a su futura esposa en el reino de Francia, donde su rey sueña con desbaratar el plan de Isabel de Castilla y su alianza con la familia Habsburgo.
El compromiso nupcial está peligrosamente en el aire.
Tal es así que el enorme séquito no ha encontrado acomodo en Amberes y se ha instalado en Lier, una pequeña población de Flandes a poca distancia de allí, a la espera de que la boda por fin se celebre. El tiempo pasa y la situación se torna desesperante y monótona, y ella tiene paciencia, pero su amiga María no tanta.
Laia embarcó acompañada de María y su marido Antonio. Los tres tienen el mismo secreto objetivo, pero no les está resultando fácil llevarlo a cabo. Esperan que el clima de crispación se relaje tras la boda y puedan hacer sus indagaciones y cumplir su propósito.
Llega la noche y no puede dormir. Hay una imagen que la persigue en sus pesadillas, la causa que la ha empujado a emprender esta aventura.
Esta tierra es más inhóspita que Bilbao, todavía no es invierno y ya hace frío. Esta noche María y Antonio están más cariñosos de lo habitual y ha querido darles intimidad en el pabellón que comparten. No les culpa, ojalá ella también pudiera disfrutar de la vida, pero el penar que arrastra es tan pesado que no la deja pensar en otra cosa.
Aunque hay toque de queda, decide acercarse a los otros pabellones por si descubre alguna pista sobre la persona a la que vienen siguiendo. La vigilancia es intensa, hay muchos hombres de armas haciendo guardia. Pronto se da cuenta de que no ha sido buena idea, lo mejor es regresar. Lo último que desea es llamar la atención y echar por tierra todo el esfuerzo empleado para llegar hasta aquí.
Un ruido.
Ve que alguien se mueve, piensa en salir corriendo para dar la voz de alarma, pero entonces el individuo se dispone a marcharse.
—¡Alto ahí! —grita con una voz ronca imitando a su padre—. ¿Quién eres?
La sombra se detiene, aunque no responde.
Laia teme haber cometido un error y que ahora su vida esté en peligro.
—He llamado a los guardias, ¡ya vienen! Así que es mejor que no hagas ninguna tontería.
Sigue sin contestar.
—¿Entiendes lo que te digo?
Ella sabe que en estas tierras hablan otra lengua. Prueba a repetir las preguntas en francés.
Por fin, el desconocido se gira.
4
Lier
La joven que Noah se ha encontrado al darse la vuelta tiene unos ojos tan oscuros como la misma noche y, al asomarse a sus pupilas, le engullen de tal forma que siente que cae dentro de ellos como si fuesen dos simas sin fondo.
Sus miradas se cruzan; la de Noah, sorprendida y desarmada, sin poder apartarla porque hay una fuerza superior que le está poseyendo y que nunca ha percibido antes.
Es un instante efímero, pero Noah siente que es el momento más trascendental de su vida. Hic sunt dracones. Acaba de entrar en un territorio inexplorado para él. Solo ve a la joven esbelta, de cejas negras, marcadas y arqueadas; y esas pupilas intensas y vivas que llenan por completo su rostro. Y cuando por fin puede librarse de la profundidad de su mirada, se queda cautivo contemplando las nubecillas de su aliento rozando sus labios gruesos y rosados.
Oye palpitar su corazón por el sobresalto.
¿O es por la belleza de la joven?
Tal es la impresión que le causa, que la mente de Noah se evade y fantasea con hallarse en otro lugar, más cálido y soleado, donde están los dos solos. Se hallan junto al mar, cogidos de la mano y mirándose a una distancia tan corta que sus labios no dejan entre los dos aire que respirar.
—¡No me has respondido! ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —Las palabras que salen de esos mismos labios le devuelven con brusquedad a la realidad.
Noah hace amago de contestar, sin embargo no es capaz de articular una frase.
—Es tu última oportunidad, o me dices quién eres o grito y los guardias te arrestarán —insiste la joven.
Él tarda unos instantes en regresar por completo de su ensoñación.
—Noah. —Su lengua es el flamenco, habla algo de francés porque se lo enseñó una tía, aunque no lo practica a menudo—. Y vivo aquí, en Lier.
—¿Qué hacías? ¿Por qué me miras así?
—Disculpa si te he asustado, nada más lejos de mis intenciones. No es habitual ver un séquito como el vuestro en nuestra ciudad y sentía curiosidad por observarlo más de cerca.
De pronto escuchan ruidos, se giran y ven movimiento de gentes. Es obvio que algo sucede. Ambos se miran de nuevo, indecisos.
—Son guardias… ¡Dios! —se lamenta Laia, inquieta—. Es mejor que no me vean, podrían arrestarme por saltarme el toque de queda.
—Ven por aquí. —Noah le ofrece la mano—. Confía en mí. Conozco esta zona, no nos encontrarán.
Laia duda, coge aire y finalmente acepta el ofrecimiento.
Noah la conduce a través de los árboles y la maleza mientras oyen crujidos de pisadas tras ellos. Llegan hasta unos carromatos, Noah se arrodilla y se mete debajo. Tras un instante de vacilación, Laia le sigue. Hay varias líneas de carruajes, las atraviesan y se quedan al otro lado, en la orilla del río.
Se paran y resoplan.
—Por poco… —murmura Noah mientras recupera el aliento.
—Cierto —asiente Laia, y se quedan mirándose.
Ella sonríe por primera vez; tiene unos dientes pequeños, blancos y perfectos. Lo que ignora Noah es el tiempo que hacía que la joven no sonreía así. Hasta ella misma se extraña y se siente confundida, y vuelve a mirar al muchacho que acaba de conocer y con el que se entiende en francés.
—¿Tú crees en el destino? —inquiere Noah—. He leído que en la Antigüedad decían que cada uno de nuestros actos está predeterminado, que no tenemos voluntad ni libertad para decidir lo que hacemos.
—Nunca me lo había planteado de esa manera tan rotunda. Yo creo que tenemos la opción de elegir, y al morir seremos juzgados por nuestros actos —responde con un suspiro.
—Mi maestro dice que todo está escrito de antemano y que luchar contra los designios del destino solo acarrea sufrimiento y frustración.
—¿A qué se dedica tu maestro?
—El señor Ziemers trabaja con el tiempo, construye relojes.
—Ya veo. —Laia recela y frunce el ceño—. Entonces ¿tú y yo nos hemos encontrado aquí por capricho del destino? ¿Es eso lo que estás insinuando?
—Sin duda —responde Noah con firmeza—. Hay veces que el destino se revela de forma clara y nítida. Pero el señor Ziemers afirma que muchos son incapaces de verlo y pierden su oportunidad de conocerlo.
—Y supongo que eso te ha pasado a ti alguna vez…
—Estoy a punto de creer que sí.
Lo que antes eran ruidos ahora son voces, gritos de júbilo. Asoman la cabeza y ven gente corriendo hacia el centro de la ciudad. Algo importante ha sucedido. Deciden salir de su escondite y averiguar qué es. Se topan con varios que lanzan proclamas que no alcanzan a entender, cada vez hay más personas que pasan a un lado y a otro de ellos, hasta que comienzan a empujarlos y no les queda más remedio que seguir la corriente hasta el tumulto que se ha formado cerca del río.
Ni Noah ni Laia comprenden a qué se debe semejante manifestación de alegría.
Todos están pletóricos, ríen e incluso alguno hace amago de bailar. La exaltación se ha desatado sin medida en Lier, pero ¿qué están celebrando?
Entonces llega una pareja que llama a Laia. La mujer también es joven, la abraza eufórica y habla muy rápido en su lengua; él es un hombre robusto que mira con desconfianza a Noah. Son amigos de Laia y le explican que el duque de Borgoña y la infanta Juana por fin se han conocido y… cosas del destino, ¡se han enamorado nada más verse!
—Ha sido amor a primera vista, Laia —le dice emocionada su amiga—, como solo sucede en los libros de caballerías. Se han visto y acto seguido deseaban amarse.
Noah mira entonces a Laia, y esta le devuelve la mirada disimulando su rubor.
—El flechazo ha sido de tal fuerza que no pueden esperar —continúa su amiga.
—¿Qué quieres decir?
La amiga de Laia se ríe antes de contestar.
—Han decidido adelantar la boda porque pretenden consumar el matrimonio esta misma noche.
—¡Esta noche!
—Sí —responde la mujer, conmovida—. ¿Te imaginas? Enamorarte con una mirada… Eso solo les ocurre a las princesas, ¿verdad?
Laia suspira y mira de reojo a Noah.
La noticia corre como la pólvora por Lier, los vecinos salen a las calles para festejar el casamiento. Dicen que el duque ha llegado escoltado por su famosa guardia compuesta por los ciento cincuenta mejores arqueros de Borgoña, todos con estandartes blancos y el aspa de san Andrés en rojo.
Nadie en Lier hubiera pensado que el duque de Borgoña fuese a casarse en su pequeña ciudad. Los festejos se aceleran, extranjeros y lugareños se funden en una celebración fabulosa y espontánea, y muchos quieren ver a los recién casados. Los más curiosos se acercan al palacio y cruzan el puente de madera sobre el río por si pueden otear las sombras de la pareja a través de los ventanales. Hay quienes, entre risas, gritan al viento que lo que desean es escuchar los sonidos de la que será una noche acalorada.
El amor flota en el aire y muchas parejas, como los amigos de Laia, se besan apasionadamente. En Castilla, ella nunca ha visto semejante efusividad en público. En su tierra sería impensable. Sin embargo, los flamencos parecen menos sujetos a las reglas morales y religiosas. Tal es así que, mirando a Noah, se le está nublando la mente de deseos que debe controlar.
Cada vez llegan más y más curiosos, la estructura del puente es endeble y sus viejas vigas crujen, como quejándose del excesivo peso que soportan. Nadie les hace caso, todos están ocupados bebiendo, bailando y besándose. ¡Felices!
Hay demasiada gente.
Noah coge del brazo a Laia, que en un principio parece complacida; hasta que él tira con fuerza. Ella se revuelve enojada e intenta liberarse. ¿Qué hace? ¿Por qué la agarra de ese modo?
Se resiste y Noah tira de ella con más violencia, le hace daño y Laia se opone de forma infructuosa. No comprende a qué viene esa brusquedad, si hace unos instantes parecía ser un muchacho encantador.
Noah no se detiene hasta que la saca a rastras del puente.
Se oye un último crujido.
Las vigas que lo sustentan se desmoronan y cede.
Cientos de personas caen al río, unos encima de otros. Los amigos de Laia han logrado saltar al otro lado y están a salvo. Algunos se agarran a la débil estructura que aún resiste; los más alcanzan nadando las orillas, pero también otros desaparecen bajo el agua y son arrastrados por la corriente.
Laia se frota el brazo dolorido y mira a Noah en silencio.
—Lo siento, tenía que sacarte de ahí —se disculpa él, y sus miradas se quedan atadas igual que cuando se encontraron en el bosque.
Mientras, en uno de los altos ventanales del palacio se atisban dos figuras que se comen a besos.
Dentro de Laia bullen los sentimientos: no ha hecho este viaje para encontrar el amor, sino para descubrir la verdad, para hacer justicia y, por qué no decirlo, para buscar venganza.
5
Alcázar de Segovia, invierno de 1496
El obispo Fonseca se frota las manos con insistencia, un gesto que hace siempre antes de una entrevista importante. No hay muchas personas que le impresionen, pero por fin hoy ha logrado que le reciban los reyes y el tema a tratar es peliagudo.
Detesta la incertidumbre, le produce ardor de estómago y sudoración en las manos. Él no es un marino ni un militar, pero se considera un excelente gestor; organizó el segundo viaje de Colón y la doble boda real. Ahora espera conseguir que Su Alteza acceda a sus peticiones.
Y este es un buen momento.
El obispo Fonseca se pregunta si los tiempos hacen al hombre o los hombres hacen los tiempos, porque el papa Borgia ha publicado una bula otorgando a Fernando e Isabel el título de Rey y Reina Católicos de las Españas: por la pacificación de los distintos reinos, la conquista de Granada, la expulsión de los judíos, la defensa de los intereses pontificios en Nápoles y Sicilia y el éxito de las campañas en las plazas del norte de África.
Toda Europa busca ahora en el saber clásico las enseñanzas que iluminen nuestro tiempo, así que han recuperado el pasado más antiguo de nuestra tierra, Hispania, una de las provincias más ricas de la antigua Roma. Es lógico que usen el título de Reyes de España, ya que reinan en la mayor parte de lo que fue la provincia romana. Mejor eso que referirse a ellos por todas sus interminables posesiones, pues supondría una retahíla infinita de reinos, señoríos y condados que ocuparía la mitad del papel de cualquier carta que firmaran.
Lo relevante es que ahora la reina Isabel está feliz, él sabe que ha sufrido con el fallecimiento de su madre en verano. Ahora el papa Borgia le ha otorgado un inmenso regalo. Lo único que falta es la boda de su hijo y que lleguen pronto los primeros nietos para colmar su dicha. Su propósito es rodear a Francia con alianzas matrimoniales con los demás reinos. Es un plan perfecto.
El reino francés se creía todopoderoso, intocable, invencible. Los franceses no creyeron que la unión de Castilla y Aragón fuera a ser una amenaza para ellos.
Por otra parte, es verdad que no poseen los reinos de Navarra y Portugal para ganarse el derecho a utilizar ese título, y que los portugueses y los navarros podrían considerarlo una ofensa, pues da a entender que Castilla y Aragón pretenden anexionarlos.
Cuando el mayordomo da un golpe con la pica en el suelo y se abre la puerta, el obispo Fonseca coge aire ante lo que viene a exponer a los reyes. Es un pequeño paso para un hombre, pero un salto al vacío para alguien como él.
La reina Isabel se encuentra sentada en un sillón de respaldo alto, detrás de una mesa de madera labrada y bajo un estandarte regio, mientras el rey se calienta las manos ante una colosal chimenea. Al obispo Fonseca le gustan las chimeneas; ya de crío se acercaba tanto al fuego que en más de una ocasión por poco se quema.
—Ilustrísima, qué alegría veros —le saluda con amabilidad la reina.
—Un placer, altezas.
—En Laredo no pude atenderos por falta de tiempo. Tener reunidos a mis cinco hijos era algo que deseaba disfrutar. Ese es el precio que tiene que pagar una reina, una mujer: ver a sus hijos partir para contraer matrimonio, en este caso una princesa, con el objeto de forjar alianzas.
—Por supuesto, alteza. Contad con que yo siempre estoy a vuestra disposición.
—Eso esperamos —añade el rey Fernando, más brusco que su esposa.
—Estamos preocupados —afirma seria la reina—. Como ya sabéis, el Almirante ha regresado de su segundo viaje y los resultados no son los previstos. Llevar la única fe verdadera a esas nuevas tierras es nuestra prioridad.
—Algo inesperado —dice con cierta sorna el rey—. Muchos le daban por muerto; incluido vos, Fonseca.
—Su regreso ha sido una excelente noticia que nos ha colmado de alegría —resalta la reina, algo molesta con la actitud de su marido.
—Sí, mucha alegría. Y para celebrarlo, ahora el Almirante nos acusa de incumplir lo firmado en las capitulaciones, ya que hemos abierto los viajes a las Indias a otros navegantes.
—No le falta razón —señala Isabel.
—Nada se sabía de su paradero; y los que regresaban de las Indias denunciaban la situación de desgobierno y ponían el grito en el cielo contra el Almirante —recuerda Fernando—. Hicimos bien.
—¡De ningún modo! Soy la reina de Castilla y no pienso faltar a mi palabra. El permiso para los viajes a las Indias que no sean dirigidos por el Almirante se debe anular. Lo que se firmó con él es permanente.
—Por supuesto, alteza. —Fonseca decide inmiscuirse en la conversación de los reyes antes de que tome un cariz no deseado—. Vuestra actitud no hace más que ensalzar vuestra persona.
—No me he coronado reina de Castilla con traiciones y mentiras; eso lo dejé para mis enemigos. Las explicaciones dadas por Colón sobre los hechos de los que se le acusan me bastan y me sobran.
—Siempre estamos igual con el Almirante…
—Altezas, si me permitís, muchos se preguntan por qué un solo hombre, que además es extranjero, se está beneficiando tanto a costa de la Corona de Castilla. En las capitulaciones que firmasteis, vuestra generosidad con él excede lo que dicta la prudencia.
—¿Vos también pensáis eso, ilustrísima? —inquiere la reina.
—Es palmario —apunta el rey.
—Fernando, dejad que conteste.
—Considero que debemos mucho al Almirante por haber sido quien nos ha llevado a las Indias. No obstante, a mi entender, no se valoró la magnitud de su gesta como se debía. Propongo una solución para que vuestra palabra dada salga airosa, pero también para no perjudicar a la Corona.
—Os escucho —asiente la reina Isabel.
—No revoquéis la cédula ya firmada autorizando los viajes a las Indias a otros capitanes, pero tampoco la pongáis en marcha.
—¿Qué solución es esa, Fonseca? —El rey se dirige al obispo sin recato alguno.
—Una ecuánime, en la Iglesia tenemos experiencia en este tipo de soluciones.
—Lo que viene a ser: ni para ti, ni para mí —se jacta el rey.
—Solo os ruego que lo tengáis en consideración, alteza. Ya que firmasteis la cédula, dejadla como está. Pueden suceder imprevistos, Dios no lo quiera —añade Fonseca a la vez que se santigua.
—Está bien, pero jamás faltaré a la palabra dada. El Almirante es una de las personas que en más alta estima tengo, su éxito es el nuestro. Ese hombre logró una hazaña que parecía inalcanzable e imposible, no lo olvidéis.
—No me cabe duda de ello, alteza.
El obispo Fonseca sonríe para sus adentros, ha logrado exactamente lo que pretendía sin siquiera tener que sacar él mismo el tema.
6
Lier, tres días después del colapso del puente
Del maestro Ziemers cuentan que es mago, que su trabajo con los relojes viene de su afán por controlar el tiempo. Hay quienes creen que esos artilugios son máquinas del demonio a las que es mejor no acercarse porque pueden hacer retroceder los días y las noches.
A su fama no ayuda que luzca como un eremita, que solo se alimente de vegetales y fruta, ni que hable tantas lenguas. Que siempre ande rodeado de sus ingenios mecánicos, unido a su difícil temperamento, hace que en Lier algunos le tengan auténtico pavor.
Ziemers anima a Noah a que lea un antiguo manuscrito de un viajero que hace más de trescientos años salió del reino de Navarra para llegar a Tierra Santa en un increíble periplo. Su nombre era Benjamín de Tudela. Leyéndolo, Noah palpita de entusiasmo con la descripción de la Gran Mezquita de Damasco.
—Benjamín era judío —afirma Ziemers—. Sin embargo, no discute el prodigio de la construcción de la mezquita, y por tanto la belleza que pueden generar otras gentes o culturas; tal es así, que cuenta que no existe en el mundo una obra arquitectónica que la supere. Que fue palacio y que tiene una muralla de cristal levantada por arte de los magos, y que abrieron en ella tantas ventanas como el número de días del año para que el sol penetrara sucesivamente por cada una de ellas.
Noah se emociona imaginando semejante obra, pues a través de estos relatos se ha despertado en él una pasión por las construcciones de los hombres y ahora valora en gran medida puentes, iglesias y palacios que antes pasaban desapercibidos a sus ojos.
Benjamín de Tudela habla del Mediterráneo de su época, de las dos zonas cristianas: la occidental de Roma y la oriental de Constantinopla; de Tierra Santa, que entonces pertenecía a los cruzados, y luego se adentra en territorio islámico. En esta última parte de su relato, Noah lee con pasión cómo describe las tierras del lejano Egipto. Cuando llega a Alejandría, cuenta que la ciudad se halla erigida sobre túneles subterráneos unidos entre sí por arcos, y construido todo ello con fabuloso ingenio. Y se le eriza la piel con la visión del faro, una esbelta torre que sirve de guía a los navegantes, que la divisan de día desde una distancia de cien millas y de noche se ilumina con una antorcha para dirigir a los barcos hacia ella. Y del río Nilo, que cada año crece e inunda los campos y los convierte en los más fértiles que existen. También le sorprende la descripción de unos inmensos graneros con forma de pirámide.
No obstante, lo que más llama la atención al joven Noah es la escritura jeroglífica, que nadie ha logrado descifrar aún.
—¿Cómo se puede perder una lengua?
—Muchacho, se han olvidado muchas. Esta de la que habla Benjamín es la más misteriosa porque nadie sabe leerla. Imagina los secretos que alberga…
—Entonces hay muchas cosas que no conocemos, aunque estén escritas.
—Exacto, tenemos una mínima noción de cómo es el mundo —asiente Ziemers—. Demasiados sucumben a la tentación de menospreciar o rebajar estos signos al rango de simples dibujos. Ese es el mal de la ignorancia. No saber algo no te convierte en un ignorante, sino menospreciarlo por no entenderlo.
Noah ha soñado con ser Benjamín de Tudela, Marco Polo y otros viajeros.
El maestro Ziemers es un hombre de lo más peculiar. Le reprende con frecuencia y a menudo está enfadado, ya sea con él, con su vecino, con algún cliente y hasta consigo mismo; además, no para de murmurar frases ininteligibles que suenan como reproches. Tiene los ojos diminutos y juntos, y suele llevar un sombrero. Podría adjudicarle numerosos calificativos, casi todos buenos. Si bien lo que más fascina a Noah es su conocimiento de los temas más diversos; ya sea sobre historia, religión, arte o botánica, su maestro siempre tiene algo que aportar. Es como si fuera un pozo de infinita sabiduría al que es peligroso asomarse por su mal genio.
Es viudo y dicen que tiene dos hijos; uno es monje en Amberes y del otro no se sabe nada. A Noah le gustan sus artilugios y sus máquinas, descubrir los engranajes y las poleas que componen el interior de los relojes.
Le contrató porque él sabía leer bien, herencia de su tía, la que le enseñó nociones de francés. En los últimos años de su vida estuvo encamada y su madre cuidó de ella con dedicación, y a cambio se ocupó de la educación de Noah. Fue un buen trato, hasta su propio padre lo comenta.
Tiempo después de morir su tía, el maestro relojero le dio trabajo y le inculcó su amor por los libros de viajes y los mapas.
—En la India abundan los unicornios, cuyo cuerno puede salvarte de cualquier veneno —le explica cuando Noah se interesa por algo que ha leído en un libro—. Más al sur es tierra de leones y grandes pájaros que son capaces de llevarse a un hombre entre sus zarpas, como el Ave Fénix.
Noah quería contarle que ha conocido a una joven, pero no se ha atrevido. Tampoco a sus padres, ni a sus primos. Estuvo tentado de decírselo a su hermana Cloe, y al final tampoco lo hizo. Sin embargo, ella se ha percatado de que algo le pasa y le ha insistido para sonsacárselo. Cloe es lista, no se la puede engañar.
Hoy el día ha amanecido gélido y el agua de los canales está congelada. Noah aguarda paciente en la orilla del río, donde todavía son visibles los estragos de las celebraciones. Han sido unos días fabulosos en los que han llegado a Lier gentes de todos los rincones. Músicos, artistas, saltimbanquis, juglares, bufones; todos ellos han hecho las delicias de los asistentes a la boda y los habitantes de la ciudad. Los recién casados han partido ya con su séquito, y poco a poco se van marchando el resto de sus acompañantes.
Noah y Laia se han visto más veces, aunque en secreto. Por alguna razón, ella no quiere que sus compañeros de viaje sepan de él. Noah no lo entiende, pero sus motivos tendrá.
Ahora observa una nube que avanza por el cielo. La fama de la ciudad ha sido efímera. Noah tiene que asumirlo, y deberá contentarse con ese recuerdo para el resto de su vida. Eso es lo que se dice a sí mismo, aunque dentro de él arde un fuego que ha brotado al calor de Laia. Una mecha que ha prendido con fuerza y que ahora humea por cada poro de su piel. Está convencido de que ni el tiempo ni el agua de todos los mares la apagarán.
—¡Noah! —oye a su espalda.
Se vuelve y, como aquella primera noche, encuentra los ojos de Laia.
—¿Qué llevas ahí? —pregunta ella.
—Es una sorpresa, son unos patines. —Laia no entiende de qué le habla—. ¿Ves estos bordes? Son de hueso y cortan el hielo.
Le muestra unos zapatos de madera con varias púas atornilladas; también tienen unos orificios por los que pasan unas correas de cuero. Noah la descalza, introduce sus pies dentro de los patines y se los ata a los tobillos con las correas. Después él se pone otros.
—Tranquila.
—¿Cómo pretendes que lo esté?
—La presión del patín hace que se derrita una pequeña capa de hielo, que lubrica el roce entre el hielo y la hoja; así resbalas sobre la superficie del canal. Es como volar.
—¿Volar? ¿Quién te ha dicho que yo quiera volar?
—¡Chis! —Le pide que guarde silencio llevándose un dedo a los labios—. Déjate llevar. —La coge de la mano y tira de ella hacia el canal helado.
Laia se resbala nada más pisar el hielo, pero Noah la sujeta con fuerza y no la deja retroceder. Lo siguiente de lo que Laia se queja es de dolor en los pies, le aprietan las ataduras y se siente incómoda. No obstante, avanza por el hielo y comienza a deslizarse.
—¡No me sueltes! ¡Ni se te ocurra!
Cuando toma un poco de velocidad, el aire fresco le da en la cara y siente como una sensación de libertad que no sabe explicar, es rara, es… especial, indescriptible. En efecto, es algo parecido a volar.
—Mira. —Noah señala al suelo para que vea los peces nadando bajo el agua.
Entonces suelta su mano y ella se aterra, hasta que descubre que puede mantener el equilibrio sola y deslizarse sin caerse. Se anima e imita la forma de patinar de Noah. Volar sobre el hielo virgen la hace sentirse libre por primera vez en mucho tiempo. En ese preciso instante nada importa, se ha olvidado de todas sus preocupaciones.
Dan un largo paseo hasta un molino y regresan patinando con más destreza. Noah la guía hacia la orilla, le vuelve a dar la mano y caen juntos sobre la hierba helada.
Se ríen y se quedan mirándose, en silencio, tan cerca el uno del otro que respiran sus propios suspiros.
—Laia…
—No, Noah, no digas nada. No puedo quedarme, estoy aquí por una razón muy importante.
—Lo sé, la boda real en Amberes.
—Sí, claro. La boda —dice poco convencida—. Y hemos de regresar con la hermana del conde de Borgoña, que irá a Castilla para casarse con el primogénito de nuestros reyes.
—Entonces me iré contigo —afirma decidido Noah—, ¡no quiero perderte!
Laia le tapa la boca con un beso. Es un beso corto, pero es el primero de ambos.
De repente oyen un ruido, un crujido que solo puede hacer un animal de gran tamaño.
—¿Hay osos por aquí? —pregunta Laia.
—No, aunque… pueden bajar más de lo normal si tienen hambre.
Los chasquidos se escuchan cada vez más cerca y, por instinto, la pareja se refugia tras unos arbustos.
Aparecen dos hombres. Uno es bastante corpulento, tiene el cabello castaño y una espesa barba cubriéndole buena parte del rostro; el otro se oculta bajo una capa y una capucha le cubre la cabeza, no se le ve ni la mirada. Los dos se comportan de forma extraña, como si se escondieran de alguien.
Comienzan a hablar en la lengua de Laia.
—La boda ha estado a punto de fracasar… Solo se ha salvado porque el duque de Borgoña se ha enamorado de la infanta —afirma el de la barba, con una voz que parece raspar su garganta.
Laia da un paso adelante, Noah la coge del brazo y ella le lanza una mirada de reprobación.
—¿A dónde vas? —pregunta él en voz baja.
—No oigo bien lo que dicen, han nombrado a la infanta Juana. Tengo que averiguar qué planean esos dos.
—¿Qué dices? Vuelve aquí —se desespera Noah.
Laia hace oídos sordos a sus advertencias y se desliza unos pasos hasta unas rocas próximas a los hombres. Desde ahí puede ver que, bajo la capucha del otro hombre, en la sombra de su rostro, brillan dos ojos azules. Y escucha con claridad una frase que pronuncia el más fornido:
—Los franceses no creen que Colón haya llegado a las Indias.
Mientras, Noah observa aterrado la poca distancia que la separa de los desconocidos. No soporta verla expuesta al peligro. Los hombres siguen hablando, hasta que el que parece un fantasma saca una bolsa de debajo de su capa y se la entrega al otro.
Por suerte, Laia se gira y retorna a su lado.
—No vas a creer lo que ha dicho el de la barba.
Está emocionada, le tiemblan las manos y el rostro le resplandece de alegría. Entonces Noah da un paso atrás y pisa una rama seca que cruje vivamente, llamando la atención de los hombres, que vuelven su mirada hacia el escondite de la pareja. El más corpulento desenfunda rápido su espada y corre con agilidad hacia ellos.
Noah toma la mano de Laia y tira de ella a través del entramado del bosque, que es a la vez un obstáculo y un aliado en su huida. Corren sin saber hacia dónde, solo quieren escapar. Avanzando entre maleza y ramas, salvando desniveles y troncos caídos, corren y corren hasta que les falta el aliento. Noah se detiene y auxilia a Laia, que le pide con la mano un momento para respirar. Se ocultan tras una roca grande que parece segura.
No oyen pasos tras ellos, la espesura de la vegetación ha despistado a los dos desconocidos.
—¿Quiénes son? —pregunta él.
—¡Espías! —contesta Laia con la voz entrecortada por la carrera—. El de la barba puede que sea francés, y el que oculta su rostro parece un fantasma, ¡un fantasma de ojos azules!
Un filo aparece por el otro lado de la roca y secciona el cuello de Laia de punta a punta, dibujando una fina línea de sangre.
Las pupilas de la joven se dilatan hasta el infinito, mueve los labios para decir algo pero solo brota sangre de su boca. Las piernas le fallan y Noah se lanza para sujetarla entre sus brazos, cuando surge la suela de una bota que le impacta en el pecho y le aparta lejos de ella. Intenta incorporarse, pero resbala y se arrastra por el suelo buscando la mano de Laia. El espía le pisa la muñeca y él grita de dolor.
—¿Quién demonios sois vosotros? ¡Malditos entrometidos!
—La habéis matado… —Noah llora mientras ve cómo las hojas caídas que rodean el cuerpo de Laia se tiñen de rojo.
—Tranquilo, que enseguida le harás compañía.
El hombre alza su espada contra Noah.
Una piedra golpea la frente del asesino y le hace retroceder, se lleva la mano al rostro y se mancha los dedos con la sangre que le brota de una ceja. Encolerizado, aferra con fuerza la empuñadura de su espada y busca a su enemigo.
A pocos pasos halla la mirada desafiante de una niña.
Noah se sorprende tanto como él de ver allí a Cloe, y el corazón le da una punzada tan profunda que le hace reaccionar.
—¡Maldita cría! —grita el asesino, y corre hacia ella.
Los ojos de Cloe se llenan de miedo e intenta huir, es rápida y lo esquiva. Eso le enerva aún más y se abalanza sobre ella como un animal; la cría salta tras un tronco caído, pero él logra atrapar su tobillo derecho. Cloe patalea, aunque no logra zafarse de ese grillete. Él da dos pasos inmisericordes, como un verdugo sobre el cadalso, y la coge del cuello. Clava sus dedos en la delicada garganta y la eleva hasta hacer que sus pies se encuentren a varios palmos del suelo.
Cloe no puede respirar, intenta liberarse con ambas manos, sin embargo es insignificante para su rival. Patalea con todas sus fuerzas y le muerde la mano.
—¡Demonio de niña! —El hombre deja escapar un alarido de dolor, pero ni con esas suelta a su presa.
Alza la otra mano y el filo de la espada brilla en la negrura del bosque.
Un golpe seco.
La espada cae.
Y, tras ella, el hombre se derrumba con una enorme brecha en la nuca.
Detrás de él, Noah deja caer una piedra ensangrentada y corre a abrazar a Cloe.
Su enemigo se retuerce en el suelo y hace un ruido de agonía al respirar, ahogándose en su propia sangre. Noah no sabe qué hacer, nunca ha matado a un hombre, ni siquiera ha visto morir a alguien ante sus ojos. Siente un inesperado remordimiento, va hacia él y cae de rodillas sollozando. Entonces el asesino pone las palmas de sus manos en sus mejillas y le inmoviliza.
Sus ojos quedan frente a frente.
—Mundus Novus —dice con una voz que parece provenir del mismísimo infierno—. Mundus Novus! —repite más alto, escupiendo sangre con cada sílaba—. Mundus Novus.
Y se desploma.
Noah se arrastra alejándose de él, con el rostro cubierto de la sangre derramada. Alza la vista y ve al otro hombre oculto bajo su capa. Ha presenciado la escena como un mero espectador y ahora le mira un instante con esos ojos azules y… el fantasma sale huyendo. Noah se levanta y corre hacia Laia, toma su cabeza y mira dentro de sus pupilas. Pero por mucho que busca en ellas, no encuentra nada.
Laia ha muerto.
7
Midelburgo
Llega el invierno, lo que echa por tierra cualquier posibilidad para la flota real de emprender la travesía de vuelta hacia Castilla. Doña Margarita no puede pisar suelo francés por el asfixiante clima belicoso que se respira con la Corona de Francia.
Así que toca esperar.
María es un manojo de nervios, no puede estarse quieta. Va de un lado a otro de la sala mientras se devora las uñas.
¿Quién ha matado a Laia? ¿Y por qué?
La incertidumbre le corroe desde hace días y no halla respuesta.
Su marido intenta calmarla, pero es imposible. Está roja de furia, tiene los ojos inyectados en sangre y la vena del cuello, hinchada y desafiante.
—¿Quién habrá sido?
—Dicen que un muchacho de allí —contesta Antonio, a todas luces sobrepasado por la situación.
—Tenemos que encontrar al culpable.
—María, recapacita. Estamos en tierra extraña —dice apelando al buen juicio de su esposa.
—Laia está enterrada en ese maldito cementerio que han improvisado junto al canal. ¿Viste cuántas cruces? ¿Cuántos muertos habría?
—Muchos, demasiados.
—Pobre Laia, venir de tan lejos para morir. —Rompe a llorar.
—No podemos hacer nada por ella, piensa que al menos tiene cristiana sepultura y descansa en paz.
—No, Antonio. No descansará en paz hasta que cumplamos con lo que vinimos a hacer.
—Eso es cierto —asiente su marido con la voz entrecortada—. Ya se ha celebrado la boda real, en breve regresaremos a casa.
—¿Regresar a casa, dices? Antonio, ¿es que ya no recuerdas por qué estamos aquí?
—Qué cosas tienes. Pero… mira a dónde nos ha llevado. Laia no tendría que haber muerto, quizá debamos resignarnos. No podemos hacer más.
—¿Quieres que lo olvide? ¿Es eso lo que me estás pidiendo? ¿Crees que Laia estaría de acuerdo? Hay que terminar lo que los tres vinimos a hacer, ¿es que no lo entiendes? ¿Es que no vas a hacer nada?
—¿Qué quieres que haga? Ya hemos hecho todo lo que estaba en nuestra mano —le responde de forma sosegada.
—¡Cobarde! —grita, y se da media vuelta dejándole con la palabra en la boca.
María maldice el día que se unieron a esa comitiva. Todo era alegría cuando salieron del puerto de Laredo, todo un acontecimiento. Si bien su objetivo era otro muy distinto, nada que ver con el del resto de los tripulantes de la flota real. En secreto, ellos iban en busca de justicia.
Laia y ella habían conseguido trabajo de sirvientas, y su marido, de porteador. Necesitaron meses de pesquisas para llegar hasta aquí…
Pero ¿qué importa ahora todo eso?
¡En qué mala hora subieron a ese condenado barco!
A María no le convence la explicación de lo que pudo ocurrir, hay algo que no le encaja. ¿Quién era ese hombre que encontraron muerto junto a Laia? ¿Qué hacía él con su amiga?
Los días pasan y se rumorea que un muchacho de Lier, la localidad donde se desposaron la infanta Juana y el duque Felipe, fue quien mató a ambos. Que no se hallaba solo cuando lo apresaron, le acompañaba su hermana pequeña. ¿Quién comete tales barbaridades delante de una niña? Al parecer, cuando llegaron las autoridades, el supuesto asesino tenía a su hermana abrazada y lloraba de forma desconsolada.
Todo un sinsentido.
Hay algo que no cuentan, faltan datos en esa historia. ¿Por qué fue Laia a ese claro en el bosque?
Preguntas y más preguntas.
María no piensa abandonar Flandes sin descubrir la verdad, sin saber quién mató a su amiga y por qué.
Como tampoco va a permitir que su muerte sea en vano. Se embarcaron en esa aventura por una razón y está decidida a completar su objetivo, el de los tres. Hicieron un juramento en Bilbao y no va a romperlo, aunque Laia ya no esté. Al contrario, es su deber llegar hasta el final precisamente por ella.
8
Lier
Ha pasado un mes desde de la muerte de Laia y desde entonces Noah tiene miedo.
Ha matado a un hombre.
Sí, tiene miedo.
Y culpa.
Y una pena que le encoge el alma porque ha perdido a Laia. Es una mezcla de sentimientos para la que no está preparado a sus diecinueve años. Aunque también hay un destello de luz por haber salvado a Cloe. Da gracias por ello a todas horas.
No ha asimilado aún la triste realidad.
Ha querido saber quién era el hombre que mató a Laia, pero no ha resultado sencillo. Unos decían que era un comerciante castellano de lana; otros, que era un marinero genovés, y lo último que les han contado es que podía ser un francés.
Él intentó explicarles que Laia dijo que era un espía, pero nadie le creyó. Fuera quien fuese, él acabó con su vida. Y eso pesa en su alma como una losa que le aprisiona el pecho y le impide dormir.
El embajador castellano ha pedido su cabeza porque también lo hace responsable de la muerte de Laia. Le acusan de engatusarla para llevarla al bosque y aprovecharse de ella. Y no admiten el testimonio de Cloe por ser su hermana.
Aparte de eso, Noah no deja de preguntarse por qué el segundo hombre se ocultaba bajo una capucha. Solo puede haber una explicación: temía que alguien lo reconociera. Eso significa que es una persona destacada. ¿Quién puede ser? Él no mató a nadie, ni siquiera intervino de forma alguna. Ese desconocido podría poner luz a la oscuridad que ha envuelto su vida. Pero él es una incógnita, un verdadero fantasma.
Se ha esfumado, no existe ni una sola pista sobre él. Algunos hasta dudan de que estuviera allí. Creen que es fruto de la enajenación de Noah por la muerte de Laia. Una fantasía, una de tantas que rondan siempre su cabeza.
Noah sabe que es real.
Estuvo días sin salir de casa y, desde entonces, su madre no ha dejado de llorar sin consuelo. Su padre apenas duerme y bebe todas las noches hasta que cae rendido por el alcohol. Y Cloe ya no es la niña risueña y espabilada que era.
Por temor a que los castellanos fuesen a por él, decidieron ocultarlo hasta que se marcharan. Lo llevaron de noche a una habitación sin ventanas en el taller de Ziemers, donde atesora los relojes más antiguos que ya no utiliza.
Su maestro le lleva comida varias veces al día, y velas y libros para ocupar la cabeza; entre otros, un ejemplar de Los viajes de Juan de Mandeville, un caballero inglés que durante treinta y cuatro años se dedicó a viajar por el mundo y a relatar todo cuanto vio.
Percibe a Ziemers preocupado, pero él se refugia en la lectura para sobrellevar la incertidumbre y la espera. El libro habla de las tierras de Oriente, sus montañas, sus ciudades, sus ríos y su fauna. También de los unicornios, que allí proliferan más que en ningún otro lugar; de los enormes dragones, los elefantes con sus largos colmillos y los fieros leones. Su mente vuela en busca de aquellas maravillas. Se imagina surcando el cielo sobre los dominios del Gran Kan. Su capital es Janbalic, la urbe más grande, más hermosa y más próspera del mundo: sus calles son tan rectas y amplias que desde un extremo puede verse la muralla en el opuesto. El viajero inglés relata que no existe ninguna ciudad a la que lleguen tal cantidad de objetos preciosos y tan valiosos: entran cada día más de mil carretas solo cargadas de seda.
El maestro relojero abre la puerta y le pide que le siga. En silencio recorren el taller y, para su sorpresa, sale a la calle. Está oscuro, la luna apenas ilumina. Le espera un hombre que porta un farol, se acerca y ve un rostro conocido.
—No te detengas, vamos —le ordena su padre cogiéndole del brazo.
Ziemers le despide entre lágrimas, nunca antes lo ha visto llorar. El relojero le entrega un objeto envuelto en una tela.
—Hic sunt dracones —le susurra.
—Hic sunt dracones —repite el muchacho.
—Vamos, Noah, no tenemos tiempo. —Su padre está inquieto.
Marchan veloces en medio de la noche hasta que llegan a un cobertizo a las afueras de Lier. Nada más verle entrar, Cloe se lanza a abrazarle como solo ella sabe hacerlo. Su madre no puede contener el llanto y también le abraza, abraza a sus dos hijos. Besa a Noah en la frente, en las mejillas, en el pelo.
El chico está feliz de volver a verlos. Su madre camina junto a su padre, que permanece de pie, callado, frotándose las manos hasta que por fin se decide a hablar.
—Noah, escúchame… —se interrumpe, indeciso.
—Hijo —continúa su madre—, debes escucharnos. Tu padre y yo hemos estado pensando, tememos que los castellanos vengan a por ti, hay algunos haciendo preguntas. Te hallabas en el lugar equivocado en el momento menos oportuno. Lo demás solo ha sido un cúmulo de trágicas circunstancias.
—¿Trágicas circunstancias? ¿Eso es lo que pensáis que ocurrió, madre?
—No es eso lo que pretendía deci