Florencia, barrio de Ognissanti
17 de mayo de 1510
El padre Sorvino y su ayudante llegaron a la casa y se apoyaron en el dintel de la puerta para recuperar el aliento que habían perdido en la carrera desde Ognissanti. Los habían hecho acudir con urgencia, el maestro estaba muriéndose. El sacerdote llamó a la puerta, pero nadie les abrió. Miró a su ayudante e insistió, esta vez con más vehemencia.
Finalmente abrió una sirvienta.
—¡Está muriéndose! —dijo alarmada junto a la puerta.
Al entrar, el hedor de la cámara los obligó a cubrirse la nariz con un pañuelo. La joven les abrió camino entre los desechos y las ratas que corrían por la casa, se apartó la maraña de pelo que le caía por la cara y cogió una escoba para golpear a una.
—¡Malditas bestias del demonio! —exclamó cogiéndola de la cola y lanzándola por la ventana.
Les dedicó una sonrisa que les mostraba la encía desdentada y continuó el camino hasta detenerse delante de una estancia.
—Está aquí —dijo abriendo la puerta.
El sacerdote entró en la pequeña habitación iluminada solo con la luz de una vela. Vio un cuerpo inmóvil tumbado en la cama, apenas podía distinguirle el rostro. La muchacha cogió la vela y la colocó encima de la mesa.
—Maestro, ha venido el padre Sorvino.
El hombre se movió bajo la manta y abrió los ojos muy despacio.
—Creía que ya no vendríais… —dijo con un hilo de voz.
El sacerdote miró el largo pelo y la tupida barba blanca que le cubría la cara. Se quedó impresionado.
—Alessandro, ¿cómo estáis?
—Cansado, muy cansado.
El hombre empezó a toser. El sacerdote se sentó en la silla que había junto a la cama y se fijó en las paredes dañadas por la humedad y en la suciedad del cuarto. Sintió lástima, él había sido testigo de la grandeza de ese hombre.
—Amadeo, se acerca mi hora —dijo entre tosidos.
—¿Queréis confesaros?
—Estoy al día en mis pecados, pocos he cometido estos últimos años.
—Y entonces ¿qué necesitáis? —le preguntó apenado.
— Debo pediros un favor. —El hombre se llevó la mano al pecho, cada vez que respiraba sentía el dolor de una daga atravesándolo—. Necesito que entreguéis una carta a una persona.
—¿Una carta? ¿A quién?
—Al hijo de Simonetta, Alessandro Vespucci.
La sirvienta se acercó y le dio un sobre lacrado. El padre Sorvino leyó el nombre que aparecía escrito y lo metió entre las hojas de la biblia que llevaba en las manos. Lo miró extrañado por esa petición.
—Hay una deuda que debo saldar antes de partir de este mundo… Ella me lo pidió… —Volvió a toser—. También tengo un cuadro para él, debéis darle las dos cosas.
El hombre vio la duda en los ojos del sacerdote. No le asustaba la muerte, pero sí la posibilidad de que no se cumpliera su petición. Subió el tono.
—¡Amadeo, prometedme que lo haréis!
El sacerdote asintió, y el hombre suspiró al fin aliviado.
—¿Creéis que la encontraré ahí arriba? Apenas recuerdo su rostro.
—El Señor acoge a todas sus criaturas —le recordó el cura con una ligera sonrisa.
—Podré volver a pintarla. Allí no sentiré dolor —dijo alzando las manos deformadas por la enfermedad.
El sacerdote se quedó horrorizado.
—Quisiera pediros una última cosa.
El hombre tosió de nuevo.
—Vos diréis.
—Me gustaría que me enterraran en Ognissanti, cerca de ella.
—Así será, Alessandro —aseguró asintiendo con la cabeza.
El hombre se sintió liberado, sabía que el padre Sorvino cumpliría su palabra. Esbozó una tenue sonrisa antes de cerrar los ojos. Ya no volvió a abrirlos.
El sacerdote le acercó la mano a la frente y le hizo la señal de la cruz.
—¡Requiescat in pace, hijo mío!
Se quedó en la habitación encomendando su alma. Le dolió verlo acabar con tanta penuria.
El ayudante, al observar cómo salía, se dio cuenta de que estaba afectado.
—Padre, ¿estáis bien?
—El Señor se esfuerza en conceder a algunos la virtud, y, a cambio, los hace descuidados, porque, como no piensan en el final de su vida, fallecen solos y miserables.
—¿Lo conocíais?
—Lo conocía toda Florencia, era Alessandro di Mariano di Vanni Filipepi.
—¿Sandro Botticelli? —preguntó el ayudante, sorprendido.
—Sí, el mismo —se lamentó.
Los dos hombres se dirigieron hacia la puerta.
—¡Padre, no olvidéis el cuadro! —gritó la sirvienta arrastrando un lienzo de grandes dimensiones.
El sacerdote se dio la vuelta; cuando miró la tela, sintió un escalofrío. Reconoció a las dos personas representadas en él.
—¡Hay que cubrir este cuadro! —sentenció con los ojos fuera de las órbitas.
La sirvienta, veloz, les acercó una sábana hecha jirones. De ella cayó un pequeño cuaderno de piel marrón. El ayudante lo recogió del suelo y se lo guardó raudo en el jubón. Acto seguido, cubrió el cuadro para calmar el espanto del sacerdote y se lo cargó sobre los hombros.
—Padre, ¿por qué no queréis mostrarlo? —preguntó con preocupación.
El hombre permaneció un instante en silencio.
—Este cuadro puede destruir a los Médici y, con ellos, a toda Florencia —dijo con el rostro desencajado.
Cuando salió de la casa, miró al cielo y pidió perdón a Dios por no poder cumplir la promesa que acababa de hacerle a un hombre en su lecho de muerte.
En el cielo se desataba una tormenta.
El ayudante llegó a su casa pasadas las ocho de la tarde, empapado. La tormenta los había sorprendido en mitad del camino de vuelta y el padre Sorvino le había pedido que fuera a la iglesia a guardar el cuadro antes de dejarlo marchar. Sabía que su madre lo reñiría.
—¿Se puede saber por qué llegas tan tarde? —lo reprendió mientras se levantaba de la mesa para llenarle un plato con la sopa del caldero, que todavía humeaba en la chimenea—. Tus hermanos hace ya rato que duermen.
El joven la miró sin inmutarse, el frío se le había metido hasta los tuétanos. Se quitó la ropa mojada y la acercó a la chimenea. Con las prisas, el cuaderno que había guardado en el jubón se le cayó a la hoguera. Vio cómo el fuego empezaba a chamuscar las hojas. En una exhalación, lo recuperó de las llamas, que le quemaron los dedos, e intentó como pudo que el fuego no se propagara frotándolo con la ropa húmeda.
—Pero ¿cómo puedes ser tan desmañado? ¡Me hago cruces de que te hayan aceptado en el monasterio! —lo regañó su madre.
El joven no la escuchaba, solo quería evitar que el cuaderno se quemara. Se sentó a la mesa, lo dejó a su lado con mucho cuidado y empezó a sorber la sopa caliente.
Cuando acabó, fue al dormitorio y se quedó mirando a sus hermanos pequeños, acurrucados como hurones en las camas. No volvería a verlos. Hojeó el cuaderno, contenía anotaciones de Botticelli en las que hablaba de la admiración que sentía por una mujer, Simonetta Vespucci. En las últimas páginas encontró cuatro retratos de ella, los acarició con los dedos, estremecido por su belleza.
Antes de quedarse dormido, arrancó las hojas quemadas y lo escondió bajo la cama. Al día siguiente lo llevaría al monasterio. Nunca había tenido un libro, sería su tesoro.
San Gimignano, palacio Verini
21 de marzo de 2023
El profesor Belletti dejó el coche delante de la verja de hierro forjado que rodeaba la finca y recorrió a pie el camino que lo conducía hasta el palacio. Estaba nervioso, hacía años que no veía al conde y sabía que era una persona impredecible. Admiró la hilera de olivos centenarios que bordeaban la propiedad.
Al entrar en el jardín, lo vio ocupado con los rosales de delante de la fachada principal. Iba vestido de color claro y llevaba un sombrero de fieltro para protegerse del sol primaveral, que se quitaba de vez en cuando para peinarse los cabellos blanquecinos. Le sorprendió la delicadeza con la que sus manos grandes y firmes cuidaban las flores; pensó que no había cambiado mucho con los años.
—Buenos días, Arnaldo —lo saludó muy serio el profesor.
El conde se volvió y lo miró con sus ojos pequeños. Apretó las tijeras de podar.
—Tendré que hablar con Aurelio para que revise la lista de visitas —le dijo volviéndose de nuevo hacia los rosales.
El profesor forzó una sonrisa.
—Veo que todavía no soy bien recibido —dijo negando con la cabeza—. Ha pasado mucho tiempo, ¿no crees?
El conde lo miró, ese hombre lo sulfuraba. ¿Qué querría? La última vez habían discutido mucho. No le perdonó que no le hubiera advertido de la marcha de Graziela y, sobre todo, que intentara manipularlo para sacar provecho después del accidente. Era su mejor amigo.
—Dime, Domenico, ¿a qué debo esta visita? —le preguntó molesto.
—¿Te importa que me siente?
El conde se esforzó por no mandarlo a paseo.
—¿Servirá de algo si te digo que sí?
El profesor era un hombre bajito de rostro serio que siempre parecía enfadado. Su notable falta de pelo le hacía aparentar más edad. Dejó el sombrero en la mesa de mármol y se sentó mirando al jardín con unos ojos negros como el azabache.
—Veo que conserva su magnificencia, siempre he pensado que es el palacio más impresionante de la Toscana.
El conde lo observó irritado.
—¡Domenico, no creo que hayas venido para admirar el palacio!
—Sin duda, no. Estoy aquí para proponerte un proyecto.
El conde murmuró algo para sí mismo.
—Estoy pensando en organizar una exposición en los Uffizi. Dentro de un año me jubilaré como director del Departamento de Restauración y no querría dejar el cargo sin hacer un homenaje al Maestro.
—Un cargo que te recuerdo que tienes gracias a mi familia —dijo el conde mirándolo.
El profesor negó con la cabeza.
—En fin, el problema es que el director dice que Botticelli ya está muy representado en el museo y que hay que dar a conocer a otros artistas. Me cuesta pedírtelo. Le he dado muchas vueltas antes de venir, pero sé que en este punto estamos de acuerdo, siempre lo hemos estado.
El conde lo miraba de reojo mientras cortaba las rosas.
—Necesito tu financiación para situar a Botticelli en el lugar de la historia que le corresponde.
—Claro —dijo el conde pensando que siempre quería sacarle algo.
Al ver que sus palabras no conseguían captar su interés, el profesor se acercó a él.
—Será la exposición de Botticelli más extraordinaria que se haya hecho nunca. He pensado en contratar a los alumnos más brillantes con los que he trabajado hasta ahora. Tuve dos realmente excepcionales.
A continuación sacó una fotografía del bolsillo de la americana y se la mostró. El conde la miró con desinterés hasta que algo le llamó la atención. Le quitó la foto de las manos. Las tijeras se le cayeron al suelo.
—Pero es…
El profesor sonrió.
—Es increíble, ¿verdad?
—¡No puede ser! —exclamó el conde con los ojos clavados en la imagen, blanco como una hoja de papel.
—Ven mañana a los Uffizi y te lo contaré todo.
El profesor cogió el sombrero de la mesa y se marchó dejando al conde conmocionado con la fotografía en las manos. Cuando llegó a la entrada, se volvió para mirar la finca.
—¡Siempre lo has tenido todo!
Se puso el sombrero y deshizo el camino por el que había llegado.
Barcelona, Sant Gervasi
20 de junio de 2023
Carla estaba de pie en la terraza con la mirada perdida en los frondosos tilos del Turó Park. El pelo mojado le acariciaba el rostro mientras pequeñas gotas de agua le resbalaban por la espalda en una sugeridora danza ondulante. Se anudó el cinturón del albornoz y dejó que el sol de la mañana la confortara. Cerró los ojos y recordó las caricias de Àlex, se le erizó la piel. Se inclinó ligeramente sobre la barandilla hasta que un estremecimiento la detuvo.
—¿No estarás pensando en tirarte?
Se volvió y vio a Àlex, que la observaba con sus ojos azul noche. Ya se había vestido. Llevaba la chaqueta gris con el chaleco y una camisa blanca. «El traje de los juicios importantes», pensó. Lo rodeó con los brazos, lo besó y sintió el olor a pomelo y bergamota de su colonia.
—¿Sabes que me haces muy feliz? —le susurró Carla.
—Sé que estoy loco por ti —le respondió él devolviéndole el beso.
Àlex se separó de ella mirándola a los ojos de color miel.
—Te has levantado muy temprano.
—Necesitaba hacer yoga antes de ir al trabajo. Si no, no sé cómo aguantaría.
—No acabo de entender cómo hacer cuatro posturas en una esterilla puede ayudarte.
Carla lo miró, no perdía la esperanza de que algún día entendiera el yoga y los muchos beneficios que le aportaba.
—Un día tendrías que practicar conmigo —dijo colocando las manos en namasté delante del pecho.
Àlex soltó una carcajada.
—Sabes que lo que yo necesito es una raqueta, unas pelotas y poder derrotar a mi adversario.
—Tú siempre tan profundo.
Àlex sonrió mientras se ajustaba el nudo de la corbata.
—Princesa, si quieres que te acompañe, deberías vestirte. No puedo perder el vuelo a Madrid. Hoy presento el alegato final.
—Tranquilo, este caso lo ganarás.
—¿Es lo que te dice tu brujita?
—Sí —le respondió guiñándole un ojo.
Àlex sonrió de nuevo, el sexto sentido de Carla no solía equivocarse.
—Es un caso muy importante y, si lo gano, al viejo no le quedará otra opción que dejarme hacer las cosas a mi manera —afirmó, y se volvió para entrar en la habitación.
Àlex era alto, tenía los hombros anchos y se movía con seguridad. Carla lo observaba desde la terraza mientras él colocaba las camisas, las corbatas y la ropa interior en una maleta, siguiendo un orden minucioso, casi ritual. Los movimientos eran calculados, como en una partida de ajedrez que ejecutara a la perfección. «Igual que cuando se prepara los casos», pensó.
—¡Amor, voy sacando el coche! —dijo él yendo hacia el recibidor con la maleta.
Carla entró en la habitación y dejó caer el albornoz. Se puso un vestido blanco que le realzaba el bronceado y unas sandalias marrones atadas al tobillo. Se secó el pelo con la toalla y dejó que le cayera por la espalda. Se pintó los labios de rojo y se puso rímel negro en las pestañas. Se miró al espejo y sonrió.
Cuando llegó a la entrada, se encontró a Àlex mirando el móvil.
—Creía que ya estarías abajo.
—Estaba revisando los mensajes.
Àlex la miró. El largo pelo castaño le acariciaba el rostro de ojos almendrados; él se perdió en el escote, que prometía el paraíso debajo del vestido.
—¿En qué momento tuve la pésima idea de ir a Madrid?
Se acercó a ella y le acarició el hombro con el dorso de la mano, Carla se estremeció.
—Me temo que tendré que coger el siguiente vuelo —dijo mirándole los labios con deseo.
—¡Pero hoy es el alegato final!
—Tú eres mi alegato —respondió Àlex.
Carla sonrió y lo besó.
Carla subió corriendo el último tramo de escaleras de la entrada al Museo Nacional de Arte de Cataluña. Una vez arriba, aún le dio tiempo de ver el Porsche de Àlex avanzando por la avenida de María Cristina en dirección a la plaza de España. Antes de entrar, observó la imponente fachada neoclásica coronada por la gran cúpula central. No se cansaba de admirarla.
Al pasar el control de seguridad, el vigilante le sonrió. Carla lo saludó como cada mañana y pasó el bolso por el escáner para dirigirse a los vestuarios. Miró el reloj colgado encima de las taquillas, volvía a llegar tarde. «Recasens me va a matar», pensó. Abrió rápidamente el armario y dejó el bolso. Se puso la bata y se recogió el pelo aún húmedo en una coleta. Mientras se ponía las zapatillas de trabajo, pensó en las aburridas tareas de control de las salas que le habían asignado. Creyó que sería un trabajo puntual, pero ya se había alargado más de dos meses. Estaba desperdiciando su talento.
Caminó hasta la sala de restauración para ver a Pau y Júlia. Los tres eran buenos amigos desde la universidad, pero en cuanto coincidieron en el MNAC se volvieron inseparables. Cuando se conocieron, creyeron que Carla era una niña mimada a la que la vida se lo había puesto todo fácil. Hija única de una familia acomodada, sus padres eran dos reputados cirujanos del Hospital Clínic. La belleza y el talante idealista tampoco la ayudaban demasiado. Pero Carla les demostró que era mucho más de lo que parecía a simple vista y, por encima de todo, que era una persona con la que se podía contar.
Cuando entró, los encontró inmersos en la restauración del mural de Boí.
—¡Hola, chicos! —los saludó acercándose.
Al verlos trabajar, sintió un cosquilleo en el estómago.
—Carla, ha venido a buscarte tu amiga. Le hemos dicho que estabas en los vestuarios, pero no creo que se lo haya tragado —dijo Pau levantando la cabeza.
—Àlex se iba a Madrid y nos hemos alargado más de la cuenta —confesó con una sonrisa.
—Ahora entiendo ese brillo en la cara —le dijo Júlia.
Carla contempló el mural.
—No sabía que empezabais hoy. ¡Es impresionante! —dijo acariciándolo con los dedos—. ¿Qué tengo que hacer para que me den un maldito trabajo de restauración en este museo?
—Podrías ayudarnos con el color —propuso Júlia.
—Nunca he trabajado en un mural.
—Se parece bastante al trabajo que hacéis en la tela. Lo que hacemos es pintar por fases, ya que el mortero tiene que estar húmedo para que el color quede bien fijado. Si nos ponemos los tres, lo tendremos listo antes. Es un argumento que ni Recasens podrá rechazar.
—Sí, además, es la primera restauración integral de una pintura mural traspasada en el MNAC. ¡Querrán que sea un éxito! —concluyó Pau.
Los ojos de Carla se iluminaron.
—¡Me encantaría! Esa mujer me tiene defenestrada haciendo tareas de conservación. Ya no recuerdo cómo es el trabajo de restauración, y lo peor de todo es que no entiendo qué he hecho mal.
—Ese es el problema, que no has hecho nada mal —observó Pau.
—¿Qué quieres decir? —preguntó frunciendo el ceño.
—Que se siente amenazada. Tu trabajo en la Virgen de Fra Angelico causó mucha admiración. Recasens está protegiendo su plaza.
—¿Se siente amenazada por mí? —Negó con la cabeza.
Empezó a entender muchas cosas del comportamiento de su supervisora. El ruido de unos pasos detrás de ellos les hizo volverse.
—¡Señorita Bas, qué placer verla entre nosotros!
Al oír esa voz, Carla se puso tensa.
—Disculpe el retraso, he tenido un problema con el coche —mintió.
La señora Recasens le lanzó una mirada inquisitiva.
—¡Sí, claro! —dijo cortante—. ¿Me acompaña al despacho? Tengo que hablar con usted.
Carla miró a Pau y a Júlia, notó un calor que le subía desde el vientre. Siguió a esa mujer con el moño tieso y la falda por debajo de las rodillas. Recasens entró en su despacho, cerró la puerta y la observó con sus ojos de búho. Esa mujer la intimidaba.
—Señorita Bas, ¿le gusta su trabajo? —le preguntó con ironía.
—¡Sí, claro que me gusta! —se apresuró a responder.
—Pues no lo parece, la verdad. Casi siempre llega tarde y, cuando contamos con la inmensa suerte de tenerla entre nosotros, parece estar con la cabeza en otro sitio.
El corazón se le aceleró, sintió la adrenalina fluyéndole por el cuerpo.
—¡Es que no entiendo por qué me paso el día haciendo trabajos de mantenimiento en lugar de dedicarme a la restauración, que es para lo que se me contrató! —estalló.
La señora Recasens hizo una mueca.
—¿Está cuestionando mis decisiones? —le preguntó en tono de amenaza.
Carla visualizó las posturas de los guerreros que había hecho esa mañana en la sesión de yoga, estaba dispuesta a luchar.
—Solo quiero entender por qué me han relegado, ¡no sé qué he hecho mal!
La señora Recasens se dio cuenta de que no se echaría atrás.
—Señorita Bas, no tengo que darle ninguna explicación sobre mis decisiones. Cuando considere que está cualificada para algún trabajo, se lo comunicaré. Y ahora, ¡no me haga perder más tiempo y vuelva al trabajo si quiere seguir en este museo! —dijo imponiendo sus galones, y abrió la puerta.
A Carla se la llevaban los demonios, la miró tiesa como un palo junto a la puerta. «Es una trepa amargada», pensó, y salió del despacho.
Florencia, palacio Médici
3 de enero de 1475
Los soldados llevaban un buen ritmo, los siguió todo el camino procurando no quedarse atrás. Casi sin darse cuenta, pasaron por la basílica de San Lorenzo y, después de tomar la via Ginori, se detuvieron frente a la magnífica puerta dovelada que flanqueaba el muro del palacio Médici.
Los guardas apostados en la entrada los dejaron pasar, y atravesaron los jardines mirando las esculturas grecorromanas hasta llegar al patio porticado. Los siguió subiendo la gran escalinata de mármol mientras miraba las columnas corintias que sostenían la construcción, obra de Michelozzo. Lo dejaron esperando en la imponente sala de visitas, con el corazón todavía acelerado por la caminata. Contempló los tapices y las pinturas que vestían los muros de la cámara; se imaginó a todos los artistas que, antes que él, habían aguardado allí. «Quizá ha llegado mi momento», pensó.
Cuando se abrió la puerta, vio el rostro de Giuliano. El pelo negro le enmarcaba unas facciones armoniosas, llevaba un jubón rojo con ribetes de cuero negro alrededor del cuello y las mangas.
—¡Sandro, el artista que está deslumbrando a Florencia! —le dijo abriendo los brazos para darle la bienvenida.
Le sorprendió ver a Giuliano, creía que lo había hecho llamar Lorenzo.
—Gracias —respondió con una sonrisa.
—Mi hermano Lorenzo está entusiasmado con el cuadro de la Adoración de los Magos. Es un trabajo magnífico, será la pieza perfecta para la capilla Lama.
Esas palabras lo confortaron, sus obras empezaban a gozar de consideración en Florencia. Gaspare Lama, banquero y amigo de la familia Médici, se lo había encargado. Comenzaba a ser costumbre incluir a personas reales en las pinturas; Botticelli pintó a Cosme, Piero y Giovanni de Médici como los tres reyes adorando al Niño Jesús. En segundo término, Lorenzo y Giuliano, junto con artistas y humanistas del círculo de los Médici, incluyéndose a sí mismo en primer plano mirando al espectador. Estaba orgulloso de ese cuadro, que además había significado su entrada en la familia Médici.
—Dentro de tres semanas organizaremos una justa para celebrar la alianza con Venecia y Milán. Un hito muy importante para Florencia y para Lorenzo; no puedo faltar. Participaré en el combate con los demás caballeros, como ya lo hizo Lorenzo en su día.
No entendía por qué Giuliano le contaba todo aquello, lo observó mientras caminaba con paso firme hacia el ventanal. De repente, se volvió.
—Quiero que dibujéis el estandarte que llevaré en la justa, quiero que retratéis a Simonetta Vespucci —le pidió con un brillo en los ojos.
Botticelli se sorprendió.
—Pero Messer… Simonetta es una mujer desposada… —dijo desconcertado por la petición.
Giuliano lo miró fijamente.
—¡Debe ser ella! —respondió sin darle opción.
Pensó que había perdido la cabeza, pero no se atrevió a contrariarlo.
—De acuerdo… —cedió—. Veré cómo puedo representarla.
—Confío en que la retrataréis con toda su belleza. —Giuliano sonrió, estaba acostumbrado a conseguir lo que se proponía—. Mi secretario organizará el encuentro. Tengo entendido que vuestro taller está junto al palacio Vespucci.
—Sí, la casa en la que vivo pertenece a la familia.
—Fantástico. ¡No se hable más!
Giuliano dio media vuelta para abandonar la sala. Al instante entró un sirviente que lo acompañó escaleras abajo.
Justo cuando salía del palacio, se encontró con su amigo Poliziano, que entraba apresurado detrás de unos soldados. «Me han mandado llamar», le dijo cuando se cruzaron. Pensó que también había sido Giuliano. ¿Qué querría de él?
De vuelta a su taller en el barrio de Ognissanti, Botticelli maldijo su mala fortuna; después de demostrar su talento a la familia Médici, Giuliano lo mandaba llamar para que pintara un estandarte. Lorenzo no le habría pedido jamás semejante menudencia.
Mientras enfilaba la via Servi, recordó el primer día que vio a Simonetta. Fue en la fiesta que Lorenzo organizó en honor del casamiento de Eleonora de Aragón con el duque de Ferrara; la nobleza y la burguesía de Florencia, con los Médici a la cabeza, se reunieron en los jardines del palacio Lenzi.
Botticelli nunca había asistido a un festejo como aquel; hacía poco que había entrado en el círculo de artistas e intelectuales de los Médici. Las florentinas bailaban a orillas del Arno siguiendo el ritmo de las flautas y las violas, y entre ellas aparecieron tres ninfas resplandecientes. Simonetta Vespucci, Eleonora de Aragón y Albiera degli Albizi, cogidas de las manos, interpretaron una danza que esparció su exultante belleza hasta hacer que enmudeciera toda la Toscana. Una, sin embargo, destacaba sobre las otras dos.
—¿Quién es? —preguntó Botticelli, conmocionado—. ¡Parece una Venus!
—Simonetta, la esposa de Marco Vespucci, el hijo de Piero —respondió Poliziano.
Botticelli miraba embelesado esas facciones puras como el más bello alabastro, el sol dorado en sus cabellos. Con la mirada, la sonrisa y los gestos, guiaba dulcemente la danza que la descubrió a los ojos de Florencia.
—¡Nunca la había visto! —dijo fascinado por sus movimientos.
—Simonetta es hija de Gaspar Cattaneo della Volta y Cattocchia Spinola, dos de las familias nobles más antiguas de Génova. Marco la conoció allí cuando realizaba sus estudios de banca.
En un momento Giuliano de Médici se acercó, cautivado por la danza de las tres damas.
—¡Tanta belleza hace estremecer! —les dijo, incapaz de apartar los ojos de Simonetta.
Botticelli sonrió, contento de que Giuliano se dirigiera a ellos. La única vez que había tratado con él fue cuando pintó el cuadro para la capilla Lama, donde aparecía la familia Médici.
—Messer, ¿vos también os habéis dado cuenta?
—¿Quién es? —quiso saber Giuliano.
—Simonetta Vespucci —respondió Poliziano.
—¿De verdad? ¿La mujer de Marco? —preguntó incrédulo.
—Creía que la conocíais. Simonetta ha estado tutelada por la mujer de vuestro tío Giovanni para introducirla en la sociedad florentina —le explicó Poliziano.
—¡Si la hubiera visto, no la habría olvidado! —respondió Giuliano, cautivado.
Cuando llegó al taller, Botticelli pensó que esa danza había sido el origen del encargo de Giuliano y, mal que le pesara, no podía rechazarlo; al fin y al cabo, se trataba de un Médici.
Poco imaginaba que esa petición lo cambiaría para siempre.
Unos días después, el sirviente entró en el taller y anunció la visita de Madonna Vespucci. Botticelli llevaba dos días esperándola y ya creía que no aparecería. «Tanto trabajo preparando los bocetos del estandarte para nada», había pensado.
Al volver la cabeza, la vio entrar tranquila, orgullosa de su belleza; llevaba un vestido azul con un fruncido que le resaltaba la forma de los pechos; los cabellos, adornados con una cinta blanca, le caían en una dorada cascada por la espalda. «Es un ángel», pensó.
—Messer, disculpad el retraso, he tenido unos asuntos familiares que me han impedido venir antes.
Observó sus facciones armoniosas, los ojos azules y profundos; la frente se dibujaba amplia y la nariz descendía en una delicada línea recta que se abría para anunciar unos labios finos y bien formados. La melancolía de su sonrisa lo embriagó.
—¿Tenéis alguna propuesta para el estandarte? —preguntó Simonetta acercándose.
Conmocionado, dio un paso atrás y se topó con un taburete; Simonetta se rio tapándose la boca con la mano. Botticelli pensó que no habría podido empezar de una forma más zafia. Avergonzado, la acompañó a la mesa donde tenía los bocetos que había preparado.
—Os mostraré mis ideas —consiguió decir turbado por su presencia.
Los dispuso uno al lado del otro mientras Simonetta los observaba en silencio; en ese instante, ante ella, ninguno le parecía lo bastante bueno. La dama señaló uno.
—Me gusta este.
Botticelli suspiró.
—Palas Atenea, la diosa de la sabiduría. Una gran elección, si me lo permitís.
—Quizá sea un tanto pretencioso —dijo Simonetta con el dibujo en las manos.
—En absoluto, Madonna —respondió él, cautivado por su perfume.
Simonetta sonrió, pensó que, aunque había sido su esposo quien le había pedido que fuera, posar para Botticelli sería divertido.
—De acuerdo, pues, ¿os parece si empezamos?
—Claro… —dijo abrumado.
Le señaló la silla frente al lienzo. Simonetta se acomodó mientras su dama se apresuraba a colocarle el vestido y a retirarle un mechón de pelo que le caía por el rostro. La contempló, casi le dolía tanta belleza.
Cogió el carboncillo y empezó a dibujarla. La mano se movía rápida, el trazo era puro, preciso, sincero; enseguida comprendió que ella lo haría alcanzar la excelencia. «¿Dónde estabas, Simonetta? Todo este tiempo había estado esperándote».
Miró al cielo y agradeció a Dios que la hubiera llevado ante él.
Madrid, Audiencia Nacional
20 de junio de 2023
La sala número dos de la Audiencia Nacional estaba vacía. Àlex llegó con la suficiente antelación para familiarizarse con el lugar. Echó un vistazo al tribunal y, con las manos en los bolsillos, paseó repasando la estrategia que había seguido durante los seis meses del juicio.
El caso era complejo, las pruebas que presentaba el ministerio fiscal eran bastante determinantes. La policía llevaba más de un año investigando la entrada de drogas procedentes de Italia por los puertos de Barcelona, Ibiza y Valencia. Habían encontrado al enlace en Barcelona, un siciliano que tenía una cadena de restaurantes donde presuntamente blanqueaba el dinero del narcotráfico. Lo acusaban de distribución y tráfico de cocaína en Europa, procedente de Colombia. Traían la droga en contenedores que viajaban en barcos de mercancías desde el puerto de Calabria hasta Valencia y Barcelona. Para Àlex era un caso especial porque su padre y socio principal del despacho se lo había confiado en persona.
Àlex era un abogado plenamente vocacional. Consideraba que todo el mundo tenía derecho a una defensa. Le apasionaba analizar las diferentes caras de la conducta humana y utilizar el ingenio para buscar los resquicios de la justicia y colarse por ellos con impunidad. Lo hacía sentir poderoso. En cuanto se ponía la toga, dejaba de lado sus principios para centrarse en conseguir la mejor defensa para sus clientes. A veces no era una carga de conciencia fácil, pero se desenvolvía bastante bien, mucho mejor que otros colegas de profesión.
El auxiliar de la sala abrió las puertas y entró el abogado del ministerio fiscal; se saludaron con frialdad. Se sentaron el uno frente al otro mientras sacaban la documentación del juicio. Àlex sintió la descarga de adrenalina en el cuerpo. Entraron los jueces, y el presidente de la sala ordenó el inicio de la vista.
El primero en hacer las alegaciones fue el fiscal. Recordó las pruebas que habían presentado durante el juicio y las conclusiones de los delitos de los que acusaban al cliente de Àlex, después de más de un año de investigación y colaboración entre la Policía Nacional y la policía italiana. Fue claro, directo y categórico. Hizo un alegato sobre la reincidente conducta delictiva del acusado, al que ya habían detenido y juzgado en Italia por el mismo crimen. El fiscal pidió la pena máxima por la suma de los dos delitos: tráfico de drogas y blanqueo de capitales. En cuanto acabó su exposición, cedió la palabra a la defensa.
Àlex miró al tribunal antes de empezar su alegato. Cuestionó procesalmente la obtención de las pruebas por parte de la policía y la fuente de conocimiento del delito. Recordó las evidencias que había presentado y que demostraban que el origen de la investigación provenía del aviso de un agente de la policía italiana que había participado en el anterior juicio del acusado en Italia. Este agente alertó sobre la empresa que, desde Calabria, transportaba las drogas en contenedores, que al final la policía española confiscó en un barco en Barcelona. Àlex aseveró que en ese juicio su cliente había sido absuelto de todos los cargos porque las pruebas se habían obtenido de forma ilegal.
—Señorías, toda la investigación tiene su origen en un juicio que fue declarado no válido. Por tanto, pido la nulidad probatoria por invalidez de las pruebas.
Miró de nuevo al tribunal y, ordenando los papeles que tenía encima de la mesa, siguió hablando:
—En cuanto al delito de blanqueo de capitales, las pruebas periciales que he presentado de la empresa auditora prueban que la cadena de restaurantes es un negocio rentable por su propia actividad y que las aportaciones económicas de los socios son de procedencia legítima. Por tanto, señorías, no veo ningún indicio del delito del que se acusa a mi defendido.
Antes de que el presidente de la sala diera por concluido el juicio, otorgó la última palabra al acusado. Este dijo que no tenía nada que añadir. El presidente declaró el juicio visto para sentencia. Àlex sonrió. Sabía que había ganado.
Barcelona, Museo Nacional de Arte de Cataluña
Esa tarde, cuando con su voz pretenciosa la secretaria la avisó de que el director quería hablar con ella, se le encogió el estómago. «Le ruego que no haga esperar al señor Pladellorenç», le dijo. En el ascensor, estuvo considerando los motivos de esa entrevista. Enseguida le vino a la cabeza la conversación con Recasens, «¿por qué no me habré callado?».
Se encontró ante el despacho del director con el corazón pendiendo de un hilo y sin atreverse a entrar. Hasta un rato después, no llamó a la puerta.
Entró. Una gran cristalera ofrecía la imagen de los magníficos jardines del parque de Joan Maragall con las fuentes del palacete Albéniz delante. Era el despacho más luminoso de toda la planta. El director levantó la mirada del ordenador y esbozó media sonrisa.
—¡Señorita Bas, pase y siéntese, por favor! —dijo extendiendo el brazo hacia una de las sillas del otro lado del escritorio.
El corazón le latía deprisa, pero aun así ese hombre no la hacía sentir mal. Era reservado y algo excéntrico; Carla lo atribuía a su vertiente artística. No encajaba como director del museo. Se rumoreaba que no era un buen gestor ni tenía grandes dotes sociales, pero lo compensaba con una plena dedicación al arte y a la institución. <